Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


domingo, 15 de agosto de 2021

Esperando a los bárbaros: teocentrismo, antropocentrismo, transhumanismo.

"Me despierto antes del amanecer y, pasando de puntillas junto a los soldados dormidos que se agitan y suspiran soñando con madres y novias, bajo los escalones. Desde el cielo miles de estrellas nos contemplan. Verdaderamente este lugar es el techo del mundo. Resulta deslumbrante despertarse al aire libre de la noche. El centinela de la entrada está sentado con las piernas cruzadas profundamente dormido, acunando su mosquete. El habitáculo del portero está cerrado, su carrito se encuentra fuera. Sigo mi camino"

J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros

Sostiene Michel Onfray que Occidente ha muerto. Estoy de acuerdo con él, aunque habría que matizar la tesis, tal y como él mismo hace desde el punto y hora en que, al hablar de la muerte de Occidente, casi siempre se refiere a la muerte, en particular, del judeocristianismo.

Considero que, efectivamente, el judeocristianismo como religión está muerto y como acontecimiento cultural agotado. No obstante, considero también que una suerte de "Occidente" -arreligioso y desterritorializado, cuya idiosincrasia es el Mercado y la Tecnología- va a sobrevivir -está sobreviviendo- al decadente, finiquitado, judeocristianismo con el que fue uno, y grande, durante casi dos mil años.

Muerto el judeocristianismo, asistimos al surgimiento de otra civilización, de un Nuevo "Occidente", que parece que va a poder albergar en sí el manojo de culturas regionales que todavía hay esparcido por el Planeta y que, con desigual vigor, reaccionan al ímpetu expansivo que, arrolladoramente, este nuevo "imperio" ejerce sobre ellas:

Me refiero a la China confuciana, a la India hinduista, al Extremo Oriente budista, al Japón sintoísta, al África subsahariana animista, al África septentrional y al Oriente Medio de religión islámica, a la Europa judeocristiana, sea en su versión romana u ortodoxa... Lo cierto es que todas ellas -de matriz religiosa- están abocadas a degenerar en exóticas momias de si mismas a cuenta del "conjuro socioeconómico" que les ha echado esta Nueva Cultura Global.

Por ejemplo, lo que en el siglo pasado la institucionalización del comunismo no logró en la China confuciana ni en la ortodoxa Rusia ni en la católica Polonia, sí lo está consiguiendo esta Nueva Civilización Mundo en que Occidente se está transformando; esto es, la esclerótica reducción de tales culturas regionales a meras curiosidades etnográficas, museísticas y turísticas, desprovistas ya de la capacidad de suscitar fidelidades personales, lealtades colectivas y sueños de futuro.

Esta necrótica pulsión se aprecia nítidamente en la Vieja Europa, en la que el judeocristianismo, durante tantos siglos, ha sido la norma normans de vida de la gente y ya solo es, para la mayoría, una rancia tradición vaciada de la pulpa de la creencia. Sin duda, en donde menos se experimenta esta "taxidermia", quizás nada, es en el islamismo.

En cambio, sorprende cómo China, al haberse abierto al Mercado, para curar de una vez su endémica pobreza, se ha integrado en esta Nueva Civilización Global, si bien a su modo, rivalizando perpetuamente con USA por la hegemonía geopolítica y económica del Mundo, haciendo "prestidigitación capitalista" con su comunismo.

Por ejemplo, el frentismo antioccidental en el que Irán, Rusia, China... se alían, sucede por paradójico que resulte en el seno del mismísimo Mercado, dentro por tanto del alma de la Nueva Civilización Mundo, en la que "Occidente", en aras de su absoluta globalización, no tiene escrupulos en ser también "Oriente" y, a medio plazo, incluso, también África.

La creencia germinal de este Nuevo "Occidente" tiene el haz del Mercado y del consumismo, y el envés de la Tecnología y de la hiperconectividad, y además, en cuestión de usos y costumbres, el felicismo egotista como paradigma de vida, que se expande, cual mancha de aceite, por las diversas regiones del Mundo en proporción directa al debilitamiento de sus arcanas tradiciones, religiosas y morales.

A este respecto, el judeocristianismo se observa más agotado en la Vieja Europa que las otras tradiciones religiosas y morales en las demás regiones del Planeta. Si bien es verdad que, en el otro extremo, el comunismo chino, aunque siga determinando férreamente la política y la economía del país, en tanto ideología, en cuanto creencia, cada vez inspira menos el estilo de vida de sus más de mil millones de paisanos, tan sorprendentemente occidentalizados como el mismo sistema comunista les consiente y, a la vez, les favorece.

