Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


domingo, 25 de febrero de 2024

¿Anochece o amanece?

"Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy el país se gobierna desde las ciudades"

(U. Eco, El nombre de la rosa)


Aymaro de Alessandria, personaje de ficción de Umberto Eco, era un monje benedictino nacido o demasiado tarde o demasiado temprano, según se quiera ver. La claridad de su tiempo no era la del refulgente mediodía, sino ambiguamente crepuscular. Para unos, era luz de prima y para otros, en cambio, de vísperas.

En el siglo XIV había quien asistía al nacimiento de un tiempo nuevo y también quien, asomado al mismo horizonte, asistía al ocaso de otro ya mortecino. La línea del tiempo no es una, la misma, para todos; cada uno tiene la suya; por eso, ser coetáneos no implica la necesidad de ser contemporáneos. En los momentos de crisis, esto se hace bien patente.

Aymaro sabía que el tiempo afuera de la abadía era de amanecida y dentro de anochecida. El de afuera era un tiempo por estrenar; y el de dentro, un tiempo que empezaba a caducar. Durante siglos, el monasterio había sido una institución de incuestionada importancia económica, intelectual y religiosa. Pero en la alta Edad Media, con el resurgir de las ciudades, el monacato comenzó a perder el cuasi monopolio de la religión y de la cultura, que tan largamente había ostentado.

Por el lado religioso, la edificación de las catedrales góticas y la fundación de las órdenes mendicantes, y por el cultural, la creación de las universidades y después el afán de los humanistas, fueron hitos decisivos de su decadencia. Los monasterios, al quedarse a las afueras de las ciudades, se quedaron a las afueras de la Historia, que pausadamente iría dejando de pasar por ellos.

Aymaro parecía haberse dado cuenta de esto. Nada hay para siempre. Ni siquiera una institución tan petreamente sólida como el monacato, uno de cuyos máximos empeños, paradójicamente, era superar el desgaste del tiempo, luchar contra la fatiga material deterioraba los libros, hasta hacerlos desaparecer.

Porque... ¿Qué monje del S. XIII, de cualquier abadía europea, podría pensar que aquel régimen de vida, avalado por los siglos, no era indefectible? ¿Qué monje, por ejemplo benedictino, consagrado a copiar libros y acopiar sabiduría, podría imaginar que un día una portentosa máquina haría obsoleto no ya su oficio de escribano, sino incluso a su milenaria institución? ¿Qué monje, de paso cuatro veces al día por el cementerio de su cenobio, de camino al coro para el rezo de las horas, podría llegar a pensar que ninguno de los millares de anónimos monjes que le precedieron en su misma abadía despertaría a la Vida Eterna porque incluso su Dios un día también habría de morir?

Eco concede a Aymaro esa lucidez suficiente para darse cuenta, desde la atalaya de su scriptorium, de cuál es, más allá de los impenetrables muros del monasterio, la agitación de su época y, por eso, le espeta a fray Guillermo aquello de: "Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy el país se gobierna desde las ciudades...".

Aymaro sabe que el tiempo del monacato y, por tanto, el suyo propio, se está cumpliendo. El día que, imaginariamente, Aymaro, llevado de un impulso terrenal, cruzara el umbral de la abadía, y saliera al siglo, se sentiría camusianamente extranjero, como proveniente no ya de otro sitio, sino de otro tiempo. 

Pese a ser personaje de discreta importancia, Aymaro me despierta simpatía. Será porque, como él, salvadas las distancias, asisto a la licuefacción de cuanto hasta hace poco, y desde hacía mucho, parecía indudablemente sólido, y porque, en este sentido, aunque no coetáneos, entre nosotros median casi siete siglos, los dos somos aproximadamente contemporáneos por vivir un tiempo de crisis y estar, vital e intelectualmente, heridos de incertidumbre. 

Nacer demasiado tarde o demasiado temprano obliga a vivir entre dos tiempos, el que se va y el que llega, con el riesgo añadido de no ser, en el fondo, de ninguno. Ser Aymaro y ver en el crepúsculo una estampa de anochecida o ser fray Guillermo y ver una estampa de amanecida, no sé de qué depende, desconozco si es cuestión más psicológica o más intelectual.

Aymaro me produce ternura y fray Guillermo admiración. Pero lo cierto es que en el S. V d. C., ante la perspectiva de un crucial cambio de época, Aymaro hubiera acertado con su pesimismo y fray Guillermo errado con su optimismo. Por eso, hoy quisiera saber, no tanto por exigencia propia, sino por apremio de mi oficio de padre y de educador, si lo que viene tras este crepúsculo es el tiempo oscuro de San Agustín y San Isidoro o el luminoso de Dante, Petrarca, Bocaccio, Alberti, Moro, Erasmo, Montaigne... Es decir, si a este crepúsculo le seguirá la noche o el día.

Pero no lo desconozco. No estoy nada seguro de que esta portentosa revolución científico-técnica, más pujante y admirable que nunca, por sí sola, desprovista de una narrativa de sentido, en la que la eficiencia no sea el primordial criterio de demarcación de la vida, traiga la mañana y no la noche a mi hija y a mis alumnos.

lunes, 1 de enero de 2024

Lactancio y el principio autobiográfico de no contradicción

"Aunque el viento sople en contra,
la poderosa obra continúa"
(Walt Whitman)

En principio, eran dos las posibles vías de penetración y de encaje del cristianismo en el mundo grecorromano. Por un lado, estaban los propios dioses, pero éstos, de entrada, presentaban dos severos inconvenientes. Primero, eran tremendamente pasionales y las trifulcas entre ellos y con los hombres eran continuas y no precisamente ejemplares. Y segundo, difícilmente el dios cristiano podría integrarse en este panteón cuando los primeros romanos cultos que se convirtieron al evangelio ya eran unos descreídos de sus propios dioses y les parecían inverosímiles y apenas sentían piadosa inclinación hacia ellos.


El concilio de los dioses (Rafael)

Por otro, estaba el Ser, que había urdido más el genio ateniense que el romano. La ventaja era doble. Una, que no participaba de aquel trepidante vaivén de sentimientos y en esto se distanciaba de los dioses; otra, que estaba ya en el ámbito del Logos, es decir, más allá del fantasioso ámbito de los mitos, con los que el cristianismo en absoluto se quería confundir. Ídolos de madera y de barro, había sentenciado el profeta para marcar la diferencia entre Yahvé y los dioses de los vecinos.


La escuela de Atenas (Rafael)

Así, pues, entre una y otra vía de acceso, los romanos cultos, recién convertidos, debieron pensar que en el Ser, mejor que en el panteón, encontrarían una oportunidad para que su dios adquiriese la carta de naturaleza intelectual que tanto ansiaban, y de este modo prestigiar y romanizar el cristianismo.

Estaban dispuestos a apostatar de sus dioses -en los que ya, de hecho, muchos no creían: la religión tenía para ellos más de tradición identitaria que de experiencia numinosa-, pero no a apostatar de su cultura, primero porque se sentían muy orgullosos de ella,  muy satisfechos de ser romanos, y segundo porque "fuera" no tenían ningún otro "lugar" culturalmente homologable al que ir.

Para ellos era inviable una mudanza del mundo grecorromano al judío -de donde era oriunda la nueva fe, que nació siendo una secta dentro de su monoteísta religión- porque este mundo, rocosamente cimentado en su singular religión vetotestamentaria, no tenía mucho más preciosismo cultural, que no fuera estrictamente religioso, que las escasas, y para ellos casi vergonzantes, adherencias producidas en sus contactos, siempre conflictivos, con los egipcios, los babilonios, los griegos y, por último, los romanos. Israel era un pueblo muy refractario a la influencia ajena, un pueblo muy suyo y nada dado al mestizaje religioso.


Moisés y la zarza ardiente (Dirk Bouts)

Por tanto, estos romanos neoconversos ni querían -por apego a su cultura- ni tampoco podían -por refracción de los judíos- cambiar de emplazamiento cultural. El reto, el propósito, era, ni más ni menos, llegar a ser cristianos sin dejar de ser romanos, sin que hubiera ninguna suerte de contradicción autobiográfica en querer ser ambas cosas a la vez. Para ello, las dificultades intelectuales, y políticas, tenían que ser inteligente y hábilmente superadas.

Se trataba de acometer una delicada cirugía. Había que vaciar la cultura grecorromana, sin dañarla, de su genuina religión porque la intención era reutilizarla, trasplantando en ella una religión distinta, absolutamente exógena, y conseguir, ése era el mérito, que no hubiera rechazo, sino, al contrario,  perfecta simbiosis.

Pero el asunto no era solo romanizar el cristianismo, sino también cristianizar Roma. Era preciso que el impasible Ser, para ganarse ese pedigrí intelectual -especialmente cuando el cristianismo, para la oficialidad romana, todavía no era más que una exótica religión de provincias-, fuese capaz de emocionarse con el hombre, si bien no como lo hacían, demasiado truculentamente, los dioses, sino a la manera misericordiosa y justa de los profetas del AT.

Es decir, la adquisición del prestigio intelectual que el cristianismo necesitaba para que Roma -esa ilustrada y descreída minoría social que, entre Cicerón y Marco Aurelio, había aprendido a vivir sin dioses- no lo confundiera con una superstición más, no podía ser al inasumible precio de despojar a su dios de su característica providencia, de su tierno interés por el hombre, de su generoso compromiso con él en la Historia y más allá de Ella, en un Luego en el que las injusticias no resueltas "ahora" quedaran, sí, definitivamente resueltas.

Pero tampoco dicho prestigio se podía adquirir al no menos inasumible precio de consentir que se confundieran los sentimientos del dios que moraba en el monte Sinaí con los de los dioses que moraban en el monte Olimpo. Un dios como el cristiano, que en su última etapa se había abajado de su condición celestial para enaltecer al hombre, no se podía tornar en otro vengativo, mezquino, punitivo y caprichoso. La gloria de dios no era un hombre castigado, sino, al contrario, un hombre glorioso. Ni Abbá ni su precursor Yahvé era comparable a Júpiter ni su antecesor Zeus.


Lucio Cecilio Firmiano Lactancio (245-325 d. C.)

La maniobra era complicada. Ver a estos hombres, romanos cultos, convertidos al evangelio, como, por ejemplo, a Lactancio, enfrentados a una situación de vida tan compleja me causa una enorme admiración más de mil seiscientos años después. Sus vidas, escindidas en dos, de una parte su religión y de otra su cultura, no debían ser fáciles de vivir. Lo que ellos tenían no era un quebradero de cabeza, sino una vida quebrantada.

Quizás la raíz de mi admiración sea que los hombres de hoy también vivimos escindidos, pero no entre religión y cultura, ése ya no es nuestro problema, sino entre el presente, cada vez más rápidamente caduco, y el futuro, cada vez más agresivamente disruptivo.

Sin clara conciencia de la trascendencia de aquello que se traían entre manos, estos hombres fueron los pioneros, los urdidores, de un canon de vida inédito, que muchos, muchísimos, tras ellos, durante siglos, casi dos milenios, encontraron ya diseñado, listo para hacerlo suyo y vivir con arreglo a él, sin tener así la sensación de vacío, de vértigo y de absurdo que suele causar la frustrante incapacidad para transformar el tiempo en vida y la vida en autobiografía.

