Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


lunes, 27 de diciembre de 2021

No fue el Covid, idiota, sino la economía, otra vez

Por azar he nacido en una buena familia; he crecido en un estado de derecho; he vivido en un país cuyo principal pacto social ha sido, al menos hasta la crisis de 2008, el bienestar, la calidad de vida, de la mayoría; he sido educado en una sociedad abierta; me ha tocado un tiempo científica y tecnológicamente tan brillante, que no cabe parangón posible con ningún otro.

Sin embargo, confieso que, hace tiempo, no me gusta este tiempo. No es un disgusto relacionado con la pandemia, aunque es verdad que el hábito de la distancia y la costumbre de la prevención en el trato, ha enrarecido y ensombrecido la vida.

Las relaciones han perdido naturalidad y frescura. La pandemia, dos años después, nos ha inoculado un miedo propio de otra época, casi medieval, y nos ha convertido en sociedades hipocondriacas, aprensivas. Con el Covid la vida se ha afeado, entristecido, encogido.

Pero la pandemia no es la causa de mi disgusto. Llevo décadas convencido de que he nacido inoportunamente: demasiado tarde o demasiado temprano; décadas sintiéndome una especie de Agustín de Hipona, que vive en un tiempo que, pese a su descomunal avance científico-tecnológico, está sitiado por "bárbaros", que no son, esta vez, los vándalos de Genserico, sino los parabalanos de, por un lado, los inanes felicistas y, por el otro, de los aturullantes futuristas.

Esta Hipona es un tiempo occidentalmente decadente, escaso de principios alternativos a los mortecinos de otrora todavía circulantes, que sean capaces de suscitar el entusiasmo y la lealtad que el hombre, no la gente, necesita para no vivir ahogado en naderías ni herido de nostalgia ni desamparado bajo un firmamento desprovisto de estrellas fijas.

Por eso, la entusiasta fascinación que me despierta este descomunal progreso científico-tecnológico, se me entrevera con el disgusto que me genera la pobreza de su axiología. Por una parte, es verdad, éste es el portentoso y admirable tiempo en el que el hombre:

Primero, ha descifrado su cadena de ADN y empieza a tener el enigma de su programación genética bajo el control de su propia voluntad, consiguiendo así el empiece de una cuasi divina libertad respecto de su antes indisponible destino.

Segundo, a punto está de lograr que el cerebro, casi mapeado del todo, deje de ser una inescrutable "caja negra", y de empezar, al rebufo de esta trepidante revolución, su mismísima hibridación cibernética, es decir, su transnaturalización: sin duda, hito solo comparable al de su encefalización, con la mayúscula diferencia de que aquella revolución neurológica fue ateleológica y esta casi metamorfosis responderá a un propósito.

Tercero, se ha lanzado a la carrera, conquista, del espacio: a la búsqueda, a lo más, de vida que, como la suya, dependa de la química del carbono; a la búsqueda, a lo menos, de la fortuita reunión de las condiciones de posibilidad exigidas para que su ubicuidad adquiera una increíble, fantástica, dimensión extraterrestre; a la búsqueda no de lo "lejos", sino de lo "antes", con la fundada pretensión de asistir al principio, al origen.

Cuarto, se ha convertido en señor del aire y con él su vida, casi entera, en data susceptibles de una nueva mathesis universalis, el sueño racionalista de Descartes y Leibniz, solo que diseñada por el algoritmo cuánticamente computado que a todo da encaje, sentido, estadístico en una nube, y que al hombre le hace regresar, contraviniendo la Declaración de los Derechos Humanos, a la condición de masa, turba, que casi todos fueron casi siempre.

No obstante, por otra parte, también es el tiempo de grandes, estridentes, contradicciones. Cuando más libre puede ser la Humanidad de su ciego destino natural, menos libre es el hombre de carne y hueso. Un exponente de esta novedosa esclavitud es el considerable riesgo de deshumanización que deviene de esa formidable mathesis universalis: la degradante reducción del individuo a data, el consiguiente extravío de su dignidad.

Esto, aunque todavía no está consumado, a todas luces parece irreversible. La economía, que en su expansión consumista, durante el siglo pasado, se adueñó del deseo del hombre, ahora se acaba de adueñar, literalmente, de su vida por la vía de sus actos online, reconvirtiéndola en valiosísima materia prima, en la nueva tierra rara, de la nueva industria, la de los data: industria que rápidamente se ha vuelto esencial para la actividad económica entera, para su eficiente, óptima, rentabilidad. Offline ya solo es el individuo osadamente transgresor.

Así, el hombre, además de encontrar en la red un nuevo entorno en el que fascinantemente podría ampliar su vida, también se topa con una prisión que no parece tal, sin muros ni grilletes, porque al reo, allí confinado, lo han domesticado hasta el punto de no querer escapar, librarse, de ella. Este entorno, que algún pionero de Internet lo quiso como una especie de noosfera, a lo Teilhard de Chardin, es un zoco virtual en el que todo en él tiene una primordial razón económica.

***

El viernes 14 de marzo de 2020, el día del Gran Confinamiento, todo esto, ya estaba ahí, por supuesto, sin posibilidad de vuelta atrás, pero la pandemia ha precipitado su definitiva implantación, que entonces todavía tenía más de futuro que de presente.

Cuando la sociedad estuvo paralizada, recluida la gente y quieta la economía, paradójicamente, se produjo un cambio de escena, pienso que, aún hoy, dos años después, insuficientemente apreciado. Igual que la salida de la crisis de 2008 nunca implicó el regreso a la escena pre Subprime, la salida de la pandemia, cuando se logre del todo, tampoco nos devolverá al escena pre Covid. El mundo cambió entonces y ha vuelto a cambiar ahora. En dos actos, el futuro, de tapadillo, se ha hecho "inesperadamente" presente.

Un cambio de escena como éste nunca es gratis. El paso de la escena pre Covid a la escena post Covid, por supuesto, tiene, está teniendo, sus enormes costes socioeconómicos, los cuales, vaticinio post eventu, ya se venían pagando de antes. Así, en el marco:

De una economía global, primer costo: el desmantelamiento de las clases medias occidentales y la emersión de una nueva plutarquía deslocalizada. La insostenibilidad económica del estado de bienestar.

De la creciente aplicación de la AI en todos los sectores posibles de la actividad económica, segundo costo: la devastadora obsolescencia de una gran cantidad de mano de obra que jamás reingresará al mercado laboral. En el mundo rico, la aparición de nuevos pobres: la useless class.

De la implantación del eficientismo economicista y tecnológico, tercer costo: la reconversión de la vida de los individuos en inédito recurso productivo a través de Internet. El progresismo social asiste, sin pestañear, a la grave disolución de la dignidad humana.

De la proliferación de los metaversos, cuarto costo: el sibilino descabalgamiento del proyecto educativo, primero de los ilustrados y luego de las socialdemocracias, es decir, el ideologizante propósito no de formar a individuos inteligentes, críticos y libres, sino meros a "usuarios" con el nivel de competencia mínimo necesario para garantizar la funcionalidad del tercer entorno, que es el doble reduccionismo, a la vez virtual y económico, de la vida individual y social, privada y pública. Los proletarios industriales de ayer son los "usuarios" digitales de hoy.

Lo cierto es que muchos de estos altísimos costos -a río revuelto, ganancia de pescadores- parecen estar siendo achacados a la pandemia, cuando el Covid realmente no es más que la ventana de oportunidad, fortuita o no, de un cambio de escena que aguardaba su momento de suerte, al menos desde la crisis Subprime.

De todos estos costos, el mayor, a mi juicio, es la disolución, el desvanecimiento, de la dignidad humana. Sin inspiración ni garantía trascendentes, el sentido de la bella oración de la dignidad del hombre, de Pico della Mirandola, se vuelve del revés, en contra del propio hombre, porque, pudiendo éste ser cualquier cosa, en este tiempo, que tanto me disgusta, corre el riesgo de ser casi nada, un simple "usuario" del tercer entorno:

No te di, Adán, ni un puesto determinado ni un aspecto propio ni función alguna que te fuera peculiar, con el fin de que aquel puesto, aquel aspecto, aquella función por los que te decidieras, los obtengas y conserves según tu deseo y designio. La naturaleza limitada de los otros se halla determinada por las leyes que yo he dictado. La tuya, tú mismo la determinarás sin estar limitado por barrera ninguna, por tu propia voluntad, en cuyas manos te he confiado.

El Mundo que en esta pandemia está siendo reemplazando es el Viejo Occidente, cuyas creencias fundamentales eran la racional oussía de los griegos y la providentia Dei de los cristianos. Y el que con subrepción pandémica está siendo implantado, algunos lo llaman Novaceno, también tiene dos creencias principales, igualmente hipostasiadas, que son el eficientismo teconologicista y eficientismo economicista.

Una tecnología brillantísima, pero borracha de sí misma, erigida en telos, segura de que todo lo que es posible realizar se ha de realizar sin remilgo ético que valga, está inteligentemente empeñada en la ultrarracionalización digital de la vida, en el sometimiento de todas sus esferas a la eficiencia cuantitativa de los data.

Esta fulgurante tecnología ha perpetrado una radical transignificación de la lógica de la racionalidad occidental, que ya no es la creencia en que todo tiene una explicación esencialmente racional, sino en que todo tiene que optimizarse con arreglo a un criterio de eficiencia cuantitativa mediado estadísticamente.

Su petición de principio, la fides epistemológica, es estadística: la correlación de datos masivos, sin necesidad de establecer relación causa y efecto, promete predecir, anticipar, controlar... cualquier fenómeno. La estadística es el atajo pragmatista que toma una computación capaz de manejar bigdata.

Un capitalismo revigorizado, sin el antagonismo del comunismo y sin el atenuante de la socialdemocracia ni de la doctrina social cristiana, las dos de capa caída, ha encontrado en este maximalismo tecnológico el aliado perfecto para dar rienda suelta a su más íntima pulsión: maximizar la eficiencia económica.

Ni tecnología ni economía tienen, ni tienen porqué tener, intención ética alguna. Por eso, el verdadero problema no está en ellas, sino en el tonto útil de las dos: en el felicismo que el hombre de este tiempo, el "usuario", profesa como su estilo de vida.

