Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


sábado, 17 de agosto de 2024

La ilusión de los perros de paja

"Cuando se vio claro que la designación de homo sapiens no convenía tanto a nuestra especie como se había creído en un principio porque, a fin de cuentas, no somos tan razonables como gustaba creer el siglo XVIII en su ingenuo optimismo, se le adjuntó la de homo faber. Pero este nombre es todavía menos adecuado, porque podría aplicarse también a muchos animales el calificativo de faber, Ahora bien, lo que ocurre con el fabricar sucede con el jugar: muchos animales juegan. Sin embargo, me parece que el nombre de homo ludens, el hombre que juega, expresa una función tan esencial como la de fabricar, y merece, por lo tanto, ocupar su lugar junto al de homo faber"

(J. Huizinga, Homo ludens)

Kant hubo de postular la libertad para poder justificar la moral. Es lo mismo que Huizinga tendría que haber hecho con el "espíritu": postular su existencia para justificar así su sobresaliente concepto de juego, el cual requiere, como petición de principio, de cierta excepcionalidad respecto del determinismo físico con que se rige la naturaleza, porque el juego es, según su descripción, un comportamiento libre, eximido de las obligaciones de la "vida corriente", ejecutado al margen de los apremios a los que ésta compromete al hombre para subsistir.

En el juego, dice Huizinga, se revela el "espíritu". Cabe dar explicaciones fisiológicas y psicológicas; él las menciona; pero ninguna aclara satisfactoriamente un comportamiento que, aunque también observable en los animales, él juzga inderivable, igual que K. Kerengy estima la celebración y R. Otto, lo santo.

A Huizinga no le vale hablar de "instinto lúdico" para justificar el juego, porque esto implica claudicar ante la "tiranía causalista" que busca una utilitaria finalidad a todas las adquisiciones culturales, lo cual supone que éstas, y el juego también porque es la matriz y la forma primigenia de ellas, queden subsumidas en el determinismo, con el cual el juego entra en abierta contradicción al ser entendido como una acción libre que a nada está obligada con la vida.

En la actualidad, casi un siglo después, un Huizinga redivivo constataría que el dogma cientifista, incipientemente imperante cuando publicó Homo ludens, para el que su concepto de juego era harto improbable, no solo no ha pasado de moda, sino que, cargado de más atinadas razones, se cree facultado para afirmar que no parece que en el hombre haya ninguna instancia de absoluto, algo ciertamente incondicional, llámese, si se quiere, "espíritu", como hacía Huizinga, sino que la única categoría irreductible de la que por ahora hay cierta evidencia científica es la bioquímica, de la cual, según se ve, deriva lo humano.

Llegados a este punto, me planteo que la libertad quizás no sea el postulado para justificar la existencia de la moral, que es lo que hizo Kant, deslumbrado por la ciencia newtoniana, para salvar al hombre del mecanicismo de la naturaleza; ni del juego, que es lo que no hace Huizinga, dando por hecho que en el hombre hay algo así como un "espíritu"; sino el postulado para justificar una "ilusión de sentido" sin la cual el hombre, masivamente, no parece capaz de vivir.

El primer desengaño fue aceptar que su sentido no deviene de ningún plan cósmico: el único plan de sentido posible para el hombre es el que él mismo es capaz de diseñar y de realizar. El segundo, más drástico aún, es aceptar que no cabe plan de sentido alguno porque la prometeica sensación de libertad del hombre contemporáneo, emancipado de la divinidad, tiene exactamente el mismo fundamento real que antes su sensación religiosa, ninguno.

Al final, quizás lo más cabal que se pueda decir del hombre no es que sea sapiens ni faber ni ludens... sino simple perro de paja, como hace J. Gray, aludiendo a una antiquísima tradición taoísta en la cual los perros de paja eran objetos litúrgicos desechables. Queriendo evitar la humana autocompasión, escribió Su Zhe al filo del primer milenio:

"El Cielo y la Tierra no carecen de corazón al tratar a las criaturas como perros de paja. El Cielo y la Tierra no son parciales. No matan a los elementos vivos por crueldad ni les otorgan la vida por humanidad. Nosotros procedemos igual cuando hacemos perros de paja para los sacrificios. Les vestimos y les llevamos al altar, y una vez terminada la ceremonia nos deshacemos de ellos, pero no porque les odiemos, sino porque cumplieron su misión".

