Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


domingo, 28 de febrero de 2021

El “primer hombre” se hizo “masa”: La enorme decepción.

Comprender el presente a toro pasado, cuando ya no es más que recuerdo, resulta relativamente fácil. Nos inventamos narrativas individuales y colectivas en las que engarzamos los acontecimientos de la vida para buscarles, buscarnos, un sentido. Así es como las personas construimos nuestras biografías y las sociedades su historia.


Sin embargo, lo más arduo es entender el presente en el acto, cuando es gerundio, cuando nos lleva en volandas. Sin duda, está bien orientarse en el pasado y premonitoriamente en el futuro. Pero mejor está poderse orientar en el presente. Saber, después de haber estado, que aquel lugar tan tupidamente lleno de árboles, arbustos, matorrales, animales y sonidos era un bosque, tiene utilidad futura. Queda aprendido para la próxima vez. Mas, de haberlo sabido antes, la desorientación del momento, el desasosiego experimentado, hubiera tenido un punto de sentido.

El sentido nunca está en las cosas, sino siempre en una idea, más aun, ¡es una idea!, que nace en nosotros y que, cuando la proyectamos sobre aquellas, funda el “mundo”. Luego pasa que olvidamos que el mundo siempre es “mundo” y que el “mundo” nunca es mundo. Decía Heidegger que el “mundo” no es la totalidad de los entes que hay en él, sino una secuencia de significaciones, una concatenación de “para” (finalidades), que acaban en el hombre. El Dasein es el “por mor” del martillo, del cuadro, de la habitación… El que el Dasein “habite” el mundo, el que éste sea “hospitalario” con él, es la alcayata de la que pende esa concatenación de sentidos sucesivos que hace "mundo" del mundo.


El martillo no es solo el hierro y la madera de que está fabricado, sino también la lealtad a la idea por la que los hombres marchan a una guerra en la que empuñan la espada que el herrero ha forjado, y también la emoción estética que mueve a colgar de una pared el cuadro de La rendición de Breda, que es en sí una “instantánea” de un “mundo” que ya fue.

El Dasein es el “por mor” del “mundo” y éste, una idea, un significado, un sentido a cuyo amparo remite el desasosiego que la desorientación nos causa. Por eso, el presente se nos vuelve “lugar” inhóspito -entre él y nosotros, de repente, se abre un abismo y nos sentimos fuera de sitio- cuando se nos rompe esa cadencia de significaciones, cuando se nos quiebran las convenciones, en definitiva, cuando se nos derrumba el “mundo” y desaparece el horizonte, porque una cosa ya no llama a otra y entre ellas no media ningún “para” que en última instancia avoque a nosotros.

Cuando martillo, cuadro, habitación, nosotros… estamos deslavazados, el presente, ese “mundo” en el que vivimos, nos hace sentir desubicados: “arrojados” y “angustiados”, diría Heidegger; “extranjeros” y “nauseabundos”, Camus; “náufragos” y  “desorientados”, Ortega. Vivimos en un presente, en un “mundo”, que no es nuestro. Abandonamos el escenario y nos sentamos en la platea.


Pero eso de ser espectadores no va con nosotros. Nuestro “ser ahí” (Dasein) no es un simple “estar ahí”, sino un trabajoso “habitar ahí”. Las cosas “están”; en cambio, nosotros “habitamos”. Entre “estar ahí” y “habitar ahí” media esa colosal industria que es la cultura. En ningún otro animal la cultura es tan inteligente, hermosa y sofisticada, como en el sapiens. La cultura, la herramienta que nos permite “habitar ahí”, es producto -por un lado- de nuestra menesterosa condición y -por el otro- de la doble sublimidad de la idea y de la técnica. Somos menesterosos porque el hábitat no nos es dado; construírnoslo es nuestro ser, nuestra razón de ser.

La alternativa a nuestro nativo desvalimiento y a nuestra oriunda desorientación y falta de sentido, a nuestro radical desasosiego, es convertir el presente -en tanto tiempo- en historia y -en tanto lugar- en “mundo”, y el “mundo” -en tanto cultura- en “hogar” y nuestro desquiciado “existir” -en tanto vida- en asentado “habitar”... El león ya tiene su ser, solo lo tiene que llevar en vilo; el hombre, en cambio, se lo tiene que hacer. El ser del león es cierto y seguro desde el principio; por contra, el ser del hombre es su propia obra y nunca está del todo acabado, y además nunca lo que ya tiene conseguido le será definitivo, porque su ser, igual que se le hace, se le deshace.


