Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


viernes, 18 de diciembre de 2020

Imperativa esperanza

 

La esperanza deja de ser necesaria cuando el presente deja de nutrirse del futuro, cuando se vive exclusivamente de cara al pasado y éste se convierte en refugio adonde huir del desamparo y del hastío que causa el futuro.

Entonces la nostalgia ocupa el lugar de la esperanza. Pero también puede ocurrir que la esperanza, cuando no hay una Arcadia a la que escapar, sea reemplazada por la desesperanza primero y por el absurdo después.

Sin futuro no hay esperanza. Es verdad. Pero también lo es que la esperanza crea futuro.

La realidad es tozuda, a menudo cruelmente inamovible; mas otras muchas veces es maleable y modificable por una voluntad inteligente y apasionada cuya expansión de vivir pasa por la transformación del futuro en proyecto, del mundo en hogar, del otro en prójimo.

La esperanza no se fundamenta. Es imperativa. Es vitalmente necesaria. Se alimenta de sí misma. Absurdo no es sostenerse en ella, sino la consecuencia de caerse de ella y de, peor aún, dejarla caer a ella.

miércoles, 19 de agosto de 2020

En un campo todavía sin horizonte

"Marta era una de esas mujeres que se lo toman todo en serio (esta característica suya la identificaba plenamente con el mismísimo espíritu de su tiempo) y a la que los hados le han otorgado desde la cuna la capacidad de creer, como característica principal"

(M. Kundera, La broma)

"¿Se entrevé ta el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un hombre o una época por su ideario, esto es, por sus pensamientos especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo"

(Ortega y Gasset, Ideas y creencias)

Explica Irene Vallejo que el Imperio de Roma acabó de derrumbarse cuando esa amplia minoría de ciudadanos que tenían una notable afición a los libros y a la lectura, primero se volvió superficial en sus gustos intelectuales y sociales: su chapoteo en la trivialidad era barrunto del naufragio que se avecinaba; y luego quedó definitivamente extinta a consecuencia de la invasión bárbara. Evidentemente, la población de Roma que sabía leer era pequeña; pero, sostiene Irene, nunca en la historia los letrados habían sido tantos en ninguna sociedad.

La premisa que hace posible su hipótesis sobre la caída de Roma, es que el hombre, como ella misma apunta, es el único animal que fabula. Y fabular, sostiene Harari, es lo que le ha permitido al hombre constituir grupos sociales que superasen el número crítico de la centena de individuos, y así vivir en ciudades y formar imperios. Como dice Arsuaga, todas las especies anteriores a la primera que desarrolló la capacidad de ver lo invisible,  basaban sus sociedades en el parentesco y en el conocimiento directo de los individuos; por eso los grupos no podían exceder cierto tamaño. Antes de saber fabular la complejidad social tenía un límite cerebral.

La característica realmente única del lenguaje humano, insiste Harari, no es la capacidad de transmitir información acerca de lo que hay, sino de lo que no hay en absoluto. Parientes próximos al hombre saben alertar a su tribu de la presencia de un amenazante león; en cambio, solo el hombre sabe fantasear y decir lo que no existe: El león del bosque es el espíritu guardián de nuestra tribu.

Al filo del S. II DC. el emperador Caracalla, de un solo gesto administrativo, hizo que treinta millones de libertos, de la noche a la mañana, pasaran a ser ciudadanos romanos. A partir de ese momento quedó claro que la ciudadanía romana, igual que en su día Alejandro pretendió con la ciudadanía griega, no dependía del lugar geográfico del nacimiento ni de la raza, sino de compartir la misma urdimbre de palabras, ideas, mitos y libros.

En consonancia con la tesis de Harari, sostiene Irene Vallejo que los hombres dejan de ser extraños cuando comparten los mismos relatos. Tejer mitos, ser partícipes de la misma ficción, ha conferido al hombre la capacidad de cooperar en gran número y flexiblemente respecto del dictado de los genes (a no ser que se admita la “genética expandida” sagazmente auspiciada por R. Dawkins y entonces en la cultura casi nada es lo que parece).

En gran número y flexiblemente… Esto es, una urbe, una civilización, un  imperio... y nunca ha habido ninguno que no tuviera sus míticas sagas propias. Un gran número de extraños puede cooperar con éxito si creen en los mismos mitos. Así sucedió cuando las fronteras de Grecia y de Roma llegaron hasta los confines del Mundo. Los extraños dejaron de serlo.

En el año 476, cuando Rómulo Augústulo abdicó y el Imperio de Occidente se vino abajo tras una larga y lenta agonía, los mitos en los que Roma, y antes Grecia, había nacido y vivido, ya eran literatura y en ella habían resistido el paso del tiempo en continua recreación. Por eso, cuando esa minoría selecta de lectores que los velaba fue extinguida, Roma se derrumbó más por la disolución de los esenciales relatos en que estaba engastada que por la fuerza de los bárbaros. Seguramente, los bárbaros arrasaron las bibliotecas del Imperio; pero los cristianos, a la vez y desde dentro, advirtieron que los mitos griegos y romanos eran meras fábulas y los reemplazaron por los suyos que -esos sí, creían ellos- no eran ficción, sino “realidad”.

Así fue que lo que se creía eterno, después de casi mil años resultó efímero. Y al mundo grecolatino le sucedió la cristiandad. Y también fue que después de casi dos milenios el suelo tembló de nuevo y un abismo se abrió bajo los pies y otra vez pasó que lo que se creía eterno resultó efímero. Herida de muerte la cristianía hace al menos dos siglos, por ahora, nada la ha sucedido del todo. Y Occidente está in actu moriendi y in actu nascendi.

Estos colosales seísmos se producen cada vez que o bien un imperio invade a otro y arrasa su iconostasio, a no ser que el ganador piense, como Roma en su día, que las creencias no son excluyentes sino integrables y haga mestizaje de ellas cruzando unas con otras; o bien una cultura se da cuenta de que sus creencias no son "reales" sino "fantásticas" y entonces acepta vivir en estado escéptico de sinvivir.

Explican Eldredge y Tattersall que a la historia humana le sucede como a la biología, que a largos periodos de monotonía le siguen momentos de cambios frenéticos que duran pocas generaciones. Igual que la evolución de la vida, opinan ellos, no es un proceso lineal de suma de pequeños cambios a lo largo del tiempo, sino crisis episódicas, los humanos de cualquier cultura y tiempo, salvo excepciones, han tenido siempre la impresión de que el mundo en el que han vivido es sólido e inalterable. Está claro que los griegos en el periodo helenista, que los romanos en la caída del Imperio y los europeos en la actualidad, somos algunas esas “excepciones”. Pero eso de vivir en estado escéptico de sinvivir, solo le pasa a ciertas minorías capaces de sobreponerse al natural crédulo del hombre común. Si es fabulador, también es crédulo, y además, igual que en todo lo demás, hace para mejor agarrarse a la vida. Piénsese, si se quiere, que esta credulidad es efecto de esa “genética expandida”. El gen hace lo imposible para ser transmitido, para vivir. Incluso fabular.

Tal "heroica" manera de vivir en un escéptico sinvivir, ocurrió en Grecia y en Roma, que hubo minorías selectas suficientemente "alejadas" de sus creencias como para darse cuenta de que, aun sin ser "reales", formaban parte de aquel paisaje que era el suyo. Y modernamente también ha ocurrido en Europa, hasta llegar el punto en el que el descreimiento se convirtió en el "espíritu" de un tiempo que,  endémico y ya minoritario, se ha prorrogado hasta hoy. Así entre los hombres de hoy abundan los que conocen la "irrealidad" de las creencias de ayer, pero escasean los que desconfían de la "realidad" de las de hoy.

***

Bubión es un minúsculo y encantador pueblo de la Alpujarra granadina. Está tan empotrado en la ladera de "la" montaña que a los bubioneros le es difícil abarcarla, aprehenderla, mensurarla, en definitiva, hacerla suya. No tienen un horizonte que les revele su magnitud. Por eso, los lugareños no tienen otra que ser expeditivos, que escapar de la sombra que los ampara, que salirse del Barranco de Poqueira y conseguir una visión del mundo más ancha, en la que la presencia de Pampaneira y de Capileira, pueblitos cercanos, les ayude a tomar conciencia de qué es "la" montaña y de qué Bubión. 

