Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


martes, 18 de diciembre de 2018

La épica de la Esperanza

Escribe Spinoza en su Ética que el alma del hombre se esfuerza en perseverar en su ser con duración indefinida. El judío errante es fuente de inspiración de Don Miguel cuando enfrenta a su Augusto Pérez al mismísimo Autor de esa Nibola de la que, en realidad, no es protagonista, sino sólo su más destacado guiñol. Y la rebelión de su Augusto Pérez, ¡recuerda tanto el insistente grito de Prometeo -¡Vivir, vivir, vivir, quiero vivir!- desde lo alto del prisco cuando los dioses le hacían pagar cara su osadía! Conatus essendi en acto puro.

sábado, 2 de junio de 2018

De "masas" y "mayorías": democracia y políticos

Casi en estos mismos días diversas "mayorias" europeas votaron asuntos tan diversos como: 
  • En Irlanda, la legatización del aborto. 
  • En Portugal, la ilegalización de la eutanasia. 
  • En España, la legitimidad moral de que Pablo Iglesias e Irene Montero, sin menoscabo de su ideario político, se comprasen una chalet de 600.000€ en una zona residencial de Madrid.


Además, en estos mismos días a Pedro Sánchez -que no tiene la "mayoría" en el Congreso de los Diputados- no le importó apoyarse en otras minorías y obtener así la "mayoría" precisa para hacerse Presidente del Gobierno.

De esto último, nada que reprochar, pero sí algo que advertir: la "mayoría" que en Sánchez se ha aupado para llegar a la Moncloa está compuesta por: 
  • Esos populistas que deciden qué es coherente según les venga. 2+2 puede ser cinco si la "mayoría" lo decide. 
  • Esos independentistas que hace meses, teniendo dudosa "mayoría" en su Región, han puesto en jaque mate al Estado Español. 
  • Esos nacionalistas (no sé si en breve también independentistas) que una semana antes habían aprobado los Presupuestos Generales de Estado aliándose por intereses económicos con el mismo partido político que ahora dejan caer. ¿Es que entonces a ellos no se les había filtrado el contenido de la sentencia de la Gurtel y la caja B del PP? 
Por otro lado, tampoco a las "mayorías" de la mayoría de los partidos políticos españoles les parece importar mucho que en sus organizaciones haya casos clamorosos de corrupción. O si les importa es por tacticismo electoral; dudo que sea por principios y valores.

Siento (o no) desconfiar de la "mayoría" de la clase política: de la que está a la derecha o a la izquierda, y de la que está arriba o abajo...

Política y mediáticamente, el mal moral de la corrupción sólo sirve como arma arrojadiza para el "y tú más". Y, cuando se celebran elecciones y los votantes deciden con sus votos, sus papeletas tienen un sacral poder absolutorio: "Te perdono". Todo resuelto. Ya no importa que se haya robado. Si la "mayoría" opina que la corrupción no es no es mala, ésta comienza a ser buena.

La "mayoría" decide qué es bueno y qué es malo. Por eso, aun teniendo todos graves problemas de corrupción, unos políticos obtuvieron la mayoría en el Sur y en el Sur gobiernan; otros obtuvieron la mayoría en el Centro y en el Centro gobernaron hasta ayer; y otros la obtuvieron en el Nordeste y allí gobiernan ocultando sus "vergüenzas" en las glorias de una bandera. Claro, una es la responsabilidad "política" y otra la "judicial". Dicen ellos.

La democracia es una de las más grandes aportaciones de Occidente a la Humanidad. El menos imperfecto de los sistemas, dicen. Debe ser cierto. Mejor esto que ser esclavo en el tiempo de los faraones.

En el fondo, el secreto de la democracia no radica SÓLO en el aserto "cada hombre un voto" (Ahora hay que decir "cada hombre y cada mujer") y en la indispensable separación de Montesquieu de los tres poderes.

Sino en la obligación de las élites políticas que gobiernan de educar en libertad y en inteligencia a cada ciudadano. Sí, en los tiempos líquidos de la postmodernidad sigo siendo un "socialilustrado". La diferencia entre la "mayoría" y la "masa" la dirime la educación.

Educación que en España, igual que la Justicia, después de 40 años de democracia, sigue sin funcionar bien. Pura casualidad... No en vano, la "masa" de los políticos españoles de la legislatura recién acabada no supieron (quisieron) ponerse de acuerdo para dar a la "masa" del país un Pacto Educativo.

