Lo que significaría, por ejemplo, que la redentora paternidad que Clarín otorgó a Bonifacio Reyes sería algo así como un fatal espejismo. Primero, porque el hijo no era carne de su carne, como Clarín al final dramáticamente desvela; algo de lo que Bonis se desentiende y no quiere asumir porque prefiere el dulce beneficio del engaño al amargor de la verdad.
Y segundo, porque la paternidad misma sería, según Dawkins, sólo una artimaña de la vida, un ardid tan insincero como eficaz, para salvarse ella a sí misma, para que su Voluntad, su Afán, su Empeño, su Deseo, su Hambre... de sí misma, de vida, no decaiga pese a la extrema dificultad en que la vida, a veces, tiene que vivir.
O es un hijo o Bonis, probablemente, seguiría llevando una vida que no es vida. La vida se provee de sus alicientes y de sus paliativos, según le convenga. Un hijo, dice Clarín, hace a uno más de la vida y a la vida más seria y más consistente.
Como en su día la teoría de la evolución, esta teoría del gen egoísta, en la que sólo somos sus serviles anfitriones, sus tontos útiles, puede resultar incómoda, hiriente, degradante, a quienes todavía queremos mantener una comprensión humanista, aunque no necesariamente judeocristiana, del hombre.
Es decir, a quienes pensamos que, en efecto, los hombres somos monos pero no desnudos, como afirmaba Monod, sino vestidos y aderezados además con un pretendido toque de distinción y de exclusividad que nos da no ya la libertad, actualmente insostenible según era entendida y defendida por la clásica tradición humanista, sino la admirable indeterminación que nos causa esa enorme cantidad de neuronas que "ociosas" aguardan en nuestro cerebro una fortuita sinapsis, genéticamente no establecida, de la que surgirá algo que antes no era, y que nos hace monos abiertos y por eso monos vestidos.
Lo cierto es que la vida quiere vivir y nosotros, artefactos o no de nuestros genes, habitualmente somos partícipes de este furor biótico, al que Schopenhauer, si bien con maneras más metafísicas que biológicas, llamó Voluntad, refiriéndose así a ese principio fundamental del ser que está por encima del pensar y del sentir de los hombres.
Es decir, Schopenhauer retrajo la Voluntad al ámbito inasequible del noúmeno, de lo que al hombre siempre le queda más allá. Y en esto, entiendo yo, Don Arturo se equivocaba. Lleno de razón, pensaba que nadie puede salirse de sí mismo para identificarse directamente con las cosas distintas a él; todo aquello de que se tiene conocimiento cierto e inmediato se encuentra dentro de su conciencia.
Pero es el caso que los hombres, respecto de la Voluntad, sí tenemos conocimiento cierto e inmediato. Nuestra Ansia de vida no es una insignificante y pálida representación de la Voluntad sino, muy al contrario, su magnífica manifestación. Los hombres somos Hambre de vida y en cuanto tal, somos partícipes y expresión consciente de dicha Voluntad.
En primera instancia, el hombre no es el que quiere conocer: Sapere aude!; sino el que quiere vivir: Qui vult vivere! En el hombre cualquier otra cosa, incluso conocer, es consecuencia de su voluntad primordial, que es vivir. ¡Vivir, vivir, siempre vivir!, repetía Unamuno en Niebla.
El hombre es Voluntad de vivir en acto y, por tanto, dicha Voluntad es contenido inmediato de su consciencia. La vida quiere vivir y resulta que hay una minúscula región de vida, llamada hombre, que anómalamente es consciente de ello.
Del ímpetu de la vida, queriendo vivir, el hombre tiene conocimiento cierto e inmediato. Para él, la vida en acto de vivir es intuición pura. Sum, volo, vivo. Todo es igual. Dicho kantianamente, lo que es la vida en sí coincide con lo que es la vida para el hombre. Por eso, insisto, el hombre no tiene una representación de la Voluntad, sino que es su manifestación.
Pues, qué otra cosa hay que sea mejor expresión de la vida en su Empeño, en su Voluntad, de vivir, que el propio hombre en el Ejercicio de su vida, esto es, buscando, tanteando, inventando, fabricando, fabulando... de lo que llenar su vida. En este sentido, todos somos Bonifacio Reyes: vivientes con una vida por hacer, por enjaretar, por resolver... Para todos, la banalidad y el envilecimiento es una tentación. A un determinado momento, Clarín hace apetecer a Bonis una suerte de santidad laica, trasunto postcristiano de la heroicidad grecolatina. Vivir a la altura de la Voluntad que suscita e inspira a la vida misma.
Sin depresión, y aún con ella, el suicidio nos cuesta y casi siempre preferimos la vida a la muerte. Sólo el dolor sin remedio, el olvido de la propia identidad y la soledad sideral, pueden desequilibrar el balance hacia el lado de thanatos, la pulsión antagonista del furor biótico, de la excelsa Voluntad de vivir.
Y, aún así, es tanto, tanto, lo que solemos querer vivir que inadvertidamente estamos dispuestos a creer, como el personaje de Clarín, que existen, que no son meros espectros, los fantasmas del optimismo, de la esperanza y del sentido, que esa brumosa indeterminación que habita en nuestro cerebro, subrepticiamente, fabrica para nosotros, a modo de ancla que nos impida echarnos, como el poeta, a caminar sobre la mar.