A esto es a lo que Ortega llamaba levantar las faldas a una creencia para verle sus vergüenzas. Y las vergüenzas de una creencia siempre es la misma. Su naturaleza no "real" sino ficticia. Idear, para Ortega también, es fabular. Las creencias, decía él, son ideas que preceden al hombre. Ideas en las que, sin saberlo, el hombre nace, vive y, casi siempre, muere. No le surgen "dentro" de su vida -tal día a tal hora- consecuencia de un acto particular de pensar. Son las ideas "dentro" de las cuales el hombre piensa. No son ideas que el hombre tiene, sino ideas que lo tienen a él y lo sostienen. Las creencias son las ideas de las que el hombre vive.

La creencia es tan suya, le es tan "natural", que al hombre le resulta indubitable, inabarcable. Las creencias son al hombre lo que la montaña a Bubión. En general, al común de los hombres una vida no les basta para "salirse" del Barranco de Poqueira, para retirarse de sus creencias tanto como es preciso y entonces darse cuenta de su verdadera condición. Por eso, ha sido posible que innumerables egipcios trabajaran a destajo para la vida de ultratumba del faraón; que innumerables hebreos vivieran persuadidos de que su dios era el único dios y merecía su exclusiva fidelidad, porque los dioses de los otros pueblos eran ídolos de barro; de que innumerables griegos y romanos lucharan afanosamente para que su destino se cumpliese, incluso contra los dioses, si era necesario, y así merecer la fama, que era la manera de no morir del todo; de que innumerables cristianos creyeran que hay otra vida que es menester merecerse en esta, que no es la vida verdadera, amando al prójimocomo a uno mismo; que innumerables europeos moderna y contemporáneamente creyeran que el bien y la justicia son productos de una Razón emancipada de la religión, que el gobierno de las naciones no emana de ninguna instancia divina pero sí está "embridado" por una ética racional que, por racional, es universal...

Lo realmente meritorio, no obstante, no es levantar las faldas a las creencias en las que nacieron y murieron nuestros predecesores, sino a estas otras en las que inadvertidamente vivimos los hombres de hoy, y detectar qué región de nuestra actual realidad no es más que una ficción socialmente fabulada, incluso globalmente fabulada, y fabrilmente operante, pero, al fin y al cabo, solo una ficción con ínfulas de "realidad" y de "verdad". Así, pues, ¿cuáles podrían  ser las creencias en las que el hombre de hoy nace y en las que inadvertido vive?

El hombre común de hoy se cree con el derecho a ser feliz (felicismo). Quizás la gran ficción, la gran creación, el gran invento, del hombre de hoy sea este derecho que el individuo, bajo el amparo del Estado y en el contexto de la (ya menguante) sociedad del bienestar, indubitablemente cree tener. Este primer derecho es la percha de la que cuelga el resto de los derechos individuales sociales de los que también se cree poseedor: por un lado, los viejos derechos: educación, sanidad, subsidios... y por el otro, los nuevos derechos: muerte digna, elección de género, aborto, animalismo, feminismo, etc

Bajo el cielo protector de estos derechos, para el hombre común de hoy el consumo no es una actividad ligada solo a la manutención y la supervivencia, sino también al ocio. A diferencia del hombre de hace ¿medio siglo?, el de hoy tiene la vida llena de “cosas”, muchas accesorias, de dudosa necesidad y utilidad prácticas; cosas que, periódicamente, reemplaza por otras del mismo jaez, o bien porque pronto se cansa de ellas, o bien porque el trasiego de la moda las vuelven socialmente obsoletas. Igual que el ciudadano romano iba a las termas, el hombre común de hoy sale de compras. 

Esta forma de vida, que se aprovecha de su radical insatisfacción, está inducida por una lógica económica que piensa que el crecimiento ilimitado es objetivo irrenunciable del mundo actual. Si el consumo se retrae, la economía se detiene y el Mundo hace crisis. La pretensión ya no es que el pobre sea menos pobre sino que el rico sea más rico. Últimamente, este crecimiento se ha vuelto ecológicamente sostenible y la conservación del planeta se ha hecho una nueva creencia. 

El hombre común de hoy vive convencido de que son el deseo y el sentimiento los que han de gobernar su vida en base a los criterios de comportamiento que establecen el me apetece o no, el me gusta o no. La moral asiste al crepúsculo del deber.

El hombre común de hoy es trivial. Chapotea en la superficialidad. Es abrumadoramente anodino. Principalmente, porque ya no pertenece a la tradición escrita. A su insoportable banalidad ha contribuido mucho la reciente creencia de que vivir es pasar el día haciendo screaming. El éxito social es online o no es.

Ni mucho menos el hombre común de hoy entiende la vida como un proyecto de autorrealización  personal, impelido a la par por el entusiasmo y el esfuerzo que demanda la excelencia, la cual ha sido emporcada por la ambición de tener y de sentir. En no poca medida, la calidad de vida, como eslogan  recurrente del genérico derecho a la felicidad, en mucho es cuestión de tener y de experimentar más que de ser. 

Inspirado por Irene Vallejo y Harari, se puede decir con un mito, como haría el mismísimo Platón:

El dios Tener era hermano gemelo del dios Ser, por quien sentía una incurable envidia, habida cuenta del favor preferente que Ser recibía de sus padres, el dios Sentido y la diosa Razón. Así que un día, aprovechándose de que sus padres, Sentido y Razón, fueron mortalmente arrastrados por las corrientes cuando el mar se tragó a sí mismo y las cuencas del océano quedaron a la intemperie, el dios Tener asesinó a Ser para convertirse en el dios principal del panteón, y luego tomó a la diosa Desear, esposa de su difunto hermano,  con la que tuvo un hijo, el dios Entretener.

Desde que esta teomaquia tuvo lugar, el envidioso dios Tener vive, sin la dialéctica referencia de su gemelo Ser, en apariencia más libre que nunca, pero en realidad más vacío que nunca. Y la diosa Desear, después de su viudez de Ser y de su amancebamiento con Tener, ha metamorfoseado el cariz de su ansia y ya no busca, como antes, la eudemonía, sino la hedonía.

El caso es que el hijo de Tener y Desear, el joven dios Entretener, ha aprendido de sus padres a que sus días transcurran ociosos, distraídos y ahítos de banalidad, y nada indica que por sus venas corra la misma sangre que alentó la vida de su tío Ser ni de sus abuelos Sentido y Razón. Pudiendo haber iniciado relaciones con la nereida Esperanza, el dios Entretener ha perdido adolescentemente la cabeza por Ilusión, esa de atractivo pronto y de engañosa y efímera consistencia.

***

En Roma hubo una amplia minoría lectora; de ella, ha escrito Irene Vallejo, dependía la custodia de los relatos fundacionales del imperio. En las sociedades actuales, sin embargo, hay una amplia mayoría lectora. sin duda, un hito histórico, aunque, lamentablemente, malogrado porque, coincidiendo con él, el lenguaje escrito y su soporte, el libro, han perdido la hegemonía y han sido reemplazados por el lenguaje audiovisual y su soporte, la pantalla. Así, en unas pocas décadas las sociedades occidentales han pasado de la Galaxia Gutenberg a la Iconosfera y además han irrumpido en la tecnodigitalidad, lo cual le ha inoculado al hombre de hoy, no solo al hombre común de hoy, una remecida fe en el progreso científico, no en vano este se encuentra en un punto exponencial de su evolución. Seguramente, derechos individuales y sociales y progreso científico tecnológico sean las dos grandes creencias de las sociedades de hoy: de una cuelga el presente y de otra el futuro.

El lenguaje escrito fue, sin duda, un extraordinario alarde técnico, con el cual el hombre fabuló y creó espléndidas culturas. Con palabras de Irene Vallejo, con él urdió palabras, ideas, mitos y libros que fueron, en expresión de Harari, el “pegamento” de sociedades que así pudieron hacerse grandes. Hoy está produciéndose, no cabe duda, otro admirable alarde técnico -se "urden" algoritmos- que acabará en la hibridación biocibernética del hombre. Harari lo ha llamado Homo Deus. Fuera de la teconología apenas habrá nada y dentro de ella, se aspira, cogerá la vida humana entera, que ya está siendo transmutada de manera tan fascinante como a la vez tremenda. Pero, de momento, y valga como síntoma, las sociedades de hoy, aunque en efecto globalizadas, están fragmentadas, rotas, desencuadernadas, enfrentadas. Será que tienen el poder tecnológico, pero aún no el "pegamento", para ser un gran "imperio". Lo cierto es que el hombre de hoy parece plantado en un campo todavía sin horizonte. Claro, quizás sea muy pronto.

sábado, 1 de agosto de 2020

En la esquina de la antigua calle Viento: ¿imposible pero necesario?