Sin educación, los políticos no hacen "mayorías" sino "masas". ¿Se imaginan unos políticos que respecto a los ciudadanos que representan no padecieran el síndrome de Procusto?

sábado, 31 de marzo de 2018

Europa: quizás sí; pero ojalá, no.


Escribe G. Steiner que Europa siempre estuvo persuadida de que perecería. Y alude para justificar su tesis a la "mortalidad de las civilizaciones" de Valéy y a la profética "decadencia de Occidente" de Spengler... Escribe también Steiner que Europa es el lugar de la memoria. Su vida está proyectada hacia el pasado.

Cada sociedad, como cada individuo, vive de la renta que tiene. El joven, de la vida que le está porvenir; el anciano, de la que ya le vino. El joven es rico en utopías y el anciano, en recuerdos. Si Europa es el lugar de la memoria, Europa es anciana. Quizás sí; pero ojalá, no.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Pensar la Posteuropa. Conversando con San Agustín, Vico y Voltaire.

“Toda actitud vital que se caracterice como neo-algo, como retorno y ¡Zurück zu…! es, claro está, inauténtica. La vida humana sería todo lo contrario de lo que esencialmente es si pudiéramos, entre las innumerables formas de vida que ha producido el pasado, que ya están ahí, elegir la que más nos guste”. (Ortega y Gasset, Prólogo para alemanes)


Cuando San Agustín empezó a escribir -a principios del Siglo Quinto- su Ciudad de Dios, la penetración de los bárbaros en el Imperio ya no era una filtración pacífica. San Agustín asistió a la decadencia del Imperio; más aún, presenció el final de la disolución del Mundo Antiguo: una forma de vida que a muchos había parecido perenne e inmarcesible.

A la vista de tan ruinoso panorama, se entiende que San Agustín estuviera persuadido de que la historia había llegado a su último y definitivo acto. El tiempo es corto y la figura de este mundo pasa. La confusión de fronteras -entre el Norte y el Sur, entre el Oriente y el Occidente- que tanto debió turbar a San Agustín, representó el efectivo derrumbe geopolítico del Imperio.

Pero más allá de la caída del Imperio, la disolución del Mundo Antiguo había empezado mucho antes, cuando los primeros griegos se preguntaron por lo que eran las cosas, habida cuenta de que  a una minoría selecta la creencia en los dioses de sus ancestros ya no les era suficiente para entenderlas.

Por eso, es plausible considerar -aunque parezca contraintuitivo- que el periodo de mayor esplendor del Mundo Antiguo -al margen de los avatares políticos y militares- consistiera en una larga -y esplendorosa- crisis de índole intelectual en la que el vacío que la increencia en los mitos iba paulatinamente causando en los filósofos lo fue llenando una inédita creencia en una esencia racional.

Sin él saberlo, San Agustín además de ser testigo cualificado del acabose de algo viejo, encarna el inicio de algo nuevo. Seguramente, de haberlo advertido, su estimación de la historia no hubiera sido tan pronunciadamente pesimista ni escatológica.

Hasta San Agustín ningún otro padre de la Iglesia había tenido su capacidad para pensar el cristianismo valiéndose de la filosofía clásica. Ahí, y así, en ese herrumbroso gozne del tiempo, nace Europa. La misma que, quince siglos después, se presenta a este Mundo Global del Siglo Veintiuno como un proyecto cansado, cuando no fracasado, aunque en posesión de un sinfín de méritos excelentes.

Si el esplendor del Mundo Antiguo -entendido en el sentido indicado- fue producto de una crisis -el tránsito del Mitos al Logos-, el esplendor de Europa -cabe decirse también- fue consecuencia de otra crisis, además de la misma naturaleza que la protagonizada por los griegos diez siglos antes.

Dicho agustinianamente, el “mal” que aqueja a esta achacosa Europa de hoy es “original” y su etiología más interesante no es la geopolítica sino la intelectual. Como diría Voltaire, la verdadera historia de los pueblos no es sólo la historia de sus guerras y de sus paces, sino también la historia de los deseos y de los afanes de los hombres de que haya guerras o paces. La verdadera historia de los pueblos es la historia de las ideas y de las creencias subyacentes a los hechos más resonantes y a los personajes más influyentes.

