Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


domingo, 18 de abril de 2021

Saciados antes de tener hambre

Esta pandemia nos ha traído muchas desgracias: sanitarias, económicas, afectivas, políticas... Por ejemplo, la decadencia de Europa, en curso hace décadas, ya parece irreversible. Sin vacunas propias por falta de músculo científico y, por tanto, precariamente dependiente en este trance de farmacéuticas extranjeras, la hipertrofia administrativa que afecta a su gobernanza ha fracasado clamorosamente en la gestión de la pronta y eficaz vacunación de la población de los estados miembros, hasta el extremo de que bastantes de ellos, a la vez que bastantes de sus regiones, se han lanzado por su cuenta a la compra del suero salvador, al margen de la mancomunada política comunitaria.


Por ejemplo, como país, España está al borde del abismo económico. El bar sigue siendo la más "sublime inventiva" de nuestros patrios departamentos de I+D+i. Las autonomías, de tanto jugar politiquera y nacionalistamente, durante décadas, a centrifugar las competencias del Estado, se han revelado a la hora de la verdad incompetentes, incapaces de reaccionar coordinadamente ante una situación límite. Sumidos en la emergencia sanitaria y económica, la mediocridad, el tribal partidismo, de los políticos se ha hecho palmario y hay muchos ciudadanos que, ante el espectáculo al que asisten, se sienten huérfanos de representantes públicos. 

Por ejemplo, como sociedad, la gente, en general, está obligada hace un año a una contención de vida que casi le roba, le desnaturaliza, la vida a la que estaba acostumbrada, porque la ascesis que exige una vida de confinamientos periódicos es diametralmente opuesta al felicismo que antes masivamente practicaba.

Especialmente duro está siendo este "como si" para los ancianos, privados de calle y, peor aún, de contacto físico con sus familiares. En el otro extremo demográfico, mucho peor hubiera sido el impacto de esta vida constreñida en los niños y en los adolescentes si este curso hubiesen tenido que permanecer privados de asistir a sus colegios, en los que, ahora es más evidente que antes, no solo aprenden sino también viven.

En otro orden de cosas, la cuarta revolución industrial se ha consumado. La digitalización, no solo de la economía sino de la vida entera, ha alcanzado el punto de no retorno. Internet nos ha llegado al tuétano. Todo lo que era digitalizable se ha digitalizado. En un año esta "fortuita" pandemia nos ha catapultado al futuro y ha logrado que éste ya sea nuestro inevitable presente. En Internet ha acabado de eclosionar un nuevo modelo económico, al que Bruno Patino llama economía de la atención y  Shoshana Zuboff, capitalismo de la vigilancia.

Pero la pandemia también nos ha traído otras cosas más halagüeñas y esperanzadoras. Por ejemplo, el valor inmarcesible de educar. Mi hija tiene clarísimo que los que nos van a salvar de la pandemia son los científicos, que en un tiempo récord están consiguiendo las vacunas que nos inmunizarán de este puñetero virus. Estos científicos un día estuvieron sentados en pupitres como el suyo y estudiaron algo parecido a la actual Primaria y Secundaria. De niños y adolescentes estos científicos fueron alumnos a los que les gustó tanto aprender que, pasados los años, han llegado a ser los "bata blanca" que nos devolverán no a la vida de antes (ésta es irrecuperable: así pasó después de los atentados del 11S y de la crisis financiera de las hipotecas subprime) sino a otra más o menos similar aunque seguramente peor.

En un panorama de tanta mediocridad educativa -no solo en nuestro país, pues pareciera que la plutarquía que de veras gobierna el Mundo quiere adrede la mediocridad intelectual de las masas- a los alumnos quizás les pueda estar quedando claro en este tiempo tan gris para qué sirve, entre otras cosas, esforzarse en estudiar y en ser excelente.