"Años después, cuando yo misma me he tenido que enfrentar al vértigo de una clase, he comprendido que hace falta querer a tus alumnos para desnudar ante ellos lo que amas; para arriesgarte a ofrecer a un grupo de adolescentes tus entusiasmos auténticos"
(Irene Vallejo, El infinito en un junco)

Son dos montañas, soberbias y desafiantes. Una, sobre la que se asienta el pueblo; otra, la que el propio pueblo hercúleamente tardó cinco siglos en edificarse. Geológica, la primera; arquitectónica, la segunda. Ambas, eso sí, con las entrañas horadadas. Aquella, por un laberinto de salones decorados con delicados mocárabes, pacientemente labrados por el incansable goteo de la calcita y del tiempo. Esta, por un perfecto damero de naves y de cruceros, aéreamente rematado por cúpulas volanderas.


Las dos montañas sobresalen a lo lejos, en el horizonte, conformando la personalísima silueta del pueblo. Una tiene la huella de la Naturaleza: lleva su desintencionada y magistral firma. La otra, la de la Cultura: Hernán Ruiz y Diego de Riaño. Los dos llegaron de la capital, sede de la archidiócesis, en donde unos años antes se había querido que los tomasen por locos. Seguramente, la pretensión ahora fuera la misma ¡De nuevo, locos!

Observando una y otra montaña, puede parecer que estos hombres trabajaron "para siempre", con ansias de inmortalidad, emulando el amago de eternidad que la Naturaleza pone en todas sus gestas. La contabilidad del reloj geológico es humanamente incomputable: en su esfera los millares de años son apenas un suspiro que no coge en el pecho de ningún hombre. En cambio, el conteo del reloj de la Historia es su invento: en su esfera el hombre se reconoce y se descifra.

Desde el interior de la "montaña iglesia" se asiste al espectáculo de cinco siglos de hombres artífices del ingenioso estar de unas piedras que han vencido la pesada gravedad. Las matemáticas han logrado que la materia inerte pueda tenerse en vilo sin mas prótesis que ella misma.

Cada vez me impresiona más la fuerza que otrora tuvieron las creencias. Quizás porque me haya tocado vivir un tiempo de creencias desmayadas en el que el mérito siempre es de una técnica portentosa y adolescente a la que ninguna empresa le resulta imposible.

Sin embargo, en este lugar la intrahistoria de sus habitantes, durante la mitad de un milenio, consistió en vigilar el progreso diario de esa "tectónica de placas" que plegaba el suelo que los sostenía en vida y en muerte, y así hacía emerger la siempre pendiente iglesia de la Asunción.

Es enternecedor cómo en la fachada lateral de la epístola -en el muro que da lugar al callejón antes llamado del Viento: en donde se arremolinan las correnturías de aire que bajan de la "montaña montaña"- los catequetas responsables de la salvación de estos lugareños colocaron ese bellísimo retablo de la Asunción de la Virgen María.

Aquella inconclusa edificación -cuya tarea los hijos heredaban de sus padres- tenía un hondo sentido, una justificada razón, que didácticamente -para que no se perdiera desparramada en el pasar de los años- esos mistagogos supieron plasmar en este añejo azulejo en el que la Virgen es asunta al cielo mientras a sus pies quedan las almas, en el fuego del infierno, purgando sus pecados.

El razonamiento es pronto. De una parte, bien merece la Santísima Virgen este ímprobo esfuerzo de los siglos: una catedral que, plantada en el corazón de una inaccesible sierra, con su porte quiere rivalizar con la sierra misma. María es La Toda Limpia de pecado. Su inmaculista atuendo así lo explica a los anónimos protagonistas de esta industriosa historia.

Y, de otra, bien merece la pena el esfuerzo, también ímprobo, de cada uno de ellos de asemejarse a la Stma. Virgen, de mantenerse, como Ella, libre de pecado. De lo contrario, sabían el final que les aguardaba. Lo tenían plásticamente dicho en la cerámica,  para que nunca se les olvidase.

Ahora bien, me pregunto ingenuamente: ¿no hubiera bastado la representación de una estampa de la "gloria", de la Virgen rodeada de santos y ángeles mientras su asunción, para mantenerles viva la motivación? ¿por qué hubieron de incluir en el tercio inferior del retablo esa escatológica escena del infierno? Teológicamente, uno y otro, el mariano de la asunción y el escatológico de las ánimas purgantes, son misterios desligables.

Sinceramente, ignora uno cuál es la raíz de la creencia que instrumentó la erección de tan grandiosa "montaña": si el miedo al castigo del infierno o si el deseo del premio del cielo. Dilige, et quod vis fac. Lo escribió primero Tácito y luego San Agustín. Ama y haz lo que quieras.

En el contexto de una religión que predica que Dios es amor, retablos como este, que inspiran el amor a lo bueno como consecuencia de suscitar el miedo a lo malo, siempre me han parecido o una colosal torpeza o una punzante expresión de sabiduría. Cada uno elija. 

Los ilustrados, que sustituyeron la creencia en Dios por la Razón, inicialmente fueron unos ingenuos bienpensantes que, sin más, fiaron el progreso de la Historia y la compostura presente y futura de la sociedad, a los seguros beneficios de una educación ejecutada sin tutelas religiosas y sin más autoridad que la de la sola Razón.

Parafraseando el aserto escolástico, Razón est diffusiva sui. Podríamos decir que los ilustrados pensaban eso y que, por tanto, nada de supersticiones, de miedos, de castigos, de "infiernos" habría de mediar en ninguna educación... La luz radiante de la Razón disiparía tan vetustas "oscuridades".

Salvadas las distancias, el candor de los ilustrados recuerda al de los primeros cristianos, que esperaban que la Parusía se produjera de modo inminente. El sobresaltado devenir de los siglos diecinueve y veinte mostró que el desenlace de una Razón metida a pedagoga ni era inmediato ni siquiera necesario.

Igual que los cristianos se tuvieron que acostumbrar a "convivir" con la Historia, los ilustrados, por su parte, se tuvieron que acostumbrar a "tolerar" la contingencia humana (otrora, pecado) y a cuidar, modestamente, como Cándido de Voltaire, el propio jardín.

Steiner ha explicado que el mismo hombre que contemporáneamente primero abolió la existencia del "infierno de Dios", luego terminó creando el "infierno de los hombres" en las dos grandes guerras, pero este sin la trampa escatológica del arrepentimiento que siempre había sido misericordiosamente posible, incluso en tiempo de descuento, en el postrero purgatorio.

De acuerdo, admítase que la Razon necesita su compás para dar el fruto esperando, para convencer, para inspirar al individuo una ética que es carácter y es comportamiento. Pero con la Razón además parece que pasa como con la semilla de la parábola, que no siempre cae en "terreno fértil". Y como con los talentos, que no todos devuelven el mismo rendimiento.

Entonces ¿hace o no falta el infierno? ¿Antes sí porque el hombre no siempre atendía a Dios? ¿Y ahora también porque no siempre atiende a la Razón? ¿Acaso ni Dios antes ni la Razón después ha sido capaces de difundir su bondad por sí mismos? ¿Tan poco seductores han sido que no supieron hacerse querer por sí solos (¡studia di farti amare!) y han consiguido que el infierno "imposible" termine siendo "necesario"?

En concreto, sin la visión de esas almas ardiendo en el infierno ¿estos serranos lugareños hubieran dedicado cinco siglos a levantar esta "montaña iglesia"? ¿A quién hay que creer? ¿a Santo Tomás o a San Anselmo? ¿a Erasmo o a Lutero? ¿a Rousseau o a Hobbes? ¿a Frankl o a Freud? En el fondo, sospecho que la elección depende de una previa petición de principio: de aquello que uno llegue a creer de la naturaleza del "anhelo primordial" que mueve al hombre, a cada hombre de carne y hueso, y de cuánto, y cómo, juzgue que este "anhelo" puede ser educado.

Quizás el deficiente desiderium naturale videndi Deum y el deficiente desiderium naturale sciendi  fueran el "imposible pero real" que indujo a santos primero e ilustrados, igual de aturdidos los unos que los otros, a concluir que el infierno es "imposible" pero también "necesario".

Quizás.

Lo que sí sé -es mi propia petición de principios- es que la más preciada transferencia que el maestro puede hacer a su discípulo es la de su perenne condición de erastés de la sabiduría, de perpetuo aprendiz, de contumaz alumno. Lo principal no es lo que este sabe y da a aprender a sus alumnos, sino lo que todavía no sabe pero anhela aprender. Lo determinante no es que sus alumnos aprendan aquello que él ya sabe, sino que prenda en ellos el anhelo mismo de saber. No es posible que el aprendizaje se convierta en agalma para el deseo del alumno si su maestro no es erastés y si su propio aprendizaje no es también la agalma que le moviliza su deseo saber.

