Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


miércoles, 19 de agosto de 2020

En un campo todavía sin horizonte

"Marta era una de esas mujeres que se lo toman todo en serio (esta característica suya la identificaba plenamente con el mismísimo espíritu de su tiempo) y a la que los hados le han otorgado desde la cuna la capacidad de creer, como característica principal"

(M. Kundera, La broma)

"¿Se entrevé ta el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un hombre o una época por su ideario, esto es, por sus pensamientos especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo"

(Ortega y Gasset, Ideas y creencias)

Explica Irene Vallejo que el Imperio de Roma acabó de derrumbarse cuando esa amplia minoría de ciudadanos que tenían una notable afición a los libros y a la lectura, primero se volvió superficial en sus gustos intelectuales y sociales: su chapoteo en la trivialidad era barrunto del naufragio que se avecinaba; y luego quedó definitivamente extinta a consecuencia de la invasión bárbara. Evidentemente, la población de Roma que sabía leer era pequeña; pero, sostiene Irene, nunca en la historia los letrados habían sido tantos en ninguna sociedad.

La premisa que hace posible su hipótesis sobre la caída de Roma, es que el hombre, como ella misma apunta, es el único animal que fabula. Y fabular, sostiene Harari, es lo que le ha permitido al hombre constituir grupos sociales que superasen el número crítico de la centena de individuos, y así vivir en ciudades y formar imperios. Como dice Arsuaga, todas las especies anteriores a la primera que desarrolló la capacidad de ver lo invisible,  basaban sus sociedades en el parentesco y en el conocimiento directo de los individuos; por eso los grupos no podían exceder cierto tamaño. Antes de saber fabular la complejidad social tenía un límite cerebral.

La característica realmente única del lenguaje humano, insiste Harari, no es la capacidad de transmitir información acerca de lo que hay, sino de lo que no hay en absoluto. Parientes próximos al hombre saben alertar a su tribu de la presencia de un amenazante león; en cambio, solo el hombre sabe fantasear y decir lo que no existe: El león del bosque es el espíritu guardián de nuestra tribu.

Al filo del S. II DC. el emperador Caracalla, de un solo gesto administrativo, hizo que treinta millones de libertos, de la noche a la mañana, pasaran a ser ciudadanos romanos. A partir de ese momento quedó claro que la ciudadanía romana, igual que en su día Alejandro pretendió con la ciudadanía griega, no dependía del lugar geográfico del nacimiento ni de la raza, sino de compartir la misma urdimbre de palabras, ideas, mitos y libros.

En consonancia con la tesis de Harari, sostiene Irene Vallejo que los hombres dejan de ser extraños cuando comparten los mismos relatos. Tejer mitos, ser partícipes de la misma ficción, ha conferido al hombre la capacidad de cooperar en gran número y flexiblemente respecto del dictado de los genes (a no ser que se admita la “genética expandida” sagazmente auspiciada por R. Dawkins y entonces en la cultura casi nada es lo que parece).

En gran número y flexiblemente… Esto es, una urbe, una civilización, un  imperio... y nunca ha habido ninguno que no tuviera sus míticas sagas propias. Un gran número de extraños puede cooperar con éxito si creen en los mismos mitos. Así sucedió cuando las fronteras de Grecia y de Roma llegaron hasta los confines del Mundo. Los extraños dejaron de serlo.

En el año 476, cuando Rómulo Augústulo abdicó y el Imperio de Occidente se vino abajo tras una larga y lenta agonía, los mitos en los que Roma, y antes Grecia, había nacido y vivido, ya eran literatura y en ella habían resistido el paso del tiempo en continua recreación. Por eso, cuando esa minoría selecta de lectores que los velaba fue extinguida, Roma se derrumbó más por la disolución de los esenciales relatos en que estaba engastada que por la fuerza de los bárbaros. Seguramente, los bárbaros arrasaron las bibliotecas del Imperio; pero los cristianos, a la vez y desde dentro, advirtieron que los mitos griegos y romanos eran meras fábulas y los reemplazaron por los suyos que -esos sí, creían ellos- no eran ficción, sino “realidad”.

