Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


martes, 29 de junio de 2021

Atrévete a llegar a ser el que eres

Al comienzo de su colosal novela, Thomas Mann dice que a su narración le pasa lo mismo que a los hombres de hoy, que es mucho más antigua que la edad que tiene.

Un siglo después, a todo -a los relatos, a las ideas, a las noticias, a la propia tecnología y, sobre todo, a las personas- le pasa que el vigor de la novedad le dura muy poco y que demasiado pronto se queda lánguidamente anticuado. Se llama obsolescencia, obsolescencia programada, y es una treta más de esa economía que, en su incesante afán de crecer, lo fagocita todo.

¿Cuántas veces tiene que reinventarse el hombre de hoy para no acabar sus días en el desván de las vidas descatalogadas? El hombre de hoy vive al grito homérico de Nadie -entonces ingenioso; ahora, angustioso-, y bajo el patronazgo de Heráclito: tu vida no será dos veces la misma vida.

Lo que parece, para el hombre común de hoy, una condena dictada por Proteo, para JMHB ha sido el venturoso producto de la creatividad, el esfuerzo, el entusiasmo y la excelencia, entendida ésta como una suerte de imperativo ético: si puedes, estás moralmente obligado a ello.

Hace cuarenta años, cuando en el mundo de la educación imperaba el inmovilismo, JMHB se puso a innovar, a anticipar el futuro. Y ahora, cuando la innovación se ha convertido en dogma y en argumento de la ideología socioeducativa dominante, JMHB insta a alcanzar una originalidad que deviene de origen, persuadido de que en este tiempo de obsolescencias lo que hará distinta y, por tanto, elegible, a una entidad educativa no será la magnitud de su quantitas sino la autenticidad de su qualitas.

Como los atunes, que nadan río arriba, contracorriente, a desovar. Como el mismísimo Ulises, que no sucumbió a los encantos de las sirenas ni de las pócimas de la hermosa Circe. Así de tenaz y de libre hay que ser para llegar a ser el que uno debe ser. Para ello, unas veces hay que ir por delante del hoy y otras, en cambio, por detrás, sin que ello signifique quedarse anticuado. Saber cuándo toca una u otra cosa es cualidad esencial del líder, al que le corresponde poner a su institución acertadamente en las circunstancias de su tiempo.

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Principio individuo. Se nace solo (Arendt) y se muere solo (Heidegger). Incluso, aun naciendo y muriendo a la vez, nadie puede nacer y morir por nadie. Por eso, la entidad de los colectivos palidece ante tan apabullante evidencia. De esta soledad suprema nace la persona como individuo.

El individuo como autor de sí mismo: el individuo como tarea, como proyecto, como quehacer, siempre irreversible y al tiempo siempre inacabable. El individuo como flecha disparada a la diana de la excelencia. El individuo como viator: lo más importante no es alcanzar la meta, aunque sea necesario tenerla, sino el propio camino, consistente en convertir el panorama natural en un paisaje inteligente.

Principio individuo es la mandorla de la educación a la que casi ninguna legislación alude, ni siquiera de soslayo. Sin embargo, en educación todo ha de estar tensionado, transido, por este principio individuo. A la vez, este principio desideologiza el mundo de la educación. Para que funcione -la clave de su éxito- hay que respetarlo, alentarlo, quererlo, en su bidireccionalidad discente y docente. 

miércoles, 16 de junio de 2021

Creer, descreer, recreer.

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)

A mi querido profesor.
Él, como todos,
primero "creyó" sin querer.
Luego aprendió a "descreer".
Y, por último, eligió "recreer". 


Para mi querido profesor la contingencia no era óbice, al contrario, del Absoluto. O el absurdo o el absoluto, a este escueto silogismo reducía un problema que, al fin, resolvía recurriendo a una desacomplejada petición de principios.

Una petitio principii, explicó Ortega en su inconclusa Idea de principio en Leibniz, no tiene una demostración racional conclusiva. Por eso, a su juicio, el racionalismo no goza de mejor credencial lógica que el realismo. De ahí que él se revolviera tanto contra el realismo como contra el racionalismo y luego, procurando una nueva petitio principii, se lanzara a refundar la Metafísica.

Para ello, Ortega empujó la “actualidad” del Ser -la aristotélica (en)ergía- hasta el extremo de que su sustancia -¡la invariable ousía!- se diluyera pragmáticamente, no en “haces de ser” -el Ser se "dice" de múltiples formas, había sentenciado Aristóteles-, sino en “haces de hacer”. De tan atrevido grado de “actualidad” Ortega extrajo al Ser convertido en "Hacer(se)".

El colosal Peirce, antes y lejos, había llegado a la misma conclusión. El racionalismo es una petición de principios y, por ende, su premisa es lógicamente indemostrable. Entre dos petitio principii del mismo rango epistemológico, Peirce eligió rescatar al premoderno Duns Scoto para fundar un pragmatismo que, en origen, no era utilitarista, sino ontológico.

En mi opinión, Ortega fue más audaz que Peirce. Al desertar del idealismo, Ortega no se echó en brazos del realismo, sino que, desde su insaciable "lascivia filosófica" -nihilismo, vitalismo, historicismo, existencialismo, fenomenología, idealismo, pragmatismo-, quebró "la" disyuntiva, de modo que, al subvertir la propia noción de Ser, ya no hubiera que elegir entre dos indemostrables peticiones de principios: la clásica: el Ser funda a la Razón; y la moderna: la Razón funda al Ser.

