Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


sábado, 16 de julio de 2022

Mi padre, la victoria de vivir.

 "Es que yo quiero vivir, don Miguel;
quiero vivir, quiero vivir..."
Unamuno, Niebla

Hace unas noches vi a un hombre de mediana edad, unos cincuenta y tantos años, hurgar en las papeleras de la plaza en la que estábamos tomándonos unos helados. Buscaba comida. Pero no tuvo suerte. Antes de que se marchara, a paso rápido, apremiado quizás por el hambre, le musité a Esperanza: "Mira a ese señor...". Es lo que hubiera hecho el abuelo Eduardo.

Ella, como supongo que la mayoría de quienes andábamos por allí, no se había dado cuenta de nada, y es que a quien no ha sentido en la vida más fatiga que la de la sobreabundancia, es fácil que una escena como ésta o le pase inadvertida o le resulte intranscendente.


De niño, con la edad de Esperanza, aprendí a ver a los indigentes, no porque tuviera una infancia fatigosa, al contrario, sino porque mi padre, que sí la había tenido, me enseñó a sentir compasión por aquellos a los que la vida, era igual el motivo, les daba un revés y les ponía las cosas difíciles.

A la salida del colegio, en aquellos paseos vespertinos, siempre que pasábamos junto a un mendigo varado en la orilla de la calle, él me hacía una leve indicación. Así aprendí a verlos y a identificar el sentimiento de compasión.

A mi padre pasar hambre en lo peor de la postguerra no le sentó mal, le hizo ser una persona lúcida, que temprano supo cuál es la esencia actual de la vida, y una persona misericordiosa, como aquella imponente protagonista de la novela de Galdós.

Toda cosa, en cuanto es, tiende a perseverar en su ser, y ese conato, que no es sino la esencia actual de la cosa, ocupa un tiempo indefinido. En el hombre ese conato es consciente. No solo tiende el hombre a perseverar en su ser, sino que lo sabe. Ese apetito consciente se llama deseo -cupiditas- y es la esencia misma del hombre -cupiditas est ipsa hominis essentia-. (Spinoza, Ética)

Mi padre nunca leyó a Spinoza, pero ¿y qué? Se lo sabía de sobra. Durante varios años digamos que cada mañana recibió "clases particulares" del mismísimo judío errante cuando, mucho antes de que amaneciera, caminaba hasta el pueblo para ponerse en la cola de Benito y cambiar una talega de trigo o un cesto de huevos por una telera de pan.

Pero no pocas eran las veces que, mediado el día, regresaba a casa con las manos vacías, o bien porque esa madrugaba Benito no había podido hacer pan porque le faltaba el género, o bien porque fuera en el trayecto de ida, fuera en el de vuelta, le habían robado el trigo, los huevos, el pan... No eran tiempos fáciles para casi nadie.

Mi padre, que no había tenido una vida regalada, era un conatu essendi de pura raza, de carne y hueso, que diría Unamuno. Rezumaba tenacidad, afán de superación, empeño en vivir... y ello hasta el punto, valga como ejemplo tardío, de que con más de noventa años, tras una descomunal caída, consiguió contra todo pronóstico abandonar la silla de ruedas y caminar de nuevo por su propio pie.


Sabedor de que la vida no es victoria segura, sino esfuerzo con incierto provecho -quizás esto constituyera el fundamento de su yo más auténtico-, mi padre aprendió a confraternizar, sin afiliación religiosa ni política alguna, con aquel que las estaba pasando putas en la vida.

***

Explica Damasio, quien sí ha leído a Spinoza (2003), que cada una de las células de nuestro organismo, por simple que sean, tiene una determinación decisiva de mantenerse con vida; una obstinada insistencia en persistir. El núcleo y el citoplasma continuamente están trajinando, recalculando la incidencia del medio en la propia célula a fin de conseguir mantenerla viva.

Sé que es contra intuitivo, biológicamente erróneo, atribuir nociones de intención, de propósito, de deseo, de actitud, de voluntad... a una minúscula célula individual, pero lo cierto es que éstas parecen querer vivir, a toda costa, la asignación genética que les ha sido prescrita.