Así fue que lo que se creía eterno, después de casi mil años resultó efímero. Y al mundo grecolatino le sucedió la cristiandad. Y también fue que después de casi dos milenios el suelo tembló de nuevo y un abismo se abrió bajo los pies y otra vez pasó que lo que se creía eterno resultó efímero. Herida de muerte la cristianía hace al menos dos siglos, por ahora, nada la ha sucedido del todo. Y Occidente está in actu moriendi y in actu nascendi.

Estos colosales seísmos se producen cada vez que o bien un imperio invade a otro y arrasa su iconostasio, a no ser que el ganador piense, como Roma en su día, que las creencias no son excluyentes sino integrables y haga mestizaje de ellas cruzando unas con otras; o bien una cultura se da cuenta de que sus creencias no son "reales" sino "fantásticas" y entonces acepta vivir en estado escéptico de sinvivir.

Explican Eldredge y Tattersall que a la historia humana le sucede como a la biología, que a largos periodos de monotonía le siguen momentos de cambios frenéticos que duran pocas generaciones. Igual que la evolución de la vida, opinan ellos, no es un proceso lineal de suma de pequeños cambios a lo largo del tiempo, sino crisis episódicas, los humanos de cualquier cultura y tiempo, salvo excepciones, han tenido siempre la impresión de que el mundo en el que han vivido es sólido e inalterable. Está claro que los griegos en el periodo helenista, que los romanos en la caída del Imperio y los europeos en la actualidad, somos algunas esas “excepciones”. Pero eso de vivir en estado escéptico de sinvivir, solo le pasa a ciertas minorías capaces de sobreponerse al natural crédulo del hombre común. Si es fabulador, también es crédulo, y además, igual que en todo lo demás, hace para mejor agarrarse a la vida. Piénsese, si se quiere, que esta credulidad es efecto de esa “genética expandida”. El gen hace lo imposible para ser transmitido, para vivir. Incluso fabular.

Tal "heroica" manera de vivir en un escéptico sinvivir, ocurrió en Grecia y en Roma, que hubo minorías selectas suficientemente "alejadas" de sus creencias como para darse cuenta de que, aun sin ser "reales", formaban parte de aquel paisaje que era el suyo. Y modernamente también ha ocurrido en Europa, hasta llegar el punto en el que el descreimiento se convirtió en el "espíritu" de un tiempo que,  endémico y ya minoritario, se ha prorrogado hasta hoy. Así entre los hombres de hoy abundan los que conocen la "irrealidad" de las creencias de ayer, pero escasean los que desconfían de la "realidad" de las de hoy.

***

Bubión es un minúsculo y encantador pueblo de la Alpujarra granadina. Está tan empotrado en la ladera de "la" montaña que a los bubioneros le es difícil abarcarla, aprehenderla, mensurarla, en definitiva, hacerla suya. No tienen un horizonte que les revele su magnitud. Por eso, los lugareños no tienen otra que ser expeditivos, que escapar de la sombra que los ampara, que salirse del Barranco de Poqueira y conseguir una visión del mundo más ancha, en la que la presencia de Pampaneira y de Capileira, pueblitos cercanos, les ayude a tomar conciencia de qué es "la" montaña y de qué Bubión. 

A esto es a lo que Ortega llamaba levantar las faldas a una creencia para verle sus vergüenzas. Y las vergüenzas de una creencia siempre es la misma. Su naturaleza no "real" sino ficticia. Idear, para Ortega también, es fabular. Las creencias, decía él, son ideas que preceden al hombre. Ideas en las que, sin saberlo, el hombre nace, vive y, casi siempre, muere. No le surgen "dentro" de su vida -tal día a tal hora- consecuencia de un acto particular de pensar. Son las ideas "dentro" de las cuales el hombre piensa. No son ideas que el hombre tiene, sino ideas que lo tienen a él y lo sostienen. Las creencias son las ideas de las que el hombre vive.

