Ulises es un héroe de “hechura” épica. Bracea contra las encorajadas olas
en sus extenuantes naufragios... Escapa del cíclope Polifemo al ingenioso
nombre de Nadie, y de la fiereza de los gigantes antropófagos, y de las
peligrosas Caribdis y Escilas, y de la embaucador cantinela de las sirenas...
También supera la mezquindad de sus propios compañeros: unas veces porque
son codiciosos y desconfiados, como cuando abren la bolsa de los vientos que
Eolo les había regalado; y otras porque son imprudentes e impulsivos, como
cuando en la isla de Trinakia no respetan esos rebaños del dios Helios que
jamás sienten la natural necesidad de reproducirse porque son inmortales, y
también como cuando en la isla de los "lotófagos" comen de aquellas
amnésicas plantas que les hacen durante un año perder el deseo más que la
memoria de regresar a casa…
Es justo que Homero repita con poética cadencia que Ulises es valeroso,
paciente, astuto, esforzado, divino, ingenioso… Sin embargo, ninguno de estos
calificativos, aun siendo ciertos, quizás alcance de pleno la “cochura” del
personaje tanto como el de “nostálgico”.
La nostalgia es la urdimbre sobre la que se tejen los afectos de Ulises con
todos sus íntimos -Antilca, su madre, Penélope, su esposa, Laertes, su padre,
Eumeo, su fiel porquero y Euriclea, su entrañable yaya- salvo con Telémaco su
hijo.
La nostalgia es una clase muy singular de dolor del alma, que acaba
siéndolo casi siempre del cuerpo. A los hombres, con la nostalgia les puede ir
bien o mal, dependiendo de que ésta cause, o no, un dolor “tolerable”, es
decir, según sea, o no, recuperable aquello que se echa de menos.
En concreto, a Ulises le fue bien porque la nostalgia le agigantó el coraje
de vivir hasta la medida extrema de la heroicidad. En cambio, a los suyos, les
fue mal, incluso mortalmente mal, porque la nostalgia que les sembró la vida
con la sal de la desesperanza.
Así resulta que la misma nostalgia que a Ulises le infunde un sentido y le
inspira la determinación para acometerlo, a los que él más quiere les trae
desolación y le causa parálisis vital. Mientras Ulises naufraga sólo en los
mares, ellos -peor aún- naufragan en la vida.
***
El dolor de Antilca y de Laertes supera en crueldad al sufrimiento del
viejo Tántalo, a quien le era imposible saciar su sed y su hambre aunque el
agua le llegara al ras de la barbilla y los frutos de los árboles colgaran casi
a la altura de su boca. Padecen esa clase de nostalgia que
ininterrumpidamente impide el descanso del alma y del cuerpo y además empuja a
desear la propia muerte.
Circe advierte a Ulises
que antes de regresar a Ítaca ha de viajar hasta el pueblo de los kimerios,
hasta los límites profundos de los océanos, hasta donde las espesuras de la
tinieblas nunca permite que Helios brille.
En aquel tristísimo lugar, en la morada del tebas Tiresias, la nostalgia
“tolerable” que tan gallardamente mueve a Ulises de vicisitud en vicisitud, se
le hace pena esdrújula, tristísima sensación, cuando el héroe se encuentra con
el espectro de su querida madre y por tres veces se produce el “abrazo
imposible” con ella: Madre mía, ¿por qué desapareces cuando quiero
abrazarte?, le pregunta el niño Ulises a su difunta madre, que ha muerto de
“intolerable” nostalgia: En cuanto a mí fue la nostalgia, la pena de tu
ausencia y el recuerdo de tus virtudes los que me arrebataron la dulce vida.
El fiel porquero Eumeo se lo anticipa en el cobertizo la noche del
misterioso reencuentro: El viejo Laertes vive aún, pero suplicando
continuamente a Zeus que le separe el alma de su carne. Gime con
amargura por su hijo ausente y por su esposa, con la que se casó doncella, y
cuya muerte le agobia de tristeza y le hace sentir el horror de la vejez. No obstante, pese a tener el corazón advertido, Ulises
no puede contener la emoción: Al verlo así de agobiado por la vejez,
henchido de un hondo pesar, Ulises derramó lágrimas, en pie bajo un alto peral..
