Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


sábado, 1 de agosto de 2020

En la esquina de la antigua calle Viento: ¿imposible pero necesario?

"Años después, cuando yo misma me he tenido que enfrentar al vértigo de una clase, he comprendido que hace falta querer a tus alumnos para desnudar ante ellos lo que amas; para arriesgarte a ofrecer a un grupo de adolescentes tus entusiasmos auténticos"
(Irene Vallejo, El infinito en un junco)

Son dos montañas, soberbias y desafiantes. Una, sobre la que se asienta el pueblo; otra, la que el propio pueblo hercúleamente tardó cinco siglos en edificarse. Geológica, la primera; arquitectónica, la segunda. Ambas, eso sí, con las entrañas horadadas. Aquella, por un laberinto de salones decorados con delicados mocárabes, pacientemente labrados por el incansable goteo de la calcita y del tiempo. Esta, por un perfecto damero de naves y de cruceros, aéreamente rematado por cúpulas volanderas.


Las dos montañas sobresalen a lo lejos, en el horizonte, conformando la personalísima silueta del pueblo. Una tiene la huella de la Naturaleza: lleva su desintencionada y magistral firma. La otra, la de la Cultura: Hernán Ruiz y Diego de Riaño. Los dos llegaron de la capital, sede de la archidiócesis, en donde unos años antes se había querido que los tomasen por locos. Seguramente, la pretensión ahora fuera la misma ¡De nuevo, locos!

Observando una y otra montaña, puede parecer que estos hombres trabajaron "para siempre", con ansias de inmortalidad, emulando el amago de eternidad que la Naturaleza pone en todas sus gestas. La contabilidad del reloj geológico es humanamente incomputable: en su esfera los millares de años son apenas un suspiro que no coge en el pecho de ningún hombre. En cambio, el conteo del reloj de la Historia es su invento: en su esfera el hombre se reconoce y se descifra.

Desde el interior de la "montaña iglesia" se asiste al espectáculo de cinco siglos de hombres artífices del ingenioso estar de unas piedras que han vencido la pesada gravedad. Las matemáticas han logrado que la materia inerte pueda tenerse en vilo sin mas prótesis que ella misma.

Cada vez me impresiona más la fuerza que otrora tuvieron las creencias. Quizás porque me haya tocado vivir un tiempo de creencias desmayadas en el que el mérito siempre es de una técnica portentosa y adolescente a la que ninguna empresa le resulta imposible.

Sin embargo, en este lugar la intrahistoria de sus habitantes, durante la mitad de un milenio, consistió en vigilar el progreso diario de esa "tectónica de placas" que plegaba el suelo que los sostenía en vida y en muerte, y así hacía emerger la siempre pendiente iglesia de la Asunción.

Es enternecedor cómo en la fachada lateral de la epístola -en el muro que da lugar al callejón antes llamado del Viento: en donde se arremolinan las correnturías de aire que bajan de la "montaña montaña"- los catequetas responsables de la salvación de estos lugareños colocaron ese bellísimo retablo de la Asunción de la Virgen María.

Aquella inconclusa edificación -cuya tarea los hijos heredaban de sus padres- tenía un hondo sentido, una justificada razón, que didácticamente -para que no se perdiera desparramada en el pasar de los años- esos mistagogos supieron plasmar en este añejo azulejo en el que la Virgen es asunta al cielo mientras a sus pies quedan las almas, en el fuego del infierno, purgando sus pecados.

El razonamiento es pronto. De una parte, bien merece la Santísima Virgen este ímprobo esfuerzo de los siglos: una catedral que, plantada en el corazón de una inaccesible sierra, con su porte quiere rivalizar con la sierra misma. María es La Toda Limpia de pecado. Su inmaculista atuendo así lo explica a los anónimos protagonistas de esta industriosa historia.

Y, de otra, bien merece la pena el esfuerzo, también ímprobo, de cada uno de ellos de asemejarse a la Stma. Virgen, de mantenerse, como Ella, libre de pecado. De lo contrario, sabían el final que les aguardaba. Lo tenían plásticamente dicho en la cerámica,  para que nunca se les olvidase.

Ahora bien, me pregunto ingenuamente: ¿no hubiera bastado la representación de una estampa de la "gloria", de la Virgen rodeada de santos y ángeles mientras su asunción, para mantenerles viva la motivación? ¿por qué hubieron de incluir en el tercio inferior del retablo esa escatológica escena del infierno? Teológicamente, uno y otro, el mariano de la asunción y el escatológico de las ánimas purgantes, son misterios desligables.

Sinceramente, ignora uno cuál es la raíz de la creencia que instrumentó la erección de tan grandiosa "montaña": si el miedo al castigo del infierno o si el deseo del premio del cielo. Dilige, et quod vis fac. Lo escribió primero Tácito y luego San Agustín. Ama y haz lo que quieras.