Hay tantas "montañas" pendientes de titánica edificación como alumnos sentados en pupitres. Si el maestro es erastés, poca falta hará plantar en sus "muros" ningún didáctico azulejo que evoque "infierno" alguno para alentar su motivación". Ahora bien, si el maestro solo es erómenos, probablemente cada "montaña" precise su propio callejón del Viento y su propio "imposible pero necesario" retablo.

miércoles, 15 de julio de 2020

La cigarra aborregada y la hormiga contestataria: meditación (en tiempos intempestivos) sobre la excelencia.

En una fachada medio demolida de la calle Relator luce esta pintada.

En una fachada de la calle Relator

"Cualquier persona tomada como individuo es razonablemente sensata y moderada; si forma parte de la multitud, se convierte en un bruto"
(F. Schiller)

"Los pueblos no se levantan obedientes a la voz de cualquier vaquerillo, como el ganado"
(G. Bernanos) 
 
Libertario, el autor de esta reivindicación callejera, quizás se considere el Nietzsche del barrio de La Macarena. Lo cierto es que no se da cuenta de que su inconformismo hoy es inofensivo, porque en este "Mundo Pantalla" ser la cigarra de la fábula, lejos de un propósito "revolucionario", es la "burguesa" determinación de quien triunfa con la anuencia del sistema contra el que se "rebela".

Hace tiempo que una inversión de los valores -no la hard de Nietzsche, pero sí la soft de los "líquidos" y "gaseosos" postmodernos- se adueñó de la calle. Desde que la mayoría de la sociedad está creída de que es mejor ser cigarra que hormiga, reivindicar su ejemplaridad tiene poco de subversivo.

Parece que Libertario desconoce que en el "Mundo Pantalla" las vidas de las personas se han convertido en una impúdica retransmisión y el individuo en la autocomplacida "cigarra" que la protagoniza. El éxito radica en el aplauso de los followers. Para muchos adolescentes y jóvenes, también para bastantes adultos, esto es parte muy mollar de sus vidas.

Lo que impera es gozar de un triunfo sociomediático en absoluto basado en el mérito del trabajo (hormiga), sino en la facilona aprobación de los followers (cigarra)Por eso, la pintada callejera de Libertario se ha vuelto borreguilmente "sistémica".

Puede que en su imaginario la mayoría de la gente siga siendo hormiga: resignadamente hormiga; pero lo que de veras ocurre en Relator y en sus adyacentes es que la mayoría se ha vuelto cigarra: aborregadamente cigarra. Hoy la contestación, la reivindicación, la revolución, la disidencia, en suma, la libertad, consiste en querer y poder ser hormiga.

Pero a Libertario se le detuvo el calendario cuarenta años atrás y se ha convertido en un "fósil viviente". Es el peligro de no hacer una lectura despierta del tiempo en que se vive y consecuentemente de errar en el discernimiento axiológico que a uno le toca. Libertario desconoce esta última transvaloración de la fábula; de otra manera, jamás hubiera hecho reivindicación alguna de la cigarra. Su "ejemplaridad" hoy es socialmente "evidente"; no en vano, la cultura de la excelencia (que ahora representa la hormiga) yace arrumbada desde que,
  • por un lado, la posmodernidad, que tanto se ha jactado en el último medio siglo de descoyuntar la razón de los griegos y de los modernos y de exacerbar el estatus cognoscitivo la emoción, consiguió que todo cuanto había sido sólido en los últimos 2.500 años acabase siendo primero "líquido" y luego "gaseoso";
  • y, por el otro, la tecnodigitalidad, que tan ufana sostiene que todo lo que se puede ser, saber y hacer reside -a la distancia de un touch- en el reverso de la pantalla, en tiempo récord ha conseguido que el screaming se convierta para adolescentes y jóvenes en el primum analogatum de la vida personal y social, precisamente cuando el hombre barrunta su fantástica autoevolución de sapiens a cyborg.
En un periodo como éste, de tanta turbulencia axiológica, a la sociedad le urge ponerse a distinguir entre los valores con los que sí transigir y entonces "vivir" y con los que no y en consecuencia "morir"; es decir, le apremia elegir entre afrontar el futuro y descabalgarse del presente.

En los mismos cuarenta años que Libertario lleva orillado del trepidante curso de los acontecimientos, a las sociedades occidentales ¡se les ha roto la historia! Esto es algo que,  ciertamente, no ocurre todos los días:

Le tocó al señor feudal, cuando se dio cuenta de que su sistema, heredado ¡nada menos! que de Roma, había cumplido su tiempo... Cinco siglos después, a París y a Londres cuando, después de la Segunda Guerra Mundial y pese a estar en el bando de los ganadores, se dieron cuenta de que ya no serían más las fabulosas metrópolis de ningún colosal imperio de ultramar, y que la historia forzaba a sus Estados a buscar un nuevo lugar en el Mundo, un nuevo papel en la Historia...

Y también a Europa entera cuando, después de hacer la cuenta de los muertos que sumaban las dos grandes guerras, se dio cuenta de que la razón, efectivamente, había creado monstruos y entoces, en el marco del proyecto de los Estados Unidos de Europa, se recreó inventando la socialdemocracia, el estado de bienestar y la clase media, y así firmó una paz socialmente vertebradora, que ha durado unos setenta años.

En nuestros días no hay ninguna convencional guerra que ganar y ningún convencional imperio que descolonizar, pero el escenario geopolítico y socioeconómico ha cambiado tan bruscamente desde el 11 de septiembre de 2001 que la Historia se les ha quebrado otra vez a las sociedades occidentales y estas de nuevo se han tenido que poner a buscar su "lugar" en el Mundo.

La revolución científico tecnológica ha propiciado que el futuro, de repente, se les haya hecho incómoda y fascinantemente presente. Ahora quien crea los monstruos es el desbocado progreso tecnológico, que de medio se ha sublevado en fin, y ello hasta el punto de que estas sociedades se han olvidado de la radical vertiente axiológica de la crisis que las azota.

***

Dice J. Diamond que las sociedades se juegan su porvenir en aquellos momentos en que los valores a los que veneran se vuelven incompatibles con la vida, al menos en los términos de dignidad y de confort que ésta exige para considerarla realmente humana; y entonces tienen que elegir entre los valores que conservar y los que reemplazar. Una mala decisión las puede conducir al colapso y la desaparición.

A este arduo dilema subyace otra áspera cuestión: ¿acaso todas las sociedades no quieren vivir? ¿acaso el deseo de vivir no es incontrovertible en cualquiera de las formas que la vida adopta, sea desde las biológicamente más primitivas y simples hasta las socioculturalmente más evolucionadas y complejas? ¿Acaso una sociedad sacrificaría de veras su futuro en el altar de sus valores? ¿De veras no es más fuerte la fidelidad a la vida que a unos valores que lo son mientras contribuyen a que haya vida, más vida?

A bote pronto se me viene el recuerdo del mítico asedio romano de la ciudad judía de Masada, de la heroica resistencia de aquellos hebreos. Lo que allí estaba en juego no era solo un asunto de mera supervivencia, sino de enrevesada fidelidad a una divinidad. ¿Vida o Dios?

Sin embargo, para J. Tainter el asunto de la superveniencia de las sociedades es más simple. Una civilización, si fracasa, es porque, cuando no debiera, se despreocupa del problema que la amenaza. Pero la historia fácilmente hace entender que el comportamiento de la cigarra, que sacrifica el porvenir al disfrute del presente, no es la única -ni mejor- respuesta a la pregunta de por qué las sociedades, como la de Masada, se autodestruyen. Además de la irresponsabilidad, está el error cognitivo y el axiológico:

El caso de un error cognitivo es el de una sociedad que no tiene ninguna experiencia previa del problema o que, si la tiene, lamentablemente, la memoria intergeneracional le flaquea, y además no conserva registro escrito de ella.

También es el caso de una sociedad que, erróneamente, percibe el problema como similar a alguno anterior e incurre en una analogía improcedente que, a la postre, conduce a decisiones equivocadas. 

Además puede ser el caso de un problema que adopta la forma de una tendencia muy lenta y permanece oculta tras fluctuaciones detectables solo a largo tiempo, cuando es demasiado tarde para solucionarlo.