Las ideas trabajan solas; sólo necesitan tiempo, diría Hegel. Por eso, a medio y a largo plazo era inevitable que la desmitificadora filosofía que había logrado ver la espalda a los dioses de sus ancestros, no acabara haciendo lo mismo con el Dios judeocristiano.

Así, en el transcurso de estos quince siglos, en Europa primero renació la filosofía. En el tránsito del agustiniano creo para entender al escolástico entiendo para creer, la filosofía de Europa se hizo tanto o más inteligente de lo que había sido la de Grecia.

Andados los siglos surgió la ciencia nueva de Descartes y de Galileo, y al poco Europa empezó a concluir que la teodicea era imposible. A continuación, estando ya establecida en el entender para no creer, Europa se sorprendió a sí misma sospechando que la razón sólo fuera una presunción -pragmáticamente útil- que no lleva ínsito compromiso metafísico ni ético alguno.

A partir de ahí, la razón se vió enfrentada al dilema de o morir de autofagia si seguía haciendo “ventriloquia” con la verdad o redimirse pragmáticamente si se sometía a una “kénosis tecnológica”. Le pudo más el instinto de supervivencia que el suicida sentido crítico que la había conducido a su propia autodesmitologización. El hecho es que lo único que actualmente sobrevive de la fallida Europa, de su alma geminal, es su vieja razón, pero casi irreconociblemente metamorfoseada en una unidimensional razón tecnológica cuyo algorítmico lenguaje se ha convertido en la lingua franca de la Posteuropa. El dicho de Galileo, la naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas, exige hoy nueva formulación: todo, incluido el hombre, es un algoritmo, tecnológicamente descifrable y manipulable.

***

Sin duda, a San Agustín le hubiera convenido conversar con Vico para aliviar su sofoco escatológico y entender que la decadencia de un pueblo siempre es el prólogo de un albor -nuevo ciclo de infancia y madurez- que aguarda escondido en el rigor de la noche. El mundo que para San Agustín era viejo, trece siglos después, para Vico, había rejuvenecido indeciblemente y era más rico que nunca en posibilidades. Por eso, si San Agustín estuvo persuadido, y hasta deseoso, de la consumación de la historia, Vico, en cambio, lo estaba justamente de lo contrario.

Aunque uno más optimista que otro, los dos coinciden en pensar la historia en Dios, que es el garante de que el mal no se desmadre ni gane la última mano de la partida. Así, para San Agustín el mal era bueno porque propició la Redención, la cual comporta un final de plenitud. Y para Vico, porque era la condición para que se produjera el tránsito de la decrepitud al rejuvenecimiento. Al contrario que San Agustín, Vico no consideraba preciso que la historia llegase a su término para alcanzar su sentido. La historia era buena, por eso Vico no tenía prisa para que acabara; le bastaba que el tiempo anduviera siempre en presente, siempre recirculando.

En cualquier caso, para ambos el mal era algo necesario e inteligible, incluso bueno; pero, sin duda, porque se trataba de un mal “divinamente” amañado. El problema vino después, para los que, como Voltaire, casi contemporáneo de Vico, se hubieron de enfrentar al mal cuando Europa -retada por sí misma- ya había comenzado a rebasar sus propios límites, y a desdibujar ese horizonte que tan artesanalmente -durante siglos- había pintado tratando de conciliar lo que ab initio era imposible de maridar. En suma, el problema fue de los que se quedaron -primero- sin suelo que pisar (Dios) y -poco más tarde- sin cielo al que aspirar (Razón).

El drama concreto de Voltaire es que -adelantado a su tiempo- perdió el suelo y el cielo a la vez. Por eso su figura, tras la máscara de su ironía, resulta tan entrañable. Pero esto no fue lo común. Los ilustrados creían en la “omnipotencia soteriológica” de la razón. De hecho, los ilustrados fueron hombres que atravesaron la vida a bordo de la nave de un optimismo sin tacha y casi sin medida. Como Hazard diría, los ilustrados -pertrechados con la linterna de la razón- encendieron esa luz que haría desvanecer la espesísima bruma del barroquismo religioso que -a menudo rayano a la superchería y a la ignorancia- seguía instalado en la conciencia europea del Siglo Dieciocho. Era ya entender para no creer.