Nietzsche y Heidegger cada uno a su particular manera, también operaron en la entraña misma del Ser. El primero “literalizó” el Ser y la Razón. La segunda acepción de la palabra logos quedaba contenida, subsumida, en la primera. En adelante, Razón sería siempre narración; y los cogitata ya no serían de sólida naturaleza intelectual, sino de evanescente naturaleza fantástica. Heidegger, por su parte, consumó la amputación de la esencia a los entes y ya nada tendría más teleología y racionalidad propias que la que el hombre fuese capaz de insuflarles y ejecutar.

Nietzsche, Heidegger y Ortega -a la vez, tan distintos y tan parecidos- coinciden en este punto crucial: el sentido no es “natural”. Éste no viene ínsito a la Vida, al Mundo, a la Historia... El sentido ya no es un datum que se recibe y se descubre; al contrario, es un factum que se labora; más aún, en el extremo de Ortega, es un faciendi, un gerundio que, si cesa, decae en paralítico participio.

El caso de mi querido profesor se asemeja más al de Peirce que a los de Nietzsche, Heidegger y Ortega. Entre dos indemostrables peticiones de principios, él voluntariamente eligió permanecer en la que involuntariamente había nacido. No le faltaron “luces largas” (era su expresión) para "descreer" y haber permanecido en el "descreimiento"; sin embargo, eligió "recreer". 

Para él la postmodernidad, que entonces todavía no era inspiradora del estilo de vida de la mayoría social, como ahora ocurre, sino la técnica discusión de unos desconocidos académicos, se asimilaba a una suerte de escepticismo redivivo, a una especie de vulgar relativismo que incurría en la contradicción de absolutizar el relativismo; y a la vez, el banal facilitador de un hedonismo consumista, que en el fondo era otra petitio principii, solo que en el orden moral: el yo se hace absoluto a instancias de un deseo que, desquiciado del gozne de la razón, ha hecho metástasis.

Para él la cuestión clave era la cuestión del sentido. Elegir entre realismo e idealismo era asunto de segundo orden. La principal petitio principii era exigencia del sentido. El sinsentido de una contingencia huérfana no era opción. A fortiori la contingencia había de tener algún descanso. En esto no sé si mi querido profesor tenía resabio hegeliano. La contingencia no era concebible como tal sin la determinación de su contrario, de un Absoluto que lo caracteriza. Y, como nunca accedió a cortar el cordón umbilical que une al Ser y al Pensar, Éste no fue para él sola “fantasía” y, en cambio, el Absoluto, por pensable, sí fue Real.

Personalmente, décadas después, yo me he podido acostumbrar a una contingencia que no (p)refiere instancia de absoluto. Pero esto, antes que de un hercúleo esfuerzo metafísico, es producto de una hasta ahora venturosa situación de vida. En la contingencia, si no hay el consuelo del absoluto, difícilmente  puede vivirse, a no ser que se cuente con la dosis mínima necesaria de “comodidad”. La contingencia, diría Dostoievski, golpea con el puño del hambre y la miseria, y Kundera, con el del desafecto y la soledad.

Con hambre Nietzsche no hubiera dado crédito al (super)hombre que dice saber vivir tras la muerte de Dios; al contrario, le hubiera parecido un iluso o un farsante. Quizás por eso para un desarraigado como Spinoza la vida no era “voluntad de poder” sino incierto conatusCon una vida de sanos afectos Kierkegaard seguramente no hubiera creído tan desasistidamente de la razón. Y con los bolsillos vacíos Marx no hubiera hecho de los míseros proletarios un materialismo dialéctico.

Para vivir confortablemente instalado en la finitud, que escribió el acomodado Tierno Galván, hace falta haber podido transformar el inhóspito “mundo”, al que uno ha sido “arrojado”, en “hogar” y la "gélida intemperie" (Schopenhauer) en "cielo estrellado" (Kant). Solo a un griego con la vida resuelta se le podía ocurrir que la realidad es no sólo inteligible, sino además bella y buena. 

He conversado con Mannheim, y me ha dicho que soy, sin más, el producto de mis sociedad. Y con Horkheimer, y me ha dicho que el anhelo me nace de un interés sibilinamente “manchado”. Y con Freud, y me ha dicho que soy, irremisiblemente, consecuencia de Edipo y de Electra, quienes perfilan la sombra del inconsciente que me hace ser. Y con Ben Libet, y me ha dicho que estoy condenado a llegar tarde -trescientos cincuenta milisegundos- a mí mismo y que mi cerebro es mi radical e irrebasable "yo".

Pero también he conversado con Ortega, y me ha dicho que solo el hombre que se “ensimisma” cuenta con un “lugar” a donde poderse ir para no quedar atrapado en sus "circunstancias" y, por ende, convertido en "gente", en "masa". Son los individuos, y nunca los colectivos, quienes "creen"; quienes, ¡si pueden!, "descreen"; y quienes, ¡si quieren!, "recreen". Se nace "creyente" igual que se nace rubio o húngaro. El proceso de convertirse en "hombre" consiste en hacerse libre de la nativa "creencia", que es una creencia colectiva, y libre además para elegir entre permanecer en el "descreimiento" y regresar a la "recreencia".