Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


miércoles, 15 de julio de 2020

La cigarra aborregada y la hormiga contestataria: meditación (en tiempos intempestivos) sobre la excelencia.

En una fachada medio demolida de la calle Relator luce esta pintada.

En una fachada de la calle Relator

"Cualquier persona tomada como individuo es razonablemente sensata y moderada; si forma parte de la multitud, se convierte en un bruto"
(F. Schiller)

"Los pueblos no se levantan obedientes a la voz de cualquier vaquerillo, como el ganado"
(G. Bernanos) 
 
Libertario, el autor de esta reivindicación callejera, quizás se considere el Nietzsche del barrio de La Macarena. Lo cierto es que no se da cuenta de que su inconformismo hoy es inofensivo, porque en este "Mundo Pantalla" ser la cigarra de la fábula, lejos de un propósito "revolucionario", es la "burguesa" determinación de quien triunfa con la anuencia del sistema contra el que se "rebela".

Hace tiempo que una inversión de los valores -no la hard de Nietzsche, pero sí la soft de los "líquidos" y "gaseosos" postmodernos- se adueñó de la calle. Desde que la mayoría de la sociedad está creída de que es mejor ser cigarra que hormiga, reivindicar su ejemplaridad tiene poco de subversivo.

Parece que Libertario desconoce que en el "Mundo Pantalla" las vidas de las personas se han convertido en una impúdica retransmisión y el individuo en la autocomplacida "cigarra" que la protagoniza. El éxito radica en el aplauso de los followers. Para muchos adolescentes y jóvenes, también para bastantes adultos, esto es parte muy mollar de sus vidas.

Lo que impera es gozar de un triunfo sociomediático en absoluto basado en el mérito del trabajo (hormiga), sino en la facilona aprobación de los followers (cigarra)Por eso, la pintada callejera de Libertario se ha vuelto borreguilmente "sistémica".

Puede que en su imaginario la mayoría de la gente siga siendo hormiga: resignadamente hormiga; pero lo que de veras ocurre en Relator y en sus adyacentes es que la mayoría se ha vuelto cigarra: aborregadamente cigarra. Hoy la contestación, la reivindicación, la revolución, la disidencia, en suma, la libertad, consiste en querer y poder ser hormiga.

Pero a Libertario se le detuvo el calendario cuarenta años atrás y se ha convertido en un "fósil viviente". Es el peligro de no hacer una lectura despierta del tiempo en que se vive y consecuentemente de errar en el discernimiento axiológico que a uno le toca. Libertario desconoce esta última transvaloración de la fábula; de otra manera, jamás hubiera hecho reivindicación alguna de la cigarra. Su "ejemplaridad" hoy es socialmente "evidente"; no en vano, la cultura de la excelencia (que ahora representa la hormiga) yace arrumbada desde que,
  • por un lado, la posmodernidad, que tanto se ha jactado en el último medio siglo de descoyuntar la razón de los griegos y de los modernos y de exacerbar el estatus cognoscitivo la emoción, consiguió que todo cuanto había sido sólido en los últimos 2.500 años acabase siendo primero "líquido" y luego "gaseoso";
  • y, por el otro, la tecnodigitalidad, que tan ufana sostiene que todo lo que se puede ser, saber y hacer reside -a la distancia de un touch- en el reverso de la pantalla, en tiempo récord ha conseguido que el screaming se convierta para adolescentes y jóvenes en el primum analogatum de la vida personal y social, precisamente cuando el hombre barrunta su fantástica autoevolución de sapiens a cyborg.
En un periodo como éste, de tanta turbulencia axiológica, a la sociedad le urge ponerse a distinguir entre los valores con los que sí transigir y entonces "vivir" y con los que no y en consecuencia "morir"; es decir, le apremia elegir entre afrontar el futuro y descabalgarse del presente.

En los mismos cuarenta años que Libertario lleva orillado del trepidante curso de los acontecimientos, a las sociedades occidentales ¡se les ha roto la historia! Esto es algo que,  ciertamente, no ocurre todos los días:

Le tocó al señor feudal, cuando se dio cuenta de que su sistema, heredado ¡nada menos! que de Roma, había cumplido su tiempo... Cinco siglos después, a París y a Londres cuando, después de la Segunda Guerra Mundial y pese a estar en el bando de los ganadores, se dieron cuenta de que ya no serían más las fabulosas metrópolis de ningún colosal imperio de ultramar, y que la historia forzaba a sus Estados a buscar un nuevo lugar en el Mundo, un nuevo papel en la Historia...