Otro ejemplo. El viernes de la semana pasada mi hija salió especialmente contenta del colegio. Les habían dado la noticia de que, a partir del lunes siguiente, podrían sobrepasar los límites del cuarto de pista en el que, a cuenta de la pandemia, habían tenido que estar aparcelados durante los recreos. Pero junto a la alegría que me manifestaba le adiviné un sutil amago de tristeza que me quedó confirmado más tarde, cuando empezó a recitarme una retahíla de anécdotas que en estos meses les habían sucedido a ella y a sus compañeros de clase en su trocito de recreo:

"¿Te acuerdas papá cuando me caí jugando al látigo? ¿cuando Beatriz se cayó contra la red de la portería? ¿cuando nos riñeron por hacer una comba con las chaquetas del chandal? ¿cuando la profesora que vigilaba el recreo me castigó por pasarme al otro lado de la pista?...

Es verdad, a principio de curso, acostumbrados a la amplitud de los patios, los recreos de la pandemia fueron duros; pero luego, poco a poco, se acostumbraron a lo poco y en lo poco fueron capaces de hallar la dosis de satisfacción mínima necesaria para pasarlo bien, de otra manera, pero bien.

Igualmente, casi en vísperas de las vacaciones de Semana Santa, una noche a mi hija le costó especialmente quedarse dormida. Estaba tan nerviosa como ilusionada. Al día siguiente, después de más de un año de pandemia, irían de excursión. Pero esta vez no cogerían ningún autobús para el desplazamiento. Tampoco pasarían la noche fuera. Ni habría el servicio de ninguna empresa de juegos y de actividades que colmara la jornada con atractivos entretenimientos.

Nada de eso. Simplemente, irían con sus profesores a caminar por el campo, a visitar un riachuelo próximo y luego a un parque a jugar, como en los recreos, respetando el grupo de convivencia. Tan "poca" cosa, sin embargo, les supo a gloria. En otro tiempo, no muy lejano, eso de pasar el día andando, sin la aventura del autobús y sin el estímulo añadido de unas fabulosas actividades, hubiera sido considerado por los alumnos una birria de excursión.

En cambio, en este tiempo de pandemia la caminata fue un éxito rotundo. Mi hija regresó felizmente cansada. Antes, sorprender a niños que tenían una vida lúdica ahíta con una excursión que les pareciera más entusiasmante que la anterior, no era sencillo. Una vez probado el tiro con arco, el rocódromo, la piragua, el bosque suspendido, el paseo a caballo, la gymkhana urbana... ¿qué más se podía ofrecer en una excursión para que el interés de los alumnos se viniera arriba?

Las anécdotas del recreo aparcelado y de la excursión sin aditativos son plausiblamente elevables a rango de categoría, porque los niños, igual que sus padres, pertenecían, antes de la pandemia, a una sociedad, en general, saciada aun sin tener hambre. Si la vida es una experiencia, regida por el felicismo imperante, supuestamente no hay mejor propósito que el de ir de experiencia en experiencia, de una buena a otra mejor, obviando, por supuesto, las rutinarias y las frustrantes. Eso sí, con el mecanismo regulador de la adrenalina tan estresado que cada vez necesita más y más "experiencia" para alcanzar su máximo bioquímico y perpetuarse (imposiblemente) en él. He ahí la causa de muchas de nuestras insustanciales frustraciones.

Antes de la pandemia, porque éramos presa de un deseo enorme, patológico, económicamente inducido -de todo más y más y al golpe de la voz "ahora"-, carecíamos del tiempo del deseo, es decir, del tiempo en el que el deseo empieza siendo solo ese germinal barrunto que, a golpe de carencia y de insatisfacción, aprendiendo así a diferir el ansia y a subordinarla a algún propósito de alcance superior, acaba siendo una constructiva motivación, un anhelo vertebrador, una fuente autobiográfica de inspiración y de excelencia...

Crecer, vivir, con el deseo enfermizamente saciado, obliga al hambre a tener  que ser más sofisticada. Sin experimentar la carencia, su satisfacción siempre es prematura y siempre se presenta con precio pero sin valor. Ya sé que en un momento como éste, de ruina económica, en el que vergonzosamente han crecido las colas del hambre, hacer elogio de la austeridad puede sonar cínico, muy cínico. Pero eso es lo que éramos, una sociedad, en general, saciada antes de tener hambre, y no sé si es lo que volveremos a ser o querremos volver a ser, cuando esto pase.