Movida por la compasión, Circe le vaticina a Ulises que él, a diferencia
del resto de los hombres, morirá ¡dos veces! Una, por haber descendido vivo a
la morada de Edes; otra, por descender muerto, como todos, cuando le llegue el
día.
Pero la diosa, que era inmortal, en este menester del morir (de Ulises) se
equivoca gravemente. Ningún humano muere sólo una vez, a no ser que sea solo en
la vida. Por ejemplo, el padre de Ulises, aun sin haber bajado como su hijo a
la morada de Tiresias, también morirá en vida hasta tres veces. Laertes murió,
la primera, cuando su esposa. Y murió, la segunda, cuando pierde la esperanza
de que su hijo regrese. Y morirá, la tercera, apenas Zeus le conceda -¡cuánto
lo desea!- aliviarse del peso de la vejez.
¡Cuánto lo desea! Hay que entender al anciano Laertes. Y a quien se halle
libre de prejuicio, no le es costoso. El país natal de Eumeo es pequeño pero
agradable y produce en abundancia bueyes, ovejas, vino y trigo, y jamás el
hambre aflige al pueblo, ni enfermedad alguna a sus moradores. Pareciera aquel
lugar la humana traslación del Olimpo en donde los dioses moran, si no fuera
porque allí, cuando las personas de una generación envejecen, Apolo y Artemisa
los matan con sus ilustres flechas. La felicidad de aquel lugar es posible
porque sus pobladores renuncian a tiempo al tiempo, al “todavía más”.
No sólo cuando el cuerpo es un irreparable cacharro que entorpece más que
posibilita el digno desarrollo de la vida, sino también cuando el alma está
mortalmente herida por una nostalgia “intolerable”... ¡es tan humano mudar el
“todavía más” por el “basta ya”, y tan inhumano, en cambio, impedirlo! ¡Es tan
humano no saber lo que hacer, o no quererlo saber, cuando uno arriba a esa edad
en que la vida es una derrota, aceptada o no, pero derrota segura!
***
Hace veinte años que Penélope yace varada al filo de la vida, como si fuera
el esqueleto de un gran pez al que la bravucona resaca hubiera abandonado en la
orilla de una playa cualquiera después habérselo engullido en alta mar.
Eumeo, Telémaco, Laertes, Euriclea, incluso Argos… De todos sus allegados,
curiosamente, Penélope es el último en creerse el regreso del ausente. Lo ve
pero no lo reconoce. Lo tiene ante sí pero rehúsa su abrazo. No quiere falsas
ilusiones. Con el escepticismo inoculado en el alma se autoprotege de posibles
y dolorosos desengaños:
¡Desgraciado! Ni te
glorifico ni te desprecio; pero no te reconozco, aunque recuerdo muy bien cómo
eras cuando partiste de Ítaca a bordo de tu nave de largos remos. Ve, pues,
Euriclea, y prepara fuera de la estancia nupcial el sólido lecho que Ulises
construyó por sí mismo y echa sobre el aderezado lecho colchas, pieles y
tapices espléndidos.
Los pretendientes burdamente presionan a Penélope para que de nuevo se
yerga en la vida. Pero ella los elude; prefiere seguir encallada en la arena. El
laborioso desvelo de sus noches trueca efímero el dilatante trabajo de sus días.
Así hasta que le descubren el ardid.
Penélope quiere que la vida pase de largo, que discurra ajena a ella. No
quiere apartarse de la orilla de esa playa de muerte adonde ha ido a parar. No
siente nostalgia de la vida misma, sino de la vida con el ausente Ulises. Sin
él la vida no le es vida. Su esposo le duele como al cerebro un miembro
amputado al cuerpo que él gobierna. No se acostumbra a su falta.
Aun sinceramente enamoradas, hay mujeres que se desposan no tanto para ser
esposas cuanto para ser -más que nada- madres. En este apremio son fieles al
más arcano dictado de la “vida”: ¡Creced
y multiplicaos! Pero no parece éste el caso de Penélope, porque vivir
vicariamente la vida de su hijo Telémaco no le ha sido suficiente en veinte
años para desenlutar su enviudada vida.
