Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


viernes, 1 de julio de 2022

El legado del abuelo Eduardo

Esperanza, el abuelo Eduardo decía: "Si haces cosas inteligentes, te harás inteligente". Lo repetía con la convicción de quien lo ha experimentado en primera persona. Con el paso de los años, después de no pocos dimes y diretes conmigo mismo, su "fehaciente intuición" acabó formando parte de mi acervo, y es por eso que me la oyes mentar, cansinamente, a menudo: "Esperanza, haz cosas inteligentes y te harás inteligente".

De joven leí El gen egoísta. Me impresionó la idea de que éramos simples instrumentos de los genes para ellos garantizarse la supervivencia. Más tarde leí El fenotipo extendido. Como nuestro comportamiento está determinado por la genética, cabe decir que nuestra vida entera es el "efecto fenotípico" de nuestros genes.

Si el dictado, impremeditado e insobornable, de los genes está detrás de los estuches que los tricópteros fabrican, de las presas que los castores construyen, de los montículos que las termitas levantan, de las celdas que las abejas trazan... por qué, se pregunta Dawkins, la genética no iba a estar también detrás de las sociedades humanas. La cultura, sus admirables instituciones, es el fenotipo extendido de nuestra genética.

En su momento, en la resolución de la pantanosa dialéctica entre la herencia y el medio, el Carlson, el manual de fundamentos biológicos de la conducta, me pesó más que el Myers, el de psicología social. En la misma línea, la lectura, algo más tardía, de William James, el psicólogo norteamericano que exitosamente puso patas arriba a la vieja filosofía europea, consiguió de mí, a la hora de seguir destapando la soterrada condición material de las ideas, lo que no había logrado la Escuela de Frankfurt, pese a la inspiradora grandeza de Horkheimer y de Adorno.

La crítica a Platón, a la occidental pureza de las ideas, al estilo, por ejemplo, de Descartes, de Kant y de Frege, no me vino del historicismo de Dilthey ni del sociologismo de Mannheim ni del materialismo de Marx ni del vitalismo de Nietzsche...  sino del pragmatismo, pero no en la versión escotista de Peirce, sino en la empirista de James.

Así, afirmar que la verdad es el nombre de todo lo que demuestra ser bueno, que la bondad, y la maldad, es cuestión de utilidad antes que de moral y que la utilidad es cuestión de apremio vital, me condujo a ver al hombre como una especie de mono desnudo y a aceptar un cuasi materialismo biológico del que por ninguna de sus clásicas vías de escape -la religión, el dualismo, el emergentismo- me logré escabullir para enarbolar las lanzas del espíritu, que decía Scheler.

Y ahí instalado, en esa suerte de monismo biológico, el bergsoniano elan vital perdió su "encanto" (en el sentido weberiano de la palabra) y la antropología, su metafísico y teológico pedigrí. El hombre piensa, escribió Ortega influido por el naturalista Uexküll, para lo mismo para lo que respira. Lisa y llanamente, para vivir.

En el S. XVII Galileo dijo que la naturaleza hablaba el lenguaje de las matemáticas. En el S. XX, desde Crick y Watson, comenzamos a decir que la vida habla el lenguaje de la bioquímica, de hecho, cada vez nos entendemos mejor con ella. Nada en el hombre es gratuitamente espiritual, sino todo grávidamente material y siempre, eso sí, con el firme propósito de saciar el hambre de vida que la propia vida padece. 

Los genes nos viven (Dawkins) y el cerebro nos gobierna (Dennett). La libertad es una ilusión de la conciencia y ésta, una ilusión del yo y el yo, el éxito más celebrado de la memoria, como Hume anticipó. Libet enseña que la decisión que ahora tomo (por ejemplo de escribir la palabra "ahora"), fue tomada por mi cerebro tres décimas de segundo antes y sin que yo lo supiera.

Mi conciencia es el galgo y mi cerebro, la liebre. El galgo raramente alcanza a la liebre. Es como si entre la una y el otro mediara el mismo insalvable trecho que, según Zenón, media entre Aquiles y la tortuga. Cuando Aquiles adelante a la tortuga, es decir, cuando la conciencia "alcance" al cerebro, sucederá que éste le será transparente. 

Morris, Dawkins, Libet, Dennett... Esperanza, hubo un momento en que esa deseable intuición que el abuelo Eduardo me enseñó estuvo a punto de pasar a formar parte del iconostasio de mis desmayadas creencias, en el que languidece cuanto un día o bien dejé de creer o bien me hubiera gustado creer y no supe.