La razón era el nuevo ídolo. De una fe se pasaron a otra, lo cual no deja de ser paradójico. No obstante, algún ilustrado hubo, como el gran Voltaire, al que no le sucedió que, una vez destruidos los ídolos tradicionales, guarecido en los nuevos se encontrara al abrigo de toda tempestad. San Agustín y Vico creían en Dios. Ninguno de los dos había concluido que la teodicea era imposible. Y eso les arreglaba todo: el pasado, el presente, el futuro, la vida, la muerte, el bien, el mal, la verdad, la libertad... En cambio, Voltaire ya no creía en Dios. Y eso le desarreglaba todo: el pasado, el presente, el futuro, la vida, la muerte, el bien, el mal, la verdad, la libertad..

Para un maniqueo que cree en Dios, Éste explica y controla el mal. Si bien es cierto que después de Spinoza a un precio que ya no cesó de encarecerse más y más. “Todo lo que es, es en Dios, y nada puede existir ni concebirse sin Dios”, escribió Spinoza, lo cual significa, nada más y nada menos, que el mal está injertado en la naturaleza misma de Dios, que es una extensión o un producto de Dios.

Pero, para un maniqueo que no cree en Dios, el mal -expandido en toda su inconmensurable magnitud natural y moral- puede llegar a ser un arcano inescrutable. Y ello fue el drama de Voltaire, que arremetió aceradamente contra Leibniz y su mejor de los mundos posibles.

Hasta el terremoto de Lisboa se podría decir que Voltaire le tenía tomada la medida al mal. Éste era consecuencia de un exceso de naturaleza y de un déficit de cultura. Al contrario que Rousseau, Voltaire pensaba que el hombre mejoraba alejándose de su estado natural, mediante el cultivo de la razón. En resumidas cuentas, hasta el terremoto de Lisboa, el mal era ignorancia, pensaba Voltaire. Pero, aun así, antes de Lisboa, Voltaire ya era moderadamente optimista tanto con el hombre como con la razón. Una rara avis entre los ilustrados. Él creía que el hombre era mejorable, pero no transformable. La educación, pese a tener a su favor todo el imperio de la razón, sólo era un pulimento, un aderezo, una recomposición, del hombre.

Voltaire desconfía de lo que no sea cultura (naturaleza) a la vez que no llega a confiar del todo en ella (razón). Y es que Voltaire no participa del mismo optimismo racionalista que la mayoría de sus coetáneos ilustrados. Ve la razón capaz de lo mejor y de lo peor: de quedar prendada de la verdad y de enredarse pretendiendo un sentido para lo absurdo. Es el caso de Cándido y Pangloss. Persuadidos como querían seguir estando de que todo en este mundo se encontraba ordenado para lo mejor, de que todo, incluso el mal, tenía razón suficiente, no sabían qué hacer con los imponentes acúmulos de desgracias particulares que (les) acaecían en la historia.

A diferencia de la Razón de Hegel, la razón de Voltaire -Elogio histórico de la razón- no se impone, no se revela ni se realiza en la historia motu proprio, sino que el hombre la tiene que conquistar y seducir, la tiene que hacer salir de su escondite secreto. De tan asustadiza como es, la razón aparece públicamente sólo cuando la verdad y la belleza campean por la historia a sus anchas; en cambio, huye cobardemente cuando la bellaquería, la avaricia, el fanatismo, el furor, la ignorancia, se adueñan de los días. Así, dice Voltaire, la razón sólo se dejó ver en la historia en contadas ocasiones: la edad clásica de Pericles, en el helenismo oriental de Alejandro, en el esplendor de la Roma de Augusto, en el renacimiento de los Medici, en el florecimiento de la Ilustración tras Luis XIV, y en pocas ocasiones más.

No obstante, Voltaire, hasta Lisboa, creyó vivir, al fin, en un mundo del que era posible desterrar la ignorancia mediante el ejercicio de la razón y, por tanto, en un mundo dominable para el hombre, aunque no sin esfuerzo. Pero, después de Lisboa, con más de sesenta años cumplidos, Voltaire se tornó más desesperanzado que nunca. En su Poema sobre el desastre de Lisboa confiesa que el mal se le ha vuelto ingobernable, algo casi mítico. Y es que en un mundo sin Dios no existe ninguna providencia que asegure el triunfo del bien.