Y también a Europa entera cuando, después de hacer la cuenta de los muertos que sumaban las dos grandes guerras, se dio cuenta de que la razón, efectivamente, había creado monstruos y entoces, en el marco del proyecto de los Estados Unidos de Europa, se recreó inventando la socialdemocracia, el estado de bienestar y la clase media, y así firmó una paz socialmente vertebradora, que ha durado unos setenta años.

En nuestros días no hay ninguna convencional guerra que ganar y ningún convencional imperio que descolonizar, pero el escenario geopolítico y socioeconómico ha cambiado tan bruscamente desde el 11 de septiembre de 2001 que la Historia se les ha quebrado otra vez a las sociedades occidentales y estas de nuevo se han tenido que poner a buscar su "lugar" en el Mundo.

La revolución científico tecnológica ha propiciado que el futuro, de repente, se les haya hecho incómoda y fascinantemente presente. Ahora quien crea los monstruos es el desbocado progreso tecnológico, que de medio se ha sublevado en fin, y ello hasta el punto de que estas sociedades se han olvidado de la radical vertiente axiológica de la crisis que las azota.

***

Dice J. Diamond que las sociedades se juegan su porvenir en aquellos momentos en que los valores a los que veneran se vuelven incompatibles con la vida, al menos en los términos de dignidad y de confort que ésta exige para considerarla realmente humana; y entonces tienen que elegir entre los valores que conservar y los que reemplazar. Una mala decisión las puede conducir al colapso y la desaparición.

A este arduo dilema subyace otra áspera cuestión: ¿acaso todas las sociedades no quieren vivir? ¿acaso el deseo de vivir no es incontrovertible en cualquiera de las formas que la vida adopta, sea desde las biológicamente más primitivas y simples hasta las socioculturalmente más evolucionadas y complejas? ¿Acaso una sociedad sacrificaría de veras su futuro en el altar de sus valores? ¿De veras no es más fuerte la fidelidad a la vida que a unos valores que lo son mientras contribuyen a que haya vida, más vida?

A bote pronto se me viene el recuerdo del mítico asedio romano de la ciudad judía de Masada, de la heroica resistencia de aquellos hebreos. Lo que allí estaba en juego no era solo un asunto de mera supervivencia, sino de enrevesada fidelidad a una divinidad. ¿Vida o Dios?

Sin embargo, para J. Tainter el asunto de la superveniencia de las sociedades es más simple. Una civilización, si fracasa, es porque, cuando no debiera, se despreocupa del problema que la amenaza. Pero la historia fácilmente hace entender que el comportamiento de la cigarra, que sacrifica el porvenir al disfrute del presente, no es la única -ni mejor- respuesta a la pregunta de por qué las sociedades, como la de Masada, se autodestruyen. Además de la irresponsabilidad, está el error cognitivo y el axiológico:

El caso de un error cognitivo es el de una sociedad que no tiene ninguna experiencia previa del problema o que, si la tiene, lamentablemente, la memoria intergeneracional le flaquea, y además no conserva registro escrito de ella.

También es el caso de una sociedad que, erróneamente, percibe el problema como similar a alguno anterior e incurre en una analogía improcedente que, a la postre, conduce a decisiones equivocadas. 

Además puede ser el caso de un problema que adopta la forma de una tendencia muy lenta y permanece oculta tras fluctuaciones detectables solo a largo tiempo, cuando es demasiado tarde para solucionarlo.

Para Diamond, cualquiera de estas vicisitudes pudo ocurrirle al habitante de la isla de Pascua que taló la última palmera del que había sido el frondoso bosque a cuyo amparo sus ancestros habían vivido exitosamente durante varios cientos de años. Puede que él -sus contemporáneos también- estuviera aquejado de "amnesia del paisaje". La degradación del palmeral sería tan paulatina que, cuando se hizo consciente de su gravedad, era tarde para poner remedio.