Ni pensaron, ni escribieron, ni enseñaron, por ocio ni por gusto ni por dinero, como sí hicieran muchos de los más egregios filósofos griegos y romanos, incluso quizás algunos de ellos mismos antes de su conversión cristiana, sino por rigurosa exigencia autobiográfica.

Sus sesudos escritos, que tan escaso significado vital tienen para nosotros, sin embargo, eran cuestiones punzantes para ellos, tanto como hoy pueda ser para nosotros el formidable desafío de la Inteligencia Artificial, el reto de la hibridación ciberbiológica, el impacto de la neurociencia en las fundantes nociones de yo y de libertad y en las subsiguientes nociones morales de bien y de mal. 


Quedó dicho arriba. El dios cristiano, aun pudiéndose asimilar al Ser grecorromano, no podía someterse a ninguna devastadora reducción intelectualista. Hubiera sido su perdición. Además, algo así ya había sido ensayado por Epicuro con sus propios dioses, a los que alejó y despreocupó de los hombres. Por esta vía la religión se hacía inútil. ¿Para qué una religión, se había preguntado Epicuro, si el hombre no obtiene ningún beneficio de su culto a los dioses? Éste es el mismo grave interrogante que, casi medio milenio después, el admirable Lactancio se plantea en su escrito De ira Dei.

El razonamiento -en vivaz litigio contra Epicuro: a Lactancio se le nota mucho su precristiana afición estoicista y su consecuente animadversión epicureísta, así como su impremeditado maniqueísmo- discurre así:

Primero, si dios es impasible, si está lejos, si anda en sus cosas, al hombre de nada le sirve la religión, tampoco la cristiana; segundo, sin religión, sin miedo a un castigo postrero, el hombre no siente la inclinación, o la obligación, de ser justo, de respetar la ley; y tercero, la sociedad, sin esta inclinación u obligación a la justicia, es inviable, imposible.

Aunque antagonistas entre sí, Epicuro y Lactancio en esto estaban de acuerdo y además, en lo cierto, pese a los seis siglos que los separaban. Una moral nacida de un miedo religioso, que juegue con la posibilidad de una aciaga vida eterna, puede ejercer un implacable control social.

Hay que entender que a Lactancio quizás no le preocupara solo avanzar en la futura construcción del Reino de Dios, sino también detener la destrucción, tan avanzada entonces, del Imperio de Roma. Es comprensible que Lactancio quisiera que el cristianismo, su nueva religión, le sirviera igual para lo uno que para lo otro, y que, de la misma forma que "instrumentalizó" la filosofía grecorromana para dar al cristianismo fuste y lustre intelectual, también "instrumentalizara" el cristianismo para salvar Roma, su escombroso mundo, haciendo funcionar su nueva religión no tanto como elemento moral de cohesión, que sería lo esperable del cristianismo, cuanto de coacción.

Ahora bien, ¿por qué Lactancio no hizo devenir la proyección social de la moral cristiana a partir de la singularidad misericordiosa de su dios, sino del castigo post mortem que éste puede imponer? ¿Por qué no trató de estimular el deseo de ser justo, movido por el amor de dios, sino el miedo de no serlo, movido por el temor a su ira? ¿Es que acaso Lactancio necesitaba de dios más su ira que su clemencia?


El purgatorio (Limbourg Brothers)

Lactancio no figura entre los Santos Padres de la Iglesia. En su tira y afloja con la filosofía y con el cristianismo, hubo un punto en el que, al admitir que dios no solo puede ser clemente, sino también irascible, quedó atrapado. El que es susceptible de conmoción, entiende Lactancio, lo es, al menos en potencia, de cualquier emoción. No obstante, hay una serie de emociones y de sentimientos, indecorosos para el dios cristiano, cuyo paso de la potencia al acto Lactancio demuestra imposible, cosa que, sin embargo, no sabe, no quiere, hacer con la ira divina. 

Ni la ira de dios ni el mal que la justifica, parecen un serio problema para Lactancio; al contrario. El mal es un accidente necesario y la ira divina la inevitable consecuencia de éste. Como el hombre puede incurrir en el mal, dios puede airarse contra él. La aceptación del mal parece que es el precio que Lactancio paga por haber eximido a dios de la impasibilidad del Ser. Si dios puede conmoverse, puede airarse y el mal es la plausible justificación de una ira que, además, al romano Lactancio debió serle imprescindible, estratégica, para detener la descomposición social de su mundo. 

Sin embargo, para la mejor teología cristiana, inspirada siempre en la cruz del primer Viernes Santo de la historia, la teodicea es imposible. Dios nunca sale vivo de su confrontación con el mal. Aunque el mal nunca es explicable ni tampoco aceptable, Lactancio no solo consiguió el encaje del dios cristiano en el mundo grecorromano, sino que además logró el encaje del mal en este encaje. Seguramente, su estoicismo precristiano le ayudó a encontrar un punto de razón al mal.

Al filo del siglo IV el Imperio estaba en avanzado estado de desintegración. Para entender a Lactancio hay que entender que a éste no le fue posible entender el cristianismo al margen de esta "dichosa" circunstancia suya. Lactancio no pudo escapar de su propia circunstancia -casi nadie lo consigue-, pese a que su atrevida conversión quizás haga sugerir lo contrario.



El emperador Constantino entregando la ciudad de Roma al papa Silvester I

Al empezar a ser cristiano, Lactancio dejó de ser romano ortodoxo, pero no romano. Su aspiración, su íntima exigencia autobiográfica, era la doble ortodoxia, la romana y la cristiana, y que las dos resultaran compatibles entre sí. Ni el dios cristiano ni el advenimiento de su futuro reino debían abolir su cultura, su mundo, su imperio presentes... Todo debía ser compatible y prosperar.

El espíritu de su tiempo tuvo que consistir precisamente en el logro de esta armonización. De hecho, Lactancio fue instructor del hijo del mismísimo emperador que, en un gesto no menos político que religioso, decretó la legalidad del cristianismo, intentando así superar divisiones internas y aunar fuerzas para revertir el creciente estado de languidez que el Imperio padecía.

Y solo unos sesenta años después, Teodosio decretaría que el cristianismo era la religión oficial del Imperio. Sería entonces cuando el proceso de encaje, la articulación de la doble ortodoxia, la cirugía del trasplante religioso, se habrían consumado exitosamente, y romanos cultos y honestos, como Lactancio, que no querían abrazar la fe cristiana a costa de renunciar a su mundo cultural, podrían al fin vivir en paz.


Lot huyendo de Sodoma (H. Schedel).

No obstante, las ortodoxias, en último término, se pueden decretar; pero no así las creencias. Las ortodoxias se pueden desnaturalizar y convertir en un asunto político y jurídico; pero las creencias, no porque son jirones de vida que solo en segunda instancia, y sin obligatoriedad, pueden intelectualizarde. No todo hombre requiere, necesita, la racionalización de sus creencias para poder vivir con arreglo a ellas.

Es fácil que los romanos cultos contemporáneos a Lactancio todavía vieran el cristianismo como una religión tan inverosímil como hacía tiempo que veían a la suya propia, y que a final del S. III y principio del S. IV todavía circularan las chanzas del mordaz Celso sobre Cristo, ridiculizándolo ácidamente.

De ahí el enorme mérito de los romanos que oficiaron de apologetas del cristianismo, en particular me fijo en Lactancio, que no era obispo ni presbítero ni diácono, es decir, que no tenía ninguna responsabilidad eclesial ni pastoral. La contradicción filosófica y teológica, también social y política, que hubiera entre la religión cristiana y el mundo de Roma tenía que poderse superar, disolver, en la autobiografía de cada uno de ellos, para no llevar una vida partida en dos.

Y eso es lo que trató de hacer mi admirable Lactancio. Sus posibles errores teológicos son consecuencia del impetuoso y valeroso braceo de un náufrago que, nadando, porque no quería vivir ahogado, llegó a una playa nunca hollada.  Algunos hombres de hoy, no dispuestos a dejarse arrastrar por la corriente de su tiempo, también sienten esa misma íntima necesidad de no vivir escindidos, de arribar a otra playa, de trazar un horizonte nuevo que reconfigure el paisaje.

"Pero a menudo los tesoros de la ciencia deben defenderse, no de los simples, sino de los sabios. En la actualidad se fabrican máquinas prodigiosas, de las cuales algún día te hablare, mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el curso de la naturaleza.  Pero ¡ay! si cayesen en manos de hombres que las usaran para extender su poder terrenal y saciar su ansia de posesión"
(Umberto Eco, El nombre de la rosa)

Hoy el reto no es aunar religión y cultura, sino humanizar el progreso y desvincular el valor de la vida y de la cultura del eficientismo económico y tecnológico; restaurar la noción de gratuidad, de innecesariedad; desinstalar la inmediata utilidad material como criterio máximamente axiológico.

Hoy hay que recuperar y re difundir la noción cristiana de "gracia". Lo que es a cambio de nada, simplemente, porque sí y sin más razón que la libre determinación de una voluntad sin atadura a la necesidad.

Salvadas las enormes distancias, temporales  y culturales, hoy hacen falta hombres que, como Lactancio, urgidos por el mismo principio autobiográfico de no contradicción, disuelvan la escisión que, llevada a su extremo, existe entre la razón crítica y postmítica y la razón instrumental. Se trata de una fractura que se manifiesta, variadamente, en:

La exagerada volatilidad que hoy padece el presente, que nace caduco, con la fecha vencida, y lo agresivamente disruptivo que se muestra el futuro, tan invasivo y apresurado; 

La inconsistencia de aquello que, hasta hace poco, durante siglos y siglos, parecía determinar qué es el hombre y cuáles son los motivos de su dignidad, y los deslumbrantes hitos de la tecnociencia actual, que actúan como ácido disolvente de todo cuanto era sólido y como embajadores no ya de un giro de la historia, sino de un giro de su propia evolución como especie. 

Hoy parece que no hay impulso creador fuera de la admirable carrera científico tecnológica en curso. El palpitante problema no es solo que la tecnología diseñe las sociedades, sus individuos, sus mentalidades, sus usos y sus costumbres... a la medida exacta de sí misma, según el modelo de mundo de la "tecnología total", sin otro filtro que el de la eficiencia económica y tecnológica; sino también la endémica debilidad de la razón crítica y postmítica, la cual, después de su "fermentación" empírico matemática, ha ido perdiendo, desde el S. XVI a hoy, su capacidad para crear objetivos, proponer metas, sugerir utopías, despertar ambiciones, generar creencias, narrar relatos, provocar pasiones... en cuya consecución, logro, cultivo, crecimiento, desarrollo... las sociedades mancomunadamente se afanen y se así hagan más y más humanas.

miércoles, 3 de agosto de 2022

¿Dare sine ulla re?