La cuestión es ¿cómo ser optimista, igual que Vico y que Cándido y que Pangloss, en un  mundo sin avales sobrenaturales que garantice el éxito del bien? ¿Y cómo aceptar que el mal es necesario e inteligible sin estar seguros de que éste va a repercutir -de algún ignoto modo- en favor de la consumación del bien? Más aún, la cuestión es ¿cómo aceptar en un mundo con Dios la necesidad e inteligibilidad del mal sin dañar la bondad de la naturaleza divina?

Después de Lisboa Voltaire la emprendió contra Leibniz, pero más por la vía experiencial y experimental -que le permitían sus didácticas novelas filosóficas- que por la especulativa. Entre el optimismo de Pangloss y el pesimismo de Martín, Voltaire a hace concluir a Cándido que en la vida, a fin de cuentas, lo único que hay que hacer -lo único que se puede hacer- es trabajar nuestro huerto.

La resolución de Voltaire tiene como trasfondo la bíblica expulsión del Edén y la condena de tenerse que ganar la vida con el sudor de la frente. La única solución posible a la vida es el trabajo. En un mundo sin Dios Voltaire considera que lo que hay de azaroso en la historia es lo que hay de tremendo en ella, pero también lo que hay de esperanzador, porque el azar, si los hombres dispuestos al esfuerzo se enfrentan a él, puede ser una modesta oportunidad para el bien.

***

Llegados a este punto, también hubiera sido deseable que Vico y Voltaire hubieran conversado. De hecho, cabe apuntar cierto paralelismo entre la tesis de Voltaire -el trabajo es el único medio de volver soportable la vida- y la de Vico -la naturaleza del hombre no es una res ni un datum, sino un factum. El heterodoxo racionalismo que los dos profesaron hizo de ellos hombres intelectualmente adelantados a su tiempo. Quizás miembros de esa escasa minoría de corazones de vanguardia que vive condenada a no ser entendida por la muchedumbre de su época.

Así, la tesis cuasi historicista de Vico -el hombre es su historia- se apoya en una premisa tan anticartesiana como es que el hombre sólo puede entender lo que él hace; lo demás lo puede conocer, pero no entender. Por eso, para Vico no había otra ciencia nueva que la historia, y esto lo afirma en contraposición a la ciencia nueva de Descartes y de Galileo, tan certeramente afanada en el estudio físico-matemático de los objetos naturales, cuyo entendimiento, razona Vico, de veras queda reservado a Dios, que es su Hacedor.

Por su parte, la tesis de Voltaire -la vida es trabajo- enunciada en el Siglo de las Luces está sorprendentemente desgajada de cualquier pretensión racionalista de encontrar sentido, necesidad, razón suficiente... a la vida. “Cuando su Alteza envía un navío a Egipto, ¿se preocupa de si los ratones que hay en el barco están a gusto o no?”, es la pregunta que el derviche le espeta a Pangloss cuando éste le interroga acerca del sentido de la vida de un “animal tan extraño como el hombre”.

Después de Lisboa Voltaire parece que abdica de cualquier grandilocuente pretensión metafísica para la vida, y que descree de la “omnipotencia soteriológica” de la razón; pero todo ello sin llegar al extremo de señalar el postrero derrotero, por un lado, de la tragedia nihilista: la náusea y la extranjería; ni, por el otro, de la banalidad posmoderna: la licuefacción.

Voltaire insta al hombre a asumir -a lo Vico- su trabajosa historia. Cierto que más trabajosa que nunca antes. Y ello, sencillamente, porque no hay Dios que alivie el oficio de ser hombre. Que el azar se convierta en efectiva oportunidad exige que el hombre deje de ser -critica Voltaire- el pasivo espectador que ha solido ser mientras creía en un mundo gobernado por Dios. El hombre -reclama Voltaire- ha de levantarse del patio de butacas y ha de irrumpir en el escenario. Al hombre -denuncia Voltaire- no le vale ya la resignación ni la queja. Esto es vivir sujeto a la historia. Al hombre -reclama Voltaire- le urge comprometerse. Esto es ser sujeto en la historia. El trabajo en el jardín. El tiempo de ser sujeto de la historia, para Voltaire, había concluido. Ese protagonismo, para San Agustín y Vico, cabe sólo a Dios.