No obstante, este desastre, explica Diamond, también se pudo deber a un errado discernimiento axiológico. Quizás la destrucción de aquel bosque, que era su principal medio de vida, estuviera tan justificada por los valores en que creían que los habitantes de Pascua la asumieron como la irremediable consecuencia de su coherencia.

Recuerdo a Don Príamo Ferro, ese personaje de novela de Pérez Reverte que, al decir de su autor, era como la vieja y parcheada piel de tambor sobre la que la Gloria de Dios seguía redoblando en una Ciudad en la que ya Dios apenas importaba. La fidelidad a su creencia le condujo a su autodestrucción e hizo de él un fósil viviente, como Libertario.

Entre el error cognitivo y el axiológico el más intrigante es el axiológico: el que la vida no sea el valor supremo que da valor a los demás valores. Los habitantes de Pascua acabaron con el bosque porque necesitaban los troncos de los palmerales para erigir sus monolitos. Estos fueron haciéndose tanto más monumentales cuanto más adverso se les hacía el medio del que vivían. Necesitaban que los dioses fueran más clementes con ellos, que les devolvieran el favor de la naturaleza y pusieran remedio a sus males.

Otro caso es el de los noruegos de Groenlandia, que decidieron ser a toda costa un pueblo cristiano de ganaderos y, para salvaguardar estos valores, se mostraron inexplicablemente refractarios a la influencia de los inuit, que sí tenían la tecnología para vivir en un medio tan inhóspito.

***

Efectivamente, el hombre es capaz de conductas irracionales y moralmente reprobables. Estos comportamientos suelen nacer de un conflicto de valores, y entonces llegar a ser indómitamente viscerales. No es solo la religión, como apunta Diamond, la fuente de estas tensiones, sino cualquier ideología que prenda en la emoción de una sociedad y acabe convirtiéndose en una (creencia) envolvente e insalvable visión de la realidad. El nacional socialismo alemán y el comunismo soviético son excelentes ejemplos contemporáneos.

El hombre es capaz de ignorar una mala situación si viene desencadenada por algún valor del que está profundamente convencido. Cuando esto sucede, puede persistir en el error y llamar a su obcecación con nombres autocomplacientes como fidelidad, heroicidad, santidad... o con otros menos halagadores como contumacia, obstinación, fanatismo...

Por ejemplo, ¿se equivocó Héctor al enfrentarse a Aquiles, aun sabiendo que iba a morir? ¿de haber evitado este combate, cuál hubiera sido el curso de la guerra? ¿y el propio Aquiles, se equivocó al salir del gineceo para buscar una fama que también tenía precio de muerte? Por ejemplo, ¿debió el zar Nicolás II haber renunciado a seguir creyéndose el hombre elegido por Dios para dirigir el destino de Rusia? ¿acaso su creencia ya no era de otro tiempo?

En definitiva, ¿qué ocurre cuando la vida no es el valor supremo, cuando un hombre o una sociedad están dispuestos a sacrificar la vida ante otro valor que inexplicablemente estiman superior? La línea entre la santidad y el fanatismo, entre la heroicidad y la obstinación, entre la inteligencia y la estupidez, la traza eso que Ortega y Gasset llama "estar a la altura de los tiempos":

Cada generación, cada sociedad, cada civilización, tiene una altura a la que arribar; de no encumbrar la cima, falta a su "misión histórica" y encamina los pasos a su autodestrucción. La vida humana o se sujeta a pulso o se "naturaliza". Sin esfuerzo, se vuelve "bárbara". Por eso, el "hombre cigarra" no lleva una vida auténticamente humana. Estar a la altura en cada momento de la historia obliga al hombre a ser un animal culturalmente trashumante: dinámicamente creador de cuanto la vida requiere para ejecutar, sin descanso, su incontenible intención de vivir. Parafraseando a Goethe: ¡Vida, más vida!

***

Cuando los problemas de este jaez están en fase de silente gestación y todavía pasan masivamente desapercibidos, el turno es para los visionarios, como Spengler en 1928, cuando publicó La decadencia de Occidente, y Ortega en 1939, cuando publicó La rebelión de las masas, y Steiner en 1951, cuando publicó En el castillo de Barba Azul, y Baudrillard en 1969, cuando publicó La sociedad de consumo.

Las mismas sociedades a las que estos visionarios advirtieron de un mal entonces in actu nascendi, padecen en la actualidad de "amnesia del paisaje" y viven acostumbradas a una enfermiza decadencia que muchos creen solo socioeconómica, y no también axiológica. 

