Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


lunes, 1 de enero de 2024

Lactancio y el principio autobiográfico de no contradicción

"Aunque el viento sople en contra,
la poderosa obra continúa"
(Walt Whitman)

En principio, eran dos las posibles vías de penetración y de encaje del cristianismo en el mundo grecorromano. Por un lado, estaban los propios dioses, pero éstos, de entrada, presentaban dos severos inconvenientes. Primero, eran tremendamente pasionales y las trifulcas entre ellos y con los hombres eran continuas y no precisamente ejemplares. Y segundo, difícilmente el dios cristiano podría integrarse en este panteón cuando los primeros romanos cultos que se convirtieron al evangelio ya eran unos descreídos de sus propios dioses y les parecían inverosímiles y apenas sentían piadosa inclinación hacia ellos.


El concilio de los dioses (Rafael)

Por otro, estaba el Ser, que había urdido más el genio ateniense que el romano. La ventaja era doble. Una, que no participaba de aquel trepidante vaivén de sentimientos y en esto se distanciaba de los dioses; otra, que estaba ya en el ámbito del Logos, es decir, más allá del fantasioso ámbito de los mitos, con los que el cristianismo en absoluto se quería confundir. Ídolos de madera y de barro, había sentenciado el profeta para marcar la diferencia entre Yahvé y los dioses de los vecinos.


La escuela de Atenas (Rafael)

Así, pues, entre una y otra vía de acceso, los romanos cultos, recién convertidos, debieron pensar que en el Ser, mejor que en el panteón, encontrarían una oportunidad para que su dios adquiriese la carta de naturaleza intelectual que tanto ansiaban, y de este modo prestigiar y romanizar el cristianismo.

Estaban dispuestos a apostatar de sus dioses -en los que ya, de hecho, muchos no creían: la religión tenía para ellos más de tradición identitaria que de experiencia numinosa-, pero no a apostatar de su cultura, primero porque se sentían muy orgullosos de ella,  muy satisfechos de ser romanos, y segundo porque "fuera" no tenían ningún otro "lugar" culturalmente homologable al que ir.

Para ellos era inviable una mudanza del mundo grecorromano al judío -de donde era oriunda la nueva fe, que nació siendo una secta dentro de su monoteísta religión- porque este mundo, rocosamente cimentado en su singular religión vetotestamentaria, no tenía mucho más preciosismo cultural, que no fuera estrictamente religioso, que las escasas, y para ellos casi vergonzantes, adherencias producidas en sus contactos, siempre conflictivos, con los egipcios, los babilonios, los griegos y, por último, los romanos. Israel era un pueblo muy refractario a la influencia ajena, un pueblo muy suyo y nada dado al mestizaje religioso.


Moisés y la zarza ardiente (Dirk Bouts)

Por tanto, estos romanos neoconversos ni querían -por apego a su cultura- ni tampoco podían -por refracción de los judíos- cambiar de emplazamiento cultural. El reto, el propósito, era, ni más ni menos, llegar a ser cristianos sin dejar de ser romanos, sin que hubiera ninguna suerte de contradicción autobiográfica en querer ser ambas cosas a la vez. Para ello, las dificultades intelectuales, y políticas, tenían que ser inteligente y hábilmente superadas.

Se trataba de acometer una delicada cirugía. Había que vaciar la cultura grecorromana, sin dañarla, de su genuina religión porque la intención era reutilizarla, trasplantando en ella una religión distinta, absolutamente exógena, y conseguir, ése era el mérito, que no hubiera rechazo, sino, al contrario,  perfecta simbiosis.

Pero el asunto no era solo romanizar el cristianismo, sino también cristianizar Roma. Era preciso que el impasible Ser, para ganarse ese pedigrí intelectual -especialmente cuando el cristianismo, para la oficialidad romana, todavía no era más que una exótica religión de provincias-, fuese capaz de emocionarse con el hombre, si bien no como lo hacían, demasiado truculentamente, los dioses, sino a la manera misericordiosa y justa de los profetas del AT.

Es decir, la adquisición del prestigio intelectual que el cristianismo necesitaba para que Roma -esa ilustrada y descreída minoría social que, entre Cicerón y Marco Aurelio, había aprendido a vivir sin dioses- no lo confundiera con una superstición más, no podía ser al inasumible precio de despojar a su dios de su característica providencia, de su tierno interés por el hombre, de su generoso compromiso con él en la Historia y más allá de Ella, en un Luego en el que las injusticias no resueltas "ahora" quedaran, sí, definitivamente resueltas.