Consumadamente postmoderno, para el felicista los principios que inspiran su vida han pasado del estado líquido al gaseoso. El ethos vertebrador de su vida es la inmediata satisfacción de su deseo, que está promiscuamente atorado por el sensitivismo y el materialismo.

Atenazado por el inmediatismo, el felicista es incapaz de futurización y carece, por tanto, de proyecto y de axiología que lo inspire. Víctima de una grave inflación sentimental, la razón apenas interviene efectivamente en su visión y su administración de la vida.

El felicista no aspira a "bien ser", a ser mejor, sino a "bien estar", a estar mejor. Su pretensión de ininterrumpida autocomplacencia, sensitiva y material, paradójicamente le hace estar reincidentemente insatisfecho y ser persistentemente infeliz. Es víctima del círculo vicioso de la dopamina.

Un Estado hipergarantista ha ocasionado que el felicista nunca llegue a asumir del todo la responsabilidad de su propia vida, a sentir el riesgo de malograr su destino. Desconoce cuánto pesa la existencia. La suya es una vida infantil, subvencionada, instalada siempre en posiciones penúltimas. Desconoce el significado del heideggeriano "vivir en serio".

El felicista no se da cuenta de que su vida categorialmente ha pasado de ser facta a ser data, de que la vida offline es una transgresión y de que solo así la privacidad es posible.

***

Desde luego, el felicista no es el superhombre de Nietzsche, ni tampoco de Ortega, el vitalista hacedor de su propia "esencia". Por eso, muy difícil lo tiene para ser como el barón Munchausen, que se levantó a sí mismo en peso tirando de su propia coleta. Es decir, sin inspiración ni garantía trascendentes, esta tan inane versión de hombre muy difícil lo tiene para levantar su propia dignidad en peso sin más apoyo que el de su gaseosa condición felicista.

El hombre en cada momento tiene que resolver no lo que es, sino lo que va a ser, a sabiendas de que no le cabe conclusión final, de que la culminación de esta tarea está siempre aplazada en un "todavía no". El hombre está siempre "humanando", esto es, creándose a sí mismo. Pero en el felicista no hay voluntad de poder. Y sin ella la vida, sea cuál sea su circunstancia, resulta imposible, frustrante.

Es un desatino del azar que al felicista, hombre sin proyecto y sin hambre de excelencia, le haya tocado la más fascinante, hasta ahora, circunstancia de la historia. Dudo de que el felicista, bárbaro hoy, sea civilizado mañana. Y otro desatino del azar es que los aturullantes futuristas de hoy no tengan a su vera grandes fabuladores, como lo fue Platón, para inventar un mundo de ideas que dé sentido al suyo. A ver, Aristóteles, una pregunta: ¿dónde hay una diana para que el arquero de hoy apunte el tiro?

domingo, 24 de octubre de 2021

No toda la existencia es vida

"Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía"

(A. Camus, El mito de Sísifo)

Las enfermeras le habían advertido del empeoramiento. Y el resultado de la analítica diaria, también. Por eso, cuando la doctora esa mañana entró en la habitación, su voz, siempre cariñosa, no encontró, como otros días, eco en la expresión, caída y ausente, de su mirada.

No obstante, el paciente le hizo un gesto casi inadvertido, pidiéndole la mano. La doctora se la ofreció, él la tomó y con la ayuda de la propia médico se la llevó a su cara. Luego la doctora contó a los familiares que vio una lágrima deslizarse sobre el doble guante que protegía su mano .

Así estuvieron, paciente y médico, un rato, quizás una media hora, hasta que la respiración jadeante del centenario anciano se sosegó y éste volvió a sumirse en el sopor de un sueño que era el único refugio de quien hubo querido, así lo pidió en sus lapsus de lucidez, que le soltaran, por favor, todas las amarras que lo retenían a una vida a la que de vida le quedaba poco; el único refugio de quien quiso que le dejaran irse ya, irse en paz.

Más de dos semanas luchando contra la muerte, no el paciente, que se había entregado a ella, sino los médicos, para al final, eso sí, morir el paciente. La épica fue de los médicos; el paciente lo único que hizo, no le quedaba otra, fue permitir, que convirtieran su cuerpo en trinchera en la que medicina y enfermedad celebraran su última justa.

Su cuerpo centenario había sido trinchera de otras muchas justas, por eso su vida era tan admirable; pero esta última, seguramente, hubiera podido ser, debiera haber podido ser, evitable. Cuando ya se ha vivido, el problema no es vivir, sino para qué vivir; y no es morir, sino cómo vivir. Quien vivió sin permitir que nadie le viviera su vida, tenía derecho a escribir su último verso, que diría Cicerón. Releo a Séneca: No toda la existencia es vida, sino tiempo.

Mañana quieren hacer una despedida... Pero hay despedidas que son imposibles... 

domingo, 17 de octubre de 2021

Ayer, 16 de octubre, fue nuestro 25 de enero

"La población vivió en esta agitación secreta hasta el 25 de enero. En esa semana las estadísticas bajaron tanto que, después de una consulta con la comisión médica, la prefectura anunció que la epidemia podía considerarse contenida (...) Para asociarse a la alegría general, el prefecto dio orden de restituir el alumbrado, como en el tiempo de la salud. Nuestros conciudadanos se desparramaron por las calles iluminadas bajo un cielo puro"

A. Camus, La peste 

Mientras El Señor, caminando sobre un mar de multitud, iba a Tres Barrios, a la otra punta de la Ciudad, en el Centro que Él abandonaba buscando arrabales, eran visitables dos magníficas exposiciones: una sobre las cofradías de gloria, en los baños de la reina mora, a la vera misma del barrio de San Lorenzo; otra sobre los conventos de clausura de Sevilla, en la calle Sierpes.

En las dos son apreciables obras de arte de excepcional calidad que nunca fueron ideadas para el mero preciosismo artístico, sino para el culto público y privado a Dios; pero que, desde hace unos días, allí están, museísticamente expuestas a un público que no acude con la intención de rezar, sino de admirar. En breve, cuando sean clausuradas, este espléndido repertorio regresará a su nativa condición sagrada y recuperará su original intencionalidad cultual.

La religión crea arte. Así ha sido en todas las culturas. Una parte muy apreciable de lo que hoy se conserva en las salas de los museos del mundo entero, tuvo una genuina intencionalidad religiosa: ya se trate de un "simple" amuleto prehistórico o de un "sofisticado" lienzo barroco.

Sin ir más lejos, el museo de Bellas Artes de Sevilla, en su exposición permanente, alberga una espléndida y cautivadora terracota de San Jerónimo. Sería extrañísimo que algún visitante, casi siempre foráneo, al contemplarla, se sintiera religiosamente movido. El entorno no lo propicia. Sin embargo, para eso, para suscitar la devoción, fue encargada hace cinco siglos por la comunidad del monasterio de San Jerónimo de Buenavista.

En nuestra latitud las salas de los museos están llenas de soberbias obras de arte que han perdido, por el azaroso camino de la historia, su primigenia intencionalidad religiosa. Vuelvo al caso del San Jerónimo Penitente de Pietro Torrigiano. La escultura tiene fuerza. Mucha. Es difícil pasarla de largo. Su mirada, clavada en el tosco crucifijo que sostiene la mano izquierda del santo padre, es vivamente expresiva. En ella hay inteligencia. Hay profundidad. Interpelación, pero en absoluto transparencia: es una mirada que provoca pregunta, que no sugiere respuesta:

¿Qué es la cruz, que estos ojos miran así, para este hombre, que nada tiene de "carbonero", que es un erudito políglota, un célebre teólogo que mil años antes hizo en latín lo que luego Lutero en alemán? ¿Qué tiene ese crucifijo, leñoso, deslucido, que mueve a un hombre inteligente, adelantado a su tiempo,  al lesivo castigo corporal, al desprecio de sí mismo, que es creación de Dios?

Torrigiano modeló una escultura "ungida". No es en los magistrales pliegues de su haraposo hábito ni en los que de su perfecta anatomía quedan, consecuentemente, al desnudo; es en su mirada en donde se encuentra su "punto de unción".

Torrigiano puso en ella todo cuanto podía poner para que unos ojos devotos la recrearan, no artísticamente, sino religiosamente. La intencionalidad -sépase: lo explicaba Husserl- no está en los objetos, sino en la conciencia:

La religión no está "naturalmente" en las cosas, sino "intencionalmente" en ellas, solo cuando el ojo humano, al contemplarlas, la proyecta desde su conciencia. Lo sagrado no es, como diría Otto, un ordo; no es algo que el hombre toma de afuera de sí y lo introduce en su cabeza para hacerlo experiencia y teología, sino, al contrario, algo que urde, ingenia, dentro y después saca para revestir sagradamente la desnudez de las cosas, del Mundo. Lo religioso es una "cogitata reificada" de cuyo arcano a menudo el hombre anda ignorante.

Por eso, este San Jerónimo Penitente, mientras tuvo casa en el retablo de su monasterio de Buenavista y en él fue venerado por ojos que, desde el interior de una conciencia intensamente religiosa, se asomaban a las cosas, al Mundo a encontrar a Dios, sí fue motivo de piedad y, en concreto, su penetrante mirada fue mistagoga, catequeta, del Fulgentis Crucis Mysterium.

Pero en un museo las obras de arte que allí yacen, desprovista de la vigorosa vida que otrora gozaran, no son contempladas por ojos cuya visión nazca en una conciencia que les pueda añadir ninguna sagrada sobrenaturaleza. El éxito del "punto de unción" de una obra de arte religiosa depende de una perspectiva, la de una conciencia religiosa que la eleva a sagrada.

¿Qué se podría decir de su mirada si, dentro de un indeterminado tiempo, la Virgen de la Amargura hubiere cambiado su camarín de San Juan de La Palma por la muy honorable presidencia avitrinada de la sala principal de algún perilustre museo? ¿y de las miradas, también, de El Cachorro o del crucificado de Las Misericordias o de la Virgen de Las Aguas?

Ayer El Señor fue mirado por una multitud de ojos que proyectaron sobre Él la intencionalidad religiosa que es precisa para que un pregonero pueda decir de su esdrujulizado andar que es el de un Aquiles herido porque pasó la noche luchando en Peniel.