Aunque a la opinión pública sus dirigentes apenas se lo digan, además del reto energético y medioambiental y del tecnológico y digital, ambos consecuencia del impacto de la vertiginosa revolución científico tecnológica, también está el (sospechosamente silenciado y no menos grave) reto axiológico. No es sólo el modelo socioeconómico el que está en cuestión, sino también el "iconostasio" de sus valores. Por tanto, el problema no es sólo:
  • Si las sociedades occidentales podrán pagar el estado de derecho, de seguridad jurídica y de bienestar, como hasta ahora: si la sanidad, la educación, las pensiones y los subsidios que evitan la marginación, serán posibles a medio plazo...
  • Si la implantación de los nuevos modelos de producción y de relaciones laborales traídas por la revolución tecnológica hará que la obsolescencia de los trabajadores de mediana edad se convierta en un mal crónico sin solución confesable...
  • Si la juventud que no ha recibido una formación a la altura de este tiempo tendrá acceso digno al mercado laboral o será una generación irrecuperable porque nació profesionalmente obsoleta...
  • Si la agenda económica global hará que el empobrecimiento de las antiguas clases medias occidentales irá a más porque hay países cuyos costos laborales -más baratos- favorecen una productividad más competitiva...
  • Si el desarrollo industrial de los emergentes irá en detrimento de la  reindustrialización de bastantes países occidentales cuyas economías no tendrán otra (ficticia) salida que el endeudamiento perpetuo...
  • Si el planeta resistirá el impacto que el desarrollo científico y tecnológico, industrial y energético, demográfico y social, le está causando: ¿los cambios que apreciamos son las normales variaciones de la geología o las consecuencia del "maltrato" humano? Y si "maltrato" ¿es por un error cognitivo o axiológico?
Esto, siendo muchísimo -la retahíla de problemas asustaría a cualquier gobierno occidental que honradamente la quisiera asumir-, sin embargo, no lo es todo. Además hay un embarazoso reto axiológico, cuyo concurso es imprescindible en la solución de los otros dos retos, pues, de lo contrario, el valor que inevitablemente se acabará imponiendo es el hobesiano interés del más fuerte.

Si, contemporáneamente, el Dios de las iglesias fue reemplazado por el dios de los Mercados, últimamente, quien gana en esta figurada teogonía es Hefesto, por haber conseguido que la Tecnología sea la mejor manera de fabricar riqueza que el hombre hasta ahora ha ingeniado. Su supremacía se prevé larga. ¡Bendita y alabada sea la Tecnología!

Sostiene Harari que, históricamente, fueron las creencias las que inspiraron y propiciaron la revolución tecnológica del neolítico. La agricultura y las ciudades surgieron para posibilitar la construcción de tan colosales edificaciones religiosas. La  tecnología nació a demanda de las creencias o, al menos, éstas le encontraron sentido y rigieron su utilidad. 

Pero ahora la historia ha virado y asiste a una de rebelión de los medios, que se han autoerigido en fines. La ciencia y la tecnología son el nuevo "pegamento mítico" de unas sociedades que se encuentran en el brete de discernir qué núcleo de valores conservar y cuál desechar. El problema es que, engolfadas con la deslumbrante quincalla que la tecnología les ofrece como novísimo bien de consumo, estas sociedades no están en disposición de afrontar el reto axiológico. En este terreno no hacer nada es hacer que Hobbes y Darwin avancen cogidos de la mano, y que el valor que impere sea el interés del más fuerte.

En los momentos críticos de la Historia, y éste lo es, elegir quién ser y en qué creer es apostar, y apostar no siempre es acertar y además acertar no está exento del flagrante delito de contradicción:

Seguramente, el enorme Sócrates no se equivocó al buscar el suicidio, pero sí al sobreponderar el riesgo de la tradición escrita en contraposición a la oral. Y, seguramente, tampoco se equivocó la Iglesia Católica al teologizar los textos de Platón y de Aristóteles, pero sí al desconsiderar, durante al menos cuatro siglos, la pujanza de la ciencia empírico matemática, cuyos autores todavía no eran unos descreídos.