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Hay épocas que se consideran un desarrollo de ideas germinadas anteriormente y otras que se sienten tan alejadas de su inmediato pasado que no experimentan necesidad alguna de posicionarse respecto a él, ni a su favor ni en su contra. Ortega diría que son épocas cronológicamente consecutivas que tienen -no obstante- altitudes vitales tan desiguales que la vida se entiende de manera radicalmente distinta desde cada una de ellas.

Seguramente, éste es el caso de nuestra época, que como dijo Castells, no es una época de cambios, sino un cambio de época. Ahora a muchos el pasado se les ha “naturalizado” y no les parece que sea “memoria” que se pueda -se deba- asumir. De hecho, la mayoría -por lo general- es víctima inconsciente de la muerte de Europa y vive sumida en un amnésico presentismo.

Así, en la Posteuropa escasean principios capaces de sustituir a los que había antes, y de suscitar autobiografías inteligentes; principios que sean distintos de esa bisutería en la que a la gente de hoy se les insta a creer como en una suerte de "religión" sin Dios: el igualitarismo heteropatriarcal; el naturalismo ecologista, animalista y veganista; el hedonismo hipersexualista, juvenalista y fitnessista; el identitarismo nacionalista; el fideísmo tecnologista; el materialismo economicista y shoppinista; el individualismo liberalista y abortista...

Esta muchedumbre -Ortega diría que es la "masa" de nuestro tiempo- se halla flanqueada por dos minorías encontradas entre sí, aunque coincidentes -cada una esgrime sus propias razones- en la crítica de mucho de cuanto a la gente se le hace vivir. Una está tentada de echar mano de algún “neo-algo”. Su reaccionaria y extemporánea actitud ante la Posteuropa es proporcional a la inquietud que produce vivir corriendo sin resuello hacia un horizonte que todavía no existe, o que al menos a muchos les es muy difícil de distinguir.

La otra minoría tiene que inventar -al tiempo que se defiende del reaccionario revival de lo viejo que pretenden quienes no admiten la irreversibilidad de la Posteuropa- un “sentido con sentido” para el Mundo que el faktum tecnológico fabrilmente está creando en todos los órdenes de la vida. Esta minoría entiende que el faktum tecnológico -pese a todos sus riesgos, que son grandes- representa una grandísima oportunidad -de magnitud evolutiva- para el hombre. Admitido el fracaso de Europa como proyecto intelectual, su cometido consiste en pensar la Posteuropa entendiendo que el tema ya no es Dios, sino la tecnología, y que la vieja razón europea se ha vuelto tan resumidamente tecnológica que apenas está facultada para tratar con sentido la cuestión del (sin)sentido con el que la muchedumbre vive.

Este pensar la Posteuropa -haciéndose cargo de ese sublime fracaso intelectual que representa la Europa que comenzó a nacer con San Agustín y a fenecer con Voltaire- no implica ansiar ni promover una nueva edición del “binomio imposible”, alegando ingenuamente que el tema todavía no está agotado. Hoy vivimos en la Posteuropa. No cabe -reaccionariamente- recurrir a ningún “neo-algo”. No cabe vuelta atrás. Como tampoco les cupo a San Agustín ni a Voltaire. Hoy es tiempo de inventar. Y no vale decir, como Unamuno, que inventen ellos, porque ellos no parece que sepan (ni quieran) inventar lo que a Posteuropa le hace falta. Sentidos con sentido.

Europa llevaba muriendo -como proyecto intelectual- al menos dos o tres siglos. Pero es ahora cuando la vieja razón europea ha abierto de par en par las puertas de una nueva época, la Posteuropa, que es principal y sobresalientemente tecnológica. Obsérvese que esta vieja razón europea -una vez se ha redimido a sí misma practicándose esa “kénosis tecnológica” que tan exitosamente le ha evitado su autodesmitologización- se ha vuelto patrimonio imprescindible de la Posteuropa. Así de irreconociblemente metamorfoseada, esta vieja razón europea es la que maneja el faktum tecnológico, la que desentraña los algoritmos, la que da cuentas como nunca antes del mandato bíblico de señorear la creación. Pero también ésta es la que tan mostrencamente maneja el faktum del sentido.