Si China abre la puerta al Mercado para vender al "capitalista" Occidente, es imposible que, antes o después, por esa misma puerta el capitalismo occidental, su acomodada clase media, no se cuele en su sociedad. Es como si la élite dirigente china hubiese hecho un silente trueque con su población: bienestar occidental a cambio de resignación política: cresciente nivel de vida a cambio de inmovilidad política. Y así, en la última década la clase "media occidental" ha crecido en China, en términos relativos a su población, las cinco veces que ésta se ha empobrecido en el Viejo Mundo Occidental.

Como ideología, a este comunismo también parece faltarle la pulpa de la creencia. Este marxismo ha perdido por completo su utopía y se ha vuelto geopolíticamente pragmático. De hecho, no habría que descartar que Pekín llegara a ser, en el segundo tercio del S. XXI, la capital de esta Nueva Civilización Mundo, de este Nuevo Occidente que, aun siendo global, mire, sobre todo, no ya al envejecido Atlántico sino al hiperpoblado Pacífico. El Nuevo Occidente de veras no tiene más "compromiso nacional" que el que él mismo se encarga de suscitar en el consumidor mundial, que es el nuevo súbdito, allá donde esté.

En el Nuevo Occidente, es inconcebible, imposible, vivir fuera del Mercado -de la dinámica consumista que éste imprime a los ciudadanos, que ya no son tales, sino primariamente consumidores: compradores compulsivos de su felicidad- y de la Tecnología -de esa vida online que convierte a sus obsesivos usuarios en la novedosa y más valiosa materia prima del Mercado-. Puede que tanto o más difícil que, hace un siglo, lo era vivir fuera de Dios como cultura y religión.

Lo previsible es que en este choque de civilizaciones, que diría el controvertido Huntington, que ante la emergente pujanza de este Nuevo Occidente, las renqueantes culturas regionales -ninguna goza, salvo el islamismo, de buena salud- reaccionen procurando o bien el conservadurismo, o bien la aculturación o bien la inculturación, que no en vano fueron las enfáticas reacciones del judeocristianismo, de la Iglesia, en sus dos milenios de dialéctica relación con la cultura a la que ella, primero, llegó, con la cultura que ella, luego, elaboró y con la cultura que a ella, finalmente, abandonó:

Inculturación es lo que los hagiógrafos del Nuevo Testamento y los Santos Padre de la Iglesia hicieron con las partes de la cultura grecolatina, es decir, sobre todo la platónica y la estoica, que más se prestaban a dar empaque intelectual, teológico, al mensaje de los evangelios. Para que esta secta judía pudiera obtener reconocimiento alguno del Imperio, era menester que los filósofos grecorromanos, a menudo desafectos de sus dioses pero no de sus tradiciones, pudieran dialogar en su propio "idioma racional" con una religión surgida en unos parámetros culturales completamente diversos de los suyos.

En cambio, aculturación es lo que la joven Iglesia hizo en el ámbito político una vez que el emperador Constantino convirtió el cristianismo en religión oficial; esto es, asimilarse acríticamente al imperio, en concreto a su entramado político y administrativo. Si Dios es el origen de todo poder y no hay más Dios que Dios -era la máxima paulina-, quizás fuera inevitable que la Iglesia se convirtiese en pieza decisiva del engranaje imperial.

Así, durante mil años, el cesaropapismo, la teocracia, la doctrina de las dos espadas -utrumque gladium- fueron, hasta el S. XVI, en que se comenzó a entender que la política no era asunto del clero sino de los laicos, la única teoría política concebible.

Detonante de esta moderna secularización del poder fue la Reforma Protestante. Por un lado, Lutero, en su afán en convertir el cesaropapismo en cesarismo y en desvincular al papa, a la Iglesia, de las mundanas estructuras políticas; por otro lado, la disidente reacción política que la Noche de San Bartolomé (1572) provocó también en el seno del protestantismo continental.

En este contexto Maquiavelo perfila la silueta de un príncipe por primera vez sin necesidad de referencia teológica alguna. Dios dejará de ser la fuente de todo poder; ésta será inmanente, secular. El camino quedará expedito para que, sobrepasada -a final del S. XVIII- la monarquía, empiece el alzamiento de las masas, así hasta llegar al S. XX.

