Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


sábado, 1 de marzo de 2025

Homo vult vivere!

"La conciencia le decía a Bonis: 'Ya no volveré a estar alegre, sin cuidado; pero ya no seré jamás infeliz del todo... si me vive el hijo'. El mundo adquiría de repente a sus ojos un sentido sólido, positivo; se hacía él más de la tierra, menos de lo ideal; pero también la vida se hacía más seria; seria de una manera nueva"
(Clarín, Su único hijo)


Dawkins dice que somos los útiles de los que los genes se valen para ellos pervivir. El afán de los genes, de saltar de individuo en individuo, a cuantos más mejor, garantizándose así la pervivencia, es el arcano de nuestro instinto parental.

Lo que significaría, por ejemplo, que la redentora paternidad que Clarín otorgó a Bonifacio Reyes sería algo así como un fatal espejismo. Primero, porque el hijo no era carne de su carne, como Clarín al final dramáticamente desvela; algo de lo que Bonis se desentiende y no quiere asumir porque prefiere el dulce beneficio del engaño al amargor de la verdad.

Y segundo, porque la paternidad misma sería, según Dawkins, sólo una artimaña de la vida, un ardid tan insincero como eficaz, para salvarse ella a sí misma, para que su Voluntad, su Afán, su Empeño, su Deseo, su Hambre... de sí misma, de vida, no decaiga pese a la extrema dificultad en que la vida, a veces, tiene que vivir.

O es un hijo o Bonis, probablemente, seguiría llevando una vida que no es vida. La vida se provee de sus alicientes y de sus paliativos, según le convenga. Un hijo, dice Clarín, hace a uno más de la vida y a la vida más seria y más consistente.

Como en su día la teoría de la evolución, esta teoría del gen egoísta, en la que sólo somos sus serviles anfitriones, sus tontos útiles, puede resultar incómoda, hiriente, degradante, a quienes todavía queremos mantener una comprensión humanista, aunque no necesariamente judeocristiana, del hombre. 

Es decir, a quienes pensamos que, en efecto, los hombres somos monos pero no desnudos, como afirmaba Monod, sino vestidos y aderezados además con un pretendido toque de distinción y de exclusividad que nos da no ya la libertad, actualmente insostenible según era entendida y defendida por la clásica tradición humanista, sino la admirable indeterminación que nos causa esa enorme cantidad de neuronas que "ociosas" aguardan en nuestro cerebro una fortuita sinapsis, genéticamente no establecida, de la que surgirá algo que antes no era, y que nos hace monos abiertos y por eso monos vestidos.

Lo cierto es que la vida quiere vivir y nosotros, artefactos o no de nuestros genes, habitualmente somos partícipes de este furor biótico, al que Schopenhauer, si bien con maneras más metafísicas que biológicas, llamó Voluntad, refiriéndose así a ese principio fundamental del ser que está por encima del pensar y del sentir de los hombres.

Es decir, Schopenhauer retrajo la Voluntad al ámbito inasequible del noúmeno, de lo que al hombre siempre le queda más allá. Y en esto, entiendo yo, Don Arturo se equivocaba. Lleno de razón, pensaba que nadie puede salirse de sí mismo para identificarse directamente con las cosas distintas a él; todo aquello de que se tiene conocimiento cierto e inmediato se encuentra dentro de su conciencia.

Pero es el caso que los hombres, respecto de la Voluntad, sí tenemos conocimiento cierto e inmediato. Nuestra Ansia de vida no es una insignificante y pálida representación de la Voluntad sino, muy al contrario, su magnífica manifestación. Los hombres somos Hambre de vida y en cuanto tal, somos partícipes y expresión consciente de dicha Voluntad.

En primera instancia, el hombre no es el que quiere conocer: Sapere aude!; sino el que quiere vivir: Qui vult vivere! En el hombre cualquier otra cosa, incluso conocer, es consecuencia de su voluntad primordial, que es vivir. ¡Vivir, vivir, siempre vivir!, repetía Unamuno en Niebla.

El hombre es Voluntad de vivir en acto y, por tanto, dicha Voluntad es contenido inmediato de su consciencia. La vida quiere vivir y resulta que hay una minúscula región de vida, llamada hombre, que anómalamente es consciente de ello.

Del ímpetu de la vida, queriendo vivir, el hombre tiene conocimiento cierto e inmediato. Para él, la vida en acto de vivir es intuición pura. Sum, volo, vivo. Todo es igual. Dicho kantianamente, lo que es la vida en sí coincide con lo que es la vida para el hombre. Por eso, insisto, el hombre no tiene una representación de la Voluntad, sino que es su manifestación.