La creencia es tan suya, le es tan "natural", que al hombre le resulta indubitable, inabarcable. Las creencias son al hombre lo que la montaña a Bubión. En general, al común de los hombres una vida no les basta para "salirse" del Barranco de Poqueira, para retirarse de sus creencias tanto como es preciso y entonces darse cuenta de su verdadera condición. Por eso, ha sido posible que innumerables egipcios trabajaran a destajo para la vida de ultratumba del faraón; que innumerables hebreos vivieran persuadidos de que su dios era el único dios y merecía su exclusiva fidelidad, porque los dioses de los otros pueblos eran ídolos de barro; de que innumerables griegos y romanos lucharan afanosamente para que su destino se cumpliese, incluso contra los dioses, si era necesario, y así merecer la fama, que era la manera de no morir del todo; de que innumerables cristianos creyeran que hay otra vida que es menester merecerse en esta, que no es la vida verdadera, amando al prójimocomo a uno mismo; que innumerables europeos moderna y contemporáneamente creyeran que el bien y la justicia son productos de una Razón emancipada de la religión, que el gobierno de las naciones no emana de ninguna instancia divina pero sí está "embridado" por una ética racional que, por racional, es universal...

Lo realmente meritorio, no obstante, no es levantar las faldas a las creencias en las que nacieron y murieron nuestros predecesores, sino a estas otras en las que inadvertidamente vivimos los hombres de hoy, y detectar qué región de nuestra actual realidad no es más que una ficción socialmente fabulada, incluso globalmente fabulada, y fabrilmente operante, pero, al fin y al cabo, solo una ficción con ínfulas de "realidad" y de "verdad". Así, pues, ¿cuáles podrían  ser las creencias en las que el hombre de hoy nace y en las que inadvertido vive?

El hombre común de hoy se cree con el derecho a ser feliz (felicismo). Quizás la gran ficción, la gran creación, el gran invento, del hombre de hoy sea este derecho que el individuo, bajo el amparo del Estado y en el contexto de la (ya menguante) sociedad del bienestar, indubitablemente cree tener. Este primer derecho es la percha de la que cuelga el resto de los derechos individuales sociales de los que también se cree poseedor: por un lado, los viejos derechos: educación, sanidad, subsidios... y por el otro, los nuevos derechos: muerte digna, elección de género, aborto, animalismo, feminismo, etc

Bajo el cielo protector de estos derechos, para el hombre común de hoy el consumo no es una actividad ligada solo a la manutención y la supervivencia, sino también al ocio. A diferencia del hombre de hace ¿medio siglo?, el de hoy tiene la vida llena de “cosas”, muchas accesorias, de dudosa necesidad y utilidad prácticas; cosas que, periódicamente, reemplaza por otras del mismo jaez, o bien porque pronto se cansa de ellas, o bien porque el trasiego de la moda las vuelven socialmente obsoletas. Igual que el ciudadano romano iba a las termas, el hombre común de hoy sale de compras. 

Esta forma de vida, que se aprovecha de su radical insatisfacción, está inducida por una lógica económica que piensa que el crecimiento ilimitado es objetivo irrenunciable del mundo actual. Si el consumo se retrae, la economía se detiene y el Mundo hace crisis. La pretensión ya no es que el pobre sea menos pobre sino que el rico sea más rico. Últimamente, este crecimiento se ha vuelto ecológicamente sostenible y la conservación del planeta se ha hecho una nueva creencia. 

El hombre común de hoy vive convencido de que son el deseo y el sentimiento los que han de gobernar su vida en base a los criterios de comportamiento que establecen el me apetece o no, el me gusta o no. La moral asiste al crepúsculo del deber.

El hombre común de hoy es trivial. Chapotea en la superficialidad. Es abrumadoramente anodino. Principalmente, porque ya no pertenece a la tradición escrita. A su insoportable banalidad ha contribuido mucho la reciente creencia de que vivir es pasar el día haciendo screaming. El éxito social es online o no es.

Ni mucho menos el hombre común de hoy entiende la vida como un proyecto de autorrealización  personal, impelido a la par por el entusiasmo y el esfuerzo que demanda la excelencia, la cual ha sido emporcada por la ambición de tener y de sentir. En no poca medida, la calidad de vida, como eslogan  recurrente del genérico derecho a la felicidad, en mucho es cuestión de tener y de experimentar más que de ser. 

Inspirado por Irene Vallejo y Harari, se puede decir con un mito, como haría el mismísimo Platón:

El dios Tener era hermano gemelo del dios Ser, por quien sentía una incurable envidia, habida cuenta del favor preferente que Ser recibía de sus padres, el dios Sentido y la diosa Razón. Así que un día, aprovechándose de que sus padres, Sentido y Razón, fueron mortalmente arrastrados por las corrientes cuando el mar se tragó a sí mismo y las cuencas del océano quedaron a la intemperie, el dios Tener asesinó a Ser para convertirse en el dios principal del panteón, y luego tomó a la diosa Desear, esposa de su difunto hermano,  con la que tuvo un hijo, el dios Entretener.

