Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


miércoles, 18 de enero de 2017

La cuna del Yo. El empiece de la felicidad.

¿Cuál es, pues, ese incalculable sentimiento que priva al espíritu del sueño necesario para su vida? Un mundo que podemos explicar, aunque sea con malas razones, es un mundo familiar. Pero, en cambio, en un mundo privado de pronto de ilusiones y de luces, el hombre se siente extranjero. Es un destierro sin remedio, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Ese divorcio entre el hombre y su vida, el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo
(A. Camus)

Sin embargo, cabe pensar que el Mundo no es familiar porque se pueda explicar, aunque sea con malas razones, que decía Camus; al contrario, el Mundo es explicable porque es familiar. El hogar es ese “lugar” en donde no hay divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su decorado. El absurdo, que está más emparentado con el sentimiento que con la ideación, no se nutre tanto de la inconveniencia lógica como de la falta de "hogar", el cual es la cuna del Yo y el empiece de la felicidad.

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En una habitación amplia y luminosa de casa siempre hubo una mesa de camilla con enaguas rojas. Encima, un tapete beige de crochet, mil veces tejido y destejido por mi madre en las interminables tardes de verano. Y debajo, el brasero. Toda la vivienda era casa; pero hogar, principalmente aquella mesa y los sillones que la circundaban; y poco más, puede que también la cocina, para el doméstico trajín de la mañana.


Ésta es la idea. Quizás el empiece de la felicidad esté en el hogar, es decir, en un “lugar” en donde guarecerse, no sólo de las inclemencias meteorológicas, sino también, y más que nada, de la “intemperie metafísica” en que la Vida -a menudo- discurre. Para protegerse de los rigores del clima, una vivienda, una casa, es bastante. En cambio, para protegerse de las desavenencias de la Vida, de su “desamparo metafísico”, además se requiere un hogar.

Para quien no tiene hogar, la Vida suele de ser noche. Pero no como esa noche estrellada -seguramente, de verano- que Kant tanto admirase, sino la noche fría y húmeda, inhóspita y desapacible, del invierno más profundo. Entrad, mi señor. La tiranía de la noche al raso es demasiado dura para que el cuerpo la soporte, le dijo el fiel Kent al rey Lear.

Hogar es el “brasero” de la mesa de camilla que hay en una habitación de