Pues, qué otra cosa hay que sea mejor expresión de la vida en su Empeño, en su Voluntad, de vivir, que el propio hombre en el Ejercicio de su vida, esto es, buscando, tanteando, inventando, fabricando, fabulando... de lo que llenar su vida. En este sentido, todos somos Bonifacio Reyes: vivientes con una vida por hacer, por enjaretar, por resolver... Para todos, la banalidad y el envilecimiento es una tentación. A un determinado momento, Clarín hace apetecer a Bonis una suerte de santidad laica, trasunto postcristiano de la heroicidad grecolatina. Vivir a la altura de la Voluntad que suscita e inspira a la vida misma.

Sin depresión, y aún con ella, el suicidio nos cuesta y casi siempre preferimos la vida a la muerte. Sólo el dolor sin remedio, el olvido de la propia identidad y la soledad sideral, pueden desequilibrar el balance hacia el lado de thanatos, la pulsión antagonista del furor biótico, de la excelsa Voluntad de vivir.

Y, aún así, es tanto, tanto, lo que solemos querer vivir que inadvertidamente estamos dispuestos a creer, como el personaje de Clarín, que existen, que no son meros espectros, los fantasmas del optimismo, de la esperanza y del sentido, que esa brumosa indeterminación que habita en nuestro cerebro, subrepticiamente, fabrica para nosotros, a modo de ancla que nos impida echarnos, como el poeta, a caminar sobre la mar.

jueves, 13 de febrero de 2025

Gudú, el rey que no podía amar

 "Corrió al Lago, se miró en él y en lugar de ver reflejado al Rey de Olar, contempló a un viejo andrajoso y torpe. Los pobres aficionados que fueron Ardid, el Trasgo y el Hechicero no habían previsto que el Rey no podría amar a nadie excepto a sí mismo... Con un débil grito, lloró por primera vez. Por él, por toda su vida, por su perdida juventud y, sobre todo, por la gran ignorancia de cuanto le rodeaba"
(Ana Mª Matute, Olvidado Rey Gudú)



Es lo último que Gudú escuchó antes de morir. "¡Viejo tonto y feo!". El que había sido poderoso guerrero se mostró frágil, quebradizo, viejo y mortal, tanto que, al pronto, murió. Quizás, desnudo de gloria, no soportó ver su verdad reflejada en el agua del Lago.

Gudú nació fruto del amor de su madre Ardid y del rey Volodosio. Pero su vida, luego, fue el fatal resultado del desamor y del resentimiento que ésta experimentó cuando la abandonó el apasionado favor del rey. Ardid proyectó el futuro de su hijo con primoroso amor de madre... y también con el rencor de una mujer con el corazón herido.

Tetis quiso proteger a su hijo Aquiles escondiéndolo en el gineceo y Ardid a Gudú protegiéndole el corazón con una mágica copa de cristal para que nunca pudiera amar a nadie, ni a su propia madre, a la que sí admiró sobremanera, por su sabiduría y su astucia, pero no amó.

Indebidamente, Ardid calculó por Gudú un balance de costos y beneficios que solo a él correspondía haber hecho, y concluyó que era mejor para su hijo, ¡mejor para que su hijo fuese mejor rey que su padre!, vivir privado de amor que vivir asumiendo el inevitable sufrimiento que éste conlleva.

Cabe la duda de qué quiso más Ardid, si a su hijo o a su tan meditado proyecto de vida para él ¡Ay! Esos padres que quieren más al hijo idealizado que al hijo de "carne y hueso", que se quieren ellos en sus hijos más que a sus mismos hijos ¡Ay! Esos padres que tratan de saldar en la vida de sus hijos las cuentas de sus propias vidas.

Es cierto que los hijos no se tienen; se son: uno es sus hijos; y, por tanto, tomar distancia de ellos, para dejarlos vivir, puede ser una dolorosa contorsión parental. Pero también es cierto que nadie puede, ¡debe!, vivir por nadie, por miedo a que malogre su vida. Los limites entre el bien y el mal, a veces, se difuminan igual que las lindes sobre la arena.

Además de esta meditación sobre la paternidad, en Olvidado Rey Gudú se advierte una doble tesis antropológica de muy hondo calado. Primero, vivir consiste en transcender, en dejarse llevar por el deseo, el desvelamiento, del más allá, de alcanzar lo que no se ve, lo que nadie sabe.

Segundo, vivir consiste en desvivirse, porque la realización del deseo y el conocimiento de lo que se cree imposible de desentrañar, destruye la propia vida. Cómo es posible, se pregunta Gudú, que lo que tanto se desea, al cabo, produzca tanta insatisfacción. La voluntad queriente siempre es mayor que el objeto querido, dice Blondel.

La vida necesita un propósito distinto de ella. La vida es transitiva. A la vida no le basta vivir por vivir, sino que necesita algo de lo que vivir, para lo que vivir y por lo que vivir. La vida necesita un sentido, hasta el punto de que el sinsentido le vale como sentido, por eso, como diría Camus, pocos ejecutan el gesto definitivo.