El hijo no compensa el vacío que la ausencia de su padre causa en su madre.
La vida de Penélope es deficitaria de sentido. No es, ni por asomo, una de esa
“catedralicias matriarcas” que Unamuno acostumbrara a retratar en sus novelas.
Penélope es, ante todo, la “catedralicia esposa” de su esposo.
En los personajes de Antilca y de Laertes no hay ambigüedad que valga. Sus
siluetas son rotundas. Responden a como es previsible que actuarían unos padres
que creen haber perdido para siempre al hijo querido. Sus vidas, mientras sean,
no serán como antes.
Algunos primates, observan los etólogos, cargan con los cadáveres de sus
crías durante algunas semanas, pero los acaban abandonando y la furia biótica
de la propia vida logra que terminen acostumbrándose, sin nostalgia, a vivir
sin ellos. Por contra, en el caso de los humanos la pérdida del hijo hace que el
tiempo se les detenga para siempre. Irreparablemente cojos, no habrá jornada
que estos padres huérfanos de hijos no pernocten en Penuel.
En cambio, la figura de Penélope sí suscita dudas. La nostalgia entre los
cónyuges -se sabe- no siempre es “intolerable”. Dependerá de que en su relación
los cónyuges hayan sido, o no, "lanceros" del espíritu.
¿Hizo bien Penélope aguardando a Ulises durante tantísimo tiempo sin que
tuviera noticia alguna de él? Veinte años a la espera de “no se sabe qué” es...
una vida entera instalada en el desosiego de la incertidumbre. ¿Era precisa la
heroicidad de este sinvivir?
No te indignes contra mí,
Ulises… Los dioses nos colmaron de infortunios y nos han enviado la alegría de
gozar juntos de nuestra juventud y de llegar juntos al umbral de la vejez. Mas
no te irrites contra mí, ni me desprecies porque no te haya abrazado tan pronto
como te vi. Temía mi ánimo en el fondo del pecho que algún hombre llegara aquí
y me engañara… Pero has persuadido al fin mi corazón, aun cuando estaba lleno
de desconfianza.
Homero pone a su poema un final feliz. Los amantes envejecerán juntos,
sentencian los dioses. La heroica espera de Penélope tendrá la recompensa
anhelada y además justa en razón de su prolongado sacrificio. Sin duda, esto
desdramariza tan larga espera y rebaja la gravedad del dilema ético a que ésta
aboca a Penélope.
Sin embargo, imagínese que los dioses jamás hubieran permitido el regreso
de Ulises a Ítaca y que Penélope, por su parte, nunca hubiera accedido al favor
de ninguno de sus pretendientes y que sus días, hasta el último, hubieran
continuado en una enlutada y estéril espera.
En tal situación, ¿qué valor, qué sentido, hubiera tenido la dura y
duradera fidelidad de Penélope? ¿qué valor, qué sentido, el que ella mantuviera
suspendida la vida durante tantos años? Contemplando al personaje, la pregunta
surgiría inevitable: ¿cuál es la diferencia entre la fidelidad en el amor y la
enfermiza o irracional obcecación?
Pero ¿es que acaso una y otra, fidelidad y obcecación, son tan fácilmente deslindables?
La vida humana, no es "pura", sino híbrida.
Imagínese también que Ulises retornara felizmente y que una vez atracado en
Ítaca hubiera hallado a Penélope desposada con otro hombre, y a su hijo
emancipado de la madre y al frente de su hacienda llenando el vacío del padre.
¿Hubiera estado mal? ¿Qué le debía Penélope a Ulises tras dos larguísimas
décadas sin tener, si vivo o muerto, indicio alguno de él? ¿Cuándo es lícito
incumplir una promesa de fidelidad? ¿Tiene la fidelidad alguna otra fecha de
caducidad distinta que la de la muerte propia o que la de la traición del otro?
¿Acaso hubiera sido moralmente desatinado que en tales circunstancias Penélope
fuera transitando -en la lentitud de los días- de la esperanza infatigable a la
prudente desesperanza para librarse del riesgo de la desolación absoluta?