Seguramente, no acertó la Corona de España -en el albor de la Edad Moderna: cuando Descartes inauguró la secularización de la filosofía- en hacer del ecumenismo cristiano y de las guerras de religión uno de los principales asuntos de su enorme Imperio; pero sí acertó en reconocer que los indígenas de Nueva España eran hijos de Dios y por tanto merecedores de la misma dignidad y derechos que el resto de los españoles. Y, seguramente, tampoco acertó el fraile Lutero en dejarse embaucar por el interés nacionalista de los príncipes alemanes, pero sí en traducir la Biblia a la lengua de estos mismos.

***

Visto está. Apostar no siempre es acertar y acertar, para colmo, no está exento del riesgo de contradicción. Se contradijeron Sócrates, la Iglesia Católica, la Corona de España, el fraile Martín Lutero... todos ellos grandes actores en momentos importantes de la historia de Occidente. Seguramente, el hombre de hoy, al apostar, también incurra en flagrante contradicción. No obstante, es tiempo de apostar. Tal es es su "misión histórica". Dejar que corra el turno y escurrir el bulto sería darle la razón a Tainter y hacerse rehén y cómplice de la sociedad resultante. Quizás sería, incluso, contribuir a la "rebarbarización" de su sociedad. Así, pues, a modo de ensayo, ¿cuál podría de ser la apuesta? ¿qué valores habría que elegir y qué otros desechar?

Primero

No poner el corazón en ningún "anti" algo y menos aún si es un "anti" ciencia o "anti" tecnología. El faktum de este tiempo, su altura histórica, es la revolución científico tecnológica. Fuera de ésta apenas nada humano acabará siendo posible y todo lo humanamente crucial terminará siendo redefinido por ella: individuo, libertad, conciencia, inteligencia, intimidad, relaciones, democracia, economía, dignidad, conocimiento, política, aprendizaje, vida, energía, trabajo, muerte, ocio, sociedad, comunicación, enfermedad, emoción, arte...

La adhesión a cualquier valor incompatible -que no inteligentemente crítico- con esta revolución será manifiestamente estúpida.

Segundo

No poner el corazón en ningún "neo" algo y menos aún si es furtivamente empleado como un "anti" otra cosa. Los "neos" suelen ser síntoma de agotamiento, de añoranza y de temor. La historia actualmente está rota. No cabe vuelta a ningún "atrás". No es posible la recomposición de ninguna situación pasada para adaptarla a este presente: el mercado laboral ha cambiado, la educación ha cambiado, la familia ha cambiado, la moral pública y privada han cambiado, el ocio ha cambiado, las creencias han cambiado...

Asistimos a un crucial cambio de era. Lo medular es que el hombre transita de sapiens a cyborg, aunque esto obviamente no sea cosa de hoy para mañana. La adhesión a cualquier valor que niegue la extraordinaria singularidad científico tecnológica del presente, conduce al forzado abandono de la historia, que es la peor forma de marginalidad.

No obstante, ni lo primero implica la acrítica asunción de la ciencia y de la tecnología: de sus excesos, de sus desmanes, de sus secuelas deshumanizantes; ni lo segundo, un miope presentismo ni un bobo futurismo: la ignorancia de la historia, que ahora es tan especialmente necesaria, incapacita para hacer una inteligente apreciación de la incipiencia de este tiempo. En los currículos las materias STEM destacan oportunamente, pero a costa del olvido de las humanidades. Ni todo progreso es siempre mejora ni toda posible realización técnica, siempre humanizadora. Hefesto necesita de la inspiración de una inteligente Palas Atenea.

La ciencia y la tecnología se han convertido, de hecho, en el "pegamento mítico" de las actuales sociedades occidentales. Hoy las creencias (muchas son bisutería reactiva de las creencias de ayer) mandan poco, a no ser la propia ciencia y tecnología. Estas son el nuevo "mesías", de ellas depende la "salvación",  el porvenir. Son el valor universal, la nueva lengua franca que habla el mundo entero. Su éxito es transversal, recorre todas las sociedades, afecta a todos los ámbitos. Nada se les escapa.

Las sociedades occidentales creen en la ciencia y en la tecnología como antes creían en Dios y en la Iglesia. Cuanto tocan con su "numinoso" poder, queda cualitativamente cambiado y exponencialmente revalorizado: el trabajo, el ocio, las relaciones personales, las compras, la información, el capital...