Pero ayer El Señor también fue mirado por una multitud que, después de esta odiosa y dolorosa pandemia, tenía hambre, seamos sinceros, no tanto de Él cuanto de su vida anterior. Y El Señor era, no me cabe la menor duda, el camino más recto de la Ciudad hacia la anhelada normalidad. Y por eso ayer lo anduvo masivamente.

Pero cuando esa multitud, que ayer miró al Señor, que apenas ya es religiosa y que casi solo con Él todavía lo es, haya mudado su conciencia del todo, mejor, se la hayan terminado de mudar, San Lorenzo tendrá más de exposición que de altar, como a tantos templos, con su imágenes dentro, hace tiempo que, silente y vergonzantemente, les ocurre.

domingo, 15 de agosto de 2021

Esperando a los bárbaros: teocentrismo, antropocentrismo, transhumanismo.

"Me despierto antes del amanecer y, pasando de puntillas junto a los soldados dormidos que se agitan y suspiran soñando con madres y novias, bajo los escalones. Desde el cielo miles de estrellas nos contemplan. Verdaderamente este lugar es el techo del mundo. Resulta deslumbrante despertarse al aire libre de la noche. El centinela de la entrada está sentado con las piernas cruzadas profundamente dormido, acunando su mosquete. El habitáculo del portero está cerrado, su carrito se encuentra fuera. Sigo mi camino"

J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros

Sostiene Michel Onfray que Occidente ha muerto. Estoy de acuerdo con él, aunque habría que matizar la tesis, tal y como él mismo hace desde el punto y hora en que, al hablar de la muerte de Occidente, casi siempre se refiere a la muerte, en particular, del judeocristianismo.

Considero que, efectivamente, el judeocristianismo como religión está muerto y como acontecimiento cultural agotado. No obstante, considero también que una suerte de "Occidente" -arreligioso y desterritorializado, cuya idiosincrasia es el Mercado y la Tecnología- va a sobrevivir -está sobreviviendo- al decadente, finiquitado, judeocristianismo con el que fue uno, y grande, durante casi dos mil años.

Muerto el judeocristianismo, asistimos al surgimiento de otra civilización, de un Nuevo "Occidente", que parece que va a poder albergar en sí el manojo de culturas regionales que todavía hay esparcido por el Planeta y que, con desigual vigor, reaccionan al ímpetu expansivo que, arrolladoramente, este nuevo "imperio" ejerce sobre ellas:

Me refiero a la China confuciana, a la India hinduista, al Extremo Oriente budista, al Japón sintoísta, al África subsahariana animista, al África septentrional y al Oriente Medio de religión islámica, a la Europa judeocristiana, sea en su versión romana u ortodoxa... Lo cierto es que todas ellas -de matriz religiosa- están abocadas a degenerar en exóticas momias de si mismas a cuenta del "conjuro socioeconómico" que les ha echado esta Nueva Cultura Global.

Por ejemplo, lo que en el siglo pasado la institucionalización del comunismo no logró en la China confuciana ni en la ortodoxa Rusia ni en la católica Polonia, sí lo está consiguiendo esta Nueva Civilización Mundo en que Occidente se está transformando; esto es, la esclerótica reducción de tales culturas regionales a meras curiosidades etnográficas, museísticas y turísticas, desprovistas ya de la capacidad de suscitar fidelidades personales, lealtades colectivas y sueños de futuro.

Esta necrótica pulsión se aprecia nítidamente en la Vieja Europa, en la que el judeocristianismo, durante tantos siglos, ha sido la norma normans de vida de la gente y ya solo es, para la mayoría, una rancia tradición vaciada de la pulpa de la creencia. Sin duda, en donde menos se experimenta esta "taxidermia", quizás nada, es en el islamismo.

En cambio, sorprende cómo China, al haberse abierto al Mercado, para curar de una vez su endémica pobreza, se ha integrado en esta Nueva Civilización Global, si bien a su modo, rivalizando perpetuamente con USA por la hegemonía geopolítica y económica del Mundo, haciendo "prestidigitación capitalista" con su comunismo.

Por ejemplo, el frentismo antioccidental en el que Irán, Rusia, China... se alían, sucede por paradójico que resulte en el seno del mismísimo Mercado, dentro por tanto del alma de la Nueva Civilización Mundo, en la que "Occidente", en aras de su absoluta globalización, no tiene escrupulos en ser también "Oriente" y, a medio plazo, incluso, también África.

La creencia germinal de este Nuevo "Occidente" tiene el haz del Mercado y del consumismo, y el envés de la Tecnología y de la hiperconectividad, y además, en cuestión de usos y costumbres, el felicismo egotista como paradigma de vida, que se expande, cual mancha de aceite, por las diversas regiones del Mundo en proporción directa al debilitamiento de sus arcanas tradiciones, religiosas y morales.

A este respecto, el judeocristianismo se observa más agotado en la Vieja Europa que las otras tradiciones religiosas y morales en las demás regiones del Planeta. Si bien es verdad que, en el otro extremo, el comunismo chino, aunque siga determinando férreamente la política y la economía del país, en tanto ideología, en cuanto creencia, cada vez inspira menos el estilo de vida de sus más de mil millones de paisanos, tan sorprendentemente occidentalizados como el mismo sistema comunista les consiente y, a la vez, les favorece.

Si China abre la puerta al Mercado para vender al "capitalista" Occidente, es imposible que, antes o después, por esa misma puerta el capitalismo occidental, su acomodada clase media, no se cuele en su sociedad. Es como si la élite dirigente china hubiese hecho un silente trueque con su población: bienestar occidental a cambio de resignación política: cresciente nivel de vida a cambio de inmovilidad política. Y así, en la última década la clase "media occidental" ha crecido en China, en términos relativos a su población, las cinco veces que ésta se ha empobrecido en el Viejo Mundo Occidental.

Como ideología, a este comunismo también parece faltarle la pulpa de la creencia. Este marxismo ha perdido por completo su utopía y se ha vuelto geopolíticamente pragmático. De hecho, no habría que descartar que Pekín llegara a ser, en el segundo tercio del S. XXI, la capital de esta Nueva Civilización Mundo, de este Nuevo Occidente que, aun siendo global, mire, sobre todo, no ya al envejecido Atlántico sino al hiperpoblado Pacífico. El Nuevo Occidente de veras no tiene más "compromiso nacional" que el que él mismo se encarga de suscitar en el consumidor mundial, que es el nuevo súbdito, allá donde esté.

En el Nuevo Occidente, es inconcebible, imposible, vivir fuera del Mercado -de la dinámica consumista que éste imprime a los ciudadanos, que ya no son tales, sino primariamente consumidores: compradores compulsivos de su felicidad- y de la Tecnología -de esa vida online que convierte a sus obsesivos usuarios en la novedosa y más valiosa materia prima del Mercado-. Puede que tanto o más difícil que, hace un siglo, lo era vivir fuera de Dios como cultura y religión.

Lo previsible es que en este choque de civilizaciones, que diría el controvertido Huntington, que ante la emergente pujanza de este Nuevo Occidente, las renqueantes culturas regionales -ninguna goza, salvo el islamismo, de buena salud- reaccionen procurando o bien el conservadurismo, o bien la aculturación o bien la inculturación, que no en vano fueron las enfáticas reacciones del judeocristianismo, de la Iglesia, en sus dos milenios de dialéctica relación con la cultura a la que ella, primero, llegó, con la cultura que ella, luego, elaboró y con la cultura que a ella, finalmente, abandonó:

Inculturación es lo que los hagiógrafos del Nuevo Testamento y los Santos Padre de la Iglesia hicieron con las partes de la cultura grecolatina, es decir, sobre todo la platónica y la estoica, que más se prestaban a dar empaque intelectual, teológico, al mensaje de los evangelios. Para que esta secta judía pudiera obtener reconocimiento alguno del Imperio, era menester que los filósofos grecorromanos, a menudo desafectos de sus dioses pero no de sus tradiciones, pudieran dialogar en su propio "idioma racional" con una religión surgida en unos parámetros culturales completamente diversos de los suyos.

En cambio, aculturación es lo que la joven Iglesia hizo en el ámbito político una vez que el emperador Constantino convirtió el cristianismo en religión oficial; esto es, asimilarse acríticamente al imperio, en concreto a su entramado político y administrativo. Si Dios es el origen de todo poder y no hay más Dios que Dios -era la máxima paulina-, quizás fuera inevitable que la Iglesia se convirtiese en pieza decisiva del engranaje imperial.

Así, durante mil años, el cesaropapismo, la teocracia, la doctrina de las dos espadas -utrumque gladium- fueron, hasta el S. XVI, en que se comenzó a entender que la política no era asunto del clero sino de los laicos, la única teoría política concebible.

Detonante de esta moderna secularización del poder fue la Reforma Protestante. Por un lado, Lutero, en su afán en convertir el cesaropapismo en cesarismo y en desvincular al papa, a la Iglesia, de las mundanas estructuras políticas; por otro lado, la disidente reacción política que la Noche de San Bartolomé (1572) provocó también en el seno del protestantismo continental.

En este contexto Maquiavelo perfila la silueta de un príncipe por primera vez sin necesidad de referencia teológica alguna. Dios dejará de ser la fuente de todo poder; ésta será inmanente, secular. El camino quedará expedito para que, sobrepasada -a final del S. XVIII- la monarquía, empiece el alzamiento de las masas, así hasta llegar al S. XX.

Y, por último, conservadurismo es lo que la Iglesia ha venido haciendo, desde el S. XVI hasta el Concilio Vaticano II en la segunda mitad del S. XX y, aún después de éste, según fuese la inclinación de cada pontífice, hasta llegar  a nuestros días. La historia Moderna y Contemporánea de la Iglesia Católica en mucho ha sido resistir, ser refractaria, a las fortísimas pulsiones extrateológicas de una razón declarada en rebeldía. 

Los nombres de Bracciolini, Niccoli, Petrarca, Descartes, Galileo, Hume, Kant, Voltaire, Feuerbach, Darwin, Marx, Nietzsche, Freud, Libet... son hitos, no ya de la progresiva secularización, sino de la radical desacralización de Occidente en los últimos quinientos años. De ser imposible pensar fuera de la Iglesia, más aún, fuera de la creencia marco de la que ésta era su institución, finalmente se llegó a la heresiarca proclama de Dios ha muerto.