Penélope sabía que esta vía no era moralmente reprobable y, de hecho, en
algún momento, cuando todavía desconocía que Ulises ya estaba en Ítaca, le
reprochó al ausente no haber sido generoso y justo con ella, y no haberle
dejado la vida abierta y libre la libertad:
Cuando Ulises abandonó el
suelo de su patria, hubo de decirme: “¡Oh esposa! No creo que todos los aqueos
vuelvan de Troya sanos y salvos… Por tanto, yo no sé si un Dios me protegerá o
si moriré allí, delante de Troya. Pero tú toma tu cuidado todas estas cosas, y
acuérdate, mientras estés en este palacio, de mi padre y de mi madre, como
ahora, y más aún mientras yo esté ausente. Después, cuando veas que tu hijo
llega a la pubertad, cásate con quien tú elijas y abandona esta morada.
Pero Ulises el día de su partida no le dijo a Penélope nada así. Sabiendo a
lo que iba, seguramente al ausente le faltó grandeza de ánimo, generosidad,
para "consentir" que su esposa, si le fuera menester, administrara
con entera libertad el compromiso que tenía asumido con él. Igual que Proust
con Albertine, Ulises “apresa” egoístamente a Penélope. Es el característico
“egoísmo” de los amantes. Los dos creen que así, cautivando la libertad de sus
amantes, éstas les serán más fieles, más suyas, y que el amor les será más
seguro.
En el amor hay dos pulsiones de fácil reconocimiento, pero de difícil
manejo. Una es su espontáneo querer ser “para siempre”. Es su desafío a
la temporalidad, su aspiración a la eternidad. El reto radica en transformar la
acéfala pulsión del “todavía más”, que es el pasajero enamoramiento (tormenta
de dopamina), en la serena fidelidad conyugal, que es la repetida búsqueda, el
repetido hallazgo, de lo “nuevo” en lo “mismo” (dominancia de oxitocina), sin
la herida de la monotonía.
La otra pulsión es el espontáneo deseo que el amor tiene de anular la
libertad y la mismidad del otro. El reto radica en "poseer" el deseo libre
del otro. La clave es el adjetivo “libre”. Se trata de "poseer" el
deseo del otro mientras el otro quiera ser "poseído"; o lo que es
igual, siempre teniendo el otro la opción de variar efectivamente de voluntad,
sin que su amante oficie en su contra con los engaños de Calipso o de Circe.
No es amor mientras no sean dos libertades las que mutuamente quieran "poseerse".
Lo contrario es alguna de las muchas y sutiles trampas del amor: dependencia,
sometimiento, inseguridad, dominación, miedo, soledad, celos, necesidad,
erotismo, narcisismo… En el amor Freud era pesimista. Según él, no hay amor que
examinado en el diván no sea a uno mismo.
Quizás a Ulises se le olvidó el adjetivo “libre”. Y quizás a Penélope
también. Y quizás los dos se quedaron clavados en el sustantivo “deseo” y en el
ansia de "enamorados" de que éste rebasara la barrera del tiempo,
correteando románticamente el camino hacia la eternidad.
Pero el amor es tan difícil no tanto porque la gestión de los sentimientos
sea difícil, que sí lo es, sino por lo complicada que resulta la asunción y el ejercicio
de la libertad propia y la aceptación y el respeto de la libertad ajena. Y en
esto ninguno de los dos amantes quizás anduviera bien despachado.
Si el amor de Ulises a Penélope era bisutería -amor del héroe a sí mismo-,
a ella, si lo notó, no le importó... Y si el amor de Penélope a Ulises también era
bisutería -consecuencia de su necesidad-, a él, si lo notó, tampoco le importó.
El asunto, para los dos, era permanecer juntos por vida. El error, también de
los dos, que quizás no lo estuvieran a precio de libertad, sino de narcisismo y
de necesidad.
Pero ¿es que acaso son tan fáciles de deslindar libertad y necesidad? La
vida humana, no es "pura", sino híbrida.