"En algún punto, la compasión se convirtió en un fin en sí mismo: la piedra angular de la moralidad humana y un aspecto esencial de la religión. Pero es bueno tener presente que, al encarecer la benevolencia, las religiones no hacen más que reforzar lo que ya es parte de nuestra humanidad. No están dando la vuelta al comportamiento humano, sino sólo fomentando capacidades preexistentes"
(Frans de Waal)


Entre una y otra representación median aproximadamente 8.500 años, el tiempo que el hombre necesitó para fantasear, hasta la perfección intelectual, un sistema de creencias en el que el tosco "mutualismo" -do ut des- evolucionara a "sofisticado" altruismo -dare sine ulla re.

A la izquierda, una manada de nueve ciervos parece huir de un grupo de batidores que la asusta y la hacen correr hacia unos arqueros que la esperan para darle caza. Los que participaban en tan gran empresa -desde luego, solo acometible en grupo- recibían la inmediata contraprestación de comer carne. Parece que el hombre aprendió a cooperar en la caza y que el reparto de las presas es el embrión de la moralidad.

A la derecha, en primer término un pelícano se picotea el pecho, hasta hacérselo sangrar, para dar de comer a sus tres polluelos. Este comportamiento le valió al pelícano,  desde el tiempo de los santos padres, convertirse en la iconografía cristiana en símbolo del amor que es capaz de sacrificar la vida propia en beneficio de la de otros. 

Pero el pelícano, cuando obra así, no se está inmolando. No es que, a falta de comida, ofrezca a los polluelos el sacrificio de su propia sangre. En realidad, lo que hace es apretar su enorme saco gular, sonrojado cuando está atiborrado de peces, para alimentarlos. Por tanto, en rigor, no es el símbolo pretendido. Se trata de una confusión.

No obstante, pedagógicamente colocado al pie de la cruz, es como una apostilla que hace el autor para asegurarse de que el mensaje esculpido en la imagen del Señor Muerto es entendido sin atisbo de duda y en toda su hondura por el observador que lo admira, por el devoto que le reza. 

La pintura rupestre de La Cueva de los Caballos es una plasmación del mutualismo, la única forma de "generosidad" que parece caber en la naturaleza. En el mundo natural no hay moral, sino selección natural. La moral no está en la naturaleza, sino en la cabeza del hombre. Es su invención. Con ella, su estar en el mundo, en la sociedad, le va mejor.

En cambio, el portentoso Cristo de El Amor, cumbre de la escultura religiosa del barroco europeo, es una plasmación del altruismo, que es perder la vida para que otros la ganen, incluso yendo más allá del parentesco; de hecho, Jesús muere por todo el género humano, si bien, todo él participa de la misma filiación divina.

Para Darwin un altruismo que no sea recíproco, en el que todos ganan y ninguno pierde, no es posible en la naturaleza, en la que cada individuo está "egoístamente" programado no tanto para salvarse el pellejo cuanto para lograr que sus genes, los más posibles, le sobrevivan. No se trata solo de tener éxito reproductivo, sino, mejor aún, de alcanzar el éxito genético.

Este planteamiento, menos restrictivo, resulta muy esclarecedor a la hora de saber cómo interpretar cierta "generosidad" animal que, en principio, parece ir más allá del mutualismo. Por ejemplo, es lo que les pasan a las abejas obreras. Se importan unas a otras hasta el extremo de morir. Pero no porque sean unas bien avenidas compañeras de fatiga, sino porque anómalamente comparten nada menos que el setenta y cinco por ciento de los genes. No hay, por tanto, heroico altruismo que valga en su "generoso" comportamiento, sino sumiso acatamiento del imperativo genético. Morir para que la colmena se salve es una manera de lograr que los genes del suicida prosperen.

No se es individuo adecuado, óptimo, para vivir: el fin no es, a secas, la vida de uno mismo; sino para dejar tras de sí el mayor número posible de genes: el fin es la vida de la prole propia, los hijos, que llevan al cincuenta por ciento los genes de cada progenitor, y la de los hermanos, los sobrinos, que llevan al veinticinco por ciento los genes del tío y dos equivalen genéticamente a un hijo propio. El desvelo del individuo por su familia no es amor desinteresado, sino la optimización del éxito reproductivo en éxito genético.

¡De acuerdo! En la naturaleza no hay fábula moral. Sin embargo, me cuesta tanto aceptar que el amor a mi hija Esperanza no sea por ella misma, sino sólo porque sea el "ostensorio" y el "viril" de mis genes... O por Inmaculada, sólo porque sea su cuidadora... Tampoco sabría cómo entender desde la estrecha perspectiva de la selección natural la compasión, que siempre encontré en mi padre, por el que le va mal en la vida.

La selección natural nunca producirá en un individuo una estructura que le sea más perjudicial que beneficiosa, porque la selección natural sólo actúa por y para el beneficio de cada uno. Lo escribe Arsuaga, parafraseando a Darwin. La selección natural actúa sobre el individuo, no sobre el grupo. Para la selección natural hay individuos, no grupos. De un grupo sobreviven solo los individuos mejor adaptados, y no el grupo como tal.

En fin, ningún animal muere por otro a no ser que para favorecer la supervivencia de sus genes. Así de crudo lo explican los científicos. En la naturaleza no cabe ningún "cristo crucificado".

Pero ¿y el hombre? ¿Es capaz de un comportamiento altruista, del tipo dare sine ulla re? Por ejemplo, ¿acaso el hombre puede ir más allá del ya meritorio do ut des en diferido, a futuro, que practican los chimpancés, que tanta inteligencia social tienen y que, no cabe duda, es una versión evolutivamente ennoblecida del mutualismo? ¿Hasta qué punto el hombre puede "estirar" su naturaleza y "domeñar" el ciego imperio de los genes, "engañar" la selección natural y hacer algo sin esperar nada a cambio y querer una vida por sí misma y no por los genes que transporta ni por el beneficio, presente o futuro, que le pueda reportar?

Supongo que depende de sus creencias, del cariz que éstas tengan. Eso sí, a sabiendas de que ninguna es natural, sino todas producto de un cerebro "enfermo" de "fantasiosis". Por ejemplo, véase la creencia en que hay un dios que es padre de todos los hombres, lo cual los hace a todos hermanos, de manera que la instintiva protección que genéticamente se practica en el clan se metamorfosea nada menos que en ¡deber moral de alcance universal! 

El cerebro del hombre tiene la peculiaridad de poder fabricar fantasías que, rodado el tiempo, acaban convirtiéndose en el "pegamento mítico" que posibilita los grandes imperios, la grandes civilizaciones... Es la tesis de Harari y que Ortega casi un siglo antes había expuesto muy hermosamente al mismísimo Heidegger en una audaz conferencia que luego tituló El mito del hombre allende la técnica:

El animal que se convirtió en el primer hombre vivía en los árboles, frecuentemente sobre terrenos pantanosos, en que abundan enfermedades epidémicas. Este animal enfermó, pongamos, por ejemplo, de malaria, pero no murió. Intoxicado, sufrió una hipertrofia de los órganos cerebrales, esta hipertrofia acarreó una hiperfunción cerebral... y en ello radica todo. Este animal, que se convirtió en el primer hombre, se encontró súbitamente en sí mismo una enorme riqueza de figuras imaginarias. Estaba "naturalmente" loco. Tan lleno de fantasía como ningún otro animal antes que él. Y esto significa que frente al mundo circundante era el único que encontró un mundo interior. El único que tiene un dentro. Así se encontró con dos repertorios distintos de proyectos, de propósitos: el de los instintos, que aún alentaban en él, y los fantásticos...

Consecuencia de su enfermedad, de su "fantasiosis", aquel animal se convirtió en el primer hombre cuando, llevado de su fantasioso delirio, inventó el espíritu guardián del bosque y el código penal, el derecho divino y la soberanía popular, la sociedad limitada y una religión según la cual hay otra vida a la que accede quien se comporta desinteresadamente con los demás, igual que su mismo dios, que no creó movido por la necesidad, sino también por el amor.

Fuera del universo de esta hermosa creencia no sé si el hombre es capaz de dare sine ulla re y, aún dentro de él, tampoco estoy seguro. Recuerdo aquel quejumbroso lamento de Pablo de Tarso: no hago el bien que quiero y sí el mal que no quiero. Además, quién no dice que, de verdad, el vector moral cristiano sea un altruismo escatológicamente diferido a futuro más que un altruismo a pérdidas.

Lo que sí sé es que el hombre, como parece que también el chimpancés, es capaz de empatía y de compasión. Quizás de orígenes humildes puedan surgir principios nobles. Es la hipótesis de Frans de Waal, quien sostiene que no sólo la maldad del hombre debería ser bagaje de su pasado simiesco, sino también su benevolencia. La tendencia está ahí. Pero esta tendencia necesita una cultura -una educación y una moral- que la haga crecer, que la convierta en ethos, es decir, en carácter, en forma de ser. Cuanto más retador sea el ideal regulativo, la pretensión moral, mayor será el desarrollo que esta embrionaria tendencia pueda alcanzar.

Pero, muerto Dios, el dios de Nietzsche, el de Moisés y de Jesús, en suma, el de Occidente, que tanto incitó al hombre a practicar el altruismo a pérdidas, el hombre de hoy, tan felicista, tan egoistón, tan consumista, tan materialista, tan inmediatista, tan sensualista, tan comodón, tan blandengue, necesita de formidables tusitalas que narren nueva invenciones, que canten formidables ficciones, que le sean inspiradoras de sentido y de moral, de proyectos y de propósitos vitales que susciten en él empresas en las que afanarse y de las que llenar la vida, porque el ecologismo, el animalismo, la ideología de género y demás baratijas "míticas" ahora en circulación no son más que chascarrillos de vieja de visillo que nada tienen del épico cantar de ningún genial aedo.

El Mundo de hoy no tienen ningún "pegamento mítico" que lo aglutine; su globalización es producto del interés económico y de la irresistible facticidad de la tecnología. Cuando no hay fines, como ahora, los medios se sublevan y se convierten en los impostores de aquellos. Por eso, el verdadero "credo" de hoy es el progresismo tecnológico y el desarrollismo económico. Ambos desprovistos de moral. Ninguno en disposición de alentar la natural tendencia compasiva que el hombre puede llegar a desarrollar ni a promocionar el subsiguiente compromiso en que ésta se resuelve.

sábado, 16 de julio de 2022

Mi padre, la victoria de vivir.

 "Es que yo quiero vivir, don Miguel;
quiero vivir, quiero vivir..."
Unamuno, Niebla

Hace unas noches vi a un hombre de mediana edad, unos cincuenta y tantos años, hurgar en las papeleras de la plaza en la que estábamos tomándonos unos helados. Buscaba comida. Pero no tuvo suerte. Antes de que se marchara, a paso rápido, apremiado quizás por el hambre, le musité a Esperanza: "Mira a ese señor...". Es lo que hubiera hecho el abuelo Eduardo.

Ella, como supongo que la mayoría de quienes andábamos por allí, no se había dado cuenta de nada, y es que a quien no ha sentido en la vida más fatiga que la de la sobreabundancia, es fácil que una escena como ésta o le pase inadvertida o le resulte intranscendente.