La tarea resulta hercúlea, porque la vida es un estado precario, un inestable equilibrio, que solo es posible cuando simultáneamente se cumple un elevado número de condiciones químicas: el oxígeno, el dióxido de carbono, el ph, la temperatura, los nutrientes...


El sostenimiento de ese mágico punto de equilibrio es prima facie la esencia actual de las cosas, que decía Spinoza, y en el caso del hombre, de ese apetito consciente de mantenerse vivo. Militia est vita hominis super terram, se lee en el libro de Job. Es verdad. Pero antes de llegar a tan aguerrida conclusión, a la tesis existencialista de una mente tan compleja como la humana, hay que convenir, más modestamente, que la vida es aquel ímprobo esfuerzo de las células para mantenerse dentro de esos estrictos parámetros químicos compatibles con la vida. 

La hipótesis de Damasio (2010) es que la consciencia no es la artífice, sino la desveladora, de este contumaz afán vital. La intención de supervivencia de la célula eucariota y la intención de supervivencia explícita en la conciencia humana son una y la misma cosa. El conatu de Spinoza empieza en el humilde y admirable afán de sus células, antes que en su enorme intelecto racionalista.

El cerebro se debe al organismo que custodia y regenta. Vive para él. Está irremisiblemente apegado a él. De continuo monitoriza esas decenas de factores bioquímicos de los que surge la vida. Acaba por convertirse en su sustitutivo virtual, en su doble neuronal. Todo para poderse así anticipar a los quebrantos de su homeostasis. En definitiva, todo para así poder sostener mejor al organismo en ese mágico punto de equilibrio fuera del cual la vida es imposible.

Si el cerebro surge, por tanto, como un seguro de vida para el organismo, la consciencia lo hace como un reaseguramiento, porque lleva ínsista, en su todavía inescrutable arcano, la misma pertinaz voluntad de vida que mueve a cada célula del organismo entero.


Ni la consciencia es una metafísica instancia de individuación, sino el producto de la evolución, que siempre premia lo que mejor garantiza la perduración de la vida; ni el conatu essendi es la novedosa aportación de la consciencia a la vida, sino el valor previo a ella por el que celosamente ella ha de velar, codo con codo, junto al resto del organismo. Damasio dice que la consciencia es una suerte de agregado de las voluntades de todas las células de nuestro cuerpo, el locutor de una voz colectiva, que unánime grita, a la unamuniana manera, "¡vivir, queremos vivir!".

No obstante, a la consciencia, por muy "natural" y poco "espiritual" que sea, le hay que reconocer que innovó en el cometido de cuidar del hombre, aportando "vituallas híbridas" como las creaciones culturales y la compleja recreación social de los sentimientos primordiales. Cuando la consciencia irrumpe en la historia de la regulación biológica, ésta dio un salto extraordinario:

La justicia, la política, la economía, la religión, la ciencia, la tecnología, las artes, la moral, la filosofía, la literatura… todo fue formando un nuevo y formidable sistema de regulación de la vida que, a modo de rara sobrenaturaleza, diría Ortega, recubrió el bien acendrado sistema de regulación biológico. No obstante, pese a su presunta rareza, la filogenia de estos novedosos mecanismos de regulación es biológica. Arsuaga (2019) lo explica muy bien.


La envidia, la vergüenza, la culpa, la lástima, el desdén, los celos, el orgullo, la admiración, la compasión... tienen menos solera evolutiva que los sentimientos primordiales, pero de ellos han devenido los usos y costumbres, las creencias y los principios morales y éticos que regulan las sociedades a cuyas afueras el hombre no puede vivir porque el medio sociocultural es parte inextirpable de su hábitat.

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Quizás de estos mecanismos regulatorios de la vida que el hombre le debe a la consciencia, uno de los más valiosos sea el sentimiento de la compasiónSed compasivos como vuestro Padre del Cielo es compasivo, es la exhortación del evangelista Lucas. Pero la compasión, que solo en parte es exclusiva del hombre, no le llega al hombre de lo "alto", sino que le nace de la "carne", en el mismo entramado cerebral en que le nace el resto de los sentimientos: en la ínsula, en la corteza anterior del cíngulo, en las regiones superiores del tronco encefálico, etc.