Que su hijo Gudú fuese rey de Olar fue el deseo que rigió, y también destruyó, la vida de Ardid. El dominio de la ignota estepa, desencantar el temido misterio de sus antepasados, fue el deseo que hizo grande, y también arruinó, la vida de Gudú.

El inconveniente de vivir, parece decir Ana María Matute, está en que, al vivir con una intención que le dé sentido a la vida, sin querer ésta se deshace. Vivir es hacerse y hacerse es deshacerse. Vivir es desvivirse en algo, por algo, para algo.

La clave está en darse cuenta, a tiempo, de que el algo de la vida no es algo sino alguien. El modo excelente de transcender, desentrañar el misterio, no es conocer, sino amar. Almíbar, el Trasgo, el Hechicero... transcendieron porque amaron a Ardid, igual que Ardid transcendió cuando amó a Tontina, a Dolinda, a Gudulina, a Gudulín, a Contrahecho, a Raigo, a Raiga... Y todos, eso sí, sufrieron.

Lo cual es la primera de las dos tesis epistemológicas que la autora desliza en su Olvidado Rey Gudú. Dicho con propiedad, la vida, para hallarle un sentido, no es objeto de la razón instrumental, la de Gudú, sino de la razón sentiente. Horkheimer lo vio; Zubiri lo entendió.

La ficción y la realidad se entretejen en el relato con absoluta normalidad, hasta el punto de que el Trasgo no parece al lector menos real que el Hechicero, y Tontina resulta una especie de híbrido que hábilmente cabalga entre la ficción y la realidad, hasta confundirse las dos en ella. Es la segunda tesis epistemológica de la novela:

En la vida, parece querer decir la autora, no hay diferencia entre la realidad y la ficción. Al menos, ella literariamente le otorga a las dos el mismo nivel ontológico. En la narración, a la vida, temporalmente, le sigue la ficción. Los personajes, cuando mueren, irrumpen en la ficción, de la cual solo entra y sale el Niño Once, que teje el tiempo del derecho y del revés, destreza que ni Penélope tuvo.

Quizás comúnmente llamemos realidad a aquella ficción de la que todavía no nos hemos dado cuenta que es ficticia. Quizás haya realidades que comúnmente hacemos pasar por ficticias, y ficciones que comúnmente hacemos pasar por reales. Lo cierto es que la "bruta realidad", desposeída de significado, no le es dada al hombre.

No hay facta sino noemata. No hay pragmata sino cogitata. Sí, es algo muy husserliano. El mundo fuera de nuestras cabezas es noúmeno. El mundo sin semántica es hipótesis, a lo más, postulado. Quizás la verdad sea que todo lo real es ficción y que toda ficción es real, una especie de trasunto fantástico a la hegeliana manera.

domingo, 19 de enero de 2025

Recuerdos del futuro

 


Presidiría con máxima solemnidad la sala más noble de cualquier museo europeo, y quizás un día acabe haciéndolo. Los griegos vieron a sus dioses en los panteones romanos. Los romanos no sé si pudieron calcular que sus divinidades, al cabo de los siglos, después de haber sido mutiladas por los cristianos, serían apreciado motivo de "devoción" artística.

Esperemos que entre su decadencia, otras ya lo están, aunque no del todo, y su museificación, no haya olvido, porque este portento no está esculpido en piedra, sino tallado en madera y el olvido sería su perdición. Igual que el aire y el agua no se pueden medir a puñados, la vitalidad de la religiosidad no se puede medir, exclusiva ni principalmente, por variables sociales, artísticas ni económicas. Por eso, a la hora de atisbar el futuro, hay que poner la atención no tanto en lo que la efervescencia muestra cuanto en lo que oculta.

domingo, 5 de enero de 2025

Erasmo de Rotterdam, admirablemente de su tiempo

"Sikrosio no era hombre cobarde y, además, amaba la lucha, sin embargo,
no sospechaba siquiera otra forma de vida,
aun viviendo, como vivía, en la defensa de apenas nada"

(Ana Mª Matute, Olvidado rey Gudú)


Lo normal habría sido que Erasmo hubiese acabado sus días como monje agustino en el monasterio de Steyn, en donde ingresó por accidente, junto a su hermano, ya al borde de la juventud; y que se hubiese dedicado, brillantemente, al estudio según éste era entendido en el monacato: más como conservación de la sabiduría que como su búsqueda y su progreso, porque la sabiduría, se pensaba, no era susceptible de ampliación ni de revolución algunas, sino solo de sublime recapitulación.

Pero Erasmo, al poco de recibir las sagradas órdenes, abandonó, para siempre, la vida monástica, de cuyas exigencias el favor del papa lo dispensó, treinta años más tarde, cuando su prestigio se extendía por toda Europa: Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Holanda, España...