Para Diamond, cualquiera de estas vicisitudes pudo ocurrirle al habitante de la isla de Pascua que taló la última palmera del que había sido el frondoso bosque a cuyo amparo sus ancestros habían vivido exitosamente durante varios cientos de años. Puede que él -sus contemporáneos también- estuviera aquejado de "amnesia del paisaje". La degradación del palmeral sería tan paulatina que, cuando se hizo consciente de su gravedad, era tarde para poner remedio.

No obstante, este desastre, explica Diamond, también se pudo deber a un errado discernimiento axiológico. Quizás la destrucción de aquel bosque, que era su principal medio de vida, estuviera tan justificada por los valores en que creían que los habitantes de Pascua la asumieron como la irremediable consecuencia de su coherencia.

Recuerdo a Don Príamo Ferro, ese personaje de novela de Pérez Reverte que, al decir de su autor, era como la vieja y parcheada piel de tambor sobre la que la Gloria de Dios seguía redoblando en una Ciudad en la que ya Dios apenas importaba. La fidelidad a su creencia le condujo a su autodestrucción e hizo de él un fósil viviente, como Libertario.

Entre el error cognitivo y el axiológico el más intrigante es el axiológico: el que la vida no sea el valor supremo que da valor a los demás valores. Los habitantes de Pascua acabaron con el bosque porque necesitaban los troncos de los palmerales para erigir sus monolitos. Estos fueron haciéndose tanto más monumentales cuanto más adverso se les hacía el medio del que vivían. Necesitaban que los dioses fueran más clementes con ellos, que les devolvieran el favor de la naturaleza y pusieran remedio a sus males.

Otro caso es el de los noruegos de Groenlandia, que decidieron ser a toda costa un pueblo cristiano de ganaderos y, para salvaguardar estos valores, se mostraron inexplicablemente refractarios a la influencia de los inuit, que sí tenían la tecnología para vivir en un medio tan inhóspito.

***

Efectivamente, el hombre es capaz de conductas irracionales y moralmente reprobables. Estos comportamientos suelen nacer de un conflicto de valores, y entonces llegar a ser indómitamente viscerales. No es solo la religión, como apunta Diamond, la fuente de estas tensiones, sino cualquier ideología que prenda en la emoción de una sociedad y acabe convirtiéndose en una (creencia) envolvente e insalvable visión de la realidad. El nacional socialismo alemán y el comunismo soviético son excelentes ejemplos contemporáneos.

El hombre es capaz de ignorar una mala situación si viene desencadenada por algún valor del que está profundamente convencido. Cuando esto sucede, puede persistir en el error y llamar a su obcecación con nombres autocomplacientes como fidelidad, heroicidad, santidad... o con otros menos halagadores como contumacia, obstinación, fanatismo...

Por ejemplo, ¿se equivocó Héctor al enfrentarse a Aquiles, aun sabiendo que iba a morir? ¿de haber evitado este combate, cuál hubiera sido el curso de la guerra? ¿y el propio Aquiles, se equivocó al salir del gineceo para buscar una fama que también tenía precio de muerte? Por ejemplo, ¿debió el zar Nicolás II haber renunciado a seguir creyéndose el hombre elegido por Dios para dirigir el destino de Rusia? ¿acaso su creencia ya no era de otro tiempo?

En definitiva, ¿qué ocurre cuando la vida no es el valor supremo, cuando un hombre o una sociedad están dispuestos a sacrificar la vida ante otro valor que inexplicablemente estiman superior? La línea entre la santidad y el fanatismo, entre la heroicidad y la obstinación, entre la inteligencia y la estupidez, la traza eso que Ortega y Gasset llama "estar a la altura de los tiempos":

Cada generación, cada sociedad, cada civilización, tiene una altura a la que arribar; de no encumbrar la cima, falta a su "misión histórica" y encamina los pasos a su autodestrucción. La vida humana o se sujeta a pulso o se "naturaliza". Sin esfuerzo, se vuelve "bárbara". Por eso, el "hombre cigarra" no lleva una vida auténticamente humana. Estar a la altura en cada momento de la historia obliga al hombre a ser un animal culturalmente trashumante: dinámicamente creador de cuanto la vida requiere para ejecutar, sin descanso, su incontenible intención de vivir. Parafraseando a Goethe: ¡Vida, más vida!

***

Cuando los problemas de este jaez están en fase de silente gestación y todavía pasan masivamente desapercibidos, el turno es para los visionarios, como Spengler en 1928, cuando publicó La decadencia de Occidente, y Ortega en 1939, cuando publicó La rebelión de las masas, y Steiner en 1951, cuando publicó En el castillo de Barba Azul, y Baudrillard en 1969, cuando publicó La sociedad de consumo.

Las mismas sociedades a las que estos visionarios advirtieron de un mal entonces in actu nascendi, padecen en la actualidad de "amnesia del paisaje" y viven acostumbradas a una enfermiza decadencia que muchos creen solo socioeconómica, y no también axiológica. 

Aunque a la opinión pública sus dirigentes apenas se lo digan, además del reto energético y medioambiental y del tecnológico y digital, ambos consecuencia del impacto de la vertiginosa revolución científico tecnológica, también está el (sospechosamente silenciado y no menos grave) reto axiológico. No es sólo el modelo socioeconómico el que está en cuestión, sino también el "iconostasio" de sus valores. Por tanto, el problema no es sólo:
  • Si las sociedades occidentales podrán pagar el estado de derecho, de seguridad jurídica y de bienestar, como hasta ahora: si la sanidad, la educación, las pensiones y los subsidios que evitan la marginación, serán posibles a medio plazo...
  • Si la implantación de los nuevos modelos de producción y de relaciones laborales traídas por la revolución tecnológica hará que la obsolescencia de los trabajadores de mediana edad se convierta en un mal crónico sin solución confesable...
  • Si la juventud que no ha recibido una formación a la altura de este tiempo tendrá acceso digno al mercado laboral o será una generación irrecuperable porque nació profesionalmente obsoleta...
  • Si la agenda económica global hará que el empobrecimiento de las antiguas clases medias occidentales irá a más porque hay países cuyos costos laborales -más baratos- favorecen una productividad más competitiva...
  • Si el desarrollo industrial de los emergentes irá en detrimento de la  reindustrialización de bastantes países occidentales cuyas economías no tendrán otra (ficticia) salida que el endeudamiento perpetuo...
  • Si el planeta resistirá el impacto que el desarrollo científico y tecnológico, industrial y energético, demográfico y social, le está causando: ¿los cambios que apreciamos son las normales variaciones de la geología o las consecuencia del "maltrato" humano? Y si "maltrato" ¿es por un error cognitivo o axiológico?
Esto, siendo muchísimo -la retahíla de problemas asustaría a cualquier gobierno occidental que honradamente la quisiera asumir-, sin embargo, no lo es todo. Además hay un embarazoso reto axiológico, cuyo concurso es imprescindible en la solución de los otros dos retos, pues, de lo contrario, el valor que inevitablemente se acabará imponiendo es el hobesiano interés del más fuerte.

Si, contemporáneamente, el Dios de las iglesias fue reemplazado por el dios de los Mercados, últimamente, quien gana en esta figurada teogonía es Hefesto, por haber conseguido que la Tecnología sea la mejor manera de fabricar riqueza que el hombre hasta ahora ha ingeniado. Su supremacía se prevé larga. ¡Bendita y alabada sea la Tecnología!

Sostiene Harari que, históricamente, fueron las creencias las que inspiraron y propiciaron la revolución tecnológica del neolítico. La agricultura y las ciudades surgieron para posibilitar la construcción de tan colosales edificaciones religiosas. La  tecnología nació a demanda de las creencias o, al menos, éstas le encontraron sentido y rigieron su utilidad. 

Pero ahora la historia ha virado y asiste a una de rebelión de los medios, que se han autoerigido en fines. La ciencia y la tecnología son el nuevo "pegamento mítico" de unas sociedades que se encuentran en el brete de discernir qué núcleo de valores conservar y cuál desechar. El problema es que, engolfadas con la deslumbrante quincalla que la tecnología les ofrece como novísimo bien de consumo, estas sociedades no están en disposición de afrontar el reto axiológico. En este terreno no hacer nada es hacer que Hobbes y Darwin avancen cogidos de la mano, y que el valor que impere sea el interés del más fuerte.