No obstante, es cierto, explica Damasio, que aquella específica compasión que parece que es solo humana, el afligimiento ante quien sufre un dolor de tipo psicológico, tarda más tiempo en establecerse en el cerebro que aquella otra, que parece compartida con los primates superiores, ante un dolor solo físico, cuyo mecanismo cerebral se muestra más ágil y automatizado.

De aquí se concluye que la compasión propiamente humana, ante el dolor psicológico, el altruismo recíproco, que llama Arsuaga, tiene que ser explícitamente enseñada y entrenada para que, en efecto, el hombre sea compasivo con el homo patiens, que decía V. Frankl. Es lo que mi padre hacía conmigo al querer fijar mi atención en los mendigos varados en la orilla de la calle y mostrarme lo cercano que se sentía siempre a aquellos que las estaban pasando putas en la vida.

La vida es un estado precario. Un inestable equilibrio. Militia est vita hominis super terram. Por eso, es preciso que los individuos anden bien aviados del cupiditas essendi y que además sepan comportarse compasivamente los unos con los otros. Así era mi padre.

Las sociedades que han descubierto que la compasión es un excelente mecanismo social de regulación de la vida, tienen más fácil alcanzar ese "mágico punto de equilibrio" en el que solo es posible no ya la vida a secas, estricta química, sino también la "vida buena" a la que el hombre aspira cuando ya no le basta solo "estar", sino que además necesita el plus del "bienestar" y del "sentido" que, más allá del imperativo "furor biótico", justifique su vida. 

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P. S. para mi padre, cuya ausencia, con el paso del tiempo, más evidencia lo intensa que fue su presencia.

Spinoza dijo que la vida era el impetuoso deseo de vivir, de querer ser lo que es. Unamuno, que ese deseo era el de ser yo y serlo para siempre. Su Augusto Pérez, como Prometeo en el aprisco, grita con denuedo: "Quiero vivir, quiero vivir. Quiero ser yo, quiero ser yo". Damasio, que este ímpetu no es la compostura intelectual del tardío y complejo cerebro el humano, sino un apremio orgánico, una prescripción genética dictada a cada célula, de la que la consciencia diligentemente se hace cargo. Y mi padre, que la compasión nace de haber experimentado en vida propia lo arduo que es el oficio de vivir. Además, hace falta tener un punto de inteligencia y de bondad para que la experiencia de la contrariedad no fermente en resentimiento ni en egoísmo, sino el compasión y altruismo. Mi padre lo tuvo.

P. S. para los padres de mis alumnos.

Quien vive una vida regalada -en la sociedad de la opulencia de hoy es frecuente entre los niños y los adolescentes- lo tiene mal para darse cuenta, ¡a tiempo!, de que la vida es esfuerzo y es trabajo, y de que, una vez emergidos de la naturaleza, el único empleo humanizador del "furor biótico", que en la adolescencia se desborda, es el que deviene de concebirse uno como su propio quehacer, como su propia empresa, como su propio novelista.

viernes, 1 de julio de 2022

El legado del abuelo Eduardo

Esperanza, el abuelo Eduardo decía: "Si haces cosas inteligentes, te harás inteligente". Lo repetía con la convicción de quien lo ha experimentado en primera persona. Con el paso de los años, después de no pocos dimes y diretes conmigo mismo, su "fehaciente intuición" acabó formando parte de mi acervo, y es por eso que me la oyes mentar, cansinamente, a menudo: "Esperanza, haz cosas inteligentes y te harás inteligente".

De joven leí El gen egoísta. Me impresionó la idea de que éramos simples instrumentos de los genes para ellos garantizarse la supervivencia. Más tarde leí El fenotipo extendido. Como nuestro comportamiento está determinado por la genética, cabe decir que nuestra vida entera es el "efecto fenotípico" de nuestros genes.