De niño, con la edad de Esperanza, aprendí a ver a los indigentes, no porque tuviera una infancia fatigosa, al contrario, sino porque mi padre, que sí la había tenido, me enseñó a sentir compasión por aquellos a los que la vida, era igual el motivo, les daba un revés y les ponía las cosas difíciles.

A la salida del colegio, en aquellos paseos vespertinos, siempre que pasábamos junto a un mendigo varado en la orilla de la calle, él me hacía una leve indicación. Así aprendí a verlos y a identificar el sentimiento de compasión.

A mi padre pasar hambre en lo peor de la postguerra no le sentó mal, le hizo ser una persona lúcida, que temprano supo cuál es la esencia actual de la vida, y una persona misericordiosa, como aquella imponente protagonista de la novela de Galdós.

Toda cosa, en cuanto es, tiende a perseverar en su ser, y ese conato, que no es sino la esencia actual de la cosa, ocupa un tiempo indefinido. En el hombre ese conato es consciente. No solo tiende el hombre a perseverar en su ser, sino que lo sabe. Ese apetito consciente se llama deseo -cupiditas- y es la esencia misma del hombre -cupiditas est ipsa hominis essentia-. (Spinoza, Ética)

Mi padre nunca leyó a Spinoza, pero ¿y qué? Se lo sabía de sobra. Durante varios años digamos que cada mañana recibió "clases particulares" del mismísimo judío errante cuando, mucho antes de que amaneciera, caminaba hasta el pueblo para ponerse en la cola de Benito y cambiar una talega de trigo o un cesto de huevos por una telera de pan.

Pero no pocas eran las veces que, mediado el día, regresaba a casa con las manos vacías, o bien porque esa madrugaba Benito no había podido hacer pan porque le faltaba el género, o bien porque fuera en el trayecto de ida, fuera en el de vuelta, le habían robado el trigo, los huevos, el pan... No eran tiempos fáciles para casi nadie.

Mi padre, que no había tenido una vida regalada, era un conatu essendi de pura raza, de carne y hueso, que diría Unamuno. Rezumaba tenacidad, afán de superación, empeño en vivir... y ello hasta el punto, valga como ejemplo tardío, de que con más de noventa años, tras una descomunal caída, consiguió contra todo pronóstico abandonar la silla de ruedas y caminar de nuevo por su propio pie.


Sabedor de que la vida no es victoria segura, sino esfuerzo con incierto provecho -quizás esto constituyera el fundamento de su yo más auténtico-, mi padre aprendió a confraternizar, sin afiliación religiosa ni política alguna, con aquel que las estaba pasando putas en la vida.

***

Explica Damasio, quien sí ha leído a Spinoza (2003), que cada una de las células de nuestro organismo, por simple que sean, tiene una determinación decisiva de mantenerse con vida; una obstinada insistencia en persistir. El núcleo y el citoplasma continuamente están trajinando, recalculando la incidencia del medio en la propia célula a fin de conseguir mantenerla viva.

Sé que es contra intuitivo, biológicamente erróneo, atribuir nociones de intención, de propósito, de deseo, de actitud, de voluntad... a una minúscula célula individual, pero lo cierto es que éstas parecen querer vivir, a toda costa, la asignación genética que les ha sido prescrita.

La tarea resulta hercúlea, porque la vida es un estado precario, un inestable equilibrio, que solo es posible cuando simultáneamente se cumple un elevado número de condiciones químicas: el oxígeno, el dióxido de carbono, el ph, la temperatura, los nutrientes...


El sostenimiento de ese mágico punto de equilibrio es prima facie la esencia actual de las cosas, que decía Spinoza, y en el caso del hombre, de ese apetito consciente de mantenerse vivo. Militia est vita hominis super terram, se lee en el libro de Job. Es verdad. Pero antes de llegar a tan aguerrida conclusión, a la tesis existencialista de una mente tan compleja como la humana, hay que convenir, más modestamente, que la vida es aquel ímprobo esfuerzo de las células para mantenerse dentro de esos estrictos parámetros químicos compatibles con la vida. 

La hipótesis de Damasio (2010) es que la consciencia no es la artífice, sino la desveladora, de este contumaz afán vital. La intención de supervivencia de la célula eucariota y la intención de supervivencia explícita en la conciencia humana son una y la misma cosa. El conatu de Spinoza empieza en el humilde y admirable afán de sus células, antes que en su enorme intelecto racionalista.

El cerebro se debe al organismo que custodia y regenta. Vive para él. Está irremisiblemente apegado a él. De continuo monitoriza esas decenas de factores bioquímicos de los que surge la vida. Acaba por convertirse en su sustitutivo virtual, en su doble neuronal. Todo para poderse así anticipar a los quebrantos de su homeostasis. En definitiva, todo para así poder sostener mejor al organismo en ese mágico punto de equilibrio fuera del cual la vida es imposible.

Si el cerebro surge, por tanto, como un seguro de vida para el organismo, la consciencia lo hace como un reaseguramiento, porque lleva ínsista, en su todavía inescrutable arcano, la misma pertinaz voluntad de vida que mueve a cada célula del organismo entero.


Ni la consciencia es una metafísica instancia de individuación, sino el producto de la evolución, que siempre premia lo que mejor garantiza la perduración de la vida; ni el conatu essendi es la novedosa aportación de la consciencia a la vida, sino el valor previo a ella por el que celosamente ella ha de velar, codo con codo, junto al resto del organismo. Damasio dice que la consciencia es una suerte de agregado de las voluntades de todas las células de nuestro cuerpo, el locutor de una voz colectiva, que unánime grita, a la unamuniana manera, "¡vivir, queremos vivir!".

No obstante, a la consciencia, por muy "natural" y poco "espiritual" que sea, le hay que reconocer que innovó en el cometido de cuidar del hombre, aportando "vituallas híbridas" como las creaciones culturales y la compleja recreación social de los sentimientos primordiales. Cuando la consciencia irrumpe en la historia de la regulación biológica, ésta dio un salto extraordinario:

La justicia, la política, la economía, la religión, la ciencia, la tecnología, las artes, la moral, la filosofía, la literatura… todo fue formando un nuevo y formidable sistema de regulación de la vida que, a modo de rara sobrenaturaleza, diría Ortega, recubrió el bien acendrado sistema de regulación biológico. No obstante, pese a su presunta rareza, la filogenia de estos novedosos mecanismos de regulación es biológica. Arsuaga (2019) lo explica muy bien.


La envidia, la vergüenza, la culpa, la lástima, el desdén, los celos, el orgullo, la admiración, la compasión... tienen menos solera evolutiva que los sentimientos primordiales, pero de ellos han devenido los usos y costumbres, las creencias y los principios morales y éticos que regulan las sociedades a cuyas afueras el hombre no puede vivir porque el medio sociocultural es parte inextirpable de su hábitat.

***

Quizás de estos mecanismos regulatorios de la vida que el hombre le debe a la consciencia, uno de los más valiosos sea el sentimiento de la compasiónSed compasivos como vuestro Padre del Cielo es compasivo, es la exhortación del evangelista Lucas. Pero la compasión, que solo en parte es exclusiva del hombre, no le llega al hombre de lo "alto", sino que le nace de la "carne", en el mismo entramado cerebral en que le nace el resto de los sentimientos: en la ínsula, en la corteza anterior del cíngulo, en las regiones superiores del tronco encefálico, etc.

No obstante, es cierto, explica Damasio, que aquella específica compasión que parece que es solo humana, el afligimiento ante quien sufre un dolor de tipo psicológico, tarda más tiempo en establecerse en el cerebro que aquella otra, que parece compartida con los primates superiores, ante un dolor solo físico, cuyo mecanismo cerebral se muestra más ágil y automatizado.

De aquí se concluye que la compasión propiamente humana, ante el dolor psicológico, el altruismo recíproco, que llama Arsuaga, tiene que ser explícitamente enseñada y entrenada para que, en efecto, el hombre sea compasivo con el homo patiens, que decía V. Frankl. Es lo que mi padre hacía conmigo al querer fijar mi atención en los mendigos varados en la orilla de la calle y mostrarme lo cercano que se sentía siempre a aquellos que las estaban pasando putas en la vida.

La vida es un estado precario. Un inestable equilibrio. Militia est vita hominis super terram. Por eso, es preciso que los individuos anden bien aviados del cupiditas essendi y que además sepan comportarse compasivamente los unos con los otros. Así era mi padre.

Las sociedades que han descubierto que la compasión es un excelente mecanismo social de regulación de la vida, tienen más fácil alcanzar ese "mágico punto de equilibrio" en el que solo es posible no ya la vida a secas, estricta química, sino también la "vida buena" a la que el hombre aspira cuando ya no le basta solo "estar", sino que además necesita el plus del "bienestar" y del "sentido" que, más allá del imperativo "furor biótico", justifique su vida. 

***

P. S. para mi padre, cuya ausencia, con el paso del tiempo, más evidencia lo intensa que fue su presencia.

Spinoza dijo que la vida era el impetuoso deseo de vivir, de querer ser lo que es. Unamuno, que ese deseo era el de ser yo y serlo para siempre. Su Augusto Pérez, como Prometeo en el aprisco, grita con denuedo: "Quiero vivir, quiero vivir. Quiero ser yo, quiero ser yo". Damasio, que este ímpetu no es la compostura intelectual del tardío y complejo cerebro el humano, sino un apremio orgánico, una prescripción genética dictada a cada célula, de la que la consciencia diligentemente se hace cargo. Y mi padre, que la compasión nace de haber experimentado en vida propia lo arduo que es el oficio de vivir. Además, hace falta tener un punto de inteligencia y de bondad para que la experiencia de la contrariedad no fermente en resentimiento ni en egoísmo, sino el compasión y altruismo. Mi padre lo tuvo.

P. S. para los padres de mis alumnos.

Quien vive una vida regalada -en la sociedad de la opulencia de hoy es frecuente entre los niños y los adolescentes- lo tiene mal para darse cuenta, ¡a tiempo!, de que la vida es esfuerzo y es trabajo, y de que, una vez emergidos de la naturaleza, el único empleo humanizador del "furor biótico", que en la adolescencia se desborda, es el que deviene de concebirse uno como su propio quehacer, como su propia empresa, como su propio novelista.

viernes, 1 de julio de 2022

El legado del abuelo Eduardo

Esperanza, el abuelo Eduardo decía: "Si haces cosas inteligentes, te harás inteligente". Lo repetía con la convicción de quien lo ha experimentado en primera persona. Con el paso de los años, después de no pocos dimes y diretes conmigo mismo, su "fehaciente intuición" acabó formando parte de mi acervo, y es por eso que me la oyes mentar, cansinamente, a menudo: "Esperanza, haz cosas inteligentes y te harás inteligente".

De joven leí El gen egoísta. Me impresionó la idea de que éramos simples instrumentos de los genes para ellos garantizarse la supervivencia. Más tarde leí El fenotipo extendido. Como nuestro comportamiento está determinado por la genética, cabe decir que nuestra vida entera es el "efecto fenotípico" de nuestros genes.