En el contexto de una religión que predica que Dios es amor, retablos como este, que inspiran el amor a lo bueno como consecuencia de suscitar el miedo a lo malo, siempre me han parecido o una colosal torpeza o una punzante expresión de sabiduría. Cada uno elija. 

Los ilustrados, que sustituyeron la creencia en Dios por la Razón, inicialmente fueron unos ingenuos bienpensantes que, sin más, fiaron el progreso de la Historia y la compostura presente y futura de la sociedad, a los seguros beneficios de una educación ejecutada sin tutelas religiosas y sin más autoridad que la de la sola Razón.

Parafraseando el aserto escolástico, Razón est diffusiva sui. Podríamos decir que los ilustrados pensaban eso y que, por tanto, nada de supersticiones, de miedos, de castigos, de "infiernos" habría de mediar en ninguna educación... La luz radiante de la Razón disiparía tan vetustas "oscuridades".

Salvadas las distancias, el candor de los ilustrados recuerda al de los primeros cristianos, que esperaban que la Parusía se produjera de modo inminente. El sobresaltado devenir de los siglos diecinueve y veinte mostró que el desenlace de una Razón metida a pedagoga ni era inmediato ni siquiera necesario.

Igual que los cristianos se tuvieron que acostumbrar a "convivir" con la Historia, los ilustrados, por su parte, se tuvieron que acostumbrar a "tolerar" la contingencia humana (otrora, pecado) y a cuidar, modestamente, como Cándido de Voltaire, el propio jardín.

Steiner ha explicado que el mismo hombre que contemporáneamente primero abolió la existencia del "infierno de Dios", luego terminó creando el "infierno de los hombres" en las dos grandes guerras, pero este sin la trampa escatológica del arrepentimiento que siempre había sido misericordiosamente posible, incluso en tiempo de descuento, en el postrero purgatorio.

De acuerdo, admítase que la Razon necesita su compás para dar el fruto esperando, para convencer, para inspirar al individuo una ética que es carácter y es comportamiento. Pero con la Razón además parece que pasa como con la semilla de la parábola, que no siempre cae en "terreno fértil". Y como con los talentos, que no todos devuelven el mismo rendimiento.

Entonces ¿hace o no falta el infierno? ¿Antes sí porque el hombre no siempre atendía a Dios? ¿Y ahora también porque no siempre atiende a la Razón? ¿Acaso ni Dios antes ni la Razón después ha sido capaces de difundir su bondad por sí mismos? ¿Tan poco seductores han sido que no supieron hacerse querer por sí solos (¡studia di farti amare!) y han consiguido que el infierno "imposible" termine siendo "necesario"?

En concreto, sin la visión de esas almas ardiendo en el infierno ¿estos serranos lugareños hubieran dedicado cinco siglos a levantar esta "montaña iglesia"? ¿A quién hay que creer? ¿a Santo Tomás o a San Anselmo? ¿a Erasmo o a Lutero? ¿a Rousseau o a Hobbes? ¿a Frankl o a Freud? En el fondo, sospecho que la elección depende de una previa petición de principio: de aquello que uno llegue a creer de la naturaleza del "anhelo primordial" que mueve al hombre, a cada hombre de carne y hueso, y de cuánto, y cómo, juzgue que este "anhelo" puede ser educado.

Quizás el deficiente desiderium naturale videndi Deum y el deficiente desiderium naturale sciendi  fueran el "imposible pero real" que indujo a santos primero e ilustrados, igual de aturdidos los unos que los otros, a concluir que el infierno es "imposible" pero también "necesario".

Quizás.

Lo que sí sé -es mi propia petición de principios- es que la más preciada transferencia que el maestro puede hacer a su discípulo es la de su perenne condición de erastés de la sabiduría, de perpetuo aprendiz, de contumaz alumno. Lo principal no es lo que este sabe y da a aprender a sus alumnos, sino lo que todavía no sabe pero anhela aprender. Lo determinante no es que sus alumnos aprendan aquello que él ya sabe, sino que prenda en ellos el anhelo mismo de saber. No es posible que el aprendizaje se convierta en agalma para el deseo del alumno si su maestro no es erastés y si su propio aprendizaje no es también la agalma que le moviliza su deseo saber.

Hay tantas "montañas" pendientes de titánica edificación como alumnos sentados en pupitres. Si el maestro es erastés, poca falta hará plantar en sus "muros" ningún didáctico azulejo que evoque "infierno" alguno para alentar su motivación". Ahora bien, si el maestro solo es erómenos, probablemente cada "montaña" precise su propio callejón del Viento y su propio "imposible pero necesario" retablo.

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