El hombre está a punto de hibridarse con la técnica, pero no instrumentalmente, como ha sido hasta ahora, sino biónicamente, lo cual va a ser -sin duda- el hecho que trace la línea de ese horizonte de futuro que todavía no hay.

Aunque nada de lo anteriormente sucedido en la historia del hombre sea parangonable con el hito de esta hibridación, quizás lo más parecido por sus consecuencias fuese el control del fuego, hace unos 300.000 años. Éste, además de ser una fuente fiable de seguridad, de luz y de calor, al favorecer -gracias a la cocción de los alimentos- el acortamiento del tracto intestinal, accidentalmente abrió el camino para el desarrollo del enorme cerebro de hombre.

De otro modo, dicho desarrollo hubiera sido harto improbable, pues el organismo no hubiera podido atender el requerimiento de energía de un gran cerebro y de un gran intestino (como el que era preciso para la asimilación de alimentos crudos). Además, la cocción de los alimentos favoreció que el hombre tuviera una dieta más enriquecida, lo que también contribuyó a su desarrollo cerebral; y que estuviera menos tiempo ocupado en comer. Así el hombre pudo empezar a vacacionar de su condición animal a fantasear qué podría hacer con su exceso de vida. Y se puso manos a la obra.

Si la domesticación del fuego accidentalmente propició el desarrollo del cerebro, qué no será lo que el hombre pueda lograr de sí mismo ahora mediante la domesticación de la tecnología biónica. Ciertamente, nunca el hombre ha estado tan cerca de poder ser sujeto de la historia -la evolución, tiene pinta, ya no será tan ciega ni tan azarosa- como de no poder ser sujeto en la historia: que el hombre quede tan radicalmente expuesto a su propia voluntad incrementa exponencialmente el riesgo de su extrema cosificación.

A esa minoría que afanada en evitar la tentación del “neo-algo”, le toca: Primero, tener los arrestos de un Voltaire para apelar al hombre -en la incomodidad de un mundo sin Dios- a que se ponga esforzadamente a “trabajar el jardín”. Es momento de convertir en grandiosa oportunidad el prodigioso azar que el faktum tecnológico le brinda. Gracias a ello quizás el hombre en adelante pueda ser sujeto de la historia. Voltaire vacunó a Europa de “neo-algo”. Los anticuerpos están.

Segundo, practicar el optimismo histórico de Vico. Ahora es más posible que nunca realizar su tesis cuasi historicista. La naturaleza del hombre es su historia. El hombre es lo que él haga consigo. Y con el faktum tecnológico ahora puede hacer consigo más que nunca. Que el hombre dependa de sí, y no de Dios, es a la vez responsabilidad y reto. Steiner lo vio clarísimo. El gran desafío que Europa tiene ante sí es el de crear una nueva civilización después de Dios. Hasta el momento, decía Steiner, el ensayo no pinta bien. Las dos grandes contiendas mundiales de la primera mitad del Siglo Veinte fueron a Steiner lo que el terremoto de Lisboa fue a Voltaire en la segunda mitad del Siglo Dieciocho. Desde que está solo, el hombre parece que está teniendo más facilidad para crear en la tierra el infierno que el cielo. Pero ¿por qué no creer -a lo Vico- que tras la espesa oscuridad de la noche está la alborada? ¿por qué acaso habría que creer más a Breyssig y resignadamente aceptar que el tiempo se nos va a congelar ahora -antes de alcanzar una madurez mayor que la disfrutada- y que nos vamos a quedar estancados en alguna suerte de barbarismo?

Y tercero, desarrollar el ingenio creador de San Agustín. El adamismo no existe. Siempre Quasi nanos gigantum humeris insidentes, decía Bernardo de Chartres. Una cosa es la tentación del “neo-algo” y otra la naturalización de la historia. Son posiciones extremas. Por eso, hoy urge la revitalización de unas Humanidades que -reconciliadas con la ciencia- aviven ese "pensamiento imaginario" que el hombre -fortuitamente- ha desarrollado a lo largo de su evolución y que, dice Harari, le ha permitido crear esas grandes "ficciones" que le ha posibilitado vivir socialmente aglutinado en torno al quehacer de un sentido. No se trata de crear de la nada, sino de innovar -agustinianamente- con lo que hay. Y ello, además, evitando el "neo-algo".