Si el dictado, impremeditado e insobornable, de los genes está detrás de los estuches que los tricópteros fabrican, de las presas que los castores construyen, de los montículos que las termitas levantan, de las celdas que las abejas trazan... por qué, se pregunta Dawkins, la genética no iba a estar también detrás de las sociedades humanas. La cultura, sus admirables instituciones, es el fenotipo extendido de nuestra genética.

En su momento, en la resolución de la pantanosa dialéctica entre la herencia y el medio, el Carlson, el manual de fundamentos biológicos de la conducta, me pesó más que el Myers, el de psicología social. En la misma línea, la lectura, algo más tardía, de William James, el psicólogo norteamericano que exitosamente puso patas arriba a la vieja filosofía europea, consiguió de mí, a la hora de seguir destapando la soterrada condición material de las ideas, lo que no había logrado la Escuela de Frankfurt, pese a la inspiradora grandeza de Horkheimer y de Adorno.

La crítica a Platón, a la occidental pureza de las ideas, al estilo, por ejemplo, de Descartes, de Kant y de Frege, no me vino del historicismo de Dilthey ni del sociologismo de Mannheim ni del materialismo de Marx ni del vitalismo de Nietzsche...  sino del pragmatismo, pero no en la versión escotista de Peirce, sino en la empirista de James.

Así, afirmar que la verdad es el nombre de todo lo que demuestra ser bueno, que la bondad, y la maldad, es cuestión de utilidad antes que de moral y que la utilidad es cuestión de apremio vital, me condujo a ver al hombre como una especie de mono desnudo y a aceptar un cuasi materialismo biológico del que por ninguna de sus clásicas vías de escape -la religión, el dualismo, el emergentismo- me logré escabullir para enarbolar las lanzas del espíritu, que decía Scheler.

Y ahí instalado, en esa suerte de monismo biológico, el bergsoniano elan vital perdió su "encanto" (en el sentido weberiano de la palabra) y la antropología, su metafísico y teológico pedigrí. El hombre piensa, escribió Ortega influido por el naturalista Uexküll, para lo mismo para lo que respira. Lisa y llanamente, para vivir.

En el S. XVII Galileo dijo que la naturaleza hablaba el lenguaje de las matemáticas. En el S. XX, desde Crick y Watson, comenzamos a decir que la vida habla el lenguaje de la bioquímica, de hecho, cada vez nos entendemos mejor con ella. Nada en el hombre es gratuitamente espiritual, sino todo grávidamente material y siempre, eso sí, con el firme propósito de saciar el hambre de vida que la propia vida padece. 

Los genes nos viven (Dawkins) y el cerebro nos gobierna (Dennett). La libertad es una ilusión de la conciencia y ésta, una ilusión del yo y el yo, el éxito más celebrado de la memoria, como Hume anticipó. Libet enseña que la decisión que ahora tomo (por ejemplo de escribir la palabra "ahora"), fue tomada por mi cerebro tres décimas de segundo antes y sin que yo lo supiera.

Mi conciencia es el galgo y mi cerebro, la liebre. El galgo raramente alcanza a la liebre. Es como si entre la una y el otro mediara el mismo insalvable trecho que, según Zenón, media entre Aquiles y la tortuga. Cuando Aquiles adelante a la tortuga, es decir, cuando la conciencia "alcance" al cerebro, sucederá que éste le será transparente. 

Morris, Dawkins, Libet, Dennett... Esperanza, hubo un momento en que esa deseable intuición que el abuelo Eduardo me enseñó estuvo a punto de pasar a formar parte del iconostasio de mis desmayadas creencias, en el que languidece cuanto un día o bien dejé de creer o bien me hubiera gustado creer y no supe.

Pero a partir de cierto momento -leyendo a Damasio, a Mora, a Lerma, a Eagleman, a Sigman, a Siegel, a Saplosky, a Kandel, a Wolf- descubrí que no solo es verdad que nuestros genes son responsables de nuestra forma de ser, sino también lo contrario, que la manera en que somos y nos comportamos, incluso aquello que aprendemos, pueden cambiar los genes que nuestras neuronas expresan.

Este sorpresivo hallazgo me llevó a moderar la tiranía de los genes y a dar paso a una modesta reconsideración de la libertad, eso sí, fuera del juego de espejos de la filosofía. Y el cerebro creó al hombre, tituló Damasio uno de sus más brillantes ensayos. Después de leerlo me cupo pensar que el cerebro, ciertamente, había creado al hombre, pero quizás con la desconcertante posibilidad de sortear, en alguna mínima medida, el férreo dictado de los genes y de incrementar, también en alguna mínima medida, la tasada inteligencia que traemos de serie.


Aprendí que lo que hace falta para que esta doble posibilidad se ejecute es que un estímulo proveniente del exterior provoque el establecimiento de eso que los neurofisiólogos llaman un potencial perdurable (Long term potentation), es decir, que dicho estímulo desate una serie de sinapsis capaz de mantenerse activa más tiempo del normal una vez que aquel desaparece.

De estas poderosas sinapsis, cuando tienen lugar en engramas de memoria, depende que ocurra la magia de aprender. Así es como el mundo exterior penetra en el cerebro y toma asiento (bioquímico) en él.

Se trata de unas sinapsis glutamatérgicas en las que, gracias a una eventual elevación del nivel de iones de calcio, se libera una extraordinaria cantidad del receptor NMDA, el cual echa a funcionar ciertos factores de transcripción, como la proteína CREB, que viajan al núcleo de la neurona y desde allí desencadenan la expresión de unos genes que, al ponerse en acción, pueden modificar el citoesqueleto de las neuronas en liza, incrementando el número de espinas dendríticas y robusteciendo la sección de las ya existentes.

La importancia del entramado de las espinas dendríticas en la actividad cerebral es grande; de hecho, coincide que, cuando los procesos cognitivos superiores se entorpecen y deterioran, a cuenta de alguna enfermedad degenerativa, estos "tapices" se observan adelgazados y deshilachados.

Lo más relevante de estas leves alteraciones morfológicas, digo leves porque apenas afectan a la arquitectura mayor del cerebro, es que, a pesar de su levedad, nos pueden volver más inteligentes. La densificación y el engrosamiento de las espinas dendríticas de ciertos engramas favorece la activación de los potenciales perdurables, esto es, de esas sinapsis más enérgicas, más duraderas, de las que "resulta" la memoria y el aprendizaje.

Y puede que estas alteraciones, a pesar de su levedad, también nos hagan (más) libres, entendida la libertad, en este contexto, como la posibilidad de hacernos más inteligentes, incidiendo en nuestra propia programación genética, "encendiendo" determinados genes que, de fábrica, vienen "apagados".

El caso es que un cerebro retado, forzado a tener que hacer estas poderosas sinapsis glutamatérgicas, porque se le pone en el brete de aprender -ya a multiplicar cinco por tres, ya a entablar la relación semántica entre opaco, traslúcido y trasparente, por ejemplo- nos ofrece un pequeño margen de maniobra para intervenir en la parte de nuestra genética que pauta ciertos funcionamientos neurológicos, en concreto, los mecanismos que gestionan los procesos cognitivos más complejos.

En resumen, Esperanza, parece que tenemos la libertad, la posibilidad, de hacernos más inteligentes. La libertad parece que consiste no en hacer lo que nos entre en ganas, sino en hacernos más inteligentes. Esperanza, ¡recuerda esto último cuando seas adolescente!

Sí, el abuelo Eduardo llevaba razón. "Si haces cosas inteligentes, te harás más inteligente". No obstante, esto depende de lo que el medio "haga" con nosotros, y también de lo que nosotros "hagamos" con el medio. Lo primero es azar y lo segundo, responsabilidad.

Obviamente, no es lo mismo nacer y vivir en un entorno cognitivamente estimulante que en otro inane. Por eso, me parece aberrante que la sociedad actual, que se autodenomina del conocimiento y es artífice de la revolución tecnológica, haya consentido que la excelencia, como ideal regulativo, sea expulsada de la educación. Se habla del "saber sin aprender", del "cerebro aumentado"... Pero ¿serán cerebros aumentados en hombres disminuidos?

A Aristós,
que en la pasada noche de San Juan
hubiera cumplido casi el siglo de vida

domingo, 24 de abril de 2022

Prometeo, Sísifo y Antígona se quedarán pequeños.

Sostiene Michel Onfray que Occidente ha muerto. Estoy de acuerdo con él, aunque habría que matizar la tesis, tal y como él mismo hace desde el punto y hora en que, al hablar de la muerte de Occidente, casi siempre se refiere a la muerte, en particular, del judeocristianismo. Considero que, efectivamente, éste como religión está muerto y como acontecimiento cultural, agotado. No obstante, considero también que una suerte de "Occidente" -arreligioso y desterritorializado, cuya idiosincrasia es el Mercado y la Tecnología- va a sobrevivir -¡está sobreviviendo!- al decadente, finiquitado, judeocristianismo con el que fue uno, y grande, durante casi dos mil años. Muerto el judeocristianismo, asistimos al surgimiento de otra civilización, de un Nuevo "Occidente", que parece que va a poder albergar en sí el manojo de culturas regionales que todavía hay esparcido por el Planeta y que, con desigual vigor, reaccionan al ímpetu expansivo que, arrolladoramente, este nuevo "imperio" ejerce sobre ellas.

 (Eduardo Armenteros Cuartango, Esperando a los bárbaros)


A mi hija Esperanza,
y a sus amigos,
no para que sea mi lectora,
sino porque es motivo permanente 
de mi reflexión.

Esperanza, mamá, tú y yo asistimos desde un hermoso y antiguo rincón de la Vieja Europa a un cambio de época, al nacimiento de una nueva civilización que, obviamente, no emerge de la nada, sino de la superación de Occidente, en mi opinión, la civilización más admirable de cuantas ha habido, y ello pese al exceso imperialista que tuvo hasta mediado el siglo pasado. No en vano, en Grecia, cuna de Occidente, la bestia blanca se hizo hombre.


Sé que, probablemente, se me reproche que, consumadas las descolonizaciones tras la Segunda Guerra Mundial, en los foros internacionales quedó políticamente establecido que ninguna cultura es mejor que otra; pero te confieso que me dará igual, porque no acepto este acrítico multiculturalismo, actualmente vigente, ante el que la Vieja Europa lleva más de medio siglo sintiendo algo así como una desmedida vergüenza de sí misma.

Creo que realmente los tres somos unos privilegiados por estar asistiendo al nacimiento de una nueva civilización. No obstante, es cierto que este cambio de época a veces yo lo vivo con zozobra, sobre todo cuando pienso en tu futuro. El porvenir de mamá y el mío era más o menos previsible; el tuyo, en cambio, está por inventar. Tu futuro, el de tu generación, es como un enorme continente, recién descubierto, del que todavía no hay mapas y se desconocen sus confines.

En la azarosa ruleta del tiempo nos ha tocado algo que no ocurre todos los días. A la inmensa mayoría de los hombres le tocó épocas en las que parecía que nunca ocurría nada. Como Harari escribe en Sapiens, muchos podrían haberse quedado dormidos durante siglos y al despertar pensar con razón que abrían los ojos a un mundo que, en lo sustancial, seguía siendo el mismo en el que se durmieron. No es nuestro caso. Este tiempo es cualquier cosa menos monótono. Dejas un día de leer el periódico y al siguiente casi has perdido el hilo de los acontecimientos.