Vivimos en el presente, que en tanto tiempo es “historia” y en tanto lugar es “mundo”. Nunca se nos muestra desnudo, sino siempre arropado por una idea casi irrebasable, en la que estamos y, más aún, somos, y de la que raramente nos hacemos cuestión, seguramente porque nuestra vida es extrañamente dual: vivimos nuestro presente a la vez que en nuestro presente, vivimos nuestro “mundo” a la vez que en nuestro “mundo” y nuestra “historia” a la vez que en nuestra “historia”.

Este doblete es el origen de nuestra falta habitual de perspectiva, de nuestro forzoso mirar de cerca. El complemento circunstancial -en donde somos- de nuestra vida también es nuestro atributo -lo que somos-. Extrañarse de la propia entraña es una violenta torsión. Algo así como que el ojo se vea a sí mismo. Dawkins diría que el presente -historia y “mundo”- es nuestro fenotipo extendido.

Nos resulta más fácil hablar con inteligencia del Renacimiento que de Hoy. Pero esta dificultad para escrutar nuestro presente no deriva sólo de esa singular dualidad de nuestra vida. Además hay otro factor añadido. En el fondo experimentamos cierta resistencia, más o menos conscientemente pretendida, a comprender el presente. No es solo falta de capacidad, de agudeza intelectual, sino también de voluntad.

Fue el diagnóstico de Heidegger al hablar del “uno”, que disfruta y goza como se goza, que lee y ve literatura y arte como se lee y se ve literatura y arte, que encuentra sublevante lo que se encuentra sublevante… Y también, en la misma línea, de Ortega al hablar del hombre y la gente y del hombre y la “masa”. “Uno” se deja “suplantar”, no ya por “otros”, sino por el presente entero. Esto, sin más, es ser “masa”.


Contra lo que nos cabría esperar de nosotros, ¡brillantes sapiens sapiens!, en nosotros hay una instintiva oposición a “salir” del presente para, en la distancia de otra idea, verlo con perspectiva y así “recordar” que el presente es “mundo” y no mundo, que el “mundo” es una artificial concatenación de significaciones que tiene nuestra firma. Hay un instintivo temor a saber “demasiado”: ciertamente, necesitamos saber para podernos orientar en el presente, pero sin sobrepasar el límite de caer en la cuenta de que el “por mor” que somos del “mundo” es nuestra propia convención. Hay un arcano pacto con el presente: él nos vende la felicidad que nosotros le compramos al elevado precio de la ignorancia y de la inautenticidad.

En aras de esta felicidad renunciamos a ser “auténticos” y a vivir “propiamente”, es decir, a ser nosotros el motor de nosotros mismos, a dejarnos mover -traer y llevar- exógenamente por las “circunstancias”. Para disfrutar de una vida feliz, aceptamos la vida que otros diseñan. Obviamente, una vida así no puede sino ser superficial; nunca autós, sino éjeteros; nunca propia, sino enajenada. Quien así vive es el “último hombre” nietzscheano.

Ni todos los griegos fueron Platón ni todos los prusianos Kant. Entre coetáneos, extrañarse de la propia entraña y moverse por sí mismo es privilegio solo de aristócratas. El “primer hombre” es aristócrata. Si éste se masificara, ineludiblemente se haría el “último hombre”. En este sentido, los ilustrados pensaron ingenuamente que todos los hombres podríamos ser, mediante la educación, prosélitos de la razón. 

Según esto, de Hoy hubiera sido esperable que el “último hombre” se hubiera constituido en minoría mayoritaria de la sociedad y estuviera ejerciendo su liderazgo sobre el resto, como levadura en la masa. Ningún otro hombre de ningún otro “mundo” ha tenido a su alcance tanta información, tanta comunicación y tanta formación como el hombre “tardo ilustrado” de Hoy. Por eso, la decepción es inmensa. Lejos de multiplicarse, pareciera que el “primer hombre” es Hoy más escaso que nunca, que se ha extinguido.

Lamentablemente, la democratización de la educación, el apostolado de la razón, no ha redundado en la democratización de la cultura, sino en la desoladora masificación de las dos. Contra todo pronóstico, la escuela es fábrica del “último hombre” y a duras penas es semillero del “primer hombre”. A la “ciudadanía” se nos educa únicamente hasta donde es preciso -¡no en el sentido crítico!- para que este “mundo” sea “sostenible”.