En los momentos críticos de la Historia, y éste lo es, elegir quién ser y en qué creer es apostar, y apostar no siempre es acertar y además acertar no está exento del flagrante delito de contradicción:

Seguramente, el enorme Sócrates no se equivocó al buscar el suicidio, pero sí al sobreponderar el riesgo de la tradición escrita en contraposición a la oral. Y, seguramente, tampoco se equivocó la Iglesia Católica al teologizar los textos de Platón y de Aristóteles, pero sí al desconsiderar, durante al menos cuatro siglos, la pujanza de la ciencia empírico matemática, cuyos autores todavía no eran unos descreídos.

Seguramente, no acertó la Corona de España -en el albor de la Edad Moderna: cuando Descartes inauguró la secularización de la filosofía- en hacer del ecumenismo cristiano y de las guerras de religión uno de los principales asuntos de su enorme Imperio; pero sí acertó en reconocer que los indígenas de Nueva España eran hijos de Dios y por tanto merecedores de la misma dignidad y derechos que el resto de los españoles. Y, seguramente, tampoco acertó el fraile Lutero en dejarse embaucar por el interés nacionalista de los príncipes alemanes, pero sí en traducir la Biblia a la lengua de estos mismos.

***

Visto está. Apostar no siempre es acertar y acertar, para colmo, no está exento del riesgo de contradicción. Se contradijeron Sócrates, la Iglesia Católica, la Corona de España, el fraile Martín Lutero... todos ellos grandes actores en momentos importantes de la historia de Occidente. Seguramente, el hombre de hoy, al apostar, también incurra en flagrante contradicción. No obstante, es tiempo de apostar. Tal es es su "misión histórica". Dejar que corra el turno y escurrir el bulto sería darle la razón a Tainter y hacerse rehén y cómplice de la sociedad resultante. Quizás sería, incluso, contribuir a la "rebarbarización" de su sociedad. Así, pues, a modo de ensayo, ¿cuál podría de ser la apuesta? ¿qué valores habría que elegir y qué otros desechar?

Primero

No poner el corazón en ningún "anti" algo y menos aún si es un "anti" ciencia o "anti" tecnología. El faktum de este tiempo, su altura histórica, es la revolución científico tecnológica. Fuera de ésta apenas nada humano acabará siendo posible y todo lo humanamente crucial terminará siendo redefinido por ella: individuo, libertad, conciencia, inteligencia, intimidad, relaciones, democracia, economía, dignidad, conocimiento, política, aprendizaje, vida, energía, trabajo, muerte, ocio, sociedad, comunicación, enfermedad, emoción, arte...

La adhesión a cualquier valor incompatible -que no inteligentemente crítico- con esta revolución será manifiestamente estúpida.

Segundo

No poner el corazón en ningún "neo" algo y menos aún si es furtivamente empleado como un "anti" otra cosa. Los "neos" suelen ser síntoma de agotamiento, de añoranza y de temor. La historia actualmente está rota. No cabe vuelta a ningún "atrás". No es posible la recomposición de ninguna situación pasada para adaptarla a este presente: el mercado laboral ha cambiado, la educación ha cambiado, la familia ha cambiado, la moral pública y privada han cambiado, el ocio ha cambiado, las creencias han cambiado...

Asistimos a un crucial cambio de era. Lo medular es que el hombre transita de sapiens a cyborg, aunque esto obviamente no sea cosa de hoy para mañana. La adhesión a cualquier valor que niegue la extraordinaria singularidad científico tecnológica del presente, conduce al forzado abandono de la historia, que es la peor forma de marginalidad.

No obstante, ni lo primero implica la acrítica asunción de la ciencia y de la tecnología: de sus excesos, de sus desmanes, de sus secuelas deshumanizantes; ni lo segundo, un miope presentismo ni un bobo futurismo: la ignorancia de la historia, que ahora es tan especialmente necesaria, incapacita para hacer una inteligente apreciación de la incipiencia de este tiempo. En los currículos las materias STEM destacan oportunamente, pero a costa del olvido de las humanidades. Ni todo progreso es siempre mejora ni toda posible realización técnica, siempre humanizadora. Hefesto necesita de la inspiración de una inteligente Palas Atenea.

La ciencia y la tecnología se han convertido, de hecho, en el "pegamento mítico" de las actuales sociedades occidentales. Hoy las creencias (muchas son bisutería reactiva de las creencias de ayer) mandan poco, a no ser la propia ciencia y tecnología. Estas son el nuevo "mesías", de ellas depende la "salvación",  el porvenir. Son el valor universal, la nueva lengua franca que habla el mundo entero. Su éxito es transversal, recorre todas las sociedades, afecta a todos los ámbitos. Nada se les escapa.

Las sociedades occidentales creen en la ciencia y en la tecnología como antes creían en Dios y en la Iglesia. Cuanto tocan con su "numinoso" poder, queda cualitativamente cambiado y exponencialmente revalorizado: el trabajo, el ocio, las relaciones personales, las compras, la información, el capital...

Las sociedades saben que su prosperidad económica depende de la innovación científica y tecnológica. Yendo a los extremos... La medicina regenerativa, que difiera sine die la muerte y que de facto nos haga aproximadamente inmortales... Para llegar ahí, y aunque a esto nunca se llegase, el progreso de la biotecnología seguirá siendo inmenso... La neurocibernología, que permita al hombre trascenderse y sustituir el soporte biológico del cerebro por otro biónico, y revocar que el saber es la consecuencia del aprender y éste la del esfuerzo y el entusiasmo... Para llegar ahí, y aunque a esto nunca se llegase, el progreso de las ciencias del cerebro también seguirá siendo inmenso...

No obstante, la penetración de la tecnología en los hábitos y en las concepciones individuales y sociales es tan profunda y tan rápida que sus efectos no siempre son aceptables; de ahí, so pretexto de Libertario, la denuncia de cómo la tecnología ha redefinido la vida del individuo, primero desproveyéndola de la cultura del mérito y del esfuerzo y, segundo, sumiéndola en la cultura del espectáculo inane. Las consecuencias de la tecnología, como bien de consumo de ocio y de socialización, están siendo devastadoras entre niños, adolescentes y jóvenes.

Tercero

Invertir en el individuo, en su vida, porque él es el mejor "valor refugio". El individuo nunca es gasto; siempre, inversión. Para los economistas el principal sector estratégico de inversión en este último estertor de crisis es el tecnológico, la salud y las energías limpias; para el educador, en cambio, el individuo, su excelencia, porque éste no es sólo el usuario final de todo (consumidor), sino también, y antes, su artífice primero (autor). 

J. Monod lleva razón. El individuo aporta intención al mundo. Sin él la naturaleza está desprovista de fines. Carece de axiología. No tiene preferencias. La excelencia de los fines que puedan fecundar la naturaleza y transformarla en Mundo, depende de la excelencia de los individuos. Es la correlación entre la ontología (ser) y la axiología (estimar).

Nunca el hombre ha tenido tanto poder (tecnología) sobre su propia evolución y entorno. Sin embargo, nunca ha sido (ontología) ni ha estimado (axiología) tan poco y tan mal. Se observa un considerable desfase entre, por un lado, su tecnología y, por el otro, su ontología y axiología. Por eso, en esta crisis la "inversión" en el individuo, en concreto, en el incentivo de la excelencia de su ser (ontología) y de su estimar (axiología), es tan estratégica.

Dicho con sesgo pragmatista, si el individuo estima con excelencia, obrará con excelencia y se hará finalmente excelente; y con sesgo ontologista, si es con excelencia,  estimará con excelencia y obrará con excelencia. 

Ahora es tiempo de acatar la proclama de Kant: Perficere te ad finem aude!¡Atrévete a hacerte excelente! Si la altura de este tiempo está determinada por la formidable revolución científico tecnológica, la "misión histórica" consiste en saberle endosar a esta revolución un fin (axiología) a acorde al enorme poder (técnica) que le otorga a un individuo tan pobre de ser (ontología).

El "hombre cigarra" de hoy tiene su voluntad de vivir distraída en la mediocridad y en el "felicismo". Su insulsa vida de vedette es incompatible con esta vida de excelencia que -fundada en el trascendental de la vida: ¡no hay otro!- entiende que cada individuo es un proyecto irrepetible, irreversible, intransferible y perfectible, y que su vida no consiste sino en hacer eclosionar sus idiosincrasias hasta el extremo de ser la mejor versión posible de sí mismo, y esto no a pesar de los otros (neodarwinismo social), sino con ellos y para ellos.