¿Por qué Penélope sufre tanto? Primero, ¿porque le falta su esposo? De ser
así sufre porque sin él se siente incompleta y sola. ¿Es la tragedia de un amor
fatalmente roto por el destino? Entonces su dolor es el propio de una nostalgia
que el paso del tiempo hace “intolerable”. Le pasa como a Antilca y a Laertes,
solo que ellos, ancianos los dos, están en el ocaso de la vida, mientras que
Penélope está todavía en el mediodía.
Segundo, ¿sufre Penélope porque se ve forzada a hacer uso de una libertad
que el ausente no le descerrajó antes de marcharse? Insistentemente se lo
demandan los pretendientes, que no encuentran sentido a su prolongada espera, y
el propio hijo, que siente el impulso cada vez menos vacilante de ocupar en la
casa el hueco del padre ausente.
Observándola, parece que Penélope prefiere seguir cautiva en lo efímero, difiriendo
así toda crucial decisión: si abandonar el palacio de Ulises para regresar a la
casa de su padre y darle vía libre a Telémaco como fehaciente heredero de su
padre; si desposarse con otro hombre y abandonar la hacienda de Ulises y de su
hijo Telémaco; si permanecer, como hasta ahora, debatiéndose entre la esperanza
infatigable y la desolación absoluta, sin concederse la vía de la prudente
desesperanza...
¿Por qué Homero hace a Penélope tan apocada, tan indecisa? ¿Por qué permite
ella que los pretendientes se hagan ilusiones, dicen éstos, con sus ambiguos
gestos? ¿por qué consiente ella que la cortejen y que invadan su propia casa y que
esquilmen las riquezas del ausente? ¿por qué no se muestra taxativa, sea para
decir “sí”, sea para decir “no”?
Esta vida -tan llamativamente elusiva- de Penélope, ¿es producto de su
conciencia, que la conmina a permanecer fiel a Ulises, vuelva éste o no? ¿o lo
es de su debilidad de carácter?
Pero ¿es que acaso una y otra razón son tan fácilmente deslindables? La
vida humana, no es "pura", sino híbrida.
Uno de los problemas de la
vida de los hombres -se sabe- es que la vida está sin hacer. No hacer nada con
la vida es una muy efectiva manera de hacer algo con ella. Por tanto, esperar,
que es lo mismo -aparentemente- que hacer nada, es una fehaciente forma de
vivir. Mas no todas las diversas maneras de espera, a tenor de sus efectos
biográficos, son iguales, si bien externamente lo parezcan.
El hombre, su vida, es un
acontecer interno, del que autorizadamente sólo se puede hablar desde el
interior, desde el sí mismo. Por eso, sólo Penélope está legitimada para
responder acerca del valor de su vida. Sólo ella está facultada para estimar
cuánto, con o sin final feliz, su vida, movida a la espera o por la fidelidad o
por la enfermiza obcecación, merece la pena. Sólo ella, para pronunciarse
acerca de la específica naturaleza de su espera.
***
¿Quién ha dicho, dónde está escrito, que el amor es “para siempre”? Vivo en
un tiempo en el que el amor se suele acabar pronto. La segunda oportunidad en el
amor, o lo que es lo mismo, en la vida, es una conquista contemporánea. Mas
también lo es su banalización: la del amor y la de la vida.
Los amores “para siempre” seguramente escasearon siempre, a parte que el
"exoesqueleto" socioreligioso que los recubría se presumiera
indisoluble. Camus los llamaba “amores raros” y decía de ellos que, a lo sumo,
se daban dos o tres por siglo... Sin embargo, en estos días su estadística, sin
duda, ha empeorado bastante. De "raros" han pasado a
"rarísimos".
Obviamente, en una vida sin “otra vida” nada es “para siempre” y todo es
“mientras dura”. También el amor. De hecho, el amor “para siempre”, según los
etólogos, es impropiamente natural.
El amor “para siempre”, aseguran ellos, es la torsión que la razón humana,
borracha de sus ensoñaciones, hace de ese truco endocrino (enamoramiento) que periódicamente
dispone al organismo para que, más que casi ninguna otra cosa, desee la
procreación.