Y, por último, conservadurismo es lo que la Iglesia ha venido haciendo, desde el S. XVI hasta el Concilio Vaticano II en la segunda mitad del S. XX y, aún después de éste, según fuese la inclinación de cada pontífice, hasta llegar  a nuestros días. La historia Moderna y Contemporánea de la Iglesia Católica en mucho ha sido resistir, ser refractaria, a las fortísimas pulsiones extrateológicas de una razón declarada en rebeldía. 

Los nombres de Bracciolini, Niccoli, Petrarca, Descartes, Galileo, Hume, Kant, Voltaire, Feuerbach, Darwin, Marx, Nietzsche, Freud, Libet... son hitos, no ya de la progresiva secularización, sino de la radical desacralización de Occidente en los últimos quinientos años. De ser imposible pensar fuera de la Iglesia, más aún, fuera de la creencia marco de la que ésta era su institución, finalmente se llegó a la heresiarca proclama de Dios ha muerto.

Sin Dios, no hay judeocristianismo y bien pudiera haber sucedido que, muerta su religión refundacional, también hubiera muerto la civilización a que ésta dio origen. Pero no es, no será, éste el caso de Occidente, que va a sobrevivir, de hecho está sobreviviendo, a su religión refundacional, si bien después de una metamorfosis de la que va a resultar casi irreconocible, quizás otro distinto.

Podría decirse que la supervivencia de Occidente es excepcional, porque, según Onfray, las religiones son las que crean las culturas, y no al revés. Harari sostiene parecidamente que el pensamiento fantástico, la invención de algo que no existe, es lo que hizo eclosionar las tribus en imperios y las culturas en civilizaciones. En el principio está el pensamiento mágico, mítico, religioso... Por eso, lo esperable, desde esta óptica, era que Occidente muriese a la par que su religión.

Pero Occidente, téngase en cuenta, no nació solo del judeocristianismo. Figuradamente, podría decirse que Grecia y Roma -en realidad, los primeros patronos de Occidente-, fueron el andamio del que el judeocristianismo se valió para hacerse "grande", para volverse civilización, porque el "movimiento" de Jesús de Nazaret nació judío, marginal, insignificante...

Sin duda, fue San Pablo el que lo sacó del rincón de la Historia, Israel, y lo puso en el centro del Mundo, Roma, queriéndolo hacer religión apta para los paganos. Así es como un mensaje que había nacido oriental, de factura mítica, para ganarse el respeto, se hizo occidental, de factura lógica:

En el camino de Jerusalén a Roma, Yahvé, el Señor de la Historia, Abbá, el Papá al que el Nazareno oraba, se hizo tan atemporal como atemporal era el Ser de Aristóteles, y además el cristianismo, apenas recién nacido, a cuenta de la inexplicable incomparecencia de la Parusía, que la creía inminente, incluso el propio Jesús, desarrolló un exagerado desdén, un desmedido desafecto, a esta "insustancial" vida.

En ese tiempo de espera, que la Iglesia pudo empezar a contar por siglos, al amparo del judeocristianismo, cristalizó el cesaropapismo, las cruzadas, la inquisición; pero también el románico y el gótico y un colosal "edificio" teológico, como ninguna otra religión había alzado antes. 

Seguramente, la escolástica estuviera falta de sentido bíblico y pastoral: la teología es el alumbramiento racional de la Revelación y el esfuerzo de la razón para que el mundo crea, por eso, cuando no oficia así, se vuelve inteligencia pericial de la religión en lugar de inteligencia de la confesión de fe. No obstante, considerada en su conjunto, una vez dentro de ella y aceptadas sus premisas, la escolástica es una formidable proeza de la inteligencia humana, pacientemente esculpida en lo que un milenio tarda en recorrer la esfera del reloj.

Pero luego sucedió, inesperadamente, que aquel andamio, contra todo pronóstico, cobró una insólita importancia. Un renacido logos, al filo del S. XVI, perpetró la admirable proeza de librarse, otra vez, del mito. Primero fue del homérico y luego, del cristiano.