Sin Dios, no hay judeocristianismo y bien pudiera haber sucedido que, muerta su religión refundacional, también hubiera muerto la civilización a que ésta dio origen. Pero no es, no será, éste el caso de Occidente, que va a sobrevivir, de hecho está sobreviviendo, a su religión refundacional, si bien después de una metamorfosis de la que va a resultar casi irreconocible, quizás otro distinto.

Podría decirse que la supervivencia de Occidente es excepcional, porque, según Onfray, las religiones son las que crean las culturas, y no al revés. Harari sostiene parecidamente que el pensamiento fantástico, la invención de algo que no existe, es lo que hizo eclosionar las tribus en imperios y las culturas en civilizaciones. En el principio está el pensamiento mágico, mítico, religioso... Por eso, lo esperable, desde esta óptica, era que Occidente muriese a la par que su religión.

Pero Occidente, téngase en cuenta, no nació solo del judeocristianismo. Figuradamente, podría decirse que Grecia y Roma -en realidad, los primeros patronos de Occidente-, fueron el andamio del que el judeocristianismo se valió para hacerse "grande", para volverse civilización, porque el "movimiento" de Jesús de Nazaret nació judío, marginal, insignificante...

Sin duda, fue San Pablo el que lo sacó del rincón de la Historia, Israel, y lo puso en el centro del Mundo, Roma, queriéndolo hacer religión apta para los paganos. Así es como un mensaje que había nacido oriental, de factura mítica, para ganarse el respeto, se hizo occidental, de factura lógica:

En el camino de Jerusalén a Roma, Yahvé, el Señor de la Historia, Abbá, el Papá al que el Nazareno oraba, se hizo tan atemporal como atemporal era el Ser de Aristóteles, y además el cristianismo, apenas recién nacido, a cuenta de la inexplicable incomparecencia de la Parusía, que la creía inminente, incluso el propio Jesús, desarrolló un exagerado desdén, un desmedido desafecto, a esta "insustancial" vida.

En ese tiempo de espera, que la Iglesia pudo empezar a contar por siglos, al amparo del judeocristianismo, cristalizó el cesaropapismo, las cruzadas, la inquisición; pero también el románico y el gótico y un colosal "edificio" teológico, como ninguna otra religión había alzado antes. 

Seguramente, la escolástica estuviera falta de sentido bíblico y pastoral: la teología es el alumbramiento racional de la Revelación y el esfuerzo de la razón para que el mundo crea, por eso, cuando no oficia así, se vuelve inteligencia pericial de la religión en lugar de inteligencia de la confesión de fe. No obstante, considerada en su conjunto, una vez dentro de ella y aceptadas sus premisas, la escolástica es una formidable proeza de la inteligencia humana, pacientemente esculpida en lo que un milenio tarda en recorrer la esfera del reloj.

Pero luego sucedió, inesperadamente, que aquel andamio, contra todo pronóstico, cobró una insólita importancia. Un renacido logos, al filo del S. XVI, perpetró la admirable proeza de librarse, otra vez, del mito. Primero fue del homérico y luego, del cristiano.

Sin duda, apasionante. Si la vis de la razón judeocristiana fue la de horadar, ahondar, meticulosamente en el mito, para hacerlo inteligente y con él entender el Mundo; la vis del logos griego, en el S. V a. C. y dos mil años después, fue la de rebasar y trascender audazmente el mito, para revelar así la inteligencia que, sin él, hay ínsita en el Mundo. El Renacimiento -que fue el descubrimiento de esas páginas de la cultura grecolatina que, cristianamente, habían caído en el olvido- supuso el principio del fin del judeocristianismo cuando más fuerte era éste.

En su momento sería contra intuitivo pensar que, por ejemplo, el esplendor de la Capilla Sixtina -en el centro Cristo Juez, dictando justicia, con su severo gesto, sobre buenos y malos- era el inicio de la decadencia de una portentosa cultura de la que tan convictamente, durante milenio y medio, habían vivido tantos y tantos hombres.

Del teocentrismo, al antropocentrismo. No en vano, Miguel Ángel en su fabuloso fresco del Juicio Final no pintó a Dios Padre, sino solo a Cristo, y a éste no con el hieratismo propio de un Dios, sino humano, muy humano, grandiosamente humano, como si su divinidad fuese a provenir de la sobreabundancia, de la intensidad, de la enormidad, de su humanidad. Un nuevo Aquiles, digámoslo así, había introducido en Troya un nuevo caballo.

De la primera secularización, lograda por la razón de Sócrates y de Platón, nació un mundo (de esencias racionales) explicable ya sin los dimes y diretes de los dioses. De la segunda nacería un mundo (material aunque, eso sí, matematizable) que tampoco requería ya de ninguna Providencia Divina. El filósofo fue sustituido por el científico.

Si Atenas tiene el oficio de desmitologizar, Jerusalén tiene el de sacralizar. Si Atenas tiene la intuición de la razón, Jerusalén tiene el sentido de lo sagrado. Así, Roma primero fue sacralizada por Jerusalén, cuando ésta ya "era" cristiana, y quince siglos después, desmitologizada por una Atenas rediviva. No le falta razón a Onfray para sobreestimar la importancia desmitologizadora que tuvo el descubrimiento, en el S. XV, de Epicuro, de su atomismo y de su hedonismo, esto es, el hallazgo del ala "izquierda" de la metafísica de Platón y de Aristóteles y de la ética de los estoicos.

***

Porque nació antes de Atenas y de Roma que de Jerusalén, Occidente va a sobrevivir, está sobreviviendo, al judeocristianismo, y además con las nuevas ínfulas, que el Mercado le ha insuflado, de ser la Nueva Civilización Mundo. Su nueva mitología, que aún no está escrita en ninguna parte, habrá de nutrir a una humanidad sin efectivas fronteras culturales y al borde del transhumanismo.

A los nuevos bárbaros, que se supone están al llegar, les queda un enorme faenón por hacer, entre otros motivos porque esta nueva mitología será arreligiosa o... difícilmente será. En el Occidente Judeocristiano, una vez iniciada la deriva secularista, cuantos mitos han tratado -infructuosamente- de llenar el vacío dejado por Dios, casi siempre han sido embozadas versiones de las pulsiones escatológicas y teleológicas del denostado judeocristianismo.

Ciertamente, era muy hermoso, y muy útil para vida privada y pública de los individuos y las sociedades, creer que el hombre es valioso porque hay un Dios, su creador, que se interesa providencialmente por él. El reemplazo de tal creencia, dadora de tan inefable sensación de sentido y de la propia dignidad, no se antoja hoy, al borde del transhumanismo, menos difícil de lo que ha sido antes. 

No en vano, una vez puesta en marcha, a partir del S. XVI, la segunda desmitologización del Mundo, ninguno de los "trasuntos" de Dios que fue irrumpiendo en la escena de un Occidente cada vez más desacralizado, ha sido capaz de llenar satisfactoriamente el hueco dejado por su ausencia:

Ni la entronizada Razón de los ilustrados ni el Estado de los idealistas. Tampoco ninguno de los múltiples movimientos revolucionarios, de los alzamientos de masas, tenidos lugar a partir del S. XVIII: hay una larga serie de ellos desde la Revolución Francesa hasta los populismos de izquierda y de derechas de hoy mismo.

Ni siquiera alguna de las diversas ideologías que proliferaron una vez extinto, o en vías de extinción, el Antiguo Régimen: el socialismo utópico, el liberalismo, el nacionalismo, el capitalismo, el marxismo, el fascismo, el cientifismo, la socialdemocracia... Y últimamente, tras el vaciamiento intelectual de las izquierdas cuando la caída del Muro de Berlín, el ecologismo, el animalismo, el feminismo, el generismo y demás bisutería ideológica.

En este tortuoso proceso de "inmanentización" y "descristianización" del sentido y de la dignidad humanos, la santidad fue sustituida por el civismo, los mandamientos de la Ley de Dios por la Declaración de los Derechos Humanos, la predicación de las virtudes teologales por la educación en valores, el advenimiento del Reino de Dios por el de la sociedad del bienestar y del consumo, la heredad de la Salvación Eterna por los inimaginables beneficios del vertiginoso progreso ciberbiotecnológico, la inmortalidad del alma inmaterial por la perpetua regeneración del cuerpo mortal y la propia alma inmaterial por el "tránsito" ciberneurológico de la conciencia.

El Nuevo Hombre Occidental acabará siendo, en la medida en que al Mercado le interese, producto de la ciencia: de la tecnología, de la biología, de la cirugía, de la farmacología, de la genética, de la cibernética... y será más guapo, más listo, más atlético, más longevo... que ningún otro hombre antes. 

Pero es importante anticipar, en lo posible, cómo será, en qué consistirá, la vida transhumana, porque el transhumano correrá el riesgo -no es infundada presunción- de ser el hombre más sutilmente esclavizado de todos:

Cuando el transhumano, el ciudadano del Nuevo Occidente, sepa sin haberse tenido que esforzar en aprender y, peor aún, sin gusto; cuando los sentimientos y los afectos sean elegibles; cuando, la consciencia, el yo, la identidad individual, sea de diseño; cuando la libertad (una vez hecho prisionero el "homúnculo" que habita en el cerebro y es el guardián de la intimidad) sea más pueril ilusión que nunca...

En suma, cuando el transhumano, siendo ya en tan poca medida producto del ciego destino, de la indómita naturaleza, de la ateleológica evolución, corra el riesgo de ser aún más esclavo de lo que eran los esclavos de cualquier otra civilización de la Historia, porque todo en él, hasta la disidencia y la rebeldía, será programable y mercantilmente rentable...

Harán falta bárbaros que, antes, o a la par, de que todo esto, que no es ciencia ficción, suceda, inventen una nueva mitología que pueda inspirar al transhumano el sentido de su propia dignidad y sepa contravenir este "espantoso" decir de Hegel: La razón no puede eternizarse concentrándose en las heridas infligidas a los individuos, pues los objetivos particulares se pierden en el objetivo universal

Aunque algún desprejuiciado sabio, como por ejemplo, Arsuaga, que cuenta los años por decenas y centenas de mil, y Anglada-Escudé, que mide las distancias en años luz, probablemente piense que este aserto de Hegel no es tan espantoso, sino solo crudamente clarividente.

