Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


miércoles, 31 de octubre de 2012

Ni el hombre ni la gente. Sino Mengano y Fulano



Ni lo humano, ni la humanidad, ni el adjetivo simple, ni el adjetivo sustantivo, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo, muere—; el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere”
(Miguel de Unamuno,
Sentimiento trágico de la vida)

Tiene el cuerpo contorsionado. Llamativamente inclinado hacia la derecha. Cuando se pone en pie, no consigue quedarse erguido. Anda torpemente. Asido al andador. O a la mano de su madre. O a los dos. Si se suelta, cada paso que da parece el empiece de una inevitable caída que milagrosamente no se llega a producir.

Su porte es el de un adolescente de dieciocho años. Puede que de alguno más. Pero su cara es la de un niño de diez. Sergio es más alto que yo. Un incipiente cuerpo de hombre para solo un niño. Sergio envejecerá. Solo muy difícilmente madurará. A lo más llegará a ser lo que ya es. Un niño grande. Un niño viejo.

Érase una vez un hijo pegado a su madre… Mientras los observo trato de imaginar hasta qué extremo Sergio depende de su madre. De sus cuidados. Con sus brazos el hijo le se cuelga, literalmente hablando, del cuello. La abraza. La besuquea. Incluso la babea. Sergio trata a su madre sin contención. Con una desmedida que no hace sino desvelar su enorme necesidad de ella.

A su alrededor no hay nadie más que su madre. La realidad se reduce solo a ella. Nada del entorno llama su atención. Puede que Sergio, pienso mientras los veo, no distinga del todo entre él y su madre. Que la “considere” una prolongación de sí mismo. Que se “vea” como una prolongación de su madre. Que “crea” que los dos son uno solo.

La madre se levanta para ir al mostrador. Quiere preguntar cuánto falta. Cuánto  les queda. Sergio reacciona como si la separación fuera un desgarro. Una partida sin regreso. La llama a gritos. Sin comedimiento. En su voz hay aprensión. Aprieta los puños. Buscándola, abraza el aire. Qué pasaría si un día su madre dejara de estar.

Sergio articula mal las palabras. A mi distancia apenas le entiendo. Me doy cuenta, no obstante, de que solo hay un tema. Decenas de veces repetido. Insistentemente dicho a menos de un palmo del oído de su madre.
Sergio la absorbe. La acapara. Le exige exclusividad. Ella está cansada. Físicamente cansada. Se lo noto en la cara. En cómo está sentada. Y no es para menos. Sergio es agotador.  Pero ella no se crispa. No se exaspera. No hay un mal gesto. Otros padres, por mucho menos, ya hubieran perdido la forma.

Cuanto más la observo, más quiero hablar con ella. Me fijo en su voz. Suena cansina. Sí, adolece de brillo. Pero transmite calma y bondad. No es una bondad empalagosa ni festiva. Es una bondad austera. Aunque en nada hueca. Es una bondad compacta. Indudablemente cierta. Engastada en paciencia. Cimentada en la roca de la incondicionalidad.

Llegado aquí noto que me he emocionado. Los hijos vuelan. Es ley de vida. Entonces los padres, quizás, retoman, si saben, la vida en el punto en el que gozosamente la hubieron de suspender. Este hijo no. Sergio nunca volará. Y cuando vuele será para ir a ninguna parte. Su vida, la de esta madre, será de por vida la de su hijo. Se ha consagrado a él.

¡Cuánto interés me ha despertado esta señora! Me fijo en sus ojos, tratando de escudriñar también por esa vía en su alma. No hay amargura. Al menos yo no la encuentro. Solo percibo paz y cansancio. Cansancio y paz. A partes iguales. Por más que los remiro tampoco encuentro dolor. O lo esconde muy bien. O quizás lo haya digerido. ¿Se habrá reconciliado ya con la vida? Me resisto a admitir que haya dolores que alguna vez se dejen de sentir. No lo sé. Por eso, miro y miro. Mas no veo nada.

¿Cuál es la historia? ¿Lo dio a luz a sabiendas? A ella quisiera yo preguntarle… cuánto vale una vida… O cuándo una vida ya no merece la vida… O dónde está el límite más allá del cual, dicen, una vida deja de ser apreciable…

Desde que Esperanza vive el valor de la vida se me ha impuesto como recurrente motivo de meditación. Desde que Esperanza vive la filosofía se me ha hecho de carne y hueso. El propósito del filósofo es comprender concretamente lo abstracto. Que dijo Kierkegaard. Ni el hombre ni la gente. Sino Fulano y Mengano.

Ahora menos que nunca el preguntarme por el valor de la vida es un ocioso preciosismo intelectual. En todo niño veo a Esperanza. Y en toda mujer a su madre. Ayer en el rostro oscuro de Sergio se me reflejaba la sonrisa limpia, luminosa, franca… de Esperanza. Y en la mirada sosegada y cansada de la madre, la misma bondad compacta, maciza, consolidada, que brilla en los ojos de Inmaculada cuando mira a Esperanza.

domingo, 5 de agosto de 2012

Este final "arrugado y caduco", llamado vejez

“Adiós, viejo, Adiós, ojalá no llegues tú a serlo”
(J. Saramago, Caín)



Por razones que no vienen al caso, desde hace unos meses casi semanalmente me acerco a una residencia de ancianos a visitar a una señora a la que le faltan solo dos años para alcanzar el siglo de vida, y ello con una salud y una lucidez mental impropias de su edad.

