"Y ahora tratemos de adivinar de qué modo ellos vieron el Año Mil, de qué modo vivieron ese momento de esperanza y temor y se prepararon para afrontar lo que para ellos significó una nueva primavera del mundo"
(G. Duby, El año mil)
Hace solo cuatro años un deslumbrante Harari escribía en Homo Deus que la agenda de la humanidad -en el albor del tercer milenio- había cambiado radicalmente y que, después de miles de años de infructuosa lucha contra la hambruna, la peste y la guerra, el hombre ya no necesitaba rezar a ningún dios ni a ningún santo para que lo salvara de ellas. Su tesis era que estos endémicos problemas, aunque no se hubieran resuelto del todo, habían dejado de ser fuerzas incomprensibles e incontrolables para el hombre y se habían transformado en retos manejables.
En estos días he recordado a Harari, sus brillantes libros Homo Sapiens y Homo Deus; y, seguramente, él también se haya acordado de sí mismo, de algunas de sus palabras escritas, al comprobar cómo el Mundo ha quedado surrealistamente paralizado por una pandemia que parece retrotraernos al atávico pasado.
En estos días, además, me he acordado de Semmelweis, ese médico húngaro que, contraviniendo la opinión general de sus colegas, mediado el siglo XIX se anticipó a Pasteur en el descubrimiento de que los gérmenes era los invisibles causantes de las temibles infecciones. Hacer visibles a esos mortíferos enemigos, que tanta calamidad habían provocado a la humanidad a lo largo de la historia, fue un encomiable hito de la medicina.
Ciertamente, gracias a Semmelweis y cuantos científicos han venido detrás, nuestra situación no es la del año 541 ni la del año 1347 ni la del año 1649... Hoy sabemos que los virus y las bacterias existen. Al común de los mortales siguen siéndonos invisibles; pero nuestros microbiólogos ya se atreven a hablarles de tú a tú y los tratan con confianza. De hecho, más pronto que tarde, no sabemos a qué lado del Pacífico, darán con la vacuna que doblará la flecha de esta pandemia.
Desde el Mar de Beaufor en Alaska hasta el Estrecho de Cook en Nueva Zelanda, desde Tierra de Fuego en Argentina hasta el Estrecho de Bering en Rusia... Hasta hace unas pocas semanas muchísimos de los que vivimos con occidentales maneras en cualquier parte del Mundo, estábamos creídos de que lo normal -¡más aún, lo mínimamente exigible!- era disfrutar de una vida cada vez más longeva, más segura, más feliz, más sana y más y más próspera. Pero, de repente, todo lo que parecía una sólida creencia -o mejor, ¡una sólida realidad!- se ha vuelto algo insorportable y dolorosamente frágil y quebradizo.
Es verdad, en París y en Madrid, en Londres y en Nueva York, en Roma y en Bruselas, las calles están literalmente desiertas y la gente, confinada en su casas. Cerraron las escuelas y las universidades. Cerraron el Museo Vaticano y el Museo del Prado y el Museo del Louvre... El carnaval de Venecia y la Semana Santa de Sevilla fueron suspendidas... Y un virus cuya única cadena de ARN no entiende de naciones ha conseguido cerrar las fronteras.
La certísima volatilidad de lo que más pesado parece a los ojos de los hombres necios de hoy, era creencia común de nuestros mayores. Y también de aquellos sesudos filósofos centroeuropeos que hubieron de pensar la vida en guerra. Curiosamente, los unos tuvieron un vivir recio y robusto; y los otros, un pensar denso y vigoroso. Hablo de mi abuela Cristina y de mi padre; y de Wittgenstein, de Heidegger, de Cassirer y de Bloch... En cambio, los que hasta ahora estábamos persuadidos de la solidez de lo que solo es certísima volatilidad, paradójicamente, hemos vivido y pensado de manera tan vana, tan banal... Esta crisis, como la de la década anterior, nos ha pillado siendo unos desvalidos adolescentes, incapaces de un vivir recio y robusto, como el de nuestros mayores, que hubieron de vivir un Mundo imprimado de grises.
Los de antes, sabedores de que la vida está ahíta de nada -cabalgaron las contradicciones de la guerra- trataron de achicar nada de la vida, de ganarle brazas, como si se tratara de un pólder de vida arrebatado a la nada. Y ahí está Bloch, con su "principio esperanza". Cassirer, con su "principio símbolo". Wittgenstein, con su "principio mostración". Heidegger, con su "principio autenticidad". Benjamin, con su "principio cocreación"...
Y los de ahora, nosotros, tan estólidamente creídos de la incuestionable solidez de la vida, nos dedicamos a licuarla, a vertirle nada, más nada. Somos el homo felix: el hombre distraído por las naderías, el evanescentemente virtual, el esclavo de un deseo condenado a la cadena perpetua de la comercial insatisfacción, el intelectualmente tan crítico como las marionetas...
Hace unos días Ángela Merkel comparó la actual situación de Europa a la Segunda Guerra Mundial: desde 1939 el Mundo no se ha enfrentado a otro reto mayor que éste. El problema, al menos uno de ellos, es que el perfil de la sociedad de entonces era el de mi abuela Cristina y el de mi padre: adolescentes con la precoz madurez de un adulto; y el perfil de la sociedad de hoy es el del homo felix: adultos con la inmadurez crónica un adolescente criado en una suerte de "gineceo".
Porque, ¿qué pasará cuando se compruebe que lo que parecía indispensable para el funcionamiento de la sociedad ya no lo es? Este virus va a demostrar la volatilidad de muchos condicionantes que hasta hace una semana parecían sólidos como el granito. Sospecho que este virus -con intención o sin ella: sea objetivo principal o solo oblicuo- no es sino una fase más de la vertiginosa metamorfosis que nuestro Mundo está experimentado.
Cuando pasen los seis o doce meses que dure esta pandemia y nos pinchen la vacuna, nos parecerá que ha pasado una década; o quizás dos. Y en el Mundo post coronavirus sobrevivirán a aquellos que sean capaces de mejor estar a la altura del nuevo tiempo. Para el resto, más subsidios. La historia es así, tan cruel como Darwin juzgaba que lo era la naturaleza. Eso le pasó al Imperio Romano de Oriente en el 531; y al sistema feudal en 1347 y a la metrópolis de las Américas en 1649. Una maldad dicha cum mica salis: después del virus, lo que. lamentablemente, no haga falta gastarse en pensiones, se podrá reutilizar en prestaciones por obsolescencia.
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