Si el dictado, impremeditado e insobornable, de los genes está detrás de los estuches que los tricópteros fabrican, de las presas que los castores construyen, de los montículos que las termitas levantan, de las celdas que las abejas trazan... por qué, se pregunta Dawkins, la genética no iba a estar también detrás de las sociedades humanas. La cultura, sus admirables instituciones, es el fenotipo extendido de nuestra genética.

En su momento, en la resolución de la pantanosa dialéctica entre la herencia y el medio, el Carlson, el manual de fundamentos biológicos de la conducta, me pesó más que el Myers, el de psicología social. En la misma línea, la lectura, algo más tardía, de William James, el psicólogo norteamericano que exitosamente puso patas arriba a la vieja filosofía europea, consiguió de mí, a la hora de seguir destapando la soterrada condición material de las ideas, lo que no había logrado la Escuela de Frankfurt, pese a la inspiradora grandeza de Horkheimer y de Adorno.

La crítica a Platón, a la occidental pureza de las ideas, al estilo, por ejemplo, de Descartes, de Kant y de Frege, no me vino del historicismo de Dilthey ni del sociologismo de Mannheim ni del materialismo de Marx ni del vitalismo de Nietzsche...  sino del pragmatismo, pero no en la versión escotista de Peirce, sino en la empirista de James.

Así, afirmar que la verdad es el nombre de todo lo que demuestra ser bueno, que la bondad, y la maldad, es cuestión de utilidad antes que de moral y que la utilidad es cuestión de apremio vital, me condujo a ver al hombre como una especie de mono desnudo y a aceptar un cuasi materialismo biológico del que por ninguna de sus clásicas vías de escape -la religión, el dualismo, el emergentismo- me logré escabullir para enarbolar las lanzas del espíritu, que decía Scheler.

Y ahí instalado, en esa suerte de monismo biológico, el bergsoniano elan vital perdió su "encanto" (en el sentido weberiano de la palabra) y la antropología, su metafísico y teológico pedigrí. El hombre piensa, escribió Ortega influido por el naturalista Uexküll, para lo mismo para lo que respira. Lisa y llanamente, para vivir.

En el S. XVII Galileo dijo que la naturaleza hablaba el lenguaje de las matemáticas. En el S. XX, desde Crick y Watson, comenzamos a decir que la vida habla el lenguaje de la bioquímica, de hecho, cada vez nos entendemos mejor con ella. Nada en el hombre es gratuitamente espiritual, sino todo grávidamente material y siempre, eso sí, con el firme propósito de saciar el hambre de vida que la propia vida padece. 

Los genes nos viven (Dawkins) y el cerebro nos gobierna (Dennett). La libertad es una ilusión de la conciencia y ésta, una ilusión del yo y el yo, el éxito más celebrado de la memoria, como Hume anticipó. Libet enseña que la decisión que ahora tomo (por ejemplo de escribir la palabra "ahora"), fue tomada por mi cerebro tres décimas de segundo antes y sin que yo lo supiera.

Mi conciencia es el galgo y mi cerebro, la liebre. El galgo raramente alcanza a la liebre. Es como si entre la una y el otro mediara el mismo insalvable trecho que, según Zenón, media entre Aquiles y la tortuga. Cuando Aquiles adelante a la tortuga, es decir, cuando la conciencia "alcance" al cerebro, sucederá que éste le será transparente. 

Morris, Dawkins, Libet, Dennett... Esperanza, hubo un momento en que esa deseable intuición que el abuelo Eduardo me enseñó estuvo a punto de pasar a formar parte del iconostasio de mis desmayadas creencias, en el que languidece cuanto un día o bien dejé de creer o bien me hubiera gustado creer y no supe.

Pero a partir de cierto momento -leyendo a Damasio, a Mora, a Lerma, a Eagleman, a Sigman, a Siegel, a Saplosky, a Kandel, a Wolf- descubrí que no solo es verdad que nuestros genes son responsables de nuestra forma de ser, sino también lo contrario, que la manera en que somos y nos comportamos, incluso aquello que aprendemos, pueden cambiar los genes que nuestras neuronas expresan.