A Erasmo no le pasó como a Sikrosio, quien en sus días no sospechó otra forma de vida alternativa a la apenas vida que la suerte le había asignado. De hecho, aunque no era amigo de soluciones extremas ni de posiciones irreconciliables, a la hora de emprender y de llevar otra vida, diametralmente opuesta a la apenas vida, de monje, que le había tocado, Erasmo no fue nada tibio y en absoluto estuvo falto de determinación para sustituir el scriptorium del copista por la rotativa de la imprenta, el saber que custodia por el saber que descubre y el recogimiento de un claustro por la internacionalidad de un continente.

La teología escolástica le parecía fría y alambicada, y responsable de una religiosidad y de una liturgia ritualistas, supersticiosas y carentes de espiritualidad, que denunció y ridiculizó antes que Lutero, aunque no con sus drásticas maneras. Por eso, se afanó en reemplazarlas por otras centradas en Jesús, en su Palabra, pero no, como hasta ahora, según la Vulgata, de su admirado San Jerónimo, sino según una versión latina, elegante y armoniosa, traducida por él directamente del griego, lo cual constituyó, durante décadas, la parte mollar de su ardua labor intelectual.

A Erasmo le pudieron reprochar, especialmente en Lovaina, reservorio teológico en tiempos convulsos, que el filólogo se anteponía al teólogo, que la corrección gramatical supeditaba la rectitud doctrinal... Pero esto no era así. Erasmo no fue, a secas, un humanista, solo un erudito en literatura clásica, como otros tantos que hubo, en el S. XVI, esparcidos por Europa. Las bonae litterae, para él, no se reducían a formas culturales paganas y terrenales; su contenido era cristiano.

Erasmo fue un hombre, un cristiano, de su tiempo. De haber accedido a su destino, fácilmente hubiese sido un hombre de un tiempo no pasado, sino antepasado, porque el tiempo del monacato estaba cumplido desde que los monasterios, ante el renacer de las ciudades y la consecuente pujanza de las catedrales y de las universidades y de las órdenes religiosas, habían dejado de ser, paulatinamente, los núcleos del gobierno espiritual y económico de un mundo, desde la caída del Imperio Romano, eminentemente rural.

El mundo de Erasmo no era el de Pedro Abelardo ni el de Tomás de Aquino ni el de Dante, sino el mundo de la Antigüedad, en espléndido renacimiento desde el S. XV, pero iluminado por la fe cristiana, como no había pasado en la decadente y oscura época fundacional de Constantino y de los primeros Padres de la Iglesia, quienes, seguramente obligados por las circunstancias, a menudo fueron incapaces de apreciar la "santidad" de Sócrates, de Virgilio, de Horacio... El valor ético de los Moralia de Plutarco... La digna visión de la vida de Cicerón en De senectute...

Como dice Huizinga, una cosa es llamar pío a lo profano y otra no advertir cuán rica es la Historia de la Antigüedad en ejemplos de verdadera virtud, que es lo que sí hizo Erasmo. Aunque mi mayor incógnita, a este respecto, es saber cómo se las apañó con Lucrecio, porque seguro que advirtió en De rerum natura la misma incompatibilidad entre materialismo y cristianismo que los apologetas, mil años antes. Puede que, dicho de paso, ésta sea una de las razones de que Erasmo no llegara a ser un lúcido visionario, un hombre adelantado a su tiempo.

Como hombre de su tiempo, Erasmo quiso aunar el más puro clasicismo, en el que tanto encanto ético y estético descubría, y el más puro cristianismo bíblico, al margen de los abstractos vericuetos de una filosofía y una teología escolásticas que él, de hecho, nunca llegó a entender del todo, de manera que el clasicismo fuese la nueva forma cultural del cristianismo, contrapuesta a las viejas formas medievales. Ésta fue su personal concepción de la renascentia.

***

Echando la vista atrás -esto se aprecia mejor en el pasado que el presente-, es claro que hay dos clases de hombres, según como cada uno afronte su tiempo: los que sí fueron hombres de su tiempo, como Erasmo, que lo fue al máximo, y los que no, quienes a su vez se pueden subdividir en tres:

1) Los que se quedaron en un tiempo anterior: quizás porque nacieran en las postrimerías del suyo y no supieran, o no quisieran, hacer la transición hacia la alborada a la que socialmente eran empujados. Éste hubiese sido el caso de Erasmo de haberse conformado con la vida monacal que le había tocado.

2) Los que encontraron en un tiempo anterior la inspiración y la ilusionante novedad que en el suyo no hallaban y con las que se volvieron a su tiempo, a vivir; por ejemplo, Santo Tomás con Aristóteles, quien dio un giro decisivo a la teología con respecto al que había sido su desarrollo desde la Baja Edad Media.

