Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


viernes, 29 de noviembre de 2024

El retén post mortem de Santa Clara


La belleza sin hálito de vida es una artificial compostura y la religión sin mística, una taxidermia de Lo Sagrado. Hace treinta años las monjas se marcharon de Santa Clara, después de siete siglos. Eran pocas y ancianas. Es de suponer que ya les resultaría difícil mantener en pie, y con vida, los ruinosos muros del convento. Ninguna zarza ardiente es inextinguible.


Recientemente, esta portentosa iglesia ha sido restaurada y luce bellísima tras varios lustros de forzado abandono. Pero la diócesis no quiere que sea un mero "contenedor cultural", como se dice ahora, y la ha resacralizado y devuelto al culto.

Cuando el retén de Santa Clara -el primigenio; no el de ahora- perdió el flanco y hubo de batirse en retirada al convento hermano de Santa María de Jesús, la "gran guerra" de Lo Sagrado estaba perdida, hacía tiempo.

De ahí que no me extrañe que, este templo, ahora, pese a la determinación pastoral de quien lo ha remozado y reabierto, tenga más de taxidermia que de mística.


La imagen de las dos ancianas es del domingo pasado por la mañana. Renqueantes, por el ruinoso compás, iban, camino arriba, a celebrar la eucaristía en la iglesia de Santa Clara. Dentro no había más de cuatro o cinco personas, ninguna joven ni de mediana edad. Todas eran, como la religión, del Tiempo ya Sido.


La "mandorla", aunque ha recuperado el esplendor y está preciosa, no tiene la sobrecogedora mística de antaño. Su belleza no tiene el hálito de vida de antes y está preñada de nostalgia y de una decadencia que no es plástica sino hondamente vital.

La Ciudad aún conserva reductos de incalculable valor en los que Lo Sagrado, como máximo exponente del Tiempo ya Sido, todavía se resiste, vacilante, a la disecante taxidermia a la que ha sido sometido, a día de hoy ya casi por completo, en las sociedades occidentales.

Pero la "gran guerra" de Lo Sagrado está terminada... y perdida. Por eso, esta vez no se trata de un transitorio decaimiento de la religión, ni de su intrépida mutación inculturadora, sino de su defunción, de lo cual es prueba la apabullante irrelevancia de lo religioso en el Tiempo ya Siendo, en su orden vital, social, intelectual, moral, político, artístico, literario...

No es que Dios, nietzscheanamente, haya muerto, sino que, más radical aún, Lo Sagrado, como fecunda inventiva humana de sentido, se ha evanescido.

martes, 5 de noviembre de 2024

El retén de San Bartolomé

"Puesto que la realidad terrena es tan desesperadamente lamentable y la negación del mundo tan difícil, damos a la vida un bello colorido ilusorio, perdiéndonos en el país de los ensueños y de las fantasías, que velan la realidad con el éxtasis del ideal"

(J. Huizinga, El otoño de la Edad Media)

En el corazón de la antigua judería de Sevilla hay un lugar en el que, sin quererlo, con facilidad uno se traslada a un tiempo ya sido que, de muy extraña manera, se mantiene en la forma máximamente actual del gerundio siendo.

Es un lugar en el que el cristianismo, por encima de todo, es una religión, lisa y llanamente una religión, como lo era para mi abuela, mi madre y mi tía, sin adherencias que, pese a estar inspiradas en él, lo podrían desdibujar y, peor aún, desnaturalizar.

Allí el cristianismo conserva aún jugoso su pulpejo devocional. Un admirable puñado de personas, encorvadas ya por el peso de los años, libran su última batalla atrincherados en la laberíntica collación de San Bartolomé, ajenos a que con ellos seguramente se perderá no sólo una batalla, sino una guerra entera, y a que después este "sinaí urbano" dejará de ser el extemporáneo reducto de lo santo que, precisamente gracias a ellos, todavía es.

El retén de San Bartolomé es, por así decirlo, un estrecho segmento de la última línea de defensa de un cristianismo que está insidiosa, mortalmente asediado por una arreligiosidad en imparable expansión.

