"Sikrosio no era hombre cobarde y, además, amaba la lucha, sin embargo,
no sospechaba siquiera otra forma de vida,
aun viviendo, como vivía, en la defensa de apenas nada"
(Ana Mª Matute, Olvidado rey Gudú)
Lo normal habría sido que Erasmo hubiese acabado sus días como monje agustino en el monasterio de Steyn, en donde ingresó por accidente, junto a su hermano, ya al borde de la juventud; y que se hubiese dedicado, brillantemente, al estudio según éste era entendido en el monacato: más como conservación de la sabiduría que como su búsqueda y su progreso, porque la sabiduría, se pensaba, no era susceptible de ampliación ni de revolución algunas, sino solo de sublime recapitulación.
Pero Erasmo, al poco de recibir las sagradas órdenes, abandonó, para siempre, la vida monástica, de cuyas exigencias el favor del papa lo dispensó, treinta años más tarde, cuando su prestigio se extendía por toda Europa: Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Holanda, España...
A Erasmo no le pasó como a Sikrosio, quien en sus días no sospechó otra forma de vida alternativa a la apenas vida que la suerte le había asignado. De hecho, aunque no era amigo de soluciones extremas ni de posiciones irreconciliables, a la hora de emprender y de llevar otra vida, diametralmente opuesta a la apenas vida, de monje, que le había tocado, Erasmo no fue nada tibio y en absoluto estuvo falto de determinación para sustituir el scriptorium del copista por la rotativa de la imprenta, el saber que custodia por el saber que descubre y el recogimiento de un claustro por la internacionalidad de un continente.
La teología escolástica le parecía fría y alambicada, y responsable de una religiosidad y de una liturgia ritualistas, supersticiosas y carentes de espiritualidad, que denunció y ridiculizó antes que Lutero, aunque no con sus drásticas maneras. Por eso, se afanó en reemplazarlas por otras centradas en Jesús, en su Palabra, pero no, como hasta ahora, según la Vulgata, de su admirado San Jerónimo, sino según una versión latina, elegante y armoniosa, traducida por él directamente del griego, lo cual constituyó, durante décadas, la parte mollar de su ardua labor intelectual.
A Erasmo le pudieron reprochar, especialmente en Lovaina, reservorio teológico en tiempos convulsos, que el filólogo se anteponía al teólogo, que la corrección gramatical supeditaba la rectitud doctrinal... Pero esto no era así. Erasmo no fue, a secas, un humanista, solo un erudito en literatura clásica, como otros tantos que hubo, en el S. XVI, esparcidos por Europa. Las bonae litterae, para él, no se reducían a formas culturales paganas y terrenales; su contenido era cristiano.
Erasmo fue un hombre, un cristiano, de su tiempo. De haber accedido a su destino, fácilmente hubiese sido un hombre de un tiempo no pasado, sino antepasado, porque el tiempo del monacato estaba cumplido desde que los monasterios, ante el renacer de las ciudades y la consecuente pujanza de las catedrales y de las universidades y de las órdenes religiosas, habían dejado de ser, paulatinamente, los núcleos del gobierno espiritual y económico de un mundo, desde la caída del Imperio Romano, eminentemente rural.
El mundo de Erasmo no era el de Pedro Abelardo ni el de Tomás de Aquino ni el de Dante, sino el mundo de la Antigüedad, en espléndido renacimiento desde el S. XV, pero iluminado por la fe cristiana, como no había pasado en la decadente y oscura época fundacional de Constantino y de los primeros Padres de la Iglesia, quienes, seguramente obligados por las circunstancias, a menudo fueron incapaces de apreciar la "santidad" de Sócrates, de Virgilio, de Horacio... El valor ético de los Moralia de Plutarco... La digna visión de la vida de Cicerón en De senectute...
Como dice Huizinga, una cosa es llamar pío a lo profano y otra no advertir cuán rica es la Historia de la Antigüedad en ejemplos de verdadera virtud, que es lo que sí hizo Erasmo. Aunque mi mayor incógnita, a este respecto, es saber cómo se las apañó con Lucrecio, porque seguro que advirtió en De rerum natura la misma incompatibilidad entre materialismo y cristianismo que los apologetas, mil años antes. Puede que, dicho de paso, ésta sea una de las razones de que Erasmo no llegara a ser un lúcido visionario, un hombre adelantado a su tiempo.
Como hombre de su tiempo, Erasmo quiso aunar el más puro clasicismo, en el que tanto encanto ético y estético descubría, y el más puro cristianismo bíblico, al margen de los abstractos vericuetos de una filosofía y una teología escolásticas que él, de hecho, nunca llegó a entender del todo, de manera que el clasicismo fuese la nueva forma cultural del cristianismo, contrapuesta a las viejas formas medievales. Ésta fue su personal concepción de la renascentia.