Sin embargo, me sale Unamuno, quizás porque soy padre, yo soy un "objetivo particular". También ellos. Nuestras familias. Todos somos un "objetivo particular". ¿Qué individuo acaso no merece que la razón se "eternice" con él, que su vida no se pierda en el objetivo general?

Sin el Dios judeocristiano, el Nuevo Occidente, la humanidad del transhumanismo, necesitará un nuevo mito que le haga entender que el individuo, el insignificante individuo, es absoluto por convicción o por convención, y que la colectividad siempre es un espejismo óntico. Lo contrario será perder la mas valiosa aportación del judeocristiano a Occidente.

Porque ¿acaso no cabe una civilización sin mitos? Algo que el Viejo Occidente, después de Nietzsche, ha aprendido es que el hombre, por lo general, es crédulo y compra felicidad a precio de engaño, y que la sociedad, por lo general, es masa. Sin mito solo puede vivir el hombre que aprende, heroicamente, a vérselas con la desangelada increencia. Una minoría selecta, no más. 

Decía Ortega que, para vivir, lo decisivo no es el ayer sino el mañana. Los bárbaros a los que esperamos ya no vienen a destruir: el Sarapeo de Alejandría ya ha sido saqueado. Al contrario, tendrán que venir a edificar, a fabular. El bárbaro de hoy es el civilizado de mañana. La excepción que confirma esta regla es el bárbaro islam. No tiene pinta de que a él le vaya a pasar como a su antagonista, que de bárbaro maravillosamente evolucionó a exquisito "fabulador" cultural.

martes, 29 de junio de 2021

Atrévete a llegar a ser el que eres

Al comienzo de su colosal novela, Thomas Mann dice que a su narración le pasa lo mismo que a los hombres de hoy, que es mucho más antigua que la edad que tiene.

Un siglo después, a todo -a los relatos, a las ideas, a las noticias, a la propia tecnología y, sobre todo, a las personas- le pasa que el vigor de la novedad le dura muy poco y que demasiado pronto se queda lánguidamente anticuado. Se llama obsolescencia, obsolescencia programada, y es una treta más de esa economía que, en su incesante afán de crecer, lo fagocita todo.

¿Cuántas veces tiene que reinventarse el hombre de hoy para no acabar sus días en el desván de las vidas descatalogadas? El hombre de hoy vive al grito homérico de Nadie -entonces ingenioso; ahora, angustioso-, y bajo el patronazgo de Heráclito: tu vida no será dos veces la misma vida.

Lo que parece, para el hombre común de hoy, una condena dictada por Proteo, para JMHB ha sido el venturoso producto de la creatividad, el esfuerzo, el entusiasmo y la excelencia, entendida ésta como una suerte de imperativo ético: si puedes, estás moralmente obligado a ello.

Hace cuarenta años, cuando en el mundo de la educación imperaba el inmovilismo, JMHB se puso a innovar, a anticipar el futuro. Y ahora, cuando la innovación se ha convertido en dogma y en argumento de la ideología socioeducativa dominante, JMHB insta a alcanzar una originalidad que deviene de origen, persuadido de que en este tiempo de obsolescencias lo que hará distinta y, por tanto, elegible, a una entidad educativa no será la magnitud de su quantitas sino la autenticidad de su qualitas.

Como los atunes, que nadan río arriba, contracorriente, a desovar. Como el mismísimo Ulises, que no sucumbió a los encantos de las sirenas ni de las pócimas de la hermosa Circe. Así de tenaz y de libre hay que ser para llegar a ser el que uno debe ser. Para ello, unas veces hay que ir por delante del hoy y otras, en cambio, por detrás, sin que ello signifique quedarse anticuado. Saber cuándo toca una u otra cosa es cualidad esencial del líder, al que le corresponde poner a su institución acertadamente en las circunstancias de su tiempo.

***

Principio individuo. Se nace solo (Arendt) y se muere solo (Heidegger). Incluso, aun naciendo y muriendo a la vez, nadie puede nacer y morir por nadie. Por eso, la entidad de los colectivos palidece ante tan apabullante evidencia. De esta soledad suprema nace la persona como individuo.

El individuo como autor de sí mismo: el individuo como tarea, como proyecto, como quehacer, siempre irreversible y al tiempo siempre inacabable. El individuo como flecha disparada a la diana de la excelencia. El individuo como viator: lo más importante no es alcanzar la meta, aunque sea necesario tenerla, sino el propio camino, consistente en convertir el panorama natural en un paisaje inteligente.

Principio individuo es la mandorla de la educación a la que casi ninguna legislación alude, ni siquiera de soslayo. Sin embargo, en educación todo ha de estar tensionado, transido, por este principio individuo. A la vez, este principio desideologiza el mundo de la educación. Para que funcione -la clave de su éxito- hay que respetarlo, alentarlo, quererlo, en su bidireccionalidad discente y docente. 

miércoles, 16 de junio de 2021

Creer, descreer, recreer.

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)

A mi querido profesor.
Él, como todos,
primero "creyó" sin querer.
Luego aprendió a "descreer".
Y, por último, eligió "recreer". 


Para mi querido profesor la contingencia no era óbice, al contrario, del Absoluto. O el absurdo o el absoluto, a este escueto silogismo reducía un problema que, al fin, resolvía recurriendo a una desacomplejada petición de principios.

Una petitio principii, explicó Ortega en su inconclusa Idea de principio en Leibniz, no tiene una demostración racional conclusiva. Por eso, a su juicio, el racionalismo no goza de mejor credencial lógica que el realismo. De ahí que él se revolviera tanto contra el realismo como contra el racionalismo y luego, procurando una nueva petitio principii, se lanzara a refundar la Metafísica.

Para ello, Ortega empujó la “actualidad” del Ser -la aristotélica (en)ergía- hasta el extremo de que su sustancia -¡la invariable ousía!- se diluyera pragmáticamente, no en “haces de ser” -el Ser se "dice" de múltiples formas, había sentenciado Aristóteles-, sino en “haces de hacer”. De tan atrevido grado de “actualidad” Ortega extrajo al Ser convertido en "Hacer(se)".

El colosal Peirce, antes y lejos, había llegado a la misma conclusión. El racionalismo es una petición de principios y, por ende, su premisa es lógicamente indemostrable. Entre dos petitio principii del mismo rango epistemológico, Peirce eligió rescatar al premoderno Duns Scoto para fundar un pragmatismo que, en origen, no era utilitarista, sino ontológico.

En mi opinión, Ortega fue más audaz que Peirce. Al desertar del idealismo, Ortega no se echó en brazos del realismo, sino que, desde su insaciable "lascivia filosófica" -nihilismo, vitalismo, historicismo, existencialismo, fenomenología, idealismo, pragmatismo-, quebró "la" disyuntiva, de modo que, al subvertir la propia noción de Ser, ya no hubiera que elegir entre dos indemostrables peticiones de principios: la clásica: el Ser funda a la Razón; y la moderna: la Razón funda al Ser.

Nietzsche y Heidegger cada uno a su particular manera, también operaron en la entraña misma del Ser. El primero “literalizó” el Ser y la Razón. La segunda acepción de la palabra logos quedaba contenida, subsumida, en la primera. En adelante, Razón sería siempre narración; y los cogitata ya no serían de sólida naturaleza intelectual, sino de evanescente naturaleza fantástica. Heidegger, por su parte, consumó la amputación de la esencia a los entes y ya nada tendría más teleología y racionalidad propias que la que el hombre fuese capaz de insuflarles y ejecutar.

Nietzsche, Heidegger y Ortega -a la vez, tan distintos y tan parecidos- coinciden en este punto crucial: el sentido no es “natural”. Éste no viene ínsito a la Vida, al Mundo, a la Historia... El sentido ya no es un datum que se recibe y se descubre; al contrario, es un factum que se labora; más aún, en el extremo de Ortega, es un faciendi, un gerundio que, si cesa, decae en paralítico participio.

El caso de mi querido profesor se asemeja más al de Peirce que a los de Nietzsche, Heidegger y Ortega. Entre dos indemostrables peticiones de principios, él voluntariamente eligió permanecer en la que involuntariamente había nacido. No le faltaron “luces largas” (era su expresión) para "descreer" y haber permanecido en el "descreimiento"; sin embargo, eligió "recreer". 

Para él la postmodernidad, que entonces todavía no era inspiradora del estilo de vida de la mayoría social, como ahora ocurre, sino la técnica discusión de unos desconocidos académicos, se asimilaba a una suerte de escepticismo redivivo, a una especie de vulgar relativismo que incurría en la contradicción de absolutizar el relativismo; y a la vez, el banal facilitador de un hedonismo consumista, que en el fondo era otra petitio principii, solo que en el orden moral: el yo se hace absoluto a instancias de un deseo que, desquiciado del gozne de la razón, ha hecho metástasis.

Para él la cuestión clave era la cuestión del sentido. Elegir entre realismo e idealismo era asunto de segundo orden. La principal petitio principii era exigencia del sentido. El sinsentido de una contingencia huérfana no era opción. A fortiori la contingencia había de tener algún descanso. En esto no sé si mi querido profesor tenía resabio hegeliano. La contingencia no era concebible como tal sin la determinación de su contrario, de un Absoluto que lo caracteriza. Y, como nunca accedió a cortar el cordón umbilical que une al Ser y al Pensar, Éste no fue para él sola “fantasía” y, en cambio, el Absoluto, por pensable, sí fue Real.

Personalmente, décadas después, yo me he podido acostumbrar a una contingencia que no (p)refiere instancia de absoluto. Pero esto, antes que de un hercúleo esfuerzo metafísico, es producto de una hasta ahora venturosa situación de vida. En la contingencia, si no hay el consuelo del absoluto, difícilmente  puede vivirse, a no ser que se cuente con la dosis mínima necesaria de “comodidad”. La contingencia, diría Dostoievski, golpea con el puño del hambre y la miseria, y Kundera, con el del desafecto y la soledad.

Con hambre Nietzsche no hubiera dado crédito al (super)hombre que dice saber vivir tras la muerte de Dios; al contrario, le hubiera parecido un iluso o un farsante. Quizás por eso para un desarraigado como Spinoza la vida no era “voluntad de poder” sino incierto conatusCon una vida de sanos afectos Kierkegaard seguramente no hubiera creído tan desasistidamente de la razón. Y con los bolsillos vacíos Marx no hubiera hecho de los míseros proletarios un materialismo dialéctico.