Pero a partir de cierto momento -leyendo a Damasio, a Mora, a Lerma, a Eagleman, a Sigman, a Siegel, a Saplosky, a Kandel, a Wolf- descubrí que no solo es verdad que nuestros genes son responsables de nuestra forma de ser, sino también lo contrario, que la manera en que somos y nos comportamos, incluso aquello que aprendemos, pueden cambiar los genes que nuestras neuronas expresan.

Este sorpresivo hallazgo me llevó a moderar la tiranía de los genes y a dar paso a una modesta reconsideración de la libertad, eso sí, fuera del juego de espejos de la filosofía. Y el cerebro creó al hombre, tituló Damasio uno de sus más brillantes ensayos. Después de leerlo me cupo pensar que el cerebro, ciertamente, había creado al hombre, pero quizás con la desconcertante posibilidad de sortear, en alguna mínima medida, el férreo dictado de los genes y de incrementar, también en alguna mínima medida, la tasada inteligencia que traemos de serie.


Aprendí que lo que hace falta para que esta doble posibilidad se ejecute es que un estímulo proveniente del exterior provoque el establecimiento de eso que los neurofisiólogos llaman un potencial perdurable (Long term potentation), es decir, que dicho estímulo desate una serie de sinapsis capaz de mantenerse activa más tiempo del normal una vez que aquel desaparece.

De estas poderosas sinapsis, cuando tienen lugar en engramas de memoria, depende que ocurra la magia de aprender. Así es como el mundo exterior penetra en el cerebro y toma asiento (bioquímico) en él.

Se trata de unas sinapsis glutamatérgicas en las que, gracias a una eventual elevación del nivel de iones de calcio, se libera una extraordinaria cantidad del receptor NMDA, el cual echa a funcionar ciertos factores de transcripción, como la proteína CREB, que viajan al núcleo de la neurona y desde allí desencadenan la expresión de unos genes que, al ponerse en acción, pueden modificar el citoesqueleto de las neuronas en liza, incrementando el número de espinas dendríticas y robusteciendo la sección de las ya existentes.

La importancia del entramado de las espinas dendríticas en la actividad cerebral es grande; de hecho, coincide que, cuando los procesos cognitivos superiores se entorpecen y deterioran, a cuenta de alguna enfermedad degenerativa, estos "tapices" se observan adelgazados y deshilachados.

Lo más relevante de estas leves alteraciones morfológicas, digo leves porque apenas afectan a la arquitectura mayor del cerebro, es que, a pesar de su levedad, nos pueden volver más inteligentes. La densificación y el engrosamiento de las espinas dendríticas de ciertos engramas favorece la activación de los potenciales perdurables, esto es, de esas sinapsis más enérgicas, más duraderas, de las que "resulta" la memoria y el aprendizaje.

Y puede que estas alteraciones, a pesar de su levedad, también nos hagan (más) libres, entendida la libertad, en este contexto, como la posibilidad de hacernos más inteligentes, incidiendo en nuestra propia programación genética, "encendiendo" determinados genes que, de fábrica, vienen "apagados".

El caso es que un cerebro retado, forzado a tener que hacer estas poderosas sinapsis glutamatérgicas, porque se le pone en el brete de aprender -ya a multiplicar cinco por tres, ya a entablar la relación semántica entre opaco, traslúcido y trasparente, por ejemplo- nos ofrece un pequeño margen de maniobra para intervenir en la parte de nuestra genética que pauta ciertos funcionamientos neurológicos, en concreto, los mecanismos que gestionan los procesos cognitivos más complejos.

En resumen, Esperanza, parece que tenemos la libertad, la posibilidad, de hacernos más inteligentes. La libertad parece que consiste no en hacer lo que nos entre en ganas, sino en hacernos más inteligentes. Esperanza, ¡recuerda esto último cuando seas adolescente!

Sí, el abuelo Eduardo llevaba razón. "Si haces cosas inteligentes, te harás más inteligente". No obstante, esto depende de lo que el medio "haga" con nosotros, y también de lo que nosotros "hagamos" con el medio. Lo primero es azar y lo segundo, responsabilidad.

Obviamente, no es lo mismo nacer y vivir en un entorno cognitivamente estimulante que en otro inane. Por eso, me parece aberrante que la sociedad actual, que se autodenomina del conocimiento y es artífice de la revolución tecnológica, haya consentido que la excelencia, como ideal regulativo, sea expulsada de la educación. Se habla del "saber sin aprender", del "cerebro aumentado"... Pero ¿serán cerebros aumentados en hombres disminuidos?

A Aristós,
que en la pasada noche de San Juan
hubiera cumplido casi el siglo de vida

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