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Echando la vista atrás -esto se aprecia mejor en el pasado que el presente-, es claro que hay dos clases de hombres, según como cada uno afronte su tiempo: los que sí fueron hombres de su tiempo, como Erasmo, que lo fue al máximo, y los que no, quienes a su vez se pueden subdividir en tres:
1) Los que se quedaron en un tiempo anterior: quizás porque nacieran en las postrimerías del suyo y no supieran, o no quisieran, hacer la transición hacia la alborada a la que socialmente eran empujados. Éste hubiese sido el caso de Erasmo de haberse conformado con la vida monacal que le había tocado.
2) Los que encontraron en un tiempo anterior la inspiración y la ilusionante novedad que en el suyo no hallaban y con las que se volvieron a su tiempo, a vivir; por ejemplo, Santo Tomás con Aristóteles, quien dio un giro decisivo a la teología con respecto al que había sido su desarrollo desde la Baja Edad Media.
3) Y finalmente los que abandonaron su tiempo y se hicieron de otro todavía por venir, que ellos supieron anticipar. Para mí, es el caso más admirable de todos porque, ante la insatisfacción del propio tiempo -bien por el agotamiento de su otrora riqueza; bien por su endémica vaciedad: hay tiempos que nacieron hueros-, caer en la cuenta del espíritu, olvidado, antes vigoroso, de un tiempo pasado y fecundar el presente con él, aún siendo una tarea difícil o, al menos, no tan fácil como la de resignarse a la apenas vida impuesta por el presente, en absoluto es tan difícil como mirar al frente, al mismo horizonte al que miran los coterráneos y distinguir en él un paisaje diferente al que éstos acostumbran a ver, y ello a sabiendas de que esa expeditiva visión no es un fraude ni un delirio, sino un gesto de extrema lucidez, propio de quien antela, inaugura, lo que todavía es nada para casi todos.
El hombre adelantado a su tiempo empuja hacia el pasado el presente, que él ya sabe agotado, a la vez que trastoca el futuro en presente, precipitando su llegada. De este tipo, mi hombre favorito es Giordano Bruno, quien, por poco, nació cuando Erasmo ya había fallecido, aunque, de haber sido contemporáneos, casi hubiera dado igual, porque, al mirar al mismo horizonte, no hubieran visto el mismo paisaje.
Catapultado por Lucrecio y por Copérnico, a los que Erasmo conoció pero no parece que tuviera muy en cuenta, Giordano Bruno se salió de su tiempo, del Renacimiento, cuando éste iba ya camino del Barroco, y anticipó un universo infinito, sin centro, regentado no por una providencia divina, sino por un orden natural, ínsito en él, del cual el hombre, lejos de ser su medida, solo es una ínfima e insignificante parte. Galileo se salvó de la Inquisición; Giordano, obviamente, no.
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El "monofisita" es intelectualmente unidimensional. O tuvo que elegir entre dos "naturalezas", dos creencias, porque no las supo armonizar en una síntesis superadora, y así se vio forzado a tener que escoger uno de los cuernos de la disyunción en que vivía; o, peor aún, siempre tuvo una sola creencia y en ella pasó la vida, parmenideanamente, sin atisbo de duda. De ahí, al fanatismo, de cualquier género, solo hay un pasito.
Pero Erasmo no fue "monofisita", ni del primer ni del segundo tipo. Él supo articular cristianismo y clasicismo, logrando una versión no pagana, sino hondamente cristiana, del Renacimiento. Su vida tuvo dos "naturalezas". Él fue un hombre con dos "almas". Y así, nadando entre dos aguas, logró una forma de vida alternativa a la apenas vida que le llegó impuesta. Felizmente, Erasmo supo no quedarse anacrónico, rezagado, en el pasado.
Sin embargo, aunque necesitó luchar contra lo "viejo", contra la "rebaba" final, religiosa y teológica, de la Edad Media, Erasmo no pudo aceptar lo "nuevo" hasta el grado extremo de acabar siendo no ya un excepcional hombre de su tiempo, sino un adelantado, como el gran Giordano Bruno, que se abrió de capa, heroicamente, ante la novedad que Lucrecio y Copérnico le inspiraron.
En cualquier caso, los dos, Erasmo y Bruno, tuvieron, primero, la inteligencia para sospechar una vida diferente de la apenas vida que previsiblemente, a la fuerza, iban a tener que vivir y, segundo, la determinación, la gallardía, para vivirla, para hacerla: Erasmo, a tope en su tiempo y Bruno, saliéndose de él, por el postigo del futuro; los dos sobreponiéndose al empuje adverso de las fuerzas inerciales, siempre tozudamente dispuestas a impedir que la biografía de uno sea la que uno, libremente, elija y no la apenas vida que, azarosamente, le toca.