"Cuando se vio claro que la designación de homo sapiens no convenía tanto a nuestra especie como se había creído en un principio porque, a fin de cuentas, no somos tan razonables como gustaba creer el siglo XVIII en su ingenuo optimismo, se le adjuntó la de homo faber. Pero este nombre es todavía menos adecuado, porque podría aplicarse también a muchos animales el calificativo de faber, Ahora bien, lo que ocurre con el fabricar sucede con el jugar: muchos animales juegan. Sin embargo, me parece que el nombre de homo ludens, el hombre que juega, expresa una función tan esencial como la de fabricar, y merece, por lo tanto, ocupar su lugar junto al de homo faber"
(J. Huizinga, Homo ludens)
Kant hubo de postular la libertad para poder justificar la moral. Es lo mismo que Huizinga tendría que haber hecho con el "espíritu": postular su existencia para justificar así su sobresaliente concepto de juego, el cual requiere, como petición de principio, de cierta excepcionalidad respecto del determinismo físico con que se rige la naturaleza, porque el juego es, según su descripción, un comportamiento libre, eximido de las obligaciones de la "vida corriente", ejecutado al margen de los apremios a los que ésta compromete al hombre para subsistir.
En el juego, dice Huizinga, se revela el "espíritu". Cabe dar explicaciones fisiológicas y psicológicas; él las menciona; pero ninguna aclara satisfactoriamente un comportamiento que, aunque también observable en los animales, él juzga inderivable, igual que K. Kerengy estima la celebración y R. Otto, lo santo.
A Huizinga no le vale hablar de "instinto lúdico" para justificar el juego, porque esto implica claudicar ante la "tiranía causalista" que busca una utilitaria finalidad a todas las adquisiciones culturales, lo cual supone que éstas, y el juego también porque es la matriz y la forma primigenia de ellas, queden subsumidas en el determinismo, con el cual el juego entra en abierta contradicción al ser entendido como una acción libre que a nada está obligada con la vida.
En la actualidad, casi un siglo después, un Huizinga redivivo constataría que el dogma cientifista, incipientemente imperante cuando publicó Homo ludens, para el que su concepto de juego era harto improbable, no solo no ha pasado de moda, sino que, cargado de más atinadas razones, se cree facultado para afirmar que no parece que en el hombre haya ninguna instancia de absoluto, algo ciertamente incondicional, llámese, si se quiere, "espíritu", como hacía Huizinga, sino que la única categoría irreductible de la que por ahora hay cierta evidencia científica es la bioquímica, de la cual, según se ve, deriva lo humano.
Llegados a este punto, me planteo que la libertad quizás no sea el postulado para justificar la existencia de la moral, que es lo que hizo Kant, deslumbrado por la ciencia newtoniana, para salvar al hombre del mecanicismo de la naturaleza; ni del juego, que es lo que no hace Huizinga, dando por hecho que en el hombre hay algo así como un "espíritu"; sino el postulado para justificar una "ilusión de sentido" sin la cual el hombre, masivamente, no parece capaz de vivir.
El primer desengaño fue aceptar que su sentido no deviene de ningún plan cósmico: el único plan de sentido posible para el hombre es el que él mismo es capaz de diseñar y de realizar. El segundo, más drástico aún, es aceptar que no cabe plan de sentido alguno porque la prometeica sensación de libertad del hombre contemporáneo, emancipado de la divinidad, tiene exactamente el mismo fundamento real que antes su sensación religiosa, ninguno.
Al final, quizás lo más cabal que se pueda decir del hombre no es que sea sapiens ni faber ni ludens... sino simple perro de paja, como hace J. Gray, aludiendo a una antiquísima tradición taoísta en la cual los perros de paja eran objetos litúrgicos desechables. Queriendo evitar la humana autocompasión, escribió Su Zhe al filo del primer milenio:
"El Cielo y la Tierra no carecen de corazón al tratar a las criaturas como perros de paja. El Cielo y la Tierra no son parciales. No matan a los elementos vivos por crueldad ni les otorgan la vida por humanidad. Nosotros procedemos igual cuando hacemos perros de paja para los sacrificios. Les vestimos y les llevamos al altar, y una vez terminada la ceremonia nos deshacemos de ellos, pero no porque les odiemos, sino porque cumplieron su misión".
Los hombres no somos el motivo principal del culto, no somos magnificentes dioses; ni sacerdotes oficiantes, que privilegiadamente habitan entre las sombras de lo sagrado; ni siquiera humildes devotos que aspiran al favor divino; tampoco somos objetos del ajuar litúrgico que merecen perdurar de ceremonia en ceremonia, sea por su riqueza material, sea por su primor artesanal; sino solo perros de paja, exvotos de usar y tirar: discretas víctimas vicarias cuya insignificante razón de ser, terminado el rito, está cumplida.
Sin embargo, una vez conscientes de nuestra sideral insignificancia, nos damos cuenta también de que la vida, que quiere vivir, que se afana en vivir, nos impele a darle un sentido, porque así nos resulta más apetecible, y entonces convertimos el silencio en palabra y la palabra, en mito y el mito, en liturgia y, al fin, nuestro conatu essendi, en una suerte de playing up the role, que es el sentido.