Según Deleuze, toda promesa de amor "para siempre" lleva ínsita
la falta del perjurio. Sea o no esto así, parece cierto que el amor “para
siempre”, una vez agotado el acéfalo impulso biológico que es el enamoramiento,
no tiene otro aval para su persistencia que la dura voluntad de durar de
sus intervinientes. Quizás el perjurio no sea su inevitable destino siempre. A
los amantes, si lo desean, les cabe tallar una "lanza", una
"lanza" del espíritu.
Como le pasa a la cultura, el amor “para siempre”, que también es cultura,
no está, de antemano, en la naturaleza, a modo de forma de vida apta para ser
gratuitamente biografiable por quien la quiera. Muy al contrario, el amor “para
siempre” es un "artificio" que el hombre, por tanto, no "recolecta"
de la naturaleza, sino que culturalmente obtiene no sin gran trabajo.
En un mundo enteramente contingente, al hombre no le queda mejor oportunidad
para disfrutar de un “vaihingeriano absoluto” (de un "como si" de absoluto)
que el logro de un amor que dure lo que
la vida dure.
Pero la ajustada sincronización de amor y de vida, que obviamente no está
prevista en la naturaleza, es imposible que se produzca sin el concurso libre, inteligente
y responsable de las voluntades que aspiran a ella. El hombre que logra tal sincronización
consigue un excelente ejemplo de aquello que Scheler llamaba “lanzas" del
espíritu.
El amor “para siempre” no es gratis, sino el resultado de un arduo trabajo;
de ahí que, desnudo de mitos protectores, este amor se muestre tan frágil y vulnerable.
Y tan falso es creer en su imposibilidad natural como en su gratuidad natural.
En el fondo, ambas creencias son la trampa que el hombre -mezquinamente- se
pone a sí mismo, a su portentosa capacidad para ensanchar la naturaleza
culturalmente, espiritualmente.
Una cosa es que la naturaleza espontáneamente no regale al hombre el amor
"para siempre" y otra distinta que este amor sea rotundamente
innatural y por tanto imposible para él. Los árboles no dan paradojas
matemáticas y, sin embargo, él las conjetura.
En este sentido, en cuanto tiene de desafío a la propia naturaleza, el amor
“para siempre” no difiere de cualquiera otra de esas “lanzas” del espíritu que agigantan
la vida del hombre a costa de ensanchar -culturalmente- la naturaleza.
¿Acaso es natural el ideal de que todos los hombres son iguales en dignidad
y en derechos? ¿O lo es la fórmula del uranio enriquecido? ¿O una página de
Dostoievski? ¿O una partitura de Bach? ¿O una vida tan extremadamente poco
natural como la de un monje cartujo o la de un castratto?
Cualquier teoría del amor debería comenzar con una teoría del hombre, de la
existencia humana. El amor forma parte de la respuesta al problema de su vida. No
parece que haya mejor aproximación a una eventual experiencia de "absoluto"
que la experiencia de un amor pretendidamente “para siempre”.
Aunque sin olvidar que el “absoluto” no es sino otra “lanza” del espíritu,
porque éste tampoco está naturalmente en parte alguna para dar al hombre la
“orientación” que su vida primariamente no tiene.
Al hombre, si alguna “orientación” le cabe tener, es la que él sepa darse.
Pico Della Mirandola, con su vibrante y utópico decir, y con un pie todavía en la
tierra de los mitos y el otro ya allende estas lindes, lo expresó así:
No te di, Adán, ni un puesto determinado ni un aspecto propio ni función
alguna que te fuera peculiar, con el fin de que aquel puesto, aquel aspecto,
aquella función por los que te decidieras, los obtengas y conserves según tu
deseo y designio. La naturaleza limitada de los otros se halla determinada por
las leyes que yo he dictado. La tuya, tú mismo la determinarás sin estar
limitado por barrera alguna, por tu propia voluntad, en cuyas manos te he
confiado…
No te hice celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que
-casi libre y soberano artífice de ti mismo- te plasmaras y te esculpieras en
la forma que hubieras elegido. Podrás degenerar hacia las cosas inferiores que
son los brutos; podrás -de acuerdo con la decisión de tu voluntad- regenerarte
hacia las cosas superiores que son divinas.