Esperanza, en rigor no sé si verdaderamente se trata de un nacimiento o de una metamorfosis. De lo que sí estoy seguro es de que vivimos momentos que pintan ser tan cruciales como fueron la Revolución Neolítica y la Revolución Industrial. Pero con una muy apreciable diferencia, que es la velocidad con la que los acontecimientos se suceden ahora:


Si la primera revolución -el nacimiento de las grandes culturas a orillas de los grandes ríos- fue un proceso sin prisas, de miles de años y la segunda -la invención de la máquina de vapor de agua y del motor de combustión y su intensiva aplicación industrial- fue un proceso acelerado, de tres siglos, la revolución en la que nosotros atropelladamente nos encontramos inmersos discurre a velocidad de vértigo y repartiendo, como nunca antes había pasado, obsolescencias a diestro y siniestro.

Tú todavía no tienes edad para eso, pero tu madre y yo sí tenemos la sensación de no vivir en el presente, sino precipitadamente arrojados al futuro y de no tener a dónde regresar a buscar solaz, porque el mundo del que venimos ha perdido su solidez y se desvanece a marchas forzadas. Unas veces nos puede la nostalgia: hay cosas que echamos de menos; otras, la inquietud: querríamos que los cambios fuesen más pausados y verles el sentido; y muchas, una positiva mezcla de intriga, de admiración y de entusiasmo: el futuro es sorprendente.

Esperanza, además, dicho con la modestia necesaria, somos unos privilegiados porque tenemos la fortuna de pertenecer a esa minoría selecta que sí se da cuenta de que hoy lo que de veras ocurre en el Mundo es que está naciendo una civilización gracias a otra que desfallece. Está claro, no es lo mismo vivir la Historia que estudiarla. Lo habitual es que uno se halle sumergido en el presente, que no haga pie en él, que carezca de la amplitud de miras para abarcarlo, de la inteligencia para extrañarse de él, objetivarlo y entenderlo. Y más habitual aún cuando es un presente tan arrollador como éste.


Por ejemplo, Esperanza, fíjate, en el Renacimiento o en la Ilustración. También fueron unos presentes vertiginosos. Supusieron la superación de la Edad Media y del Barroco. Pero, realmente, el Renacimiento y la Ilustración no estuvieron más que en la cabeza unos pocos, muy pocos, lumbreras. El resto, la inmensa mayoría, vivió y murió sin saber nada del antropocentrismo ni del tribunal de la razón.

Esperanza, mamá y yo no somos unos lumbreras, como el renacentista Erasmo de Róterdam o el ilustrado Voltaire. No obstante, me gusta creer que, gracias a la excelente educación recibida, la tuya está siendo aún mejor, sí somos de los afortunados que saben cuál es el "tema" de nuestro tiempo. Sé que compararnos con los "europeos" de los siglos XVI y XVIII es improcedente. Para cualquiera de ellos, el acceso a la información, también para los más caletres, Leonardo da Vinci o Isaac Newton, era infinitamente más difícil que para cualquiera de ahora. Por eso es tan desconcertante que el "tema" de nuestro tiempo hoy esté ausente, dolorosamente ausente, de tantas cabezas. Es tan desconcertante, tan doloroso, el estilo de vida tan banal de la mayor parte de nuestras sociedades.

Esperanza, de esta dolorosa ausencia, de esta desconcertante banalidad convertida en fenómeno de masa, te quiero hablar. Ninguna sociedad había tenido tan al alcance de la mano como la nuestra la posibilidad de convertir sus masas en individuos conscientes de que la vida es un proyecto intransferible, irreversible, inacabable... y de que no hay más soberano de la vida propia que uno mismo, su inexcusable protagonista y hacedor, porque nacer se nace en primera persona del singular, morir se muere en primera persona del singular, y vivir, no te equivoques, se vive también en primera persona del singular. Tu vida es tan irrebasable para ti como inasequible para los otros.


Para zafarse del colectivismo, esto es, para convertir la masa en individuos inteligentes y libres, hasta el siglo pasado éste fue el proyecto primero de los ilustrados y después de los socialdemócratas, nuestra sociedad ha tenido un ejemplar estado de bienestar: la educación y la sanidad universales y un amplísimo repertorio de garantías sociales. Y también, un consolidado régimen democrático: la libertad que dimana de la efectiva separación de poderes.

Sin embargo, algo no va bien en Europa y aún peor por aquí cerca. Salgo a la calle, miro alrededor y veo gente, riadas de masas estólidas, y pocos, muy pocos, individuos blandiendo la pancarta del Vivere audi! La educación, uno de los pilares de la ejemplar sociedad del bienestar occidental se ha quebrado.

Marx subrayó la "influencia civilizatoria" del capital. De ser así que la dinámica sociocultural depende de la dinámica económica, esto es, que la evolución de las ideas, de las creencias y de los valores va a la zaga de la evolución de la economía y que ésta depende a su vez de la capacidad de innovar, de su progreso científico técnico, de ser esto así, pienso que las sociedades occidentales se han "barbarizado", se han "gentificado", se han "masificado".


Esperanza, las sociedades modernas se han instalado en la espiral de un insaciable deseo de bienestar como retórica postmoderna de la felicidad: es la trampa de la dopamina; han consentido que la economía desalojara a la política de la cabina de control: en el Mundo mandan los fondos de inversión; han accedido a que la tecnología, con su portentoso poder de seducción, convirtiera a los individuos en usuarios, es decir, en el "material nutricio" del sistema socioeconómico propio de la era digital.

Contemporáneamente, el individuo quizás más libre e inteligente de la Historia, inexplicablemente, se dejó trajinar por la "mano negra" que mueve los hilos, hasta el extremo de ser hoy el infeliz "hombre felicista" que mira y no ve, que oye y no escucha, que lee y no entiende, que elige y no tiene libertad.

Esperanza, si no se sabe que en nuestra sociedad la educación dejó de funcionar, esta nefasta involución del individuo es incomprensible. Aunque tú no tengas experiencia directa de ello, en las aulas se abolió la cultura del esfuerzo y del mérito y se instauró esa perniciosa mediocridad que iguala a los alumnos por abajo y desincentiva la excelencia. Te preguntarás, ¿a quién beneficia, quién puede querer, el declive educativo de la sociedad? No lo sé. Pero tengo mis sospechas.

El resultado de las sucesivas reformas, ejecutadas so pretexto de la necesaria adaptación de la enseñanza a la Tercera Revolución Industrial, no es que la escuela y la universidad hayan dejado de impartir una formación presuntamente desfasada, que no favorece la empleabilidad de los alumnos en la economía 4.0, sino la invisible, pero muy eficaz, contribución a que la alienante degeneración del individuo en masa se consume sesudamente, que es lo que, de veras, necesita una economía que ha fiado su infinito afán de crecimiento al infinito afán de progreso de la tecnociencia.

La alienante degeneración del individuo primero en consumidor (en el siglo veinte) y luego (en el siglo veintiuno) en usuario precisa de su simultánea deseducación. La inteligencia y el sentido crítico, cosechados al cabo de un proceso formativo que los promoviera, sería una fuerte traba, la mayor de todas, a la masificación de los individuos, que es lo que, te repito, precisamente demanda la implantación de una tecnología al servicio de un sistema económico que está ya en la "explotación 4.0" de la sociedad. 

Esperanza, no sé si ya te queda más claro porqué esta sociedad, en general, a pesar de tener acceso inmediato a una inmensurable información, está lastimosamente deformada, que no desinformada, y es abrumadoramente desconocedora del "tema" de su tiempo y de la naturaleza autopoiética del individuo mismo. Es un enorme fracaso, quizás el mayor, de la historia más reciente de Occidente. 


Esperanza, mamá y yo nos afanamos cada mañana en no volvernos unos infelices felicistas,  para que tú tampoco lo seas. Procuramos no dejarnos asimilar a la mayoría sin que nos importe demasiado pasar por "distintos". Esperanza, ni nuestro lúcido sentido de la realidad ni nuestro despierto sentido crítico es algo que te podamos transmitir infusamente, sino algo que tendrás que aprender. Si te empeñas en hacer cosas inteligentes, te harás inteligente y esa inteligencia te hará libre y crítica. Así serás individuo, y no masa, y sortearás el riesgo de este nuevo colectivismo.
  
***

Esperanza, me he enrollado. Te iba a hablar, y todavía casi no he empezado, del revolucionario cambio de época, del nacimiento (o la metamorfosis) de la civilización a los que asistimos. Pero el asunto no es fácil de explicar. Es demasiado poliédrico. Intervienen la historia, la filosofía, la ciencia, la tecnología, la economía, la política, la sociología... Intentar una sinopsis que evidencie todas las interrelaciones  es complejo. No obstante, vamos allá.

Esperanza, si te asomaras al interior de la sociedad de cada país, especialmente, de los occidentales, verías que dichas sociedades se están volviendo multiculturales y muy complejas. Esto antes no era así. Muy al contrario, las sociedades de los países eran homogéneas. Tendían a una misma cultura, una misma lengua, una misma raza, una misma mentalidad, una misma religión, etc.


Si además tuvieras una visión panorámica, a vista de pájaro, de esas mismas sociedades, al comparar unas con otras, observarías que ya no son tan distintas entre sí como antes, que guardan muchas semejanzas en muchos aspectos. Es decir, la homogeneidad que antes tenían las sociedades particulares de los países, ahora la está adquiriendo la sociedad mundial, a escala global.

Aludo a tu propia experiencia para explicarme mejor. Mira, por un lado, en tu curso hay compañeros de varias nacionalidades. Esto en la clase de mamá nunca sucedió, y en la mía tampoco. Para ti convivir con extranjeros en el colegio es natural. Desde que eras pequeña los has tenido en tu aula. El grupo de alumnos de este curso es variopinto: chinos, franceses, chilenos, norteamericanos... Es lo mismo que le pasa a la sociedad particular de cada país.

Y, por el otro, atiende a tu vida en Irlanda. Es muy parecida a tu vida en España. Lo que más varía es el clima, el paisaje, la comida... Pero la mayoría de lo que tienes aquí lo encuentras allí. Entre tu amiga Annie y tú hay más igualdades que diferencias. Realmente, un niño irlandés y otro español piensan, sienten, juegan, de manera muy parecida.

Sin embargo, esto no siempre ha sido así. Por ejemplo, cuando tu amigo Paul llegó a España, pregúntale y que él te cuente, parecía llegado no de otro país, sino de otro planeta. En cambio, aunque separadas unos 2.500 kilómetros, ahora las sociedades española e irlandesa, sus estilos de vida, son cada vez más iguales.