Los hombres no somos el motivo principal del culto, no somos magnificentes dioses; ni sacerdotes oficiantes, que privilegiadamente habitan entre las sombras de lo sagrado; ni siquiera humildes devotos que aspiran al favor divino; tampoco somos objetos del ajuar litúrgico que merecen perdurar de ceremonia en ceremonia, sea por su riqueza material, sea por su primor artesanal; sino solo perros de paja, exvotos de usar y tirar: discretas víctimas vicarias cuya insignificante razón de ser, terminado el rito, está cumplida.

Sin embargo, una vez conscientes de nuestra sideral insignificancia, nos damos cuenta también de que la vida, que quiere vivir, que se afana en vivir, nos impele a darle un sentido, porque así nos resulta más apetecible, y entonces convertimos el silencio en palabra y la palabra, en mito y el mito, en liturgia y, al fin, nuestro conatu essendi, en una suerte de playing up the role, que es el sentido.


sábado, 3 de agosto de 2024

El otoño moral de la Edad Actual

"La imitación del héroe y del sabio no están al alcance de todo el mundo; decorar la vida con colores heroicos o idílicos es un gusto costoso y que por lo regular solo se satisface de un modo muy deficiente. La aspiración a realizar el ideal en el centro mismo de la sociedad tiene como vitium originis un carácter aristocrático"

(J. Huizinga, El otoño de la Edad Media)

El hombre ilustrado del S. XVIII elevó a dogma principal de su credo la perfectibilidad del hombre y de la sociedad mediante la razón y la educación, que es la manera de que la luz de la razón se encienda en cada hombre.

Sin embargo, cada vez estoy más convencido de que la actual sociedad, en tanto heredera del proyecto ilustrado, es una sociedad fallida porque ni la educación ni la ciencia han hecho del hombre común de la calle un individuo especialmente inteligente y crítico y, por tanto, especialmente libre; al contrario, todo apunta a que éste de hoy es tan borreguil como el de cualquier otra etapa anterior de la Historia en la que ni la educación ni la ciencia tuvieron tanta proyección popular como ahora.

El progreso de la ciencia es aditivo, a la vista está; pero su progreso no tiene porqué traducirse, también a la vista está, en un correlativo progreso ético que avance a su misma velocidad.

Este frustrado progreso de la ética no hay que entenderlo en un sentido moral, sino como ese autoquehacerse cada uno su vida que viene derivado de un vivir en serio, y en cuyo ejercicio nadie consiente ninguna injerencia, porque es comúnmente sabido y asumido que este autoquehacerse es responsabilidad intransferible de cada cual.

Si en algún momento creí que gracias a la educación las sociedades occidentales y occidentalizadas acabarían estando mayoritariamente integradas por individuos más inteligentes, críticos y libres que estólidamente crédulos, hace tiempo me adherí al aristocrático escepticismo de J. Huizinga.

Unas veces falla la educación, que está mal concebida y ejecutada; pero otras muchas falla el propio individuo que "inexplicablemente" rehúsa del ideal del héroe o del sabio, del riesgo de su posible libertad, del hiriente realismo de un mundo desencantado, y su principal opción de vida es comprar confort al precio de su autenticidad.

Como dice J. Gray, hoy es muy razonable preguntarse si las sociedades occidentales están no ya volitivamente dispuestas sino realmente capacitadas para hacer el esfuerzo moral necesario para dejar de lado los actuales sustitutos laicos de aquellos mitos cristianos que refundaron Occidente hace poco más de dos mil años, en los cuales estas sociedades, a pesar del portentoso pertrecho educativo y tecnológico que pródigamente disfrutan, creen con el mismo fervor e impremeditación con el que el hombre europeo del S. XIV creía más en la vida del más allá que en la del más acá.

PD. En estos días un ciudadano llamado Pedro Sánchez Castejón ha decidido, imbuido de su transitoria potestad gubernamental, que 48 millones de ciudadanos españoles, a los que no les ha consultado, de facto pasen de un Estado autonómico a otro federal, sin otra aparente motivación que la de afianzar su poder. Según lo previsto, a sabiendas de que somos una sociedad "inexplicablemente" fallida, las vacaciones de verano siguen su curso con absoluta normalidad.