Pero tampoco dicho prestigio se podía adquirir al no menos inasumible precio de consentir que se confundieran los sentimientos del dios que moraba en el monte Sinaí con los de los dioses que moraban en el monte Olimpo. Un dios como el cristiano, que en su última etapa se había abajado de su condición celestial para enaltecer al hombre, no se podía tornar en otro vengativo, mezquino, punitivo y caprichoso. La gloria de dios no era un hombre castigado, sino, al contrario, un hombre glorioso. Ni Abbá ni su precursor Yahvé era comparable a Júpiter ni su antecesor Zeus.


Lucio Cecilio Firmiano Lactancio (245-325 d. C.)

La maniobra era complicada. Ver a estos hombres, romanos cultos, convertidos al evangelio, como, por ejemplo, a Lactancio, enfrentados a una situación de vida tan compleja me causa una enorme admiración más de mil seiscientos años después. Sus vidas, escindidas en dos, de una parte su religión y de otra su cultura, no debían ser fáciles de vivir. Lo que ellos tenían no era un quebradero de cabeza, sino una vida quebrantada.

Quizás la raíz de mi admiración sea que los hombres de hoy también vivimos escindidos, pero no entre religión y cultura, ése ya no es nuestro problema, sino entre el presente, cada vez más rápidamente caduco, y el futuro, cada vez más agresivamente disruptivo.

Sin clara conciencia de la trascendencia de aquello que se traían entre manos, estos hombres fueron los pioneros, los urdidores, de un canon de vida inédito, que muchos, muchísimos, tras ellos, durante siglos, casi dos milenios, encontraron ya diseñado, listo para hacerlo suyo y vivir con arreglo a él, sin tener así la sensación de vacío, de vértigo y de absurdo que suele causar la frustrante incapacidad para transformar el tiempo en vida y la vida en autobiografía.

Ni pensaron, ni escribieron, ni enseñaron, por ocio ni por gusto ni por dinero, como sí hicieran muchos de los más egregios filósofos griegos y romanos, incluso quizás algunos de ellos mismos antes de su conversión cristiana, sino por rigurosa exigencia autobiográfica.

Sus sesudos escritos, que tan escaso significado vital tienen para nosotros, sin embargo, eran cuestiones punzantes para ellos, tanto como hoy pueda ser para nosotros el formidable desafío de la Inteligencia Artificial, el reto de la hibridación ciberbiológica, el impacto de la neurociencia en las fundantes nociones de yo y de libertad y en las subsiguientes nociones morales de bien y de mal. 


Quedó dicho arriba. El dios cristiano, aun pudiéndose asimilar al Ser grecorromano, no podía someterse a ninguna devastadora reducción intelectualista. Hubiera sido su perdición. Además, algo así ya había sido ensayado por Epicuro con sus propios dioses, a los que alejó y despreocupó de los hombres. Por esta vía la religión se hacía inútil. ¿Para qué una religión, se había preguntado Epicuro, si el hombre no obtiene ningún beneficio de su culto a los dioses? Éste es el mismo grave interrogante que, casi medio milenio después, el admirable Lactancio se plantea en su escrito De ira Dei.

El razonamiento -en vivaz litigio contra Epicuro: a Lactancio se le nota mucho su precristiana afición estoicista y su consecuente animadversión epicureísta, así como su impremeditado maniqueísmo- discurre así:

Primero, si dios es impasible, si está lejos, si anda en sus cosas, al hombre de nada le sirve la religión, tampoco la cristiana; segundo, sin religión, sin miedo a un castigo postrero, el hombre no siente la inclinación, o la obligación, de ser justo, de respetar la ley; y tercero, la sociedad, sin esta inclinación u obligación a la justicia, es inviable, imposible.

Aunque antagonistas entre sí, Epicuro y Lactancio en esto estaban de acuerdo y además, en lo cierto, pese a los seis siglos que los separaban. Una moral nacida de un miedo religioso, que juegue con la posibilidad de una aciaga vida eterna, puede ejercer un implacable control social.