Este sorpresivo hallazgo me llevó a moderar la tiranía de los genes y a dar paso a una modesta reconsideración de la libertad, eso sí, fuera del juego de espejos de la filosofía. Y el cerebro creó al hombre, tituló Damasio uno de sus más brillantes ensayos. Después de leerlo me cupo pensar que el cerebro, ciertamente, había creado al hombre, pero quizás con la desconcertante posibilidad de sortear, en alguna mínima medida, el férreo dictado de los genes y de incrementar, también en alguna mínima medida, la tasada inteligencia que traemos de serie.


Aprendí que lo que hace falta para que esta doble posibilidad se ejecute es que un estímulo proveniente del exterior provoque el establecimiento de eso que los neurofisiólogos llaman un potencial perdurable (Long term potentation), es decir, que dicho estímulo desate una serie de sinapsis capaz de mantenerse activa más tiempo del normal una vez que aquel desaparece.

De estas poderosas sinapsis, cuando tienen lugar en engramas de memoria, depende que ocurra la magia de aprender. Así es como el mundo exterior penetra en el cerebro y toma asiento (bioquímico) en él.

Se trata de unas sinapsis glutamatérgicas en las que, gracias a una eventual elevación del nivel de iones de calcio, se libera una extraordinaria cantidad del receptor NMDA, el cual echa a funcionar ciertos factores de transcripción, como la proteína CREB, que viajan al núcleo de la neurona y desde allí desencadenan la expresión de unos genes que, al ponerse en acción, pueden modificar el citoesqueleto de las neuronas en liza, incrementando el número de espinas dendríticas y robusteciendo la sección de las ya existentes.

La importancia del entramado de las espinas dendríticas en la actividad cerebral es grande; de hecho, coincide que, cuando los procesos cognitivos superiores se entorpecen y deterioran, a cuenta de alguna enfermedad degenerativa, estos "tapices" se observan adelgazados y deshilachados.

Lo más relevante de estas leves alteraciones morfológicas, digo leves porque apenas afectan a la arquitectura mayor del cerebro, es que, a pesar de su levedad, nos pueden volver más inteligentes. La densificación y el engrosamiento de las espinas dendríticas de ciertos engramas favorece la activación de los potenciales perdurables, esto es, de esas sinapsis más enérgicas, más duraderas, de las que "resulta" la memoria y el aprendizaje.

Y puede que estas alteraciones, a pesar de su levedad, también nos hagan (más) libres, entendida la libertad, en este contexto, como la posibilidad de hacernos más inteligentes, incidiendo en nuestra propia programación genética, "encendiendo" determinados genes que, de fábrica, vienen "apagados".

El caso es que un cerebro retado, forzado a tener que hacer estas poderosas sinapsis glutamatérgicas, porque se le pone en el brete de aprender -ya a multiplicar cinco por tres, ya a entablar la relación semántica entre opaco, traslúcido y trasparente, por ejemplo- nos ofrece un pequeño margen de maniobra para intervenir en la parte de nuestra genética que pauta ciertos funcionamientos neurológicos, en concreto, los mecanismos que gestionan los procesos cognitivos más complejos.

En resumen, Esperanza, parece que tenemos la libertad, la posibilidad, de hacernos más inteligentes. La libertad parece que consiste no en hacer lo que nos entre en ganas, sino en hacernos más inteligentes. Esperanza, ¡recuerda esto último cuando seas adolescente!

Sí, el abuelo Eduardo llevaba razón. "Si haces cosas inteligentes, te harás más inteligente". No obstante, esto depende de lo que el medio "haga" con nosotros, y también de lo que nosotros "hagamos" con el medio. Lo primero es azar y lo segundo, responsabilidad.

Obviamente, no es lo mismo nacer y vivir en un entorno cognitivamente estimulante que en otro inane. Por eso, me parece aberrante que la sociedad actual, que se autodenomina del conocimiento y es artífice de la revolución tecnológica, haya consentido que la excelencia, como ideal regulativo, sea expulsada de la educación. Se habla del "saber sin aprender", del "cerebro aumentado"... Pero ¿serán cerebros aumentados en hombres disminuidos?

A Aristós,
que en la pasada noche de San Juan
hubiera cumplido casi el siglo de vida