Desde que esta teomaquia tuvo lugar, el envidioso dios Tener vive, sin la dialéctica referencia de su gemelo Ser, en apariencia más libre que nunca, pero en realidad más vacío que nunca. Y la diosa Desear, después de su viudez de Ser y de su amancebamiento con Tener, ha metamorfoseado el cariz de su ansia y ya no busca, como antes, la eudemonía, sino la hedonía.

El caso es que el hijo de Tener y Desear, el joven dios Entretener, ha aprendido de sus padres a que sus días transcurran ociosos, distraídos y ahítos de banalidad, y nada indica que por sus venas corra la misma sangre que alentó la vida de su tío Ser ni de sus abuelos Sentido y Razón. Pudiendo haber iniciado relaciones con la nereida Esperanza, el dios Entretener ha perdido adolescentemente la cabeza por Ilusión, esa de atractivo pronto y de engañosa y efímera consistencia.

***

En Roma hubo una amplia minoría lectora; de ella, ha escrito Irene Vallejo, dependía la custodia de los relatos fundacionales del imperio. En las sociedades actuales, sin embargo, hay una amplia mayoría lectora. sin duda, un hito histórico, aunque, lamentablemente, malogrado porque, coincidiendo con él, el lenguaje escrito y su soporte, el libro, han perdido la hegemonía y han sido reemplazados por el lenguaje audiovisual y su soporte, la pantalla. Así, en unas pocas décadas las sociedades occidentales han pasado de la Galaxia Gutenberg a la Iconosfera y además han irrumpido en la tecnodigitalidad, lo cual le ha inoculado al hombre de hoy, no solo al hombre común de hoy, una remecida fe en el progreso científico, no en vano este se encuentra en un punto exponencial de su evolución. Seguramente, derechos individuales y sociales y progreso científico tecnológico sean las dos grandes creencias de las sociedades de hoy: de una cuelga el presente y de otra el futuro.

El lenguaje escrito fue, sin duda, un extraordinario alarde técnico, con el cual el hombre fabuló y creó espléndidas culturas. Con palabras de Irene Vallejo, con él urdió palabras, ideas, mitos y libros que fueron, en expresión de Harari, el “pegamento” de sociedades que así pudieron hacerse grandes. Hoy está produciéndose, no cabe duda, otro admirable alarde técnico -se "urden" algoritmos- que acabará en la hibridación biocibernética del hombre. Harari lo ha llamado Homo Deus. Fuera de la teconología apenas habrá nada y dentro de ella, se aspira, cogerá la vida humana entera, que ya está siendo transmutada de manera tan fascinante como a la vez tremenda. Pero, de momento, y valga como síntoma, las sociedades de hoy, aunque en efecto globalizadas, están fragmentadas, rotas, desencuadernadas, enfrentadas. Será que tienen el poder tecnológico, pero aún no el "pegamento", para ser un gran "imperio". Lo cierto es que el hombre de hoy parece plantado en un campo todavía sin horizonte. Claro, quizás sea muy pronto.

sábado, 1 de agosto de 2020

En la esquina de la antigua calle Viento: ¿imposible pero necesario?

"Años después, cuando yo misma me he tenido que enfrentar al vértigo de una clase, he comprendido que hace falta querer a tus alumnos para desnudar ante ellos lo que amas; para arriesgarte a ofrecer a un grupo de adolescentes tus entusiasmos auténticos"
(Irene Vallejo, El infinito en un junco)

Son dos montañas, soberbias y desafiantes. Una, sobre la que se asienta el pueblo; otra, la que el propio pueblo hercúleamente tardó cinco siglos en edificarse. Geológica, la primera; arquitectónica, la segunda. Ambas, eso sí, con las entrañas horadadas. Aquella, por un laberinto de salones decorados con delicados mocárabes, pacientemente labrados por el incansable goteo de la calcita y del tiempo. Esta, por un perfecto damero de naves y de cruceros, aéreamente rematado por cúpulas volanderas.