Para vivir confortablemente instalado en la finitud, que escribió el acomodado Tierno Galván, hace falta haber podido transformar el inhóspito “mundo”, al que uno ha sido “arrojado”, en “hogar” y la "gélida intemperie" (Schopenhauer) en "cielo estrellado" (Kant). Solo a un griego con la vida resuelta se le podía ocurrir que la realidad es no sólo inteligible, sino además bella y buena. 

He conversado con Mannheim, y me ha dicho que soy, sin más, el producto de mis sociedad. Y con Horkheimer, y me ha dicho que el anhelo me nace de un interés sibilinamente “manchado”. Y con Freud, y me ha dicho que soy, irremisiblemente, consecuencia de Edipo y de Electra, quienes perfilan la sombra del inconsciente que me hace ser. Y con Ben Libet, y me ha dicho que estoy condenado a llegar tarde -trescientos cincuenta milisegundos- a mí mismo y que mi cerebro es mi radical e irrebasable "yo".

Pero también he conversado con Ortega, y me ha dicho que solo el hombre que se “ensimisma” cuenta con un “lugar” a donde poderse ir para no quedar atrapado en sus "circunstancias" y, por ende, convertido en "gente", en "masa". Son los individuos, y nunca los colectivos, quienes "creen"; quienes, ¡si pueden!, "descreen"; y quienes, ¡si quieren!, "recreen". Se nace "creyente" igual que se nace rubio o húngaro. El proceso de convertirse en "hombre" consiste en hacerse libre de la nativa "creencia", que es una creencia colectiva, y libre además para elegir entre permanecer en el "descreimiento" y regresar a la "recreencia".

sábado, 8 de mayo de 2021

Hay un jardín en cada infancia

¿Habré tenido yo la suerte de cazar ese pájaro maravilloso de la felicidad, que todo el mundo asegura saber dónde anida, y que nadie, en último término, encuentra? ¿Será verdad que ha llegado la Fortuna como una pintada ave del Paraíso, o no será esta dicha extraordinaria más que un pájaro corriente, aletargado, que al último se me escapará, dejándome en las manos unas cuantas plumas de la cola?

(Pío Baroja, El pájaro de la felicidad)

Hay un jardín en cada infancia, un lugar encantado donde los colores son más brillantes, el aire más suave, y la mañana más fragante que nunca más.

(Elizabeth Lawrence)


En la mañana del ocho de mayo de 2021 el pájaro de la felicidad revoleteó bajo la majestuosa cúpula de la Iglesia de la Anunciación e hizo su nido en el recuerdo de los allí presentes, en especial, de los niños que ese día tomaban su Primera Comunión. 

En alguna de sus novelas escribió Juan José Millás que el niño que de pequeño, en su infancia, pasó frío, de adulto también pasará frío. Las emociones, las sensaciones, los afectos, las vivencias, de la infancia y la niñez son altamente resistentes. Es difícil que el paso del tiempo, para bien y para mal, las erosione y las desgaste.

El niño es el padre del hombre, sentenció William Wordsworth. Quiero pensar que el niño que en su infancia fue feliz, luego, de adulto, pese a las mil vicisitudes de la vida, no dejará de creer en la felicidad, en su reeditable posibilidad, porque la certeza de haberla experimentado, su lúcido y vívido recuerdo, le será, ojalá, motivo de fundada esperanza.



domingo, 18 de abril de 2021

Saciados antes de tener hambre

Esta pandemia nos ha traído muchas desgracias: sanitarias, económicas, afectivas, políticas... Por ejemplo, la decadencia de Europa, en curso hace décadas, ya parece irreversible. Sin vacunas propias por falta de músculo científico y, por tanto, precariamente dependiente en este trance de farmacéuticas extranjeras, la hipertrofia administrativa que afecta a su gobernanza ha fracasado clamorosamente en la gestión de la pronta y eficaz vacunación de la población de los estados miembros, hasta el extremo de que bastantes de ellos, a la vez que bastantes de sus regiones, se han lanzado por su cuenta a la compra del suero salvador, al margen de la mancomunada política comunitaria.


Por ejemplo, como país, España está al borde del abismo económico. El bar sigue siendo la más "sublime inventiva" de nuestros patrios departamentos de I+D+i. Las autonomías, de tanto jugar politiquera y nacionalistamente, durante décadas, a centrifugar las competencias del Estado, se han revelado a la hora de la verdad incompetentes, incapaces de reaccionar coordinadamente ante una situación límite. Sumidos en la emergencia sanitaria y económica, la mediocridad, el tribal partidismo, de los políticos se ha hecho palmario y hay muchos ciudadanos que, ante el espectáculo al que asisten, se sienten huérfanos de representantes públicos. 

Por ejemplo, como sociedad, la gente, en general, está obligada hace un año a una contención de vida que casi le roba, le desnaturaliza, la vida a la que estaba acostumbrada, porque la ascesis que exige una vida de confinamientos periódicos es diametralmente opuesta al felicismo que antes masivamente practicaba.

Especialmente duro está siendo este "como si" para los ancianos, privados de calle y, peor aún, de contacto físico con sus familiares. En el otro extremo demográfico, mucho peor hubiera sido el impacto de esta vida constreñida en los niños y en los adolescentes si este curso hubiesen tenido que permanecer privados de asistir a sus colegios, en los que, ahora es más evidente que antes, no solo aprenden sino también viven.

En otro orden de cosas, la cuarta revolución industrial se ha consumado. La digitalización, no solo de la economía sino de la vida entera, ha alcanzado el punto de no retorno. Internet nos ha llegado al tuétano. Todo lo que era digitalizable se ha digitalizado. En un año esta "fortuita" pandemia nos ha catapultado al futuro y ha logrado que éste ya sea nuestro inevitable presente. En Internet ha acabado de eclosionar un nuevo modelo económico, al que Bruno Patino llama economía de la atención y  Shoshana Zuboff, capitalismo de la vigilancia.

Pero la pandemia también nos ha traído otras cosas más halagüeñas y esperanzadoras. Por ejemplo, el valor inmarcesible de educar. Mi hija tiene clarísimo que los que nos van a salvar de la pandemia son los científicos, que en un tiempo récord están consiguiendo las vacunas que nos inmunizarán de este puñetero virus. Estos científicos un día estuvieron sentados en pupitres como el suyo y estudiaron algo parecido a la actual Primaria y Secundaria. De niños y adolescentes estos científicos fueron alumnos a los que les gustó tanto aprender que, pasados los años, han llegado a ser los "bata blanca" que nos devolverán no a la vida de antes (ésta es irrecuperable: así pasó después de los atentados del 11S y de la crisis financiera de las hipotecas subprime) sino a otra más o menos similar aunque seguramente peor.

En un panorama de tanta mediocridad educativa -no solo en nuestro país, pues pareciera que la plutarquía que de veras gobierna el Mundo quiere adrede la mediocridad intelectual de las masas- a los alumnos quizás les pueda estar quedando claro en este tiempo tan gris para qué sirve, entre otras cosas, esforzarse en estudiar y en ser excelente.

Otro ejemplo. El viernes de la semana pasada mi hija salió especialmente contenta del colegio. Les habían dado la noticia de que, a partir del lunes siguiente, podrían sobrepasar los límites del cuarto de pista en el que, a cuenta de la pandemia, habían tenido que estar aparcelados durante los recreos. Pero junto a la alegría que me manifestaba le adiviné un sutil amago de tristeza que me quedó confirmado más tarde, cuando empezó a recitarme una retahíla de anécdotas que en estos meses les habían sucedido a ella y a sus compañeros de clase en su trocito de recreo:

"¿Te acuerdas papá cuando me caí jugando al látigo? ¿cuando Beatriz se cayó contra la red de la portería? ¿cuando nos riñeron por hacer una comba con las chaquetas del chandal? ¿cuando la profesora que vigilaba el recreo me castigó por pasarme al otro lado de la pista?...

Es verdad, a principio de curso, acostumbrados a la amplitud de los patios, los recreos de la pandemia fueron duros; pero luego, poco a poco, se acostumbraron a lo poco y en lo poco fueron capaces de hallar la dosis de satisfacción mínima necesaria para pasarlo bien, de otra manera, pero bien.

Igualmente, casi en vísperas de las vacaciones de Semana Santa, una noche a mi hija le costó especialmente quedarse dormida. Estaba tan nerviosa como ilusionada. Al día siguiente, después de más de un año de pandemia, irían de excursión. Pero esta vez no cogerían ningún autobús para el desplazamiento. Tampoco pasarían la noche fuera. Ni habría el servicio de ninguna empresa de juegos y de actividades que colmara la jornada con atractivos entretenimientos.

Nada de eso. Simplemente, irían con sus profesores a caminar por el campo, a visitar un riachuelo próximo y luego a un parque a jugar, como en los recreos, respetando el grupo de convivencia. Tan "poca" cosa, sin embargo, les supo a gloria. En otro tiempo, no muy lejano, eso de pasar el día andando, sin la aventura del autobús y sin el estímulo añadido de unas fabulosas actividades, hubiera sido considerado por los alumnos una birria de excursión.

En cambio, en este tiempo de pandemia la caminata fue un éxito rotundo. Mi hija regresó felizmente cansada. Antes, sorprender a niños que tenían una vida lúdica ahíta con una excursión que les pareciera más entusiasmante que la anterior, no era sencillo. Una vez probado el tiro con arco, el rocódromo, la piragua, el bosque suspendido, el paseo a caballo, la gymkhana urbana... ¿qué más se podía ofrecer en una excursión para que el interés de los alumnos se viniera arriba?

Las anécdotas del recreo aparcelado y de la excursión sin aditativos son plausiblamente elevables a rango de categoría, porque los niños, igual que sus padres, pertenecían, antes de la pandemia, a una sociedad, en general, saciada aun sin tener hambre. Si la vida es una experiencia, regida por el felicismo imperante, supuestamente no hay mejor propósito que el de ir de experiencia en experiencia, de una buena a otra mejor, obviando, por supuesto, las rutinarias y las frustrantes. Eso sí, con el mecanismo regulador de la adrenalina tan estresado que cada vez necesita más y más "experiencia" para alcanzar su máximo bioquímico y perpetuarse (imposiblemente) en él. He ahí la causa de muchas de nuestras insustanciales frustraciones.