 En el coche, de regreso, me suelo acordar de dos escritos -uno de Séneca (Sobre la brevedad de la vida); otro de Cicerón (Sobre la vejez)- que en mi juventud leí con gran fervor y no poca ingenuidad. Luego la vida, a golpe de realidad, me ha ido mostrando:

Que no todos los ancianos son ricos ni disfrutan de buena salud. Que no todos poseen un honorable pasado y una agilidad mental que los hagan atractivos a los jóvenes.

Que no todos saben vivir felizmente de sí mismos. Quizás porque, apremiados por las mil urgencias en que hicieron o tuvieron que hacer consistir sus vidas, anduvieron demasiado distraídos de sí mismos, dedicaron poco tiempo al cuidado de la bondad de sus personas y no llegaron de veras a conocerse.

Que no todos poseen la inteligencia necesaria para evitar que la vejez les sorprenda traicioneramente sin antes haber aprendido…  a vivir y… a morir. Que no todos tienen bastante con la creencia en la inmortalidad del alma para sobrellevar con elegancia este final arrugado y caduco llamado vejez, con el que la vida suele concluir.

Que no todos, aun conscientes de que solo son ricos en pasado, se vuelven gustosamente a examinarlo. Quizás porque intuyen que han existido más que vivido, y porque tarde -irreparablemente tarde- se han dado cuenta de que no cualquier tiempo existido es tiempo vivido.

Que no todos evolucionan como aquellos vinos a los que el paso del tiempo consigue mejorar. Que no todos se dan cuenta de que una parte de lo que reprochan a la vejez deberían reprochárselo a ellos mismos, porque quien es anciano gruñón e intratable, de joven y de adulto seguramente fuera persona molesta y falta de mesura.

En suma, andado el tiempo, la vida me ha hecho ver que no todos los ancianos participan del estoico optimismo con el que Séneca y Cicerón veían la vejez. Que no todos piensan que sea improbable que la naturaleza, que ha diseñado bien las demás parte de la vida, descuide el último acto, la vejez, como si de un mal poeta se tratara.

Personalmente, no sé si la naturaleza es un buen o un mal poeta. Lo que sí nos consta hoy en día es que los mecanismos biológicos encargados de la continua reparación celular no tienen como finalidad la inmortalidad del ser humano ni el fin ordenado de su vida. Sino la mejor conservación posible de su organismo en vista a su reproducción. De modo que, una vez alcanzada la madurez biológica, por crudo que resulte, al individuo no le queda más que el progresivo deterioro y con él la muerte.

Por tanto, se quiera o no -y por mucho que, en efecto, el hombre sea una vida abierta a sus circunstancias y por mucho además que en las sociedades desarrolladas el progreso de la medicina y la implantación del estado de bienestar hayan decisivamente contribuido a hacer de la vejez una suerte de segunda y jubilosa vida- el final de esta tarde o temprano es arrugado y caduco, y raramente leve.
           

Cada vez que los visito y veo juntos a tantos ancianos que ni son ricos ni poseedores en la mayoría de los casos de una salud que les permita valerse por sí mismos, me entristece y por supuesto aleja de esa idealizada concepción de la vejez que en su día leí en Séneca y en Cicerón y que ahora acabo de releer.

Si se los observa con cuidado, lo más triste de la vejez no parece que sea el imparable deterioro de la vida; ni siquiera la consecuente pérdida de interés por ella. Sino la justificable o no, la evitable o no, soledad en la que a menudo los ancianos sufren su declive y aguardan su fin. Sino la sensación de que a esa edad y en esas condiciones frecuentemente se han convertido en una pesada carga para quienes no están en disposición material o afectiva de asumirla.

Escribe Cicerón que la vejez con riqueza es más leve. Y probablemente no le falte razón. Las penas con pan, ya se sabe, son menos penas. Mas considero aún más cierto que la vejez se hace especialmente pesarosa cuando o bien se tienen pocos afectos o bien los que se tienen no quedan muy a la mano.

Es innegable que en la actualidad la conciliación de la vida familiar y la vida laboral es harto más difícil que antes y que las familias no siempre cuentan con los recursos para que ancianos achacosos y poco autónomos puedan permanecer en sus propios hogares o en el de alguno de sus familiares más allegados.

No obstante, también es innegable que en una sociedad como esta -en la que la concepción general del valor de la vida (de la persona, de las cosas…) abusivamente suele cifrarse según criterios de utilidad- ocurre que el anciano está perdiendo el valor que en otros tiempos tenía.

Porque, ¿para qué “sirve” un anciano si la salud, por ejemplo, no le llega para hacerse cargo del cuidado de los nietos mientras sus hijos trabajan, ni tampoco de la relativa atención de algunas tareas domésticas? ¿Para qué “sirve” un anciano si, en definitiva, su creciente deterioro lo convierte en motivo de contrariedad más que de de ayuda?

Quizás el cuidado de un anciano que ya “sirve” de poco, como poco “sirva” para entender que la persona no solo tiene, mientras la tiene, una utilidad pragmática, sino también una dignidad.

Sea como fuere, los ancianos siempre conservan el tesoro de su mirada, con la cual pueden enriquecer grandemente a todo aquel que tenga el tiempo, la voluntad, la empatía… de enfrentarse a ella.

Porque los ojos de un anciano -incluso cuando ya empiezan a estar vacíos del ímpetu por vivir y han perdido total o parcialmente el brillo que en ellos la conciencia mantenía encendido- nunca pierden su impresionante magisterio e imparten siempre, aun sin querer, lecciones existenciales de enorme calado: 

Como te veo, me vi; como me ves, te verás… La vida es leve y el paso del tiempo irreversible... Los años son un bien limitado… La vida es un viaje constante y rapidísimo que el hombre, despierto o dormido, hace… No es vivir soñar conforme al sueño de otro