Las dos montañas sobresalen a lo lejos, en el horizonte, conformando la personalísima silueta del pueblo. Una tiene la huella de la Naturaleza: lleva su desintencionada y magistral firma. La otra, la de la Cultura: Hernán Ruiz y Diego de Riaño. Los dos llegaron de la capital, sede de la archidiócesis, en donde unos años antes se había querido que los tomasen por locos. Seguramente, la pretensión ahora fuera la misma ¡De nuevo, locos!

Observando una y otra montaña, puede parecer que estos hombres trabajaron "para siempre", con ansias de inmortalidad, emulando el amago de eternidad que la Naturaleza pone en todas sus gestas. La contabilidad del reloj geológico es humanamente incomputable: en su esfera los millares de años son apenas un suspiro que no coge en el pecho de ningún hombre. En cambio, el conteo del reloj de la Historia es su invento: en su esfera el hombre se reconoce y se descifra.

Desde el interior de la "montaña iglesia" se asiste al espectáculo de cinco siglos de hombres artífices del ingenioso estar de unas piedras que han vencido la pesada gravedad. Las matemáticas han logrado que la materia inerte pueda tenerse en vilo sin mas prótesis que ella misma.

Cada vez me impresiona más la fuerza que otrora tuvieron las creencias. Quizás porque me haya tocado vivir un tiempo de creencias desmayadas en el que el mérito siempre es de una técnica portentosa y adolescente a la que ninguna empresa le resulta imposible.

Sin embargo, en este lugar la intrahistoria de sus habitantes, durante la mitad de un milenio, consistió en vigilar el progreso diario de esa "tectónica de placas" que plegaba el suelo que los sostenía en vida y en muerte, y así hacía emerger la siempre pendiente iglesia de la Asunción.

Es enternecedor cómo en la fachada lateral de la epístola -en el muro que da lugar al callejón antes llamado del Viento: en donde se arremolinan las correnturías de aire que bajan de la "montaña montaña"- los catequetas responsables de la salvación de estos lugareños colocaron ese bellísimo retablo de la Asunción de la Virgen María.

Aquella inconclusa edificación -cuya tarea los hijos heredaban de sus padres- tenía un hondo sentido, una justificada razón, que didácticamente -para que no se perdiera desparramada en el pasar de los años- esos mistagogos supieron plasmar en este añejo azulejo en el que la Virgen es asunta al cielo mientras a sus pies quedan las almas, en el fuego del infierno, purgando sus pecados.

El razonamiento es pronto. De una parte, bien merece la Santísima Virgen este ímprobo esfuerzo de los siglos: una catedral que, plantada en el corazón de una inaccesible sierra, con su porte quiere rivalizar con la sierra misma. María es La Toda Limpia de pecado. Su inmaculista atuendo así lo explica a los anónimos protagonistas de esta industriosa historia.

Y, de otra, bien merece la pena el esfuerzo, también ímprobo, de cada uno de ellos de asemejarse a la Stma. Virgen, de mantenerse, como Ella, libre de pecado. De lo contrario, sabían el final que les aguardaba. Lo tenían plásticamente dicho en la cerámica,  para que nunca se les olvidase.

Ahora bien, me pregunto ingenuamente: ¿no hubiera bastado la representación de una estampa de la "gloria", de la Virgen rodeada de santos y ángeles mientras su asunción, para mantenerles viva la motivación? ¿por qué hubieron de incluir en el tercio inferior del retablo esa escatológica escena del infierno? Teológicamente, uno y otro, el mariano de la asunción y el escatológico de las ánimas purgantes, son misterios desligables.

Sinceramente, ignora uno cuál es la raíz de la creencia que instrumentó la erección de tan grandiosa "montaña": si el miedo al castigo del infierno o si el deseo del premio del cielo. Dilige, et quod vis fac. Lo escribió primero Tácito y luego San Agustín. Ama y haz lo que quieras.

En el contexto de una religión que predica que Dios es amor, retablos como este, que inspiran el amor a lo bueno como consecuencia de suscitar el miedo a lo malo, siempre me han parecido o una colosal torpeza o una punzante expresión de sabiduría. Cada uno elija. 