No es verdad que el hombre esté -sin más- exento del rigor de una
“naturaleza” natural que lo mancomuna al resto de la naturaleza; pero sí lo es
que su natural “naturaleza” lo faculta para tallar, a expensas de su sola
voluntad e inteligencia, esas admirables “lanzas” del espíritu.
No es delirio idealista. En esto tiene mucho que decir la inmadurez
neurológica del ser humano al nacer, la especialísima elasticidad de sus
neuronas, la incapacidad de los cien mil genes para poner a trabajar a los miles
de millones de neuronas de su cerebro, y la consecuente capacidad de éste para crear
lo que antes no existía gracias a los cableados nerviosos que la dialéctica con
el medio en que vive le insta a tender...
Lo más admirable no es que el hombre desarrollara un lenguaje que le
permitiera advertir a sus compañeros de clan de la presencia de un amenazante depredador,
sino que le permitiera fabular que ése era el guardián del bosque y así
hilvanara un barrunto de sentido a su evidente peligro mortal.... El sentido,
otra fabulosa "lanza" del espíritu.
La tradición judeocristiana intuyó con admirable finura antropológica el
valor "soteriológico" del amor, y por eso lo elevó a categoría
principal de su experiencia religiosa.
El sentido de la vida acontece más que nada cuando uno siente que no está
de más en la vida, que su vida no es un azaroso estar aquí y que su destino no
es el fruto de la casualidad. Un enorme e inesperado Sartre lo escribe así:
En vez de sentirnos, como antes de ser amados, inquietos por esa
protuberancia injustificada e injustificable que era nuestra existencia, en vez
de sentirnos de más, sentimos ahora que esa existencia es recobrada y querida
en sus menores detalles por una libertad absoluta a la cual al mismo tiempo
condiciona y que nosotros mismos queremos con nuestra propia libertad. Y concluye: Nos sentimos justificados
de existir.
Esto que Sartre dice desde los "cráteres" de la Nada, soñado a lo
grande sólo se lo puede propiciar al hombre la calidez de una divinidad cuya
gloria sea la gloria misma del hombre, de cada hombre, al que personalmente
conoce, tutela y salva, haciéndole así creer que su vida, irremplazable vida,
nunca estuvo de más y que es necesaria:
Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en
graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más
que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su
estatura un codo? Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios
del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón
con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo
que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más
a vosotros, hombres de poca fe? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos,
o qué beberemos, o qué vestiremos?
Pero el hombre anda solo
por un mundo en el que los dioses hace tiempo dejaron de existir. Por eso, al
hombre para alcanzar un “vaihingeriano absoluto” (algo así como un amor “para
siempre”) no le queda más que luchar contra la naturaleza apoyado en la
naturaleza misma.
Para tallar esas
"lanzas" del espíritu que al hombre culturalmente le ensanchan su
naturaleza, tampoco le vale ya luchar queriéndose apoyar en lo Sobrenatural, a
no ser que ya haya entendido que lo Sobrenatural es sobrenatural, igual que el
Absoluto es absoluto, y que los dos son sendas proezas culturales del hombre en
su lucha contra la naturaleza.
Las espirituales e ingrávidas ojivas góticas de la Sainte Chapelle
nunca fueron llovidas del generoso “cielo”, sino que esforzada e
inteligentemente, fueron alzadas desde la “tierra” por el hombre a costa de
vencer la misma fuerza gravitatoria que tan airosa y paradójicamente mantiene
en pie sus afiligranadas y acristaladas paredes.
El espíritu no “desciende”, sino “asciende”, aviándoselas para poner la
naturaleza siempre de su parte. De lo contrario, sin su indispensable concurso,
el espíritu, lejos de ser “lanza” que apunta al “cielo” y ensancha culturalmente
la naturaleza del hombre, se malogra en pesado “fardo”, en correoso
"lastre", que aliena a la naturaleza, obligándola no a ser más de lo
que es, sino lo contrario de lo que es y de lo que puede llegar a ser.