3) Y finalmente los que abandonaron su tiempo y se hicieron de otro todavía por venir, que ellos supieron anticipar. Para mí, es el caso más admirable de todos porque, ante la insatisfacción del propio tiempo -bien por el agotamiento de su otrora riqueza; bien por su endémica vaciedad: hay tiempos que nacieron hueros-, caer en la cuenta del espíritu, olvidado, antes vigoroso, de un tiempo pasado y fecundar el presente con él, aún siendo una tarea difícil o, al menos, no tan fácil como la de resignarse a la apenas vida impuesta por el presente, en absoluto es tan difícil como mirar al frente, al mismo horizonte al que miran los coterráneos y distinguir en él un paisaje diferente al que éstos acostumbran a ver, y ello a sabiendas de que esa expeditiva visión no es un fraude ni un delirio, sino un gesto de extrema lucidez, propio de quien antela, inaugura, lo que todavía es nada para casi todos.

El hombre adelantado a su tiempo empuja hacia el pasado el presente, que él ya sabe agotado, a la vez que trastoca el futuro en presente, precipitando su llegada. De este tipo, mi hombre favorito es Giordano Bruno, quien, por poco, nació cuando Erasmo ya había fallecido, aunque, de haber sido contemporáneos, casi hubiera dado igual, porque, al mirar al mismo horizonte, no hubieran visto el mismo paisaje.


Catapultado por Lucrecio y por Copérnico, a los que Erasmo conoció pero no parece que tuviera muy en cuenta, Giordano Bruno se salió de su tiempo, del Renacimiento, cuando éste iba ya camino del Barroco, y anticipó un universo infinito, sin centro, regentado no por una providencia divina, sino por un orden natural, ínsito en él, del cual el hombre, lejos de ser su medida, solo es una ínfima e insignificante parte. Galileo se salvó de la Inquisición; Giordano, obviamente, no.

***

El "monofisita" es intelectualmente unidimensional. O tuvo que elegir entre dos "naturalezas", dos creencias, porque no las supo armonizar en una síntesis superadora, y así se vio forzado a tener que escoger uno de los cuernos de la disyunción en que vivía; o, peor aún, siempre tuvo una sola creencia y en ella pasó la vida, parmenideanamente, sin atisbo de duda. De ahí, al fanatismo, de cualquier género, solo hay un pasito.

Pero Erasmo no fue "monofisita", ni del primer ni del segundo tipo. Él supo articular cristianismo y clasicismo, logrando una versión no pagana, sino hondamente cristiana, del Renacimiento. Su vida tuvo dos "naturalezas". Él fue un hombre con dos "almas". Y así, nadando entre dos aguas, logró una forma de vida alternativa a la apenas vida que le llegó impuesta. Felizmente, Erasmo supo no quedarse anacrónico, rezagado, en el pasado.

Sin embargo, aunque necesitó luchar contra lo "viejo", contra la "rebaba" final, religiosa y teológica, de la Edad Media, Erasmo no pudo aceptar lo "nuevo" hasta el grado extremo de acabar siendo no ya un excepcional hombre de su tiempo, sino un adelantado, como el gran Giordano Bruno, que se abrió de capa, heroicamente, ante la novedad que Lucrecio y Copérnico le inspiraron.

En cualquier caso, los dos, Erasmo y Bruno, tuvieron, primero, la inteligencia para sospechar una vida diferente de la apenas vida que previsiblemente, a la fuerza, iban a tener que vivir y, segundo, la determinación, la gallardía, para vivirla, para hacerla: Erasmo, a tope en su tiempo y Bruno, saliéndose de él, por el postigo del futuro; los dos sobreponiéndose al empuje adverso de las fuerzas inerciales, siempre tozudamente dispuestas a impedir que la biografía de uno sea la que uno, libremente, elija y no la apenas vida que, azarosamente, le toca.

lunes, 9 de diciembre de 2024

La raíz de la lideratría


"Vos conocéis mi pusilanimidad, que cuando no tiene en quien apoyarse y descansar, me deja tan desesperado que la vida se convierte en una carga para mí"

(Erasmo de Róterdam)


Esta confesión es de un jovencísimo Erasmo, hecha epistolarmente a un compañero de noviciado durante su breve estancia en el monasterio agustino de Steyn. La pusilanimidad de la que escribe, aun refiriéndose a sí mismo, no me parece que sea solo un rasgo de carácter individual, más o menos pronunciado, dependiendo de la idiosincrasia psicológica de cada uno, sino también, más que nada, una nota de identidad de la especie entera.

Se trata de un apocamiento que deviene de la programación genética del hombre, claramente insuficiente para llevar, igual que los demás animales, una vida que se hace sola, meramente dirigida por el instinto, en interacción con el medio en el que se encuentra.