Hay que entender que a Lactancio quizás no le preocupara solo avanzar en la futura construcción del Reino de Dios, sino también detener la destrucción, tan avanzada entonces, del Imperio de Roma. Es comprensible que Lactancio quisiera que el cristianismo, su nueva religión, le sirviera igual para lo uno que para lo otro, y que, de la misma forma que "instrumentalizó" la filosofía grecorromana para dar al cristianismo fuste y lustre intelectual, también "instrumentalizara" el cristianismo para salvar Roma, su escombroso mundo, haciendo funcionar su nueva religión no tanto como elemento moral de cohesión, que sería lo esperable del cristianismo, cuanto de coacción.

Ahora bien, ¿por qué Lactancio no hizo devenir la proyección social de la moral cristiana a partir de la singularidad misericordiosa de su dios, sino del castigo post mortem que éste puede imponer? ¿Por qué no trató de estimular el deseo de ser justo, movido por el amor de dios, sino el miedo de no serlo, movido por el temor a su ira? ¿Es que acaso Lactancio necesitaba de dios más su ira que su clemencia?


El purgatorio (Limbourg Brothers)

Lactancio no figura entre los Santos Padres de la Iglesia. En su tira y afloja con la filosofía y con el cristianismo, hubo un punto en el que, al admitir que dios no solo puede ser clemente, sino también irascible, quedó atrapado. El que es susceptible de conmoción, entiende Lactancio, lo es, al menos en potencia, de cualquier emoción. No obstante, hay una serie de emociones y de sentimientos, indecorosos para el dios cristiano, cuyo paso de la potencia al acto Lactancio demuestra imposible, cosa que, sin embargo, no sabe, no quiere, hacer con la ira divina. 

Ni la ira de dios ni el mal que la justifica, parecen un serio problema para Lactancio; al contrario. El mal es un accidente necesario y la ira divina la inevitable consecuencia de éste. Como el hombre puede incurrir en el mal, dios puede airarse contra él. La aceptación del mal parece que es el precio que Lactancio paga por haber eximido a dios de la impasibilidad del Ser. Si dios puede conmoverse, puede airarse y el mal es la plausible justificación de una ira que, además, al romano Lactancio debió serle imprescindible, estratégica, para detener la descomposición social de su mundo. 

Sin embargo, para la mejor teología cristiana, inspirada siempre en la cruz del primer Viernes Santo de la historia, la teodicea es imposible. Dios nunca sale vivo de su confrontación con el mal. Aunque el mal nunca es explicable ni tampoco aceptable, Lactancio no solo consiguió el encaje del dios cristiano en el mundo grecorromano, sino que además logró el encaje del mal en este encaje. Seguramente, su estoicismo precristiano le ayudó a encontrar un punto de razón al mal.

Al filo del siglo IV el Imperio estaba en avanzado estado de desintegración. Para entender a Lactancio hay que entender que a éste no le fue posible entender el cristianismo al margen de esta "dichosa" circunstancia suya. Lactancio no pudo escapar de su propia circunstancia -casi nadie lo consigue-, pese a que su atrevida conversión quizás haga sugerir lo contrario.



El emperador Constantino entregando la ciudad de Roma al papa Silvester I

Al empezar a ser cristiano, Lactancio dejó de ser romano ortodoxo, pero no romano. Su aspiración, su íntima exigencia autobiográfica, era la doble ortodoxia, la romana y la cristiana, y que las dos resultaran compatibles entre sí. Ni el dios cristiano ni el advenimiento de su futuro reino debían abolir su cultura, su mundo, su imperio presentes... Todo debía ser compatible y prosperar.

El espíritu de su tiempo tuvo que consistir precisamente en el logro de esta armonización. De hecho, Lactancio fue instructor del hijo del mismísimo emperador que, en un gesto no menos político que religioso, decretó la legalidad del cristianismo, intentando así superar divisiones internas y aunar fuerzas para revertir el creciente estado de languidez que el Imperio padecía.

Y solo unos sesenta años después, Teodosio decretaría que el cristianismo era la religión oficial del Imperio. Sería entonces cuando el proceso de encaje, la articulación de la doble ortodoxia, la cirugía del trasplante religioso, se habrían consumado exitosamente, y romanos cultos y honestos, como Lactancio, que no querían abrazar la fe cristiana a costa de renunciar a su mundo cultural, podrían al fin vivir en paz.