Antes de la pandemia, porque éramos presa de un deseo enorme, patológico, económicamente inducido -de todo más y más y al golpe de la voz "ahora"-, carecíamos del tiempo del deseo, es decir, del tiempo en el que el deseo empieza siendo solo ese germinal barrunto que, a golpe de carencia y de insatisfacción, aprendiendo así a diferir el ansia y a subordinarla a algún propósito de alcance superior, acaba siendo una constructiva motivación, un anhelo vertebrador, una fuente autobiográfica de inspiración y de excelencia...

Crecer, vivir, con el deseo enfermizamente saciado, obliga al hambre a tener  que ser más sofisticada. Sin experimentar la carencia, su satisfacción siempre es prematura y siempre se presenta con precio pero sin valor. Ya sé que en un momento como éste, de ruina económica, en el que vergonzosamente han crecido las colas del hambre, hacer elogio de la austeridad puede sonar cínico, muy cínico. Pero eso es lo que éramos, una sociedad, en general, saciada antes de tener hambre, y no sé si es lo que volveremos a ser o querremos volver a ser, cuando esto pase.

martes, 30 de marzo de 2021

La semana santa sin Semana Santa

En esta edición de 2021 he asistido con asombro y curiosidad a la creación de la semana santa sin Semana Santa, que es la semana santa de esa nueva normalidad en la que forzosamente estamos aprendiendo a convivir con el coronavirus para atenuar el estrago económico al que éste nos ha conducido.

Por mor de la pandemia este año tampoco salen las procesiones, y ya van dos seguidos. Sin embargo, hace meses, después de que la cabalgata de los Reyes Magos fuera sustituida por un estrambótico e imposible paseo en globo de Sus Majestades por el cielo de la Ciudad, se nos empezó a decir -se nos indujo a pensar- que pese a la inevitable cancelación de los desfiles penitenciales a la Catedral, este año sí habría Semana Santa. Así el vacío no sería absoluto, como en la primavera anterior.

La gente, ansiosa de sentirse viva, se lo creyó. Una cuaresma más hiperactiva que nunca, cargada de una profusa programación cultural, fue alimentando semana tras semana unas expectativas semanasanteras que solo el Domingo de Ramos se rompieron, eso sí, de golpe, cuando al fin la gente se echó a la calle al filo del mediodía y se topó de bruces con las "impensadas" consecuencias de una inédita semana santa sin Semana Santa.

Sin nazarenos y sin pasos por las calles, el Domingo de Ramos primero y luego el resto de los días festivos, la gente se repartió entre los dos únicos escenarios posibles en esta nueva semana santa: en colas desmedidamente largas en las puertas de las iglesias y en incontenidas aglomeraciones en los bares.

La estampa más común de esta semana santa sin Semana Santa ha sido la grimosa estampa de miríadas de "vagabundos semanasanteros" errando de cola en cola y de bar en bar a falta de unas procesiones que naturalmente ordenaran este sobrevenido y desconcertante caos.

De esta semana santa, pienso yo, quizás se podría haber recuperado la esencial centralidad de las Imágenes, tan severamente perjudicada en los últimos lustros, por la subversiva sustitución de la devoción cofrade por la afición semanasantera, lo que es el síntoma, a la manera sevillana, de la rampante increencia y vaciedad postmoderna.

Para esta semana santa sin Semana Santa las hermandades han dispuesto en sus templos primorosos altares en los que, a falta de la rabiosa y envolvente belleza de una procesión, las Imágenes han estado insólitamente "solas" ante la mirada perdida de la gente: esto es, sin nada que las pueda eclipsar, como a menudo sucede en el fragor de la calle en un tiempo en el que la religiosidad de la Semana Santa se ha minimizado hasta el extremo de hacerse casi evanescente y en el que su "espectacularidad", en cambio, se ha maximizado hasta el límite de la hipertrofia que la desnaturaliza.

Pero este no tener otra cosa mejor que hacer en esta semana santa sin Semana Santa que entrar en los templos a visitar a las Imágenes, lamentablemente, no parece que haya provocado una vuelta a Ellas para resaltar su fundacional centralidad.

La gente del siglo veintiuno, que cada tres segundos cambia de titular en la pantalla de su teléfono móvil, difícilmente soporta la solemne quietud de un Titular en su altar cuando Éste no echa a andar con el izquierdo por delante.

La atención de esta gente -a la que "maquiavélicamente" se la ha inducido a ser colaborador necesario de la invención de una semana santa sin Semana Santa, y a creer que la semana santa de la nueva realidad sería homologable a la Semana Santa de la calle y de la nostalgia- solo queda prendida a la realidad, sea la que sea, cuando ésta se asimila lo más posible al tráfago de las pantallas, el cual se ha convertido para el cerebro en la norma normans de la realidad percibida, de la Umwelt, que diría von Uexküll.

El sevillano, el aficionado a la semanasantería, el kofrade, incluso el cofrade y el devoto, no es una excepción. Por eso, aguantar una larga cola para luego estar solo unos pocos instantes ante unas Imágenes que no se mecen al son de ninguna música, no es una praxis semanasantera apta para esta gente, que no se sabe conmover ante una Imagen, por poderosa que Ésta sea, cuando aparece desprovista de sus exquisitas farfollas callejeras.

En la distancia corta, esta gente no le sabe aguantar la mirada a La Amargura, ni a Las Aguas, ni a El Cachorro, ni a La Magdalena que sale de San Andrés; ni se la sabe encontrar a La Encarnación, ni a Las Tristezas, ni al Señor de La Humildad y Paciencia, ni al de La Salud y Buen Viaje, ni al de Las Misericordias; ni tampoco sabe descubrir la impotencia en la mano izquierda de La Piedad de La Mortaja, ni el pasmo en el entrecejo de Montserrat, ni la esperanza en el rigor mortis de la mano derecha del yacente Cristo de La Caridad, ni el aura de triunfo en el atribulado Übermensch de San Lorenzo...

A la mayoría de esta gente, más aficionada que devota, más kofrade que cofrade, no le conmueven las Imágenes por Sí Mismas, sino hueramente la coreografía callejera en la que hace lustros las procesiones fatalmente han derivado. A la mayoría de esta gente, habitualmente saturada de los estímulos de una vida casi interrumpidamente online, solo puede gustar aquella parte de la Semana Santa que tiene más y más potencia sensorial.

Por eso, dicho sea paso, ha sido un "éxito" ese remedo audiovisual del pregón que ha habido este año. Y, por eso, además, esta semana santa sin Semana Santa, según parece, ha causado, a medida que fueron pasando los días, más hastío y decepción que catarsis y arrobo. En sus basílicas El Gran Poder no rachea el paso y La Macarena no amanece con ojeras. No, la calle, la espléndida calle, no cabe en los templos. Y sin ella, Ellas, insólitamente "solas", hablan a quienes ya no les saben oír.

Hace más de una década preconicé que la Semana Santa de Sevilla se encontraba en la disyuntiva de seguir siendo de Sevilla o Santa. Para continuar siendo de Sevilla, una fiesta matricialmente religiosa, ha de volverse tan arreligiosa como ya es la mayoría de la Ciudad. Y para continuar siendo Santa, una fiesta matricialmente popular, ha de volverse tan minoritaria como minoritario ya es el número de los sevillanos que distinguen entre "afición" y "devoción" y entienden que ésta es una experiencia de hondura vital que, propiciada por las Imágenes, religan en la fe con Aquello que Éstas representan o en la esperanza con sus Preámbulos.

Esta semana santa sin Semana Santa no ha hecho más que recrudecer el dilema, mostrándolo en toda su dimensión.

domingo, 28 de febrero de 2021

El “primer hombre” se hizo “masa”: La enorme decepción.

Comprender el presente a toro pasado, cuando ya no es más que recuerdo, resulta relativamente fácil. Nos inventamos narrativas individuales y colectivas en las que engarzamos los acontecimientos de la vida para buscarles, buscarnos, un sentido. Así es como las personas construimos nuestras biografías y las sociedades su historia.


Sin embargo, lo más arduo es entender el presente en el acto, cuando es gerundio, cuando nos lleva en volandas. Sin duda, está bien orientarse en el pasado y premonitoriamente en el futuro. Pero mejor está poderse orientar en el presente. Saber, después de haber estado, que aquel lugar tan tupidamente lleno de árboles, arbustos, matorrales, animales y sonidos era un bosque, tiene utilidad futura. Queda aprendido para la próxima vez. Mas, de haberlo sabido antes, la desorientación del momento, el desasosiego experimentado, hubiera tenido un punto de sentido.

El sentido nunca está en las cosas, sino siempre en una idea, más aun, ¡es una idea!, que nace en nosotros y que, cuando la proyectamos sobre aquellas, funda el “mundo”. Luego pasa que olvidamos que el mundo siempre es “mundo” y que el “mundo” nunca es mundo. Decía Heidegger que el “mundo” no es la totalidad de los entes que hay en él, sino una secuencia de significaciones, una concatenación de “para” (finalidades), que acaban en el hombre. El Dasein es el “por mor” del martillo, del cuadro, de la habitación… El que el Dasein “habite” el mundo, el que éste sea “hospitalario” con él, es la alcayata de la que pende esa concatenación de sentidos sucesivos que hace "mundo" del mundo.


El martillo no es solo el hierro y la madera de que está fabricado, sino también la lealtad a la idea por la que los hombres marchan a una guerra en la que empuñan la espada que el herrero ha forjado, y también la emoción estética que mueve a colgar de una pared el cuadro de La rendición de Breda, que es en sí una “instantánea” de un “mundo” que ya fue.

El Dasein es el “por mor” del “mundo” y éste, una idea, un significado, un sentido a cuyo amparo remite el desasosiego que la desorientación nos causa. Por eso, el presente se nos vuelve “lugar” inhóspito -entre él y nosotros, de repente, se abre un abismo y nos sentimos fuera de sitio- cuando se nos rompe esa cadencia de significaciones, cuando se nos quiebran las convenciones, en definitiva, cuando se nos derrumba el “mundo” y desaparece el horizonte, porque una cosa ya no llama a otra y entre ellas no media ningún “para” que en última instancia avoque a nosotros.