Ningún primate ha merecido hasta ahora el nombre de Dalí o de Leonardo da
Vinci. Otra vez Scheler estuvo fino en su análisis:
La corriente de las fuerzas y las causas…
no corre en este mundo que habitamos de arriba abajo, sino de abajo arriba…
Breves y raros son los períodos en que florece la cultura en la historia de la
humanidad. Breve y raro es lo bello en su delicadeza y vulnerabilidad…
Originariamente, lo inferior es poderoso, lo superior es impotente. Toda forma
superior del ser es, con respecto a las inferiores, relativamente inerte, y no
se realiza mediante sus propias fuerzas, sino mediante las fuerzas de las
inferiores… Los impulsos vitales pueden penetrar (o no penetrar) en la
estructura de las ideas y de los valores… y en el transcurso de esta
penetración y compenetración pueden los impulsos prestarles su fuerza… Pero el
espíritu no tiene por naturaleza ni originariamente energía propia...
El espíritu no es nada
distinto ni contrapuesto a la materia, sino esa frágil, y sublime, “lanza” que
el hombre ensarta en el aire cuando, apoyándose en la materia, ensancha su
límite y la hace “vaihingerianamente inmaterial”: sólo “vaihingerianamente".
¿Acaso la conciencia es inmaterial?
La intuición del logro de una materia que, luego de haberla afanosamente
laborado el hombre, resulta “como si” inmaterial fuera, la apuntó Cayo Julio
Lácer, arquitecto del emperador Trajano, cuando ordenó esta inscripción en el
puente de Alcántara: Plenum ars ubi materia vincitur ipsa sua.
***
¿Acaso tuvo Penélope miedo a la libertad? Seguramente, sí. Igual que
Ulises. Y por eso no le descerrajó su libertad a Penélope antes de marcharse. Y
por eso ella buscó refugio en el cautiverio de lo efímero. Más la vida humana no
es "pura", sino híbrida.
¿Acaso confundieron los dos el amor “para siempre” con algunas bisuterías?
Seguramente, sí. Y por eso la nostalgia, que es el dolor que causa la ausencia
de lo que más se ama, se les entremezcló a los dos o con el narcisismo o con la
inseguridad o con cualquier otra natural “impureza”...
Pero la vida de los hombres -se sabe- no es "pura", sino híbrida.
Y lo de “arriba” -sigamos a Scheler y a Lakofft- toma el vigor de lo de “abajo”,
pese a toda su “impureza”. Y sin ella, sin la naturaleza contra la que luchar y
a la que vencer, las “lanzas” son ensoñaciones imposibles para una razón
borracha de su vapores. En la secuencia crítica Ulises le habló así a Penélope:
Hay en la cerca del patio un olivo de largas hojas,
verdeante y más grueso que una columna. En torno a ella construí mi cámara
nupcial con pesadas piedras; puse un techo sobre ella, y la cerré con puertas
sólidas y fuertes. Después corté las ramas de aquel olivo de hojas largas y
colgantes, serré su tronco al pie de la raíz y pulí cuidadosamente con el
bronce, ayudándome con el nivel. Después de agujerearlo con un barreno, hice la
base del lecho, que construí luego sobre ella y que adorné con oro, con plata y
con marfil, extendiendo en el fondo de él la piel purpúrea y espléndida de un
buey. Te doy esta señal; mas no sé, ¡oh mujer!, si mi lecho continúa en el
mismo lugar o si alguno lo ha transportado después de haber tronchado el tronco
del olivo por encima de sus raíces.
Sin el enraizado troncón de olivo, tan "abajo" él, no hubiera
sido posible que Ulises y Penélope ascendieran tan "arriba" y retomaran
el afanoso trabajo de construir un amor “para siempre”, esto es, de labrar una
formidable “lanza” del espíritu, como las que antes habían labrado Antilca y
Laertes en la fragua de la nostalgia "intolerable".
Atrás quedó Circe con su amnésico, y las sirenas con sus cantos y Calipso
con su tentadora inmortalidad... Y atrás la roma, la abrupta y la efímera
cotidianidad, preñada del humano miedo a la libertad, y de la omnímoda tiranía
de la necesidad... Plenum amor ubi materia vincitur ipsa sua...