Lot huyendo de Sodoma (H. Schedel).

No obstante, las ortodoxias, en último término, se pueden decretar; pero no así las creencias. Las ortodoxias se pueden desnaturalizar y convertir en un asunto político y jurídico; pero las creencias, no porque son jirones de vida que solo en segunda instancia, y sin obligatoriedad, pueden intelectualizarde. No todo hombre requiere, necesita, la racionalización de sus creencias para poder vivir con arreglo a ellas.

Es fácil que los romanos cultos contemporáneos a Lactancio todavía vieran el cristianismo como una religión tan inverosímil como hacía tiempo que veían a la suya propia, y que a final del S. III y principio del S. IV todavía circularan las chanzas del mordaz Celso sobre Cristo, ridiculizándolo ácidamente.

De ahí el enorme mérito de los romanos que oficiaron de apologetas del cristianismo, en particular me fijo en Lactancio, que no era obispo ni presbítero ni diácono, es decir, que no tenía ninguna responsabilidad eclesial ni pastoral. La contradicción filosófica y teológica, también social y política, que hubiera entre la religión cristiana y el mundo de Roma tenía que poderse superar, disolver, en la autobiografía de cada uno de ellos, para no llevar una vida partida en dos.

Y eso es lo que trató de hacer mi admirable Lactancio. Sus posibles errores teológicos son consecuencia del impetuoso y valeroso braceo de un náufrago que, nadando, porque no quería vivir ahogado, llegó a una playa nunca hollada.  Algunos hombres de hoy, no dispuestos a dejarse arrastrar por la corriente de su tiempo, también sienten esa misma íntima necesidad de no vivir escindidos, de arribar a otra playa, de trazar un horizonte nuevo que reconfigure el paisaje.

"Pero a menudo los tesoros de la ciencia deben defenderse, no de los simples, sino de los sabios. En la actualidad se fabrican máquinas prodigiosas, de las cuales algún día te hablare, mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el curso de la naturaleza.  Pero ¡ay! si cayesen en manos de hombres que las usaran para extender su poder terrenal y saciar su ansia de posesión"
(Umberto Eco, El nombre de la rosa)

Hoy el reto no es aunar religión y cultura, sino humanizar el progreso y desvincular el valor de la vida y de la cultura del eficientismo económico y tecnológico; restaurar la noción de gratuidad, de innecesariedad; desinstalar la inmediata utilidad material como criterio máximamente axiológico.

Hoy hay que recuperar y re difundir la noción cristiana de "gracia". Lo que es a cambio de nada, simplemente, porque sí y sin más razón que la libre determinación de una voluntad sin atadura a la necesidad.

Salvadas las enormes distancias, temporales  y culturales, hoy hacen falta hombres que, como Lactancio, urgidos por el mismo principio autobiográfico de no contradicción, disuelvan la escisión que, llevada a su extremo, existe entre la razón crítica y postmítica y la razón instrumental. Se trata de una fractura que se manifiesta, variadamente, en:

La exagerada volatilidad que hoy padece el presente, que nace caduco, con la fecha vencida, y lo agresivamente disruptivo que se muestra el futuro, tan invasivo y apresurado; 

La inconsistencia de aquello que, hasta hace poco, durante siglos y siglos, parecía determinar qué es el hombre y cuáles son los motivos de su dignidad, y los deslumbrantes hitos de la tecnociencia actual, que actúan como ácido disolvente de todo cuanto era sólido y como embajadores no ya de un giro de la historia, sino de un giro de su propia evolución como especie. 

Hoy parece que no hay impulso creador fuera de la admirable carrera científico tecnológica en curso. El palpitante problema no es solo que la tecnología diseñe las sociedades, sus individuos, sus mentalidades, sus usos y sus costumbres... a la medida exacta de sí misma, según el modelo de mundo de la "tecnología total", sin otro filtro que el de la eficiencia económica y tecnológica; sino también la endémica debilidad de la razón crítica y postmítica, la cual, después de su "fermentación" empírico matemática, ha ido perdiendo, desde el S. XVI a hoy, su capacidad para crear objetivos, proponer metas, sugerir utopías, despertar ambiciones, generar creencias, narrar relatos, provocar pasiones... en cuya consecución, logro, cultivo, crecimiento, desarrollo... las sociedades mancomunadamente se afanen y se así hagan más y más humanas.