Esperanza, en el tiempo en el que vivimos las culturas se han "deslocalizado". Primero fueron las industrias y luego las culturas. Aunque migraciones siempre ha habido, por ejemplo, algunos de tus bisabuelos, lo singular de ahora es que hemos pasado de un multiculturalismo jerarquizado a otro igualitario y simétrico en el que ya no se pretende ningún crisol, ninguna asimilación, ningún englobamiento, ninguna integración, ningún mestizaje, sino la convivencia de culturas diversas en una misma sociedad en legítima igualdad de condiciones.

¿Cómo se ha llegado a esto, te preguntarás? Entre otras razones, como consecuencia de un posicionamiento intelectual: se ha impuesto el concepto de cultura romántico e historicista al concepto de cultura ilustrado, y también el relativismo postmoderno al ideal moderno de progreso.

Esto ha ido favoreciendo un igualitarismo cultural que se ha establecido como premisa del ideal sociopolítico de una armónica convivencia de culturas y de civilizaciones en la que ninguna practica ningún género de ascendencia sobre el resto, lo cual es incierto, porque a la hora de la verdad a menudo se practica una reivindicativa ascendencia (postcolonial) sobre una Europa acomplejada y decadente. ¿Ejemplos? Uno muy cercano, los indigenismos en Hispanoamérica. 

Y también se ha llegado a esto por el hecho de la simple acumulación numérica. Las minorías ya no son tan minoritarias en las sociedades de los países, sobre todo, de los occidentales, que vienen de ser países ricos. Este incremento ha desactivado la bilateralidad entre la mayoría, que tenía la obligación y el interés de acoger, y la minoría, que tenía el deber y la conveniencia de integrarse; muy al contrario, lo que ahora hay es una creciente multilateralidad al margen de la tradicional mecánica de absorciones.


Pero esa idílica convivencia de culturas distintas en un mismo marco social no es fácil. Por ejemplo, ya hay sociedades, que antes eran homogéneas y que ahora están constituidas por una mayoría compuesta por la suma de minorías extranjeras, en las que los oriundos cada vez se sienten más incómodos y amenazados y por eso reaccionan identitaria, defensivamente, frente a lo que ellos viven como la dolorosa descomposición de su sociedad tradicional -el viento sopla de popa para los nacionalismos: del América first de Trump al España nos roba de Cataluña, etc.- y el descompensado reparto de una riqueza que no es tan abundante como antes.

Para entender esta protesta, Esperanza, tienes que saber que hay regiones occidentales -de la Europa Meridional, incluida Francia- que llevan varios lustros padeciendo un sostenido declive económico; regiones a las que el sostenimiento del estado del bienestar y de sus clases medias empieza a serles muy difícil, hasta el extremo de que sus políticos, por ejemplo, optan politiqueramente por diferir sine die la inevitable reforma del sistema de las pensiones y de la sanidad pública a costa de incrementar el déficit y el endeudamiento públicos.

Esperanza, esta deslocalización de las culturas, pese a esta reacción conservadora, no parece que vaya a tener vuelta atrás. Por eso, tienes que aprender a vivir con con lo distinto y a pensar lo distinto. Ya no se trata de seguir sosteniendo con Terencio que nada hay humano que pueda sernos ajeno, sino que nada hay ajeno no podamos reconocer como humano.

No obstante, Esperanza, no te aliento al acrítico igualitarismo cultural, pero sí a que desarrolles una singularidad universal y cordial. Me explico. Esperanza, te insto a que mantengas vivas tus raíces, las que nutren tu identidad originaria y serán la patria de tu memoria, y a que a la vez desarrolles la habilidad sociocultural y profesional precisas para que puedas hacer tu hogar en cualquier lugar del Mundo. Si tu singularidad no es universal, inevitablemente tenderás a un provinciano tribalismo centrípeta que te acabará excluyendo de esa Babel que te ha tocado vivir.

Y ojalá, Esperanza, tu singularidad, además de universal, sea cordial. En Occidente el ser hijos de Dios igualaba en dignidad a todos los hombres. En eso fuimos educados mamá y yo. Se atribuye a Flaubert esta cita: "Los viejos dioses habían muerto y los nuevos no habían llegado todavía. Hubo un momento en que el hombre estuvo solo". En esa soledad te encontrarás y me encontrarás.


No obstante, aunque no haya un dios que acredite la misma dignidad a todos los hombres, tú acércate al débil, porque como lo ves, te podrás ver y te podrán ver. No eres indefectible. Ojalá tus neuronas espejo te permitan reconocerte en los otros, especialmente en los débiles y en los distintos. Sin dioses, la dignidad humana -la igualdad de derechos- es una pragmática convención, un tratado político, que la empatía, más eficazmente que la razón, puede elevar a rango de exigencia ética, de imperativo moral.

Esperanza, en el contexto de este Mundo, que carece de dioses (pero no de muchos idolillos) y que a manos llenas favorece el colectivismo de la masa y que tan persuasivamente induce a llevar el mismo estilo de vida en casi cualquier parte del Mundo, sin singularidad serás masa; sin universalidad, provincianamente tribal; y sin cordialidad, sencillamente inhumana.

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Esperanza, de cuanto te he descrito que ahora mismo ocurre en las sociedades, fíjate, sobre todo, en ese proceso, a escala global, de convergencia y homogeneización. Es una incipiente civilización. Vuelvo a tu experiencia personal. En Cork, lugar que conoces bien, sabes que puedes encontrar conexión a Internet para ver tus series de Netflix y un supermercado Aldi como el de al lado de casa de la abuela y una tienda de Zara como la de la plaza de La Campana y un Amazon Hub Lock para recoger tu compra de libros... 

Es la técnica. Esperanza, el vector de fuerza, el motor, de esta homogeneización social, la causa de esta irrupción civilizatoria, que hace que lugares tan distantes se parezcan tanto, no es una creencia política o religiosa, sino la trepidante expansión de la tecnociencia y de cuanto esta seguidamente posibilita. Me explico. Primero es el ordenador, el teléfono móvil, el automóvil, el avión, el GPS, las tecnologías médicas, las tecnologías agrícolas, las tecnologías energéticas, los medios de comunicación, las redes sociales...


Y tras ese inmenso cúmulo de cachivaches, que es posible adquirir y usar en cualquier sitio del Mundo, van los hábitos y las mentalidades que estos mismos chismes silentemente inducen a asumir allí adonde llegan, logrando así una pasmosa semejanza social, la cual produce un estilo de vida que es el mismo en Lyon que en Busan, en Berlín que en La Plata, en Cork que en Sevilla.

Esperanza, bien visto, no es la primera vez en la Historia que algo así sucede. Mira dos ejemplos. Primero el de Roma. En el S. I a. C. se podía ser romano, tener su mentalidad y llevar su estilo de vida, en la diócesis de Britannia y en la de Tracia, de una punta a otra del mapa.

Y también, más reciente, el del Imperio de España. En el S. XVII, desde Filipinas a Tierra de Fuego, gracias a que se antepuso la condición religiosa de ser hijo de Dios a cualquier otra consideración de orden jurídico, político y económico, el imperio español nunca tuvo colonias, sino provincias de ultramar, de modo que tan españoles eran los que vivían en la Mérida que había sido Augusta como los que vivían en la Mérida mejicana, y en la Córdoba que había sido califal como los que vivían en la Córdoba argentina... Mezclaron sus sangres, hablaron la misma lengua, rezaron al mismo Dios, tuvieron los mismos deberes y derechos ante el mismo rey, fueron a las mismas universidades, etc. Por tanto, Esperanza, no eches cuenta a esos libros de Horrible Histories que tanto te gustan y que tan malos dicen que fueron los españoles.

No es, por tanto, la primera vez que algo así sucede, pero sí la primera que sucede de manera tan rápida y tan global. ¿Cuánto tiempo ha tardado la tecnociencia en que hoy se pueda tener la misma mentalidad y el mismo estilo de vida indistintamente en Asia que en Occidente, en Europa que en América, en África que en Oceanía? Solo hay, es verdad, una cultura regional, la islámica, que se muestra fuertemente reacia a la envoltura civilizatoria que comporta la desbocada difusión de la tecnociencia. 

Llegados a este punto, Esperanza, te haré dos consideraciones sobre la tecnociencia. La primera acerca de su origen y la segunda de su presunta inocuidad. Con esto iremos acabando.

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¿Quién diría que la tecnociencia tuvo su origen en Europa cuando ahora países que no son Occidentales, como Corea del Sur, Japón, China, Israel, Taiwán, están a la vanguardia tecnológica del Mundo? Esperanza, de nuevo vamos a echar un ojo a la Historia.

Hacia el S. X d. C. la capital de China, entonces Chang'an, es probable que tuviera casi dos millones de habitantes; mientras, la capital de la Europa de Carlomagno, entonces Aquisgrán, no llegaba a ser un pequeño barrio de Chang'an, y Córdoba, entonces capital del califato, no alcanzaba el medio millón, como tampoco Bagdad ni Constantinopla. Se calcula que por entonces Asía, China e India, suponía más del 70% del PIB mundial y Europa Occidental, el misérrimo 9%. La China del Imperio Ming, entre los siglos XIV y XVII, fue la civilización más avanzada de su tiempo. En el S. XV China tenía más de 150 millones de habitantes frente a los poco más de 50 de Europa.

Al tenor de estas cifras, dice Lamo de Espinosa, que en el S. XV nadie sensato habría apostado por Europa como futura conquistadora, colonizadora, del Mundo. De hecho, aunque en el S. XVII la economía europea había logrado asimilarse a las de China y la India, en el S. XVIII China se despegó pujantemente de las dos. Sin embargo, solo un siglo después Inglaterra libra, y gana, la primera y segunda Guerra del Opio contra China y ésta, vencida, le hubo de ceder Hong Kong, Shanghái, Kowloon, Sikkim...


¿Qué es lo que pudo ocurrir para que, contra pronóstico, la pequeña Europa torciera su mediocre destino histórico y emprendiera un ciclo de apogeo que ha durado más de tres siglos? Esperanza, me consta que ya lo has estudiado en clase. Eso que ocurrió fue la eclosión de su fascinante "invención de inventar". Si Grecia con su invento del logos "desencantó" la naturaleza y la abrió a la causalidad racional, Europa, de la cabeza de Bacon, Copérnico, Galileo, Newton y Leibniz, con su invento de la ciencia nueva "matematizó" la naturaleza y dio pie a una dominación, sin precedentes, de la naturaleza y del resto del Mundo.

De aquella Revolución Científica en los siglos XVI-XVIII vino la Revolución Industrial en los siglos XVIII-XX. La técnica, que siempre había sido la variable crítica de la prosperidad de los pueblos, propició que Europa, en concreto Inglaterra, emprendiera un crecimiento en progresión geométrica y que así fuera como se despegó del resto del Mundo, el cual, sin Revolución Industrial, siguió creciendo en progresión aritmética.

Anteriormente, el poder y la dominancia había sido de quienes aprendieron a afilar el pedernal, a emplear el fuego, a fundir y fraguar el metal, a domesticar animales; de quienes inventaron la rueda, el estribo, la herradura, el arado, el arco, la brújula, el astrolabio, el papel, la numeración y la escritura, los mapas, la pólvora, la astronomía, el ábaco, el papel moneda...