En el hombre, si distinguiéramos entre "contorno" y "dintorno" biológicos, podríamos decir que aquél sí está, como en las otras especies, perfectamente "cerrado", tanto que, también para él, constituye una barrera infranqueable. Igual que nadie puede escapar de su sombra, dice el refrán, nadie puede salirse de su "contorno" biológico.

Sin embargo, su "dintorno" no es invariable ni está fijado de antemano, como sí le ocurre al resto de los animales, sino que siempre está pendiente de una invención que corre de su cuenta. Por eso, ser hombre, más acá del "contorno", ¡puede consistir en tantas cosas tan distintas entre sí! Así, uno puede ser especialista de una unidad militar de élite del ejército israelí o monje cisterciense en Poblet; corredor de bolsa en Dow Jones o voluntario de Médicos Sin Fronteras, etc.

El hombre no se tiene que poner a respirar, simplemente respira, porque, para ello, su nativa dotación biológica es solvente; pero sí se tiene que poner a decidir qué hacer con la vida y, peor aún, luego se tiene que poner a hacerlo sin descanso, sin solución de continuidad, vez por vez, porque el automatismo biológico, que esmeradamente se ocupa de su "contorno" y de su interacción con el medio, se muestra bastante incapaz de ello.


Esta tarea de definir el "dintorno", que es en lo que específicamente consiste el vivir humano, además de apasionante, es ciertamente fatigosa. Aunque la vida -siempre conatu essendi- no es fácil para ningún animal, para el hombre quizás lo sea todavía menos, porque no puede relajar el peso de su "dintorno" en la sola biología, sino llevarlo en peso.

Y puede que, por eso, resulte que el hombre, buscando el solaz que espontáneamente la biología no le ofrece, haya terminado siendo un tusitala, un fabulador de "sustentos" en los que poderse apoyar para así mitigar la incertidumbre, la duda, la confusión, el anonadamiento, el desconcierto, el miedo, la inseguridad, el pasmo, el estupor, la sorpresa, la perplejidad... y la pusilanimidad, su incurable pusilanimidad, consecuencia principal de no tener la comodidad y la certeza de una identidad asegurada.

El hombre, sumido en este batiburrillo de sensaciones, del que, como de su "contorno", tampoco puede salirse, se halla en la disyuntiva de tener que elegir entre la póiesis y la mímesis; en el dilema de tener que optar entre la creación y la imitación, una u otra, como procedimiento para desambiguar su "dintorno", es decir, como vía para obtener una identidad precisa, ésa que la biología no le brinda.


Optar por la póiesis y ponerse a inventar una vida con la que llenar la vida es una tarea más que prometeica, algo así como atreverse a robar a la divinidad no ya el fuego, sino su exclusivo poder creador y convertirse en una suerte de causa sui, aunque de segundo orden, porque el hombre no es el creador de su vida pero sí el autor de su contenido, de su biografía.

Elegir la póiesis es tener que inventar algo que uno llegue a desear con toda el alma y así, en el intento de alcanzarlo, tener que erguirse, alzarse, sobre un sostén que, a la postre, no es más que uno mismo. El barón de la castaña se quería levantar tirándose de sus orejas y el hombre se quiere mantener en pie, para lograr su aspiración, siendo su propio suelo firme.

La tarea es ímproba, abrumadora, agotadora, propia no de un héroe, sino de un dios. Es una pasión, no inútil, pero sí imposible y, por eso, uno entiende con indecible ternura que el hombre sienta ese amilanamiento del que escribía Erasmo: nadie en quién apoyarse ni descansar.

Y también, que en vez de optar por la póeisis lo haga por la mímesis y prefiera la comodidad de ser masa y de vivir, descansada y borreguilmente, la vida de otros, que la insobornable satisfacción de ser individuo y de vivir una vida propia, aunque siempre con ansia y en fatigosa gestación.

Sin embargo, ingenuo de mí, hubo tiempo en que sí estuve convencido de que la educación podría hacer de cada hombre una especie de filósofo de sí mismo: conocedor del origen de su insanable pusilanimidad, sabedor de que al fin no le queda otra que vivir como el náufrago que realmente es, perdido sin remedio en alta mar, consciente de que la inmensidad del océano es su único hábitat posible y de que su sino es vivir a agarrado a las olas y al cabo ser engullido por ellas. 

Ingenuo de mí, hubo un tiempo en que pensé que la educación, en suma, desvelaría a cada hombre que la añorada orilla a la que arribar y por fin hollar, es decir, cualquier posible instancia de absoluto, solo es una fantasía necesaria y que no por vitalmente necesaria es real ni realizable.