Cuando martillo, cuadro, habitación, nosotros… estamos deslavazados, el presente, ese “mundo” en el que vivimos, nos hace sentir desubicados: “arrojados” y “angustiados”, diría Heidegger; “extranjeros” y “nauseabundos”, Camus; “náufragos” y  “desorientados”, Ortega. Vivimos en un presente, en un “mundo”, que no es nuestro. Abandonamos el escenario y nos sentamos en la platea.


Pero eso de ser espectadores no va con nosotros. Nuestro “ser ahí” (Dasein) no es un simple “estar ahí”, sino un trabajoso “habitar ahí”. Las cosas “están”; en cambio, nosotros “habitamos”. Entre “estar ahí” y “habitar ahí” media esa colosal industria que es la cultura. En ningún otro animal la cultura es tan inteligente, hermosa y sofisticada, como en el sapiens. La cultura, la herramienta que nos permite “habitar ahí”, es producto -por un lado- de nuestra menesterosa condición y -por el otro- de la doble sublimidad de la idea y de la técnica. Somos menesterosos porque el hábitat no nos es dado; construírnoslo es nuestro ser, nuestra razón de ser.

La alternativa a nuestro nativo desvalimiento y a nuestra oriunda desorientación y falta de sentido, a nuestro radical desasosiego, es convertir el presente -en tanto tiempo- en historia y -en tanto lugar- en “mundo”, y el “mundo” -en tanto cultura- en “hogar” y nuestro desquiciado “existir” -en tanto vida- en asentado “habitar”... El león ya tiene su ser, solo lo tiene que llevar en vilo; el hombre, en cambio, se lo tiene que hacer. El ser del león es cierto y seguro desde el principio; por contra, el ser del hombre es su propia obra y nunca está del todo acabado, y además nunca lo que ya tiene conseguido le será definitivo, porque su ser, igual que se le hace, se le deshace.


Vivimos en el presente, que en tanto tiempo es “historia” y en tanto lugar es “mundo”. Nunca se nos muestra desnudo, sino siempre arropado por una idea casi irrebasable, en la que estamos y, más aún, somos, y de la que raramente nos hacemos cuestión, seguramente porque nuestra vida es extrañamente dual: vivimos nuestro presente a la vez que en nuestro presente, vivimos nuestro “mundo” a la vez que en nuestro “mundo” y nuestra “historia” a la vez que en nuestra “historia”.

Este doblete es el origen de nuestra falta habitual de perspectiva, de nuestro forzoso mirar de cerca. El complemento circunstancial -en donde somos- de nuestra vida también es nuestro atributo -lo que somos-. Extrañarse de la propia entraña es una violenta torsión. Algo así como que el ojo se vea a sí mismo. Dawkins diría que el presente -historia y “mundo”- es nuestro fenotipo extendido.

Nos resulta más fácil hablar con inteligencia del Renacimiento que de Hoy. Pero esta dificultad para escrutar nuestro presente no deriva sólo de esa singular dualidad de nuestra vida. Además hay otro factor añadido. En el fondo experimentamos cierta resistencia, más o menos conscientemente pretendida, a comprender el presente. No es solo falta de capacidad, de agudeza intelectual, sino también de voluntad.

Fue el diagnóstico de Heidegger al hablar del “uno”, que disfruta y goza como se goza, que lee y ve literatura y arte como se lee y se ve literatura y arte, que encuentra sublevante lo que se encuentra sublevante… Y también, en la misma línea, de Ortega al hablar del hombre y la gente y del hombre y la “masa”. “Uno” se deja “suplantar”, no ya por “otros”, sino por el presente entero. Esto, sin más, es ser “masa”.


Contra lo que nos cabría esperar de nosotros, ¡brillantes sapiens sapiens!, en nosotros hay una instintiva oposición a “salir” del presente para, en la distancia de otra idea, verlo con perspectiva y así “recordar” que el presente es “mundo” y no mundo, que el “mundo” es una artificial concatenación de significaciones que tiene nuestra firma. Hay un instintivo temor a saber “demasiado”: ciertamente, necesitamos saber para podernos orientar en el presente, pero sin sobrepasar el límite de caer en la cuenta de que el “por mor” que somos del “mundo” es nuestra propia convención. Hay un arcano pacto con el presente: él nos vende la felicidad que nosotros le compramos al elevado precio de la ignorancia y de la inautenticidad.

En aras de esta felicidad renunciamos a ser “auténticos” y a vivir “propiamente”, es decir, a ser nosotros el motor de nosotros mismos, a dejarnos mover -traer y llevar- exógenamente por las “circunstancias”. Para disfrutar de una vida feliz, aceptamos la vida que otros diseñan. Obviamente, una vida así no puede sino ser superficial; nunca autós, sino éjeteros; nunca propia, sino enajenada. Quien así vive es el “último hombre” nietzscheano.

Ni todos los griegos fueron Platón ni todos los prusianos Kant. Entre coetáneos, extrañarse de la propia entraña y moverse por sí mismo es privilegio solo de aristócratas. El “primer hombre” es aristócrata. Si éste se masificara, ineludiblemente se haría el “último hombre”. En este sentido, los ilustrados pensaron ingenuamente que todos los hombres podríamos ser, mediante la educación, prosélitos de la razón. 

Según esto, de Hoy hubiera sido esperable que el “último hombre” se hubiera constituido en minoría mayoritaria de la sociedad y estuviera ejerciendo su liderazgo sobre el resto, como levadura en la masa. Ningún otro hombre de ningún otro “mundo” ha tenido a su alcance tanta información, tanta comunicación y tanta formación como el hombre “tardo ilustrado” de Hoy. Por eso, la decepción es inmensa. Lejos de multiplicarse, pareciera que el “primer hombre” es Hoy más escaso que nunca, que se ha extinguido.

Lamentablemente, la democratización de la educación, el apostolado de la razón, no ha redundado en la democratización de la cultura, sino en la desoladora masificación de las dos. Contra todo pronóstico, la escuela es fábrica del “último hombre” y a duras penas es semillero del “primer hombre”. A la “ciudadanía” se nos educa únicamente hasta donde es preciso -¡no en el sentido crítico!- para que este “mundo” sea “sostenible”.

La educación no tiene como misión la inteligencia, sino la ideología. Su propósito no es enseñar a descubrir el mundo como “mundo”, sino a verlo -con “realismo primitivo”- investido de indubitable naturalidad. La decepción es inmensa. La educación es una “catequesis” que indoctrina en un nuevo monismo. Cada “mundo” tiene el suyo. Ni por asomo se trata de suscitar en la “gente” la remota intuición o sospecha de otras ideas, a las que "irse" para evidenciar la unidimensionalidad intelectual de este presente.


En este “mundo” ser o no masa no es una cuestión primordialmente de cantidad, sino de infidelidad a uno mismo, según se renuncie, o no, a entrar en dialéctica con el presente, se consienta, o no, que el presente lo “suplante” en la vida. Ha desaparecido de nuestro “mundo” -el “mundo global”- la dialéctica de lo otro, de lo distinto y, en cambio, se ha impuesto la “dialéctica” de lo mismo y de lo igual. Sin oposición no es posible que se produzca esa innovación que deviene primero de la confrontación de los contrarios y después de la “superación” de ambos.

Sin embargo, curiosamente, a la vez que sucede esta burda homogeneización de todo, hablamos sin cesar de innovación. El trigrama “i+D+I” es la fórmula magistral del progreso ilimitado al que devotamente estamos entregados. El afán de maximizar la producción es nuestro “impensado” mayor. Él es la alcayata de la que pende este “mundo” en el que ya no está tan claro que nosotros seamos el heideggeriano “por mor” que le da sentido. El “mundo” se nos ha rebelado. En su ínfula expansionista se nos escapa de las manos. Se deshumaniza. El propósito, el sentido, ya no es “habitar”, sino crecer y crecer. Erigirse en “antítesis” de esta “tesis” es nadar contra corriente. No hay diferencia; por tanto, tampoco hay “superación”, sino “suplantación”. La “superación” ha sido “suplantada”.

Este afán de crecer y crecer llena el presente hasta ahogarlo. El precio, el dinero, iguala todo. El mercado es el horizonte de este “mundo”, su cierre categorial, y nosotros somos “sujetos de producción” (animal laborens, diría Hannah Arendt) a la vez que “mercancía”, hasta el extremo de que se nos insta, para tener éxito, incluso a crearnos una “marca personal” con la que hacernos publicidad de nosotros mismos. Uno es emprendedor de sí mismo, pero no en el sentido heideggeriano, sino en el comercial neocapitalista.

Un “monismo” por otro. Esta es la dinámica de los “mundos”. Cada “mundo” tiene su monismo. Ser “hereje” Hoy es tan costoso como antes ser ateo. No es un problema de parresía, sino de inteligencia. La clave no está en tener el coraje para subirse a una pira inquisitorial, sino la inteligencia, la educación, para pensar lo no evidente y destapar las vergüenzas de lo evidente. En pleno furor de un “mundo” que se hace llamar a sí mismo del conocimiento, los “ciudadanos” somos tan decepcionantemente crédulos como hace mil años eran los vasallos. Hemos cambiado de “mundo”, pero los “ciudadanos” de Hoy creemos tan ciegamente en que lo que hay que hacer es  crecer y crecer, progresar y progresar, como los anteriores creían que lo que había que hacer era ganarse la vida eterna. 

Lamentablemente, la educación universal no nos ha reportado más inteligencia. Como siempre ha pasado, seguimos creyendo a pie juntillas en la condición natural del “mundo”, sin atisbo alguno de sospecha. Cada “mundo” tuvo su “masa”. Nada nuevo. Pero quizás lo más perverso del “mundo” de Hoy sea que la “masa” no se cree “masa”, que al contrario se cree “ciudadano” libre, soberano, aristócrata, auténtico.

No se equivocan, ¡aciertan!, los políticos de este “mundo” cuando mediocritizan la educación. Se comportan con arreglo a lo que ellos son. Excelentes ejemplares del “último hombre”. Masa. Peor aún, tampoco se equivocan, ¡aciertan!, los propios educadores cuando mediocritizan la educación. También se comportan con arreglo a lo que son. Excelentes ejemplares del “último hombre”. Masa. A este “mundo” de Hoy le queda mucho Mañana por delante.