Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


lunes, 9 de diciembre de 2024

La raíz de la lideratría


"Vos conocéis mi pusilanimidad, que cuando no tiene en quien apoyarse y descansar, me deja tan desesperado que la vida se convierte en una carga para mí"

(Erasmo de Róterdam)


Esta confesión es de un jovencísimo Erasmo, hecha epistolarmente a un compañero de noviciado durante su breve estancia en el monasterio agustino de Steyn. La pusilanimidad de la que escribe, aun refiriéndose a sí mismo, no me parece que sea solo un rasgo de carácter individual, más o menos pronunciado, dependiendo de la idiosincrasia psicológica de cada uno, sino también, más que nada, una nota de identidad de la especie entera.

Se trata de un apocamiento que deviene de la programación genética del hombre, claramente insuficiente para llevar, igual que los demás animales, una vida que se hace sola, meramente dirigida por el instinto, en interacción con el medio en el que se encuentra.

En el hombre, si distinguiéramos entre "contorno" y "dintorno" biológicos, podríamos decir que aquél sí está, como en las otras especies, perfectamente "cerrado", tanto que, también para él, constituye una barrera infranqueable. Igual que nadie puede escapar de su sombra, dice el refrán, nadie puede salirse de su "contorno" biológico.

Sin embargo, su "dintorno" no es invariable ni está fijado de antemano, como sí le ocurre al resto de los animales, sino que siempre está pendiente de una invención que corre de su cuenta. Por eso, ser hombre, más acá del "contorno", ¡puede consistir en tantas cosas tan distintas entre sí! Así, uno puede ser especialista de una unidad militar de élite del ejército israelí o monje cisterciense en Poblet; corredor de bolsa en Dow Jones o voluntario de Médicos Sin Fronteras, etc.

El hombre no se tiene que poner a respirar, simplemente respira, porque, para ello, su nativa dotación biológica es solvente; pero sí se tiene que poner a decidir qué hacer con la vida y, peor aún, luego se tiene que poner a hacerlo sin descanso, sin solución de continuidad, vez por vez, porque el automatismo biológico, que esmeradamente se ocupa de su "contorno" y de su interacción con el medio, se muestra bastante incapaz de ello.


Esta tarea de definir el "dintorno", que es en lo que específicamente consiste el vivir humano, además de apasionante, es ciertamente fatigosa. Aunque la vida -siempre conatu essendi- no es fácil para ningún animal, para el hombre quizás lo sea todavía menos, porque no puede relajar el peso de su "dintorno" en la sola biología, sino llevarlo en peso.

Y puede que, por eso, resulte que el hombre, buscando el solaz que espontáneamente la biología no le ofrece, haya terminado siendo un tusitala, un fabulador de "sustentos" en los que poderse apoyar para así mitigar la incertidumbre, la duda, la confusión, el anonadamiento, el desconcierto, el miedo, la inseguridad, el pasmo, el estupor, la sorpresa, la perplejidad... y la pusilanimidad, su incurable pusilanimidad, consecuencia principal de no tener la comodidad y la certeza de una identidad asegurada.

El hombre, sumido en este batiburrillo de sensaciones, del que, como de su "contorno", tampoco puede salirse, se halla en la disyuntiva de tener que elegir entre la póiesis y la mímesis; en el dilema de tener que optar entre la creación y la imitación, una u otra, como procedimiento para desambiguar su "dintorno", es decir, como vía para obtener una identidad precisa, ésa que la biología no le brinda.


Optar por la póiesis y ponerse a inventar una vida con la que llenar la vida es una tarea más que prometeica, algo así como atreverse a robar a la divinidad no ya el fuego, sino su exclusivo poder creador y convertirse en una suerte de causa sui, aunque de segundo orden, porque el hombre no es el creador de su vida pero sí el autor de su contenido, de su biografía.

Elegir la póiesis es tener que inventar algo que uno llegue a desear con toda el alma y así, en el intento de alcanzarlo, tener que erguirse, alzarse, sobre un sostén que, a la postre, no es más que uno mismo. El barón de la castaña se quería levantar tirándose de sus orejas y el hombre se quiere mantener en pie, para lograr su aspiración, siendo su propio suelo firme.

La tarea es ímproba, abrumadora, agotadora, propia no de un héroe, sino de un dios. Es una pasión, no inútil, pero sí imposible y, por eso, uno entiende con indecible ternura que el hombre sienta ese amilanamiento del que escribía Erasmo: nadie en quién apoyarse ni descansar.

Y también, que en vez de optar por la póeisis lo haga por la mímesis y prefiera la comodidad de ser masa y de vivir, descansada y borreguilmente, la vida de otros, que la insobornable satisfacción de ser individuo y de vivir una vida propia, aunque siempre con ansia y en fatigosa gestación.

Sin embargo, ingenuo de mí, hubo tiempo en que sí estuve convencido de que la educación podría hacer de cada hombre una especie de filósofo de sí mismo: conocedor del origen de su insanable pusilanimidad, sabedor de que al fin no le queda otra que vivir como el náufrago que realmente es, perdido sin remedio en alta mar, consciente de que la inmensidad del océano es su único hábitat posible y de que su sino es vivir a agarrado a las olas y al cabo ser engullido por ellas. 

Ingenuo de mí, hubo un tiempo en que pensé que la educación, en suma, desvelaría a cada hombre que la añorada orilla a la que arribar y por fin hollar, es decir, cualquier posible instancia de absoluto, solo es una fantasía necesaria y que no por vitalmente necesaria es real ni realizable.


Pero no ha sido así. No está siendo así. Al menos, eso entiendo yo. Inexplicablemente, el español mejor preparado de la historia, el más estudiado, con el mejor acceso a la información y con la mejor tecnología a su disposición, ¡oh, sorpresa!, no tiende a querer ser poiético, sino mayoritariamente mimético, y de hecho parece creer que el gregarismo social es la mejor, la más fácil, manera de hacerse la vida, de concretar el "dintorno", y ello hasta el extremo de la liderlatría, que es la forma más extrema y perniciosa de mímesis, de la que la Historia está repleta de miles de brillantes ejemplos, de muy diverso jaez, sea religioso, militar, político, intelectual, etc.


La fortaleza de un líder es directamente proporcional no tanto al vigor de su carácter cuanto a la pusilanimidad de los crédulos que le confían, le entregan, la dirección de sus vidas. Vista la robustez de los liderazgos que aparecen por acá y por allá, no en vano se habla de la deriva autocrática de ciertas democracias, la pusilanimidad de la sociedad debe ser grande.

De modo que la póiesis sigue siendo patrimonio exclusivo de los heterodoxos, de los ciudadanos que se atreven a pensar, ¡a ser!, por sí mismos, sin tutelas. Ahora, como antes, la póiesis es un atrevimiento, una provocación. Los ídolos cambian, hoy están secularizados y la política trata de llenar el vacío dejado por la mortecina religión propalando doctrinas correctas; pero no así la actitud crédula, idólatra, del español de la calle, que sigue enérgica, incólume, pese ¿a la educación recibida?

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