Sin duda, apasionante. Si la vis de la razón judeocristiana fue la de horadar, ahondar, meticulosamente en el mito, para hacerlo inteligente y con él entender el Mundo; la vis del logos griego, en el S. V a. C. y dos mil años después, fue la de rebasar y trascender audazmente el mito, para revelar así la inteligencia que, sin él, hay ínsita en el Mundo. El Renacimiento -que fue el descubrimiento de esas páginas de la cultura grecolatina que, cristianamente, habían caído en el olvido- supuso el principio del fin del judeocristianismo cuando más fuerte era éste.

En su momento sería contra intuitivo pensar que, por ejemplo, el esplendor de la Capilla Sixtina -en el centro Cristo Juez, dictando justicia, con su severo gesto, sobre buenos y malos- era el inicio de la decadencia de una portentosa cultura de la que tan convictamente, durante milenio y medio, habían vivido tantos y tantos hombres.

Del teocentrismo, al antropocentrismo. No en vano, Miguel Ángel en su fabuloso fresco del Juicio Final no pintó a Dios Padre, sino solo a Cristo, y a éste no con el hieratismo propio de un Dios, sino humano, muy humano, grandiosamente humano, como si su divinidad fuese a provenir de la sobreabundancia, de la intensidad, de la enormidad, de su humanidad. Un nuevo Aquiles, digámoslo así, había introducido en Troya un nuevo caballo.

De la primera secularización, lograda por la razón de Sócrates y de Platón, nació un mundo (de esencias racionales) explicable ya sin los dimes y diretes de los dioses. De la segunda nacería un mundo (material aunque, eso sí, matematizable) que tampoco requería ya de ninguna Providencia Divina. El filósofo fue sustituido por el científico.

Si Atenas tiene el oficio de desmitologizar, Jerusalén tiene el de sacralizar. Si Atenas tiene la intuición de la razón, Jerusalén tiene el sentido de lo sagrado. Así, Roma primero fue sacralizada por Jerusalén, cuando ésta ya "era" cristiana, y quince siglos después, desmitologizada por una Atenas rediviva. No le falta razón a Onfray para sobreestimar la importancia desmitologizadora que tuvo el descubrimiento, en el S. XV, de Epicuro, de su atomismo y de su hedonismo, esto es, el hallazgo del ala "izquierda" de la metafísica de Platón y de Aristóteles y de la ética de los estoicos.

***

Porque nació antes de Atenas y de Roma que de Jerusalén, Occidente va a sobrevivir, está sobreviviendo, al judeocristianismo, y además con las nuevas ínfulas, que el Mercado le ha insuflado, de ser la Nueva Civilización Mundo. Su nueva mitología, que aún no está escrita en ninguna parte, habrá de nutrir a una humanidad sin efectivas fronteras culturales y al borde del transhumanismo.

A los nuevos bárbaros, que se supone están al llegar, les queda un enorme faenón por hacer, entre otros motivos porque esta nueva mitología será arreligiosa o... difícilmente será. En el Occidente Judeocristiano, una vez iniciada la deriva secularista, cuantos mitos han tratado -infructuosamente- de llenar el vacío dejado por Dios, casi siempre han sido embozadas versiones de las pulsiones escatológicas y teleológicas del denostado judeocristianismo.

Ciertamente, era muy hermoso, y muy útil para vida privada y pública de los individuos y las sociedades, creer que el hombre es valioso porque hay un Dios, su creador, que se interesa providencialmente por él. El reemplazo de tal creencia, dadora de tan inefable sensación de sentido y de la propia dignidad, no se antoja hoy, al borde del transhumanismo, menos difícil de lo que ha sido antes. 

No en vano, una vez puesta en marcha, a partir del S. XVI, la segunda desmitologización del Mundo, ninguno de los "trasuntos" de Dios que fue irrumpiendo en la escena de un Occidente cada vez más desacralizado, ha sido capaz de llenar satisfactoriamente el hueco dejado por su ausencia:

Ni la entronizada Razón de los ilustrados ni el Estado de los idealistas. Tampoco ninguno de los múltiples movimientos revolucionarios, de los alzamientos de masas, tenidos lugar a partir del S. XVIII: hay una larga serie de ellos desde la Revolución Francesa hasta los populismos de izquierda y de derechas de hoy mismo.

Ni siquiera alguna de las diversas ideologías que proliferaron una vez extinto, o en vías de extinción, el Antiguo Régimen: el socialismo utópico, el liberalismo, el nacionalismo, el capitalismo, el marxismo, el fascismo, el cientifismo, la socialdemocracia... Y últimamente, tras el vaciamiento intelectual de las izquierdas cuando la caída del Muro de Berlín, el ecologismo, el animalismo, el feminismo, el generismo y demás bisutería ideológica.