La educación no tiene como misión la inteligencia, sino la ideología. Su propósito no es enseñar a descubrir el mundo como “mundo”, sino a verlo -con “realismo primitivo”- investido de indubitable naturalidad. La decepción es inmensa. La educación es una “catequesis” que indoctrina en un nuevo monismo. Cada “mundo” tiene el suyo. Ni por asomo se trata de suscitar en la “gente” la remota intuición o sospecha de otras ideas, a las que "irse" para evidenciar la unidimensionalidad intelectual de este presente.


En este “mundo” ser o no masa no es una cuestión primordialmente de cantidad, sino de infidelidad a uno mismo, según se renuncie, o no, a entrar en dialéctica con el presente, se consienta, o no, que el presente lo “suplante” en la vida. Ha desaparecido de nuestro “mundo” -el “mundo global”- la dialéctica de lo otro, de lo distinto y, en cambio, se ha impuesto la “dialéctica” de lo mismo y de lo igual. Sin oposición no es posible que se produzca esa innovación que deviene primero de la confrontación de los contrarios y después de la “superación” de ambos.

Sin embargo, curiosamente, a la vez que sucede esta burda homogeneización de todo, hablamos sin cesar de innovación. El trigrama “i+D+I” es la fórmula magistral del progreso ilimitado al que devotamente estamos entregados. El afán de maximizar la producción es nuestro “impensado” mayor. Él es la alcayata de la que pende este “mundo” en el que ya no está tan claro que nosotros seamos el heideggeriano “por mor” que le da sentido. El “mundo” se nos ha rebelado. En su ínfula expansionista se nos escapa de las manos. Se deshumaniza. El propósito, el sentido, ya no es “habitar”, sino crecer y crecer. Erigirse en “antítesis” de esta “tesis” es nadar contra corriente. No hay diferencia; por tanto, tampoco hay “superación”, sino “suplantación”. La “superación” ha sido “suplantada”.

Este afán de crecer y crecer llena el presente hasta ahogarlo. El precio, el dinero, iguala todo. El mercado es el horizonte de este “mundo”, su cierre categorial, y nosotros somos “sujetos de producción” (animal laborens, diría Hannah Arendt) a la vez que “mercancía”, hasta el extremo de que se nos insta, para tener éxito, incluso a crearnos una “marca personal” con la que hacernos publicidad de nosotros mismos. Uno es emprendedor de sí mismo, pero no en el sentido heideggeriano, sino en el comercial neocapitalista.

Un “monismo” por otro. Esta es la dinámica de los “mundos”. Cada “mundo” tiene su monismo. Ser “hereje” Hoy es tan costoso como antes ser ateo. No es un problema de parresía, sino de inteligencia. La clave no está en tener el coraje para subirse a una pira inquisitorial, sino la inteligencia, la educación, para pensar lo no evidente y destapar las vergüenzas de lo evidente. En pleno furor de un “mundo” que se hace llamar a sí mismo del conocimiento, los “ciudadanos” somos tan decepcionantemente crédulos como hace mil años eran los vasallos. Hemos cambiado de “mundo”, pero los “ciudadanos” de Hoy creemos tan ciegamente en que lo que hay que hacer es  crecer y crecer, progresar y progresar, como los anteriores creían que lo que había que hacer era ganarse la vida eterna. 

Lamentablemente, la educación universal no nos ha reportado más inteligencia. Como siempre ha pasado, seguimos creyendo a pie juntillas en la condición natural del “mundo”, sin atisbo alguno de sospecha. Cada “mundo” tuvo su “masa”. Nada nuevo. Pero quizás lo más perverso del “mundo” de Hoy sea que la “masa” no se cree “masa”, que al contrario se cree “ciudadano” libre, soberano, aristócrata, auténtico.

No se equivocan, ¡aciertan!, los políticos de este “mundo” cuando mediocritizan la educación. Se comportan con arreglo a lo que ellos son. Excelentes ejemplares del “último hombre”. Masa. Peor aún, tampoco se equivocan, ¡aciertan!, los propios educadores cuando mediocritizan la educación. También se comportan con arreglo a lo que son. Excelentes ejemplares del “último hombre”. Masa. A este “mundo” de Hoy le queda mucho Mañana por delante.