Más acá y más allá de cualquier "anti" y de cualquier "neo", una vez establecido que el faktum de este tiempo es la revolución científico tecnológica, la apuesta axiológica pasa por la recuperación de esa cultura de la excelencia que se fundamenta en aquel "quehacerse" que el individuo opera en sí mismo mediante: a) el entusiasmo de saber que es un proyecto (irrepetible, irreversible, intransferible, perfectible); b) y el esfuerzo y el trabajo que le es preciso para sobreponerse a su propia mediocridad. Entusiasmo de ser y esfuerzo de ser: son las dos "moléculas" del "metabolismo" del "hambre primera", del "apetito primordial", de donde "naturalmente" le brota que al individuo que a) estime con excelencia, b) obre con excelencia y c) sea excelente.

Pero el "Mundo Pantalla" tiende a todo lo contrario, a que el individuo se vuelva romo y mediocre. Pese a disponer de más información que nunca, llama tremendamente la atención su extremado aborregamiento. Ninguna "red social" de la historia ha tenido tanto poder como la Red. La psicología de masas y el pensamiento colectivo nunca han sido tan fáciles de manipular y de controlar. La ingeniería social nunca había tenido herramientas tan poderosas. Desde luego, siendo romo y mediocre, no dejarse arrollar por la opinión de la mayoría es misión imposible, máxime cuando toda información está instantáneamente tabulada.

Esta telemática vida de vedette tiene mucho de experimento social. Si B. Libet, pionero del determinismo neurológico, sospechó de la libertad del individuo, A. D. Cutting y M. Cafarella, pioneros del determinismo cibernético, la han ridiculizado.

Igual que J. Baudrillard alertó, hace más de medio siglo, de la sociedad de consumo, ahora urge alertar de la sociedad del bigdata. El problema no es el Internet de la Cosas, de la que tanto se habla, sino el Internet de las Personas, de la que se habla mucho menos. El Internet de las Cosas exacerba, sin duda, el consumismo del individuo; pero el Internet de las Persona hace algo incalificablemente peor: lo aliena reduciéndolo a mercancía. El individuo, su vida, se ha convertido en el negocio más rentable de la Red.

Ciertamente, su dignidad peligra. El día de mañana porque quizás el contenido de su conciencia quede públicamente expuesto en la pantalla de un ordenador capaz de descifrar las matemáticas de su cerebro: sentimientos y pensamientos; y entonces quizás su vida deje de ser ese proyecto irrepetible, irreversible, intransferible y perfectible... y se transforme en una programable circuitería biónica... Pero, hasta entonces, a día de hoy, su dignidad ya está en riesgo porque el individuo es dato que se vende y se compra a precio de "coltán". En la Red su rango ontológico es el de mercancía. Su mediocridad, su aborregamiento, es el resultado de la "kenósis cibernética de su dignidad" a la que, silente e insistentemente, es sometido en la Red en la que se mueve, es y existe.

***

Está visto. Apostar no siempre es acertar y acertar, para colmo, puede incurrir en riesgo de contradicción... No obstante, éste es tiempo de apuesta y hay que intentar estar a su altura y cumplir con su "misión histórica". Hay que elegir entre ser cigarra aborregada y hormiga contestaria; entre el anacronismo de Libertario y la comprometida (y frecuentemente menospreciada) clarividencia de Spengler, Ortega, Steiner, Baudrillard; entre ser cómplice de los "señores del aire" que operan la conversión del individuo en mercancía (en bigdata, que es la actual manera de convertir al hombre en "gente", al individuo en "masa") y ser un educador contestatario que, guiado por la proclama de Kant, se empeña en lo que, sin ser imposible, casi nadie tiene, quiere tener, en estima: ¡Ser yo, yo, yo... Ser yo, ser yo! Unamuno lo reivindicaba "egoistamente" para sí; el educador, desde la ejemplaridad, lo tiene que reivindicar magnánimamente para cada uno de sus alumnos.

No obstante, en el "Mundo Pantalla" esta apuesta por la hormiga contestataria es subversiva y contraintuitiva. Puede que G. Bernanos esté equivocado y sea verdad que los pueblos se levantan obedientes a la voz de cualquier vaquerillo... Ante tan sombría sospecha, la única esperanza, que no ilusión, es que los educadores no sean unos vaquerillos cualquiera, sino líderes que, con el aspecto del bifronte Jano, su cabeza sea mitad Platón y mitad Nietzsche, porque éste no es tiempo para solo crear ni para solo criticar.

En un paisaje que se ha quedado sin horizonte hace falta uno nuevo y, a la vez, no perder de vista que cualquier horizonte -que cualquier cierre (categorial) del paisaje siempre es un rebasable efecto óptico, un sentido ribeteado de una ilusión que hay que cribar.


PS.- Para A.J.P.A., acaso vecino de puerta de Libertario.

domingo, 24 de mayo de 2020

Y en la hora del naufragio se mi nereida

"Y en la hora de la muerte
se mi consuelo"

(Rendidos a tus plantas:
plegaria popular a Mª Auxiliadora)

Séneca se refería a la vejez como ese final caduco y arrugado que antecede a la muerte. Ser viejo es tratar a diario con la inminencia de la muerte. En la vejez el heideggeriano vivir en serio, que le surge al hombre que ha tomado conciencia de que es un ser para la muerte, se hace seriesísimo. Día vivido, día ganado. Con razón se me podrá replicar que así es siempre, a cualquier edad. Cierto. Pero esta radical condición humana se enfatiza en la senectud a más no poder.


No obstante, lo más temido por el anciano quizás no sea la muerte misma, sino el declive de la vida. No tanto su aniquilación como su detrimento. Es el crítico momento en el que la aurea aetas de la venerable vejez -el tener la vida hecha y el tener nada que hacer más que la complaciente recreación en lo(s) ya hecho(s)- se trastoca en decadencia.

Amissa pristina dignitas: perdida su deslumbrante dignidad, al "animal humano" solo cabe o echar manos de las nereidas, de esas mitológicas criaturas que emergían de la profundidad del mar para ayudar a los náufragos, o echar manos abajo y dejarse tragar por el mar a la machadiana manera:  ya estamos solos mi corazón y el mar...


Hoy, 24 de mayo de 2020, he acompañado a mi anciana madre a la Basílica de María Auxiliadora. Por ahora, no quiere la soledad con el mar que cantaba el poeta. Tiene a su Nereida. Ésta le da consuelo y arrestos, paz y coraje. A su avanzada edad, si llego, yo no tendré más "nereida" que los arqueológicos restos de la cultura en que nací y me hice y me hicieron. Y tampoco creo que tenga la determinación precisa para agitar los brazos, como hacen los náufragos, para mantenerme a flote un poco más y no dejarme tragar por el abismo. ¡Qué bien usó el maestro Ortega esta metáfora absoluta del naufragio!
"La vida es en sí misma y siempre naufragio. Naufragar no es ahogarse*. El pobre humano, sintiendo que se sumerge en el abismo, agita los brazos para mantenerse a flote. Esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura -un movimiento natatorio**. Cuando la cultura no es más que eso, cumple su sentido y el humano asciende sobre su propio abismo. Pero diez siglos de continuidad cultural traen consigo, entre no pocas ventajas, el gran inconveniente de que el hombre se cree seguro, pierde la emoción del naufragio y su cultura se va cargando de obra parasitaria y linfática. Por eso tiene que sobrevenir alguna discontinuidad que renueve en el hombre la sensación de perdimiento, sustancia de su vida. Es preciso que fallen en torno de él todos los instrumentos flotadores, que no encuentre nada a que agarrarse. Entonces sus brazos volverán a agitarse salvadoramente"
(Pidiendo un Goethe desde dentro

* A veces sí, naufragar es ahogarse.  A veces sí, sufrir el hundimiento del barco en que se viaja conlleva el ahogamiento. O lo quiere el propio náufrago, que se resiste a bracear (sus razones tendrá); o lo "quiere" el proceloso mar, que no le permite el braceo.

** La cultura es un "movimiento natatorio". Y dentro de la cultura, la nereida de la religión, durante miles de años. El problema es que lo "ahora" nos ha sobrevenido no es una "discontinuidad" de la cultura, sino una quiebra de la misma, y a la vez el surgimiento de otra, tan deslumbrante y fascinante como todavía incipiente, por eso que sus nereidas (la muerte indefinidamente diferida por la medicina regenerativa y la superación cibernética de la "sola" biología) sean algo así como una primitiva saga patriarcal. Lo que media (no en tiempo sino en creación cultural) entre los míticos Abrahám y Odiseo y el papa Inocencio III y Fleming es lo que quizás separe a este incierto presente (sin más nereidas propias que las de bisutería) de su futuro.

miércoles, 6 de mayo de 2020

El Viejo Zeus

Hoy me eché a andar cuando el crepúsculo de la mañana frisaba el horizonte con tímidas claridades, seguro de que a esas tempranas horas el Viejo Zeus llevaría ya rato despierto y aguardando a que el amanecer se filtrara por la ventana de su habitación, igual que hacía de niño en el cuarto en el que dormía con el tío Carpio.