En adelante, a partir del S. XVIII, el poder mundial sería casi exclusivamente de Europa, que inventó la máquina de vapor, el motor de combustión, la perforación del petróleo y su refinado, la vacuna, la refrigeración, el avión, el ferrocarril, el automóvil, el acero, la electricidad y la bombilla incandescente, el telégrafo, el teléfono, la radio, la televisión, la fotografía, el cine, la penicilina, la pasteurización, la electrónica de semiconductores, la píldora anticonceptiva, la anestesia, la fisión nuclear, la línea de montaje, la cosechadora, el ordenador personal, la Internet., etc.

Esperanza, Europa es ciencia, sentenció Ortega hace un siglo. Llevaba más razón que un santo. La tecnociencia tiene su partida de nacimiento en Occidente, específicamente, en Europa. Seguramente, la ciencia haya sido el rasgo moderno y contemporáneo más distintivo de Occidente frente a otras milenarias culturas. No obstante, que la tecnociencia sea el "tema" de la nueva civilización, aún in actu nasciente, no implica que Occidente vuelva a ser el "tema" de la Historia. Es verdad, Europa inventó la tecnociencia y se valió de ella para labrar su hegemónica posición en el Mundo. Pero también es verdad que después los demás, copiándola, se han apropiado de ella, de modo que hoy la tecnociencia ya es patrimonio de todos.

Occidente es esa, más o menos decadente, civilización de cuya superación está emergiendo otra nueva. La implantación mundial de la tecnociencia, por tanto, no es efecto del recrecido impulso expansionista de Occidente; al contrario, es la consecuencia de su retraimiento. Mortecina Europa, la globalización de la tecnociencia quizás sea su más espléndido legado civilizatorio.

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A estas alturas del S. XXI, USA todavía se muestra gallardo; Europa, en cambio, en marcado declive: su religión está muerta y desmayada su filosofía, su población está gerontificada y su economía en clara recesión y, para colmo, sus intereses geopolíticos tienen muy a desmano los océanos Pacífico e Índico, adonde se ha desplazado la pujanza geoestratégica del Mundo. Caído el Muro de Berlín, acabada la Guerra Fría, redimensionada la extinta URSS, Europa para USA dejó de ser parte del problema y también de la solución.


El dato es que en un siglo Europa ha pasado de ser el 33% del PIB mundial al 16% y la previsión es que en 2050 sea el 7%. El dato es que de los treinta países que tienen el mayor envejecimiento de población, veintinueve son europeos. Cuando hay más abuelos que nietos, ¿cómo es posible pagar pensiones, educación, sanidad, en definitiva, el estado del bienestar? El dato es que después del malogrado Tratado de Lisboa, Europa a duras penas es más que un espacio interestatal carente de gobierno ejecutivo supraestatal. Unida, Europa todavía es un gigante económico y comercial, pero por su cuenta ninguno de los veintisiete tiene suficiente dimensión para proyectarse en el nuevo orden mundial.

Esperanza, la Vieja Europa ha sido un excelente lugar para nacer. Pero parece que le falta poco, al menos a la Europa Mediterránea, para que se convierta en lo que la Vieja Grecia fue para los romanos. La Vieja Europa, tal como se intuye hoy, tiene más gloria en su Historia que en su Porvenir. Esperanza, cuando llegue la hora, no sé si lo mejor será zarpar, pertrecharte con la excelencia profesional y con la singularidad universal y cordial de la que ya te he hablado, y zarpar.


Esperanza, si puedes, evita quedarte en donde se vive apresado en una suerte de bucle melancólico, rememorando siempre la grandeza sida. Esperanza, en los siglos XV y XVI la Historia pasó a raudales por este hermoso rincón. Pero ya no. Esperanza, ve a buscar la Historia porque esto será su periferia. Se valiente como Aquiles, que se atrevió a salir de su refugio en el gineceo en el que su madre, temerosa, lo había escondido de la Historia, que entonces pasaba por Troya.

Esperanza, entre Ulises y Telémaco, elige ser Ulises. No seas el que espera, sino el que llega. Busca como adversario un valeroso Príamo que, en el mano a mano con él, te haga crecer al máximo de tu talla. Libra la batalla de la vida con la magnanimidad de Héctor. Y luego, cuando compruebes que, a partir de cierto punto, avanzar ya es retroceder, si quieres, regresa. Seguro que después de haber llenado tu tiempo de vida, en Ítaca encontrarás un hermoso olivo al que trepar.

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Esperanza, retomemos el hilo, que me he vuelto a despistar. La segunda consideración sobre la tecnociencia que me queda por hacerte es acerca de su presunta inocuidad. Es falsa. La tecnociencia en absoluto es inocua. Hace casi un siglo Mumdford, un adelantado a su tiempo, lo evidenció estupendamente y también Carr, hace algo más de una década, lo dejó blanco sobre negro al preguntarse qué está haciendo Internet con nosotros.

Las herramientas siempre inducen a ciertos comportamientos que desembocan, al cabo del tiempo, en un determinado estilo de vida y éste, a su vez, también en una definida mentalidad. El hombre fabrica las herramientas y éstas luego conforman al hombre según ellas son. Es un toma y daca.


Por ejemplo, Esperanza, el hombre ha inventado la bicicleta y el patinete eléctrico, éste ahora tan de moda. El estilo de vida al que induce el uso de la bicicleta nada tiene que ver con el estilo al que induce el patinete eléctrico. El primero es saludable. Te mueves porque tú mueves la máquina. El segundo, por contra, es insalubre. No te mueves tú; la máquina te mueve; tú permaneces inactivo. Aunque te veas ir de aquí para allá, es una embozada variante del mismo malsano estilo de vida, sedentario y comodón, al que lleva la pantalla de la Play, del televisor, del ordenador, de la tablet, del móvil... Es el riesgo de que la técnica no te mejore, sino que te discapacite e incluso te sustituya.

Otro ejemplo, éste de mucho más alcance y en consonancia con lo que te acabo de apuntar, la técnica te empeora y te invalida. Véase la invención, hace una década, del llamado teléfono móvil. En realidad, es un potente ordenador de bolsillo, cuyo manejo apenas requiere conocimiento técnico alguno, lo que lo hace apto para cualquiera. La prueba es que en el Mundo ya hay más celulares que personas, unos siete mil millones de habitantes frente a los casi ocho mil millones de terminales.
 
¿Acaso hay alguna duda del enorme impacto que este cachivache está teniendo en los individuos de todas las sociedades modernas, incluidos los niños y los adolescentes? Desde que la comunicación y el acceso a la información es inmediata, el hombre se ha vuelto impaciente, ha perdido la noción de proceso y está secuestrado por la prisa y el instante. Desde que todo cabe y es posible en la pantalla, el hombre se ha vuelto toscamente audiovisual y el umbral de su atención y de su concentración, y de su fluidez de comprensión, de expresión y de razonamiento verbal, se han desplomado.

En los niños y los adolescentes, en particular a la hora de aprender y de estudiar, los efectos de este cachivache son devastadores. De hecho, empieza a haber indicios sólidos de que el llamado efecto Flynn, nombre con el que se bautizó al enorme incremento que a lo largo del S. XX experimentó el coeficiente intelectual al pasar de una generación a otra, ha revertido su espectacular tendencia. Desmurget habla de fábrica de cretinos.

En otro orden de cosas, es evidente que este cachivache ha forzado la fulgurante reconversión de sectores como el de la banca, la bolsa, la prensa, la televisión, el cine, el comercio, la educación, el transporte, la industria, el turismo, la sanidad, el transporte,  la logística... Y para colmo el Covid 19 nos ha enseñado que, efectivamente, casi nada hay que ya no se pueda hacer en una pantalla. En lo más duro del confinamiento, Esperanza, precisamente con una pantalla de por medio te vi jugando al Monopoli con tus primos y también, es verdad, no todo es negativo, hablando en francés con Clemence y en inglés con Annie.


Sin embargo, lo más impresionante de este cachivache no está siendo su brutal impacto en el modelo económico, sino precisamente en el modelo social. ¿Qué hubiera sido de tanta gente, durante la pandemia, sin videollamadas y redes sociales? Que la economía fuera fácilmente digitalizable era lo esperable; en cambio, que las relaciones sociales también se hayan revelado tan fácilmente subsumibles en la pantalla, debe haber sido una gratísima "sorpresa" que, por supuesto, Zuckerberg, Dorsey, Systrom, Musk y demás plutócratas tecnológicos bien están haciendo rentar. 

Marx atribuyó al capital un poder "constantemente revolucionario". No en vano él fue testigo de cómo la sociedad tradicional saltó por los aires y de cómo la masiva emigración del campo a la ciudad desató el cambio no solo de los usos y de las costumbres, de rurales a urbanos, sino también, y sobre todo, de la mentalidad, de la agraria a la industrial.

Sin embargo, me aventuro a decir, no sé si enmendando la plana a Marx, que ese poder revolucionario no era, al menos enteramente, del capital, diríamos hoy de la economía, sino de la tecnología. En la Revolución Industrial, el capital, lo que hizo fue poner a rentar la innovación tecnocientífica de su tiempo, que es exactamente lo mismo que lo que la economía hace en el nuestro.

Aunque el gobierno del Mundo sea cosa de los Mercados, la tecnociencia es el exponente al que la economía se eleva, la variable que incesantemente crea valor con su capacidad de innovar.  A mi juicio, la innovación tecnocientífica es el poder "constantemente revolucionario", el estímulo que da pie a las innovaciones sociales de nuestro tiempo, el que incita a la transgresión de las barreras de la tradición y de la propia naturaleza.

Detrás de esta sociedad anestesiada, de esta civilización de la memoria de pez, de esta era del capitalismo de la vigilancia, de esta geopolítica del dominio mental, de esta singularidad transhumanista, de esta ideología queer, de este invierno demográfico... siempre hay un hito de la tecnociencia, que es su princio activo.

Por eso, Esperanza, ni te instales en el cerril conservadurismo de quienes temerosamente eluden el tremendum et fascinas tecnológico que marca la altura de este tiempo; ni tampoco, al otro lado, en el frívolo progresismo de que quienes aceptan que todo lo técnicamente posible tiene que ser realizado sin más consideración que la de su posible facticidad.


Pero para ti, Esperanza, lo más difícil no será evitar la obsolescencia que hace envejecer casi cualquier profesión, ni sortear el colectivismo de la masa al que induce la economía por mediación de la tecnología, ni evitar la disolución de tu originaria identidad en el trasiego de la multiculturalidad de este Mundo global, sino estar subversivamente a la altura ética del utilitarismo, pragmatismo, como preeminente criterio de demarcación entre vida y muerte, bien y mal, hombre y máquina, individuo y masa.

En tu travesía el navío será la tecnociencia. Sin duda. Pero además te hará falta un destino. Es decir, necesitarás un sentido. Y eso también es innovación. Mas de otro tipo. También en este tipo de innovación Occidente fue asombrosamente genial. Lo cierto es que, me temo, Prometeo en su audacia, Sísifo en su perseverancia y Antígona en su integridad, se te quedarán pequeños.