Pero no ha sido así. No está siendo así. Al menos, eso entiendo yo. Inexplicablemente, el español mejor preparado de la historia, el más estudiado, con el mejor acceso a la información y con la mejor tecnología a su disposición, ¡oh, sorpresa!, no tiende a querer ser poiético, sino mayoritariamente mimético, y de hecho parece creer que el gregarismo social es la mejor, la más fácil, manera de hacerse la vida, de concretar el "dintorno", y ello hasta el extremo de la liderlatría, que es la forma más extrema y perniciosa de mímesis, de la que la Historia está repleta de miles de brillantes ejemplos, de muy diverso jaez, sea religioso, militar, político, intelectual, etc.


La fortaleza de un líder es directamente proporcional no tanto al vigor de su carácter cuanto a la pusilanimidad de los crédulos que le confían, le entregan, la dirección de sus vidas. Vista la robustez de los liderazgos que aparecen por acá y por allá, no en vano se habla de la deriva autocrática de ciertas democracias, la pusilanimidad de la sociedad debe ser grande.

De modo que la póiesis sigue siendo patrimonio exclusivo de los heterodoxos, de los ciudadanos que se atreven a pensar, ¡a ser!, por sí mismos, sin tutelas. Ahora, como antes, la póiesis es un atrevimiento, una provocación. Los ídolos cambian, hoy están secularizados y la política trata de llenar el vacío dejado por la mortecina religión propalando doctrinas correctas; pero no así la actitud crédula, idólatra, del español de la calle, que sigue enérgica, incólume, pese ¿a la educación recibida?

viernes, 29 de noviembre de 2024

El retén post mortem de Santa Clara


La belleza sin hálito de vida es una artificial compostura y la religión sin mística, una taxidermia de Lo Sagrado. Hace treinta años las monjas se marcharon de Santa Clara, después de siete siglos. Eran pocas y ancianas. Es de suponer que ya les resultaría difícil mantener en pie, y con vida, los ruinosos muros del convento. Ninguna zarza ardiente es inextinguible.


Recientemente, esta portentosa iglesia ha sido restaurada y luce bellísima tras varios lustros de forzado abandono. Pero la diócesis no quiere que sea un mero "contenedor cultural", como se dice ahora, y la ha resacralizado y devuelto al culto.

Cuando el retén de Santa Clara -el primigenio; no el de ahora- perdió el flanco y hubo de batirse en retirada al convento hermano de Santa María de Jesús, la "gran guerra" de Lo Sagrado estaba perdida, hacía tiempo.

De ahí que no me extrañe que, este templo, ahora, pese a la determinación pastoral de quien lo ha remozado y reabierto, tenga más de taxidermia que de mística.


La imagen de las dos ancianas es del domingo pasado por la mañana. Renqueantes, por el ruinoso compás, iban, camino arriba, a celebrar la eucaristía en la iglesia de Santa Clara. Dentro no había más de cuatro o cinco personas, ninguna joven ni de mediana edad. Todas eran, como la religión, del Tiempo ya Sido.


La "mandorla", aunque ha recuperado el esplendor y está preciosa, no tiene la sobrecogedora mística de antaño. Su belleza no tiene el hálito de vida de antes y está preñada de nostalgia y de una decadencia que no es plástica sino hondamente vital.

La Ciudad aún conserva reductos de incalculable valor en los que Lo Sagrado, como máximo exponente del Tiempo ya Sido, todavía se resiste, vacilante, a la disecante taxidermia a la que ha sido sometido, a día de hoy ya casi por completo, en las sociedades occidentales.

Pero la "gran guerra" de Lo Sagrado está terminada... y perdida. Por eso, esta vez no se trata de un transitorio decaimiento de la religión, ni de su intrépida mutación inculturadora, sino de su defunción, de lo cual es prueba la apabullante irrelevancia de lo religioso en el Tiempo ya Siendo, en su orden vital, social, intelectual, moral, político, artístico, literario...

No es que Dios, nietzscheanamente, haya muerto, sino que, más radical aún, Lo Sagrado, como fecunda inventiva humana de sentido, se ha evanescido.

martes, 5 de noviembre de 2024

El retén de San Bartolomé

"Puesto que la realidad terrena es tan desesperadamente lamentable y la negación del mundo tan difícil, damos a la vida un bello colorido ilusorio, perdiéndonos en el país de los ensueños y de las fantasías, que velan la realidad con el éxtasis del ideal"

(J. Huizinga, El otoño de la Edad Media)

En el corazón de la antigua judería de Sevilla hay un lugar en el que, sin quererlo, con facilidad uno se traslada a un tiempo ya sido que, de muy extraña manera, se mantiene en la forma máximamente actual del gerundio siendo.

Es un lugar en el que el cristianismo, por encima de todo, es una religión, lisa y llanamente una religión, como lo era para mi abuela, mi madre y mi tía, sin adherencias que, pese a estar inspiradas en él, lo podrían desdibujar y, peor aún, desnaturalizar.

