"Puesto que la realidad terrena es tan desesperadamente lamentable y la negación del mundo tan difícil, damos a la vida un bello colorido ilusorio, perdiéndonos en el país de los ensueños y de las fantasías, que velan la realidad con el éxtasis del ideal"
(J. Huizinga, El otoño de la Edad Media)
En el corazón de la antigua judería de Sevilla hay un lugar en el que, sin quererlo, con facilidad uno se traslada a un tiempo ya sido que, de muy extraña manera, se conserva en la forma máximamente actual del gerundio siendo.
Es un lugar en el que el cristianismo es, por encima de todo, una religión, lisa y llanamente una religión, como lo era para mi abuela, mi madre y mi tía, sin adherencias que, pese a estar inspiradas en él, lo podrían desdibujar y, peor aún, desnaturalizar.
Allí el cristianismo aún conserva jugoso su pulpejo devocional. Un admirable puñado de personas, encorvadas ya por el peso de los años, libran su última batalla atrincherados en la laberíntica collación de San Bartolomé, ajenos a que con ellos seguramente se perderá no sólo una batalla, sino una guerra entera, y a que después de ello este "sinaí urbano" dejará de ser el extemporáneo reducto de lo santo que, precisamente gracias a ellos, todavía es.
El retén de San Bartolomé es, por así decirlo, un estrecho segmento de la última línea de defensa de un cristianismo que está insidiosa, mortalmente asediado por una arreligiosidad en imparable expansión.
Por supuesto que uno no asiste todos los días a la defunción de una religión y menos aún a las honras fúnebres de lo mismamente sagrado, lo cual es, en términos culturales, uno de los dos fenómenos más fascinantes y tremendos que suceden hoy en el Mundo Occidental. Me refiero a su desacralización, a su sagrado "desencantamiento"; no a su tecnologista "reencantamiento".
De ahí el sobrecogimiento que me causa no sólo vivir entre dos Tiempos, sino más aún, poder entrar en el Tiempo ya Sido, pero no en su museístico sarcófago, culturalmente tan valioso, sino en Él como Tiempo todavía Siendo gracias a la santidad, que es la forma religiosa de la heroicidad, de los últimos de San Bartolomé.
Aunque allí lo que se produjera no fuera, como aquí, una radical desacralización de la realidad, sino el reemplazo traumático de una religión por otra, no desisto de hacer una atrevida comparación, a más de quince siglos, entre los últimos de San Bartolomé y los últimos del Sarapeum.
Unos y otros, alejandrinos y sevillanos, coinciden en el fortuito ascenso de la inapreciable, casi siempre despreciable, intrahistoria de unos insignificantes hombres cualquieras, a la marmórea, broncínea, imborrable memorabilidad del hito histórico.
En el Sarapeum la controversia fue en qué dios creer, si en los bien avenidos dioses egipcios y romanos o si en el novel dios cristiano, y en San Bartolomé la controversia, esta vez definitiva, es si asumir del todo la futilidad ontológica de lo mismamente sagrado.
Por eso, lo que ahora se libra en esa antigua sinagoga, luego cristianizada, no es una batalla, otra, entre religiones, sino una guerra, final, entre lo sagrado y lo profano, lo absoluto y lo contingente.
Al hombre, sentencia Huizinga, no le queda otra que perderse en el país de los ensueños y de las fantasías... Cualquier intento de sentido, más allá de la ciencia, que apenas sabe nada de los paraqués de la vida, es un ensueño y una fantasía, tanto más reales cuanto más incitadores de sentido, y tanto más incitadores de sentido cuanto más transidos del hambre, del suspiro, del anhelo... de una vida mejor, de un mundo más bello.
No estaba Marx falto de razón cuando, muy ilustrado él, decía que la religión es el opio del pueblo. No obstante, lo sagrado, esa mágica concepción de un mundo "encantado" en el que es posible la "religación" entre lo divino y lo humano y, por tanto, una salvación, me parece una creación de sentido insuperable hasta ahora.
Con ninguna otra de las inventariables creaciones de sentido el hombre ha conseguido ser tan dichoso y alejar de sí tan eficazmente la maldición de la soledad y del absurdo como con la invención de lo sagrado, máximamente cuando urdió que éste era amor y misericordia.
En el Tiempo Siendo, ya irreparablemente desacralizado, en el que de la religión lo que queda es la cáscara desaviada de pulpa, harán falta nuevos aedos, aedos formidables, que tiñan de color humanidad una realidad que, en sí, es inhumanamente acromatopsíaca, es decir, carente del color con el que el sentido entinta el mundo, indiferente, y lo vuelve hogar, acogedor; y así insten a sus arreligiosos contemporáneos a soñar hacia delante, a hacer historia más acá y más allá de lo santo, hacia otro horizonte, aún sin trazar.
Aedos que sepan metamorfosear el anhelo radical, un hambre casi biótica, en ensueño y fantasía, y éstos en mito y éste en drama, es decir, en una obra colectiva en cuya interpretación, mejor, en cuya improvisada repentización, a cada hombre se le vaya la vida entera con la provechosa sensación de haber participado de un sentido que certifique que sus días, también los infelices, merecieron la pena.
No me entristece que con el retén de San Bartolomé muera una religión, ni siquiera lo mismamente santo, sino una afortunada inventiva de sentido que tanto consuelo ha dado a los que nacieron en el Tiempo ya Sido y además tuvieron la fortuna de no recibir de los dioses el don envenenado de la lucidez.