En este tortuoso proceso de "inmanentización" y "descristianización" del sentido y de la dignidad humanos, la santidad fue sustituida por el civismo, los mandamientos de la Ley de Dios por la Declaración de los Derechos Humanos, la predicación de las virtudes teologales por la educación en valores, el advenimiento del Reino de Dios por el de la sociedad del bienestar y del consumo, la heredad de la Salvación Eterna por los inimaginables beneficios del vertiginoso progreso ciberbiotecnológico, la inmortalidad del alma inmaterial por la perpetua regeneración del cuerpo mortal y la propia alma inmaterial por el "tránsito" ciberneurológico de la conciencia.

El Nuevo Hombre Occidental acabará siendo, en la medida en que al Mercado le interese, producto de la ciencia: de la tecnología, de la biología, de la cirugía, de la farmacología, de la genética, de la cibernética... y será más guapo, más listo, más atlético, más longevo... que ningún otro hombre antes. 

Pero es importante anticipar, en lo posible, cómo será, en qué consistirá, la vida transhumana, porque el transhumano correrá el riesgo -no es infundada presunción- de ser el hombre más sutilmente esclavizado de todos:

Cuando el transhumano, el ciudadano del Nuevo Occidente, sepa sin haberse tenido que esforzar en aprender y, peor aún, sin gusto; cuando los sentimientos y los afectos sean elegibles; cuando, la consciencia, el yo, la identidad individual, sea de diseño; cuando la libertad (una vez hecho prisionero el "homúnculo" que habita en el cerebro y es el guardián de la intimidad) sea más pueril ilusión que nunca...

En suma, cuando el transhumano, siendo ya en tan poca medida producto del ciego destino, de la indómita naturaleza, de la ateleológica evolución, corra el riesgo de ser aún más esclavo de lo que eran los esclavos de cualquier otra civilización de la Historia, porque todo en él, hasta la disidencia y la rebeldía, será programable y mercantilmente rentable...

Harán falta bárbaros que, antes, o a la par, de que todo esto, que no es ciencia ficción, suceda, inventen una nueva mitología que pueda inspirar al transhumano el sentido de su propia dignidad y sepa contravenir este "espantoso" decir de Hegel: La razón no puede eternizarse concentrándose en las heridas infligidas a los individuos, pues los objetivos particulares se pierden en el objetivo universal

Aunque algún desprejuiciado sabio, como por ejemplo, Arsuaga, que cuenta los años por decenas y centenas de mil, y Anglada-Escudé, que mide las distancias en años luz, probablemente piense que este aserto de Hegel no es tan espantoso, sino solo crudamente clarividente.

Sin embargo, me sale Unamuno, quizás porque soy padre, yo soy un "objetivo particular". También ellos. Nuestras familias. Todos somos un "objetivo particular". ¿Qué individuo acaso no merece que la razón se "eternice" con él, que su vida no se pierda en el objetivo general?

Sin el Dios judeocristiano, el Nuevo Occidente, la humanidad del transhumanismo, necesitará un nuevo mito que le haga entender que el individuo, el insignificante individuo, es absoluto por convicción o por convención, y que la colectividad siempre es un espejismo óntico. Lo contrario será perder la mas valiosa aportación del judeocristiano a Occidente.

Porque ¿acaso no cabe una civilización sin mitos? Algo que el Viejo Occidente, después de Nietzsche, ha aprendido es que el hombre, por lo general, es crédulo y compra felicidad a precio de engaño, y que la sociedad, por lo general, es masa. Sin mito solo puede vivir el hombre que aprende, heroicamente, a vérselas con la desangelada increencia. Una minoría selecta, no más. 

Decía Ortega que, para vivir, lo decisivo no es el ayer sino el mañana. Los bárbaros a los que esperamos ya no vienen a destruir: el Sarapeo de Alejandría ya ha sido saqueado. Al contrario, tendrán que venir a edificar, a fabular. El bárbaro de hoy es el civilizado de mañana. La excepción que confirma esta regla es el bárbaro islam. No tiene pinta de que a él le vaya a pasar como a su antagonista, que de bárbaro maravillosamente evolucionó a exquisito "fabulador" cultural.