Allí el cristianismo conserva aún jugoso su pulpejo devocional. Un admirable puñado de personas, encorvadas ya por el peso de los años, libran su última batalla atrincherados en la laberíntica collación de San Bartolomé, ajenos a que con ellos seguramente se perderá no sólo una batalla, sino una guerra entera, y a que después este "sinaí urbano" dejará de ser el extemporáneo reducto de lo santo que, precisamente gracias a ellos, todavía es.

El retén de San Bartolomé es, por así decirlo, un estrecho segmento de la última línea de defensa de un cristianismo que está insidiosa, mortalmente asediado por una arreligiosidad en imparable expansión.

Por supuesto que uno no asiste todos los días a la defunción de una religión y menos aún a las honras fúnebres de lo mismamente sagrado, lo cual es, en términos culturales, uno de los dos fenómenos más fascinantes y tremendos que suceden hoy en el Mundo Occidental. Me refiero a su desacralización, a su sagrado "desencantamiento"; no a su tecnologista "reencantamiento", que es el otro.

De ahí el sobrecogimiento que me causa no sólo vivir entre dos Tiempos, sino más aún, poder entrar en el Tiempo ya Sido, pero no en su museístico sarcófago, culturalmente tan valioso, sino en Él como Tiempo todavía Siendo gracias a la santidad, que es la forma religiosa de la heroicidad, de los últimos de San Bartolomé.

Aunque allí lo que se produjera no fuera, como aquí, una radical desacralización de la realidad, sino el reemplazo traumático de una religión por otra, no desisto de hacer una atrevida comparación, a más de quince siglos, entre los últimos de San Bartolomé y los últimos del Sarapeum.

Unos y otros, alejandrinos y sevillanos, coinciden en el fortuito ascenso de la inapreciable, casi siempre despreciable, intrahistoria de unos insignificantes hombres cualquieras, a la marmórea, broncínea, imborrable memorabilidad del hito histórico.

En el Sarapeum la controversia fue en qué dios creer, si en los bien avenidos dioses egipcios y romanos o si en el novel dios cristiano, y en San Bartolomé la controversia, esta vez definitiva, es si asumir del todo la futilidad ontológica de lo mismamente sagrado o si persistir en la ontologización del mito.

Por eso, lo que ahora se libra en esa antigua sinagoga, luego cristianizada, no es una batalla, otra, entre religiones, sino una guerra, final, entre lo sagrado y lo profano, lo absoluto y lo contingente.

Al hombre, sentencia Huizinga, no le queda otra que perderse en el país de los ensueños y de las fantasías... Cualquier intento de sentido, más allá de la ciencia, que apenas sabe nada de los paraqués de la vida, es un ensueño y una fantasía, tanto más reales cuanto más transidos está del hambre, del suspiro, del anhelo... de una vida mejor, de un mundo más bello.

No estaba Marx falto de razón cuando, muy ilustrado él, decía que la religión es el opio del pueblo. No obstante, lo sagrado, esa mágica concepción de un mundo "encantado" en el que es posible la "religación" entre lo divino y lo humano y, por tanto, una salvación, me parece una creación de sentido insuperable hasta ahora, pese a su pernicioso carácter ilusorio.

Con ninguna otra de las inventariables creaciones de sentido el hombre ha conseguido ser tan dichoso y alejar de sí tan eficazmente la maldición de la soledad y del absurdo como con la invención de lo sagrado, máximamente cuando urdió que éste era amor y misericordia.

En el Tiempo Siendo, ya irreparablemente desacralizado, en el que de la religión lo que queda es la cáscara desaviada de pulpa, harán falta nuevos aedos, aedos formidables, que tiñan de color humanidad una realidad que, en sí, es inhumanamente acromatopsíaca, es decir, carente del color con el que el sentido entinta el mundo, indiferente, y lo vuelve hogar, acogedor; y así insten a sus arreligiosos contemporáneos a soñar hacia delante, a hacer historia más acá y más allá de lo santo, hacia otro horizonte, aún sin trazar.

Aedos que sepan metamorfosear el anhelo radical, un hambre casi biótica, en ensueño y fantasía, y éstos en mito y éste en drama, es decir, en una obra colectiva en cuya interpretación, mejor, en cuya improvisada repentización, a cada hombre se le vaya la vida entera con la provechosa sensación de haber participado de un sentido que certifique que sus días, también los infelices, merecieron la pena.

No me entristece que con el retén de San Bartolomé muera una religión, ni siquiera lo mismamente santo, sino una afortunada inventiva de sentido que tanto consuelo ha dado a los que nacieron en el Tiempo ya Sido y además tuvieron la fortuna de no recibir de los dioses el don envenenado de la lucidez.