El 11 de septiembre de 2001 el Mundo precipitadamente entró en un periodo de crisis de onda larga; de breakthroug: de ruptura y de progreso: de progreso mediante la ruptura. En estos días tan turbios, tan de ruptura, el potencial evolutivo del hombre se muestra descomunal. Lo cual es causa de fascinación y de temor. 

Discuten si evolución siempre es progreso. Seguramente, las palabras "progreso" y "esperanza" representan más esa tendencia (necesidad) que el hombre tiene de darse un empujón a sí mismo en la espalda para impulsarse hacia adelante, que una constante (ley) de la historia.

El día que el Viejo Zeus se quede sin rayos que lanzar y su silueta se esfume sobre la cima del Olimpo, se me desvanecerá gran parte de la mejor parte de cuanto de sólido me queda de aquel mundo en el que nací, crecí y viví hasta que la Historia me deportara a un Futuro que recién se ha hecho incómodo presente, para mí, en particular, y para la sociedad, en general.

Sí, aquel mundo -ése que parecía definitivo, irreversible, irreductible, cierto, convincente- primero poco a poco se hizo "líquido", efecto de la postmodernidad y por último, bruscamente evanescente, efecto de la pandemia.

Aunque también fue deportado de su mundo natal, el Viejo Zeus, pese a bordear casi la centena, no se ha convertido en un muerto en vida. Nunca se ha cansado de correr tras la liebre que la Historia suelta a los que cumplen años para que no envejezcan nunca. Su biografía no es ha sido mera una evolución sino un progreso con propósito, que es en lo que precisamente el hombre de hoy -héroe de sí mismo- ha de convertir su propia evolución.

El Viejo Zeus domeñó su previsible destino. El Viejo Zeus ni mucho menos nació divino. Pero ha sabido ganarse un destacado altar en el Olimpo. Ahora, más que nunca, lo miro y lo admiro. La clave, no dejar de correr tras la liebre de la Historia. El Viejo Zeus tiene mucho de Argos.

lunes, 20 de abril de 2020

Nuestro 25 de enero, el primer día del "Mundo Nuevo" al otro lado de "nuestra vida normal"


"Esta epidemia la vamos a superar. La inmensa mayoría de nosotros sobreviviremos. La economía volverá ponerse en marcha. Sin embargo, podríamos despertarnos en un mundo muy diferente"
(Y. N. Harari, abril de 2020) 


De las primeras cosas que hice el sábado catorce de marzo fue colocar sobre la mesa de trabajo mi ajado ejemplar de La peste. Es un "libro amigo", que me acompaña hace años y que, hace años también, tenía olvidado en el anaquel de la biblioteca donde reside con sus vecinos El extranjero, La caída, El mito de Sísifo...


domingo, 5 de abril de 2020

La "No-Semana-Santa" del año del Covid 19

"Pero hay ciudades y países donde las gentes tienen, de cuando en cuando, la sospecha de que existe otra cosa. En general, esto no hace cambiar sus vidas, pero al menos han tenido la sospecha y eso es su ganancia"
(A. Camus, La peste)

Hoy, domingo de ramos, las calles de Sevilla han amanecido vacías. Es el vacío de una sociedad aturdida que se sabe inevitablemente llevada a una descomunal crisis de alcance casi total. El Mundo, salvo China, lleva detenido poco menos de un mes. Cientos de miles de infectados; decenas de miles de fallecidos. Hospitales colapsados. Morgues improvisadas. Difuntos sin velatorios. Fábricas que reconvierten su producción, como se hace en estado de guerra. No en vano, es lo más parecido a una guerra que esta sociedad ha vivido. Incluso el lenguaje de los políticos es bélico cuando habla del virus.

Guía cofrade: Mudá (73)

sábado, 28 de marzo de 2020

¡La brutta Europa!

Así abría ayer, 27 de marzo, el diario italiano La Repubblica: "La brutta Europa": La mala Europa. Se refería a la reunión de jefes de estado de la Unión celebrada el día anterior; en concreto a la reacción de Holanda, Austria y Alemania ante la apremiante demanda de ayuda de Italia, España, Portugal y Francia para sofocar la crisis sanitaria y económica causada por la pandemia del Covid 19.


"Re-pug-nan-tes". El primer ministro portugués, António Costa, calificó de “re-pug-nan-tes” unas declaraciones del ministro holandés de Finanzas, Mark Rutte, en las que venía a decir “España, que se espabile”.

sábado, 21 de marzo de 2020

El virus que vino a precipitar el futuro

"Y ahora tratemos de adivinar de qué modo ellos vieron el Año Mil, de qué modo vivieron ese momento de esperanza y temor y se prepararon para afrontar lo que para ellos significó una nueva primavera del mundo"
(G. Duby, El año mil)

Hace solo cuatro años un deslumbrante Harari escribía en Homo Deus que la agenda de la humanidad -en el albor del tercer milenio- había cambiado radicalmente y que, después de miles de años de infructuosa lucha contra la hambruna, la peste y la guerra, el hombre ya no necesitaba rezar a ningún dios ni a ningún santo para que lo salvara de ellas. Su tesis era que estos endémicos problemas, aunque no se hubieran resuelto del todo, habían dejado de ser fuerzas incomprensibles e incontrolables para el hombre y se habían transformado en retos manejables.

sábado, 18 de enero de 2020

Ministra Celaá: "de ninguna de las maneras puede pensarse" que yo soy propiedad del Estado

El Estado soy yo, dijo el monarca absolutista. Tres siglos después yo puedo afirmar El Estado es mío... y de cada uno de mis compatriotas. Pero... al revés, ¡no! Ni yo ni ninguno de mis conciudadanos somos del Estado.

Nadie pertenece al Estado. Al contrario, cada ciudadano es "propietario" del Estado. Y el gobierno de turno no es más que el administrador que los "dueños" elegimos, a veces equivocadamente, porque todos, incluso la mayoría, nos podemos equivocar.

(Pinchar en la imagen para ver el vídeo
de las declaraciones de la Ministra Celaá)

Ayer la ministra Celaá dijo que no podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres... La frase, como todas, tiene un contexto. ¡Claro! Ningún padre puede privar a su hijo, por el simple hecho de ser suyo, de ningún derecho fundamental. ¡Faltaba más! Por ejemplo, ningún padre puede dejar de escolarizar a su hijo.

No obstante, la señora ministra de Educación afirmó "de ninguna de las maneras". El aserto es absoluto. No cabe matiz ni atenuante ni excepción ni aclaración.

La señora Celaá ¿se preparó la rueda de prensa? ¿lo dijo sin pensar? ¿o peor aún lo dijo después de haberlo pensado? ¡Qué barbaridad! No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres. ¡Decir esto en Europa, en el primer tercio del S. XXI! La señora ministra, sin darse cuenta, nos retrajo al siglo pasado; nos hizo viajar a Cuba y a Corea del Norte.

Lo que subyace a la declaración de la ministra Celaá es una determinada noción de Estado, según la cual el ciudadano -siempre un desvalido intelectual, carente de pensamiento y de criterio propio- pertenece al Estado, y no al revés, el Estado, a los ciudadanos.

Subyace una mentalidad según la cual el Estado es no el garante de la libertad de pensamiento de los ciudadanos, sino el tutor que vela para que el pensamiento de la sociedad sea el que el gobierno de turno, arrogándose una función que no le corresponde, tiene a bien. Para ello el gobierno, creyéndose Estado, necesita un uso ideológico de la Educación.

miércoles, 15 de enero de 2020

El fin de la clase media

Leo en la prensa que en 2030 la automatización habrá destruido entre 400.000 y 800.000 puestos de trabajo en España. La información no dice cuántos nuevos puestos creará la automatización (la Revolución Industrial 4.0), pero imagino que no tantos como los que destruirá y que, en cualquier caso, requerirán tanta competencia tecnológica que la mayoría de los desempleados difícilmente podrán a aspirar a ellos.

Noticias como ésta, que desde hace algún tiempo los medios repiten como si fuera una inevitable maldición divina, me hacen recordar aquello que algunos expertos -pocos según creo- se atrevieron a escribir cuando estábamos en el peor momento de la crisis económica de 2008: la sociedad, pasada la crisis, nunca volverá a ser la de antes; gran parte de lo perdido no se recuperará.