Por supuesto que uno no asiste todos los días a la defunción de una religión y menos aún a las honras fúnebres de lo mismamente sagrado, lo cual es, en términos culturales, uno de los dos fenómenos más fascinantes y tremendos que suceden hoy en el Mundo Occidental. Me refiero a su desacralización, a su sagrado "desencantamiento"; no a su tecnologista "reencantamiento", que es el otro.

De ahí el sobrecogimiento que me causa no sólo vivir entre dos Tiempos, sino más aún, poder entrar en el Tiempo ya Sido, pero no en su museístico sarcófago, culturalmente tan valioso, sino en Él como Tiempo todavía Siendo gracias a la santidad, que es la forma religiosa de la heroicidad, de los últimos de San Bartolomé.

Aunque allí lo que se produjera no fuera, como aquí, una radical desacralización de la realidad, sino el reemplazo traumático de una religión por otra, no desisto de hacer una atrevida comparación, a más de quince siglos, entre los últimos de San Bartolomé y los últimos del Sarapeum.

Unos y otros, alejandrinos y sevillanos, coinciden en el fortuito ascenso de la inapreciable, casi siempre despreciable, intrahistoria de unos insignificantes hombres cualquieras, a la marmórea, broncínea, imborrable memorabilidad del hito histórico.

En el Sarapeum la controversia fue en qué dios creer, si en los bien avenidos dioses egipcios y romanos o si en el novel dios cristiano, y en San Bartolomé la controversia, esta vez definitiva, es si asumir del todo la futilidad ontológica de lo mismamente sagrado o si persistir en la ontologización del mito.

Por eso, lo que ahora se libra en esa antigua sinagoga, luego cristianizada, no es una batalla, otra, entre religiones, sino una guerra, final, entre lo sagrado y lo profano, lo absoluto y lo contingente.

Al hombre, sentencia Huizinga, no le queda otra que perderse en el país de los ensueños y de las fantasías... Cualquier intento de sentido, más allá de la ciencia, que apenas sabe nada de los paraqués de la vida, es un ensueño y una fantasía, tanto más reales cuanto más transidos está del hambre, del suspiro, del anhelo... de una vida mejor, de un mundo más bello.

No estaba Marx falto de razón cuando, muy ilustrado él, decía que la religión es el opio del pueblo. No obstante, lo sagrado, esa mágica concepción de un mundo "encantado" en el que es posible la "religación" entre lo divino y lo humano y, por tanto, una salvación, me parece una creación de sentido insuperable hasta ahora, pese a su pernicioso carácter ilusorio.

Con ninguna otra de las inventariables creaciones de sentido el hombre ha conseguido ser tan dichoso y alejar de sí tan eficazmente la maldición de la soledad y del absurdo como con la invención de lo sagrado, máximamente cuando urdió que éste era amor y misericordia.

En el Tiempo Siendo, ya irreparablemente desacralizado, en el que de la religión lo que queda es la cáscara desaviada de pulpa, harán falta nuevos aedos, aedos formidables, que tiñan de color humanidad una realidad que, en sí, es inhumanamente acromatopsíaca, es decir, carente del color con el que el sentido entinta el mundo, indiferente, y lo vuelve hogar, acogedor; y así insten a sus arreligiosos contemporáneos a soñar hacia delante, a hacer historia más acá y más allá de lo santo, hacia otro horizonte, aún sin trazar.

Aedos que sepan metamorfosear el anhelo radical, un hambre casi biótica, en ensueño y fantasía, y éstos en mito y éste en drama, es decir, en una obra colectiva en cuya interpretación, mejor, en cuya improvisada repentización, a cada hombre se le vaya la vida entera con la provechosa sensación de haber participado de un sentido que certifique que sus días, también los infelices, merecieron la pena.

No me entristece que con el retén de San Bartolomé muera una religión, ni siquiera lo mismamente santo, sino una afortunada inventiva de sentido que tanto consuelo ha dado a los que nacieron en el Tiempo ya Sido y además tuvieron la fortuna de no recibir de los dioses el don envenenado de la lucidez.