Los ilustrados, que sustituyeron la creencia en Dios por la Razón, inicialmente fueron unos ingenuos bienpensantes que, sin más, fiaron el progreso de la Historia y la compostura presente y futura de la sociedad, a los seguros beneficios de una educación ejecutada sin tutelas religiosas y sin más autoridad que la de la sola Razón.

Parafraseando el aserto escolástico, Razón est diffusiva sui. Podríamos decir que los ilustrados pensaban eso y que, por tanto, nada de supersticiones, de miedos, de castigos, de "infiernos" habría de mediar en ninguna educación... La luz radiante de la Razón disiparía tan vetustas "oscuridades".

Salvadas las distancias, el candor de los ilustrados recuerda al de los primeros cristianos, que esperaban que la Parusía se produjera de modo inminente. El sobresaltado devenir de los siglos diecinueve y veinte mostró que el desenlace de una Razón metida a pedagoga ni era inmediato ni siquiera necesario.

Igual que los cristianos se tuvieron que acostumbrar a "convivir" con la Historia, los ilustrados, por su parte, se tuvieron que acostumbrar a "tolerar" la contingencia humana (otrora, pecado) y a cuidar, modestamente, como Cándido de Voltaire, el propio jardín.

Steiner ha explicado que el mismo hombre que contemporáneamente primero abolió la existencia del "infierno de Dios", luego terminó creando el "infierno de los hombres" en las dos grandes guerras, pero este sin la trampa escatológica del arrepentimiento que siempre había sido misericordiosamente posible, incluso en tiempo de descuento, en el postrero purgatorio.

De acuerdo, admítase que la Razon necesita su compás para dar el fruto esperando, para convencer, para inspirar al individuo una ética que es carácter y es comportamiento. Pero con la Razón además parece que pasa como con la semilla de la parábola, que no siempre cae en "terreno fértil". Y como con los talentos, que no todos devuelven el mismo rendimiento.

Entonces ¿hace o no falta el infierno? ¿Antes sí porque el hombre no siempre atendía a Dios? ¿Y ahora también porque no siempre atiende a la Razón? ¿Acaso ni Dios antes ni la Razón después ha sido capaces de difundir su bondad por sí mismos? ¿Tan poco seductores han sido que no supieron hacerse querer por sí solos (¡studia di farti amare!) y han consiguido que el infierno "imposible" termine siendo "necesario"?

En concreto, sin la visión de esas almas ardiendo en el infierno ¿estos serranos lugareños hubieran dedicado cinco siglos a levantar esta "montaña iglesia"? ¿A quién hay que creer? ¿a Santo Tomás o a San Anselmo? ¿a Erasmo o a Lutero? ¿a Rousseau o a Hobbes? ¿a Frankl o a Freud? En el fondo, sospecho que la elección depende de una previa petición de principio: de aquello que uno llegue a creer de la naturaleza del "anhelo primordial" que mueve al hombre, a cada hombre de carne y hueso, y de cuánto, y cómo, juzgue que este "anhelo" puede ser educado.

Quizás el deficiente desiderium naturale videndi Deum y el deficiente desiderium naturale sciendi  fueran el "imposible pero real" que indujo a santos primero e ilustrados, igual de aturdidos los unos que los otros, a concluir que el infierno es "imposible" pero también "necesario".

Quizás.

Lo que sí sé -es mi propia petición de principios- es que la más preciada transferencia que el maestro puede hacer a su discípulo es la de su perenne condición de erastés de la sabiduría, de perpetuo aprendiz, de contumaz alumno. Lo principal no es lo que este sabe y da a aprender a sus alumnos, sino lo que todavía no sabe pero anhela aprender. Lo determinante no es que sus alumnos aprendan aquello que él ya sabe, sino que prenda en ellos el anhelo mismo de saber. No es posible que el aprendizaje se convierta en agalma para el deseo del alumno si su maestro no es erastés y si su propio aprendizaje no es también la agalma que le moviliza su deseo saber.

Hay tantas "montañas" pendientes de titánica edificación como alumnos sentados en pupitres. Si el maestro es erastés, poca falta hará plantar en sus "muros" ningún didáctico azulejo que evoque "infierno" alguno para alentar su motivación". Ahora bien, si el maestro solo es erómenos, probablemente cada "montaña" precise su propio callejón del Viento y su propio "imposible pero necesario" retablo.