Las sociedades saben que su prosperidad económica depende de la innovación científica y tecnológica. Yendo a los extremos... La medicina regenerativa, que difiera sine die la muerte y que de facto nos haga aproximadamente inmortales... Para llegar ahí, y aunque a esto nunca se llegase, el progreso de la biotecnología seguirá siendo inmenso... La neurocibernología, que permita al hombre trascenderse y sustituir el soporte biológico del cerebro por otro biónico, y revocar que el saber es la consecuencia del aprender y éste la del esfuerzo y el entusiasmo... Para llegar ahí, y aunque a esto nunca se llegase, el progreso de las ciencias del cerebro también seguirá siendo inmenso...

No obstante, la penetración de la tecnología en los hábitos y en las concepciones individuales y sociales es tan profunda y tan rápida que sus efectos no siempre son aceptables; de ahí, so pretexto de Libertario, la denuncia de cómo la tecnología ha redefinido la vida del individuo, primero desproveyéndola de la cultura del mérito y del esfuerzo y, segundo, sumiéndola en la cultura del espectáculo inane. Las consecuencias de la tecnología, como bien de consumo de ocio y de socialización, están siendo devastadoras entre niños, adolescentes y jóvenes.

Tercero

Invertir en el individuo, en su vida, porque él es el mejor "valor refugio". El individuo nunca es gasto; siempre, inversión. Para los economistas el principal sector estratégico de inversión en este último estertor de crisis es el tecnológico, la salud y las energías limpias; para el educador, en cambio, el individuo, su excelencia, porque éste no es sólo el usuario final de todo (consumidor), sino también, y antes, su artífice primero (autor). 

J. Monod lleva razón. El individuo aporta intención al mundo. Sin él la naturaleza está desprovista de fines. Carece de axiología. No tiene preferencias. La excelencia de los fines que puedan fecundar la naturaleza y transformarla en Mundo, depende de la excelencia de los individuos. Es la correlación entre la ontología (ser) y la axiología (estimar).

Nunca el hombre ha tenido tanto poder (tecnología) sobre su propia evolución y entorno. Sin embargo, nunca ha sido (ontología) ni ha estimado (axiología) tan poco y tan mal. Se observa un considerable desfase entre, por un lado, su tecnología y, por el otro, su ontología y axiología. Por eso, en esta crisis la "inversión" en el individuo, en concreto, en el incentivo de la excelencia de su ser (ontología) y de su estimar (axiología), es tan estratégica.

Dicho con sesgo pragmatista, si el individuo estima con excelencia, obrará con excelencia y se hará finalmente excelente; y con sesgo ontologista, si es con excelencia,  estimará con excelencia y obrará con excelencia. 

Ahora es tiempo de acatar la proclama de Kant: Perficere te ad finem aude!¡Atrévete a hacerte excelente! Si la altura de este tiempo está determinada por la formidable revolución científico tecnológica, la "misión histórica" consiste en saberle endosar a esta revolución un fin (axiología) a acorde al enorme poder (técnica) que le otorga a un individuo tan pobre de ser (ontología).

El "hombre cigarra" de hoy tiene su voluntad de vivir distraída en la mediocridad y en el "felicismo". Su insulsa vida de vedette es incompatible con esta vida de excelencia que -fundada en el trascendental de la vida: ¡no hay otro!- entiende que cada individuo es un proyecto irrepetible, irreversible, intransferible y perfectible, y que su vida no consiste sino en hacer eclosionar sus idiosincrasias hasta el extremo de ser la mejor versión posible de sí mismo, y esto no a pesar de los otros (neodarwinismo social), sino con ellos y para ellos.

Más acá y más allá de cualquier "anti" y de cualquier "neo", una vez establecido que el faktum de este tiempo es la revolución científico tecnológica, la apuesta axiológica pasa por la recuperación de esa cultura de la excelencia que se fundamenta en aquel "quehacerse" que el individuo opera en sí mismo mediante: a) el entusiasmo de saber que es un proyecto (irrepetible, irreversible, intransferible, perfectible); b) y el esfuerzo y el trabajo que le es preciso para sobreponerse a su propia mediocridad. Entusiasmo de ser y esfuerzo de ser: son las dos "moléculas" del "metabolismo" del "hambre primera", del "apetito primordial", de donde "naturalmente" le brota que al individuo que a) estime con excelencia, b) obre con excelencia y c) sea excelente.

Pero el "Mundo Pantalla" tiende a todo lo contrario, a que el individuo se vuelva romo y mediocre. Pese a disponer de más información que nunca, llama tremendamente la atención su extremado aborregamiento. Ninguna "red social" de la historia ha tenido tanto poder como la Red. La psicología de masas y el pensamiento colectivo nunca han sido tan fáciles de manipular y de controlar. La ingeniería social nunca había tenido herramientas tan poderosas. Desde luego, siendo romo y mediocre, no dejarse arrollar por la opinión de la mayoría es misión imposible, máxime cuando toda información está instantáneamente tabulada.

Esta telemática vida de vedette tiene mucho de experimento social. Si B. Libet, pionero del determinismo neurológico, sospechó de la libertad del individuo, A. D. Cutting y M. Cafarella, pioneros del determinismo cibernético, la han ridiculizado.

Igual que J. Baudrillard alertó, hace más de medio siglo, de la sociedad de consumo, ahora urge alertar de la sociedad del bigdata. El problema no es el Internet de la Cosas, de la que tanto se habla, sino el Internet de las Personas, de la que se habla mucho menos. El Internet de las Cosas exacerba, sin duda, el consumismo del individuo; pero el Internet de las Persona hace algo incalificablemente peor: lo aliena reduciéndolo a mercancía. El individuo, su vida, se ha convertido en el negocio más rentable de la Red.

Ciertamente, su dignidad peligra. El día de mañana porque quizás el contenido de su conciencia quede públicamente expuesto en la pantalla de un ordenador capaz de descifrar las matemáticas de su cerebro: sentimientos y pensamientos; y entonces quizás su vida deje de ser ese proyecto irrepetible, irreversible, intransferible y perfectible... y se transforme en una programable circuitería biónica... Pero, hasta entonces, a día de hoy, su dignidad ya está en riesgo porque el individuo es dato que se vende y se compra a precio de "coltán". En la Red su rango ontológico es el de mercancía. Su mediocridad, su aborregamiento, es el resultado de la "kenósis cibernética de su dignidad" a la que, silente e insistentemente, es sometido en la Red en la que se mueve, es y existe.

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Está visto. Apostar no siempre es acertar y acertar, para colmo, puede incurrir en riesgo de contradicción... No obstante, éste es tiempo de apuesta y hay que intentar estar a su altura y cumplir con su "misión histórica". Hay que elegir entre ser cigarra aborregada y hormiga contestaria; entre el anacronismo de Libertario y la comprometida (y frecuentemente menospreciada) clarividencia de Spengler, Ortega, Steiner, Baudrillard; entre ser cómplice de los "señores del aire" que operan la conversión del individuo en mercancía (en bigdata, que es la actual manera de convertir al hombre en "gente", al individuo en "masa") y ser un educador contestatario que, guiado por la proclama de Kant, se empeña en lo que, sin ser imposible, casi nadie tiene, quiere tener, en estima: ¡Ser yo, yo, yo... Ser yo, ser yo! Unamuno lo reivindicaba "egoistamente" para sí; el educador, desde la ejemplaridad, lo tiene que reivindicar magnánimamente para cada uno de sus alumnos.

No obstante, en el "Mundo Pantalla" esta apuesta por la hormiga contestataria es subversiva y contraintuitiva. Puede que G. Bernanos esté equivocado y sea verdad que los pueblos se levantan obedientes a la voz de cualquier vaquerillo... Ante tan sombría sospecha, la única esperanza, que no ilusión, es que los educadores no sean unos vaquerillos cualquiera, sino líderes que, con el aspecto del bifronte Jano, su cabeza sea mitad Platón y mitad Nietzsche, porque éste no es tiempo para solo crear ni para solo criticar.

En un paisaje que se ha quedado sin horizonte hace falta uno nuevo y, a la vez, no perder de vista que cualquier horizonte -que cualquier cierre (categorial) del paisaje siempre es un rebasable efecto óptico, un sentido ribeteado de una ilusión que hay que cribar.


PS.- Para A.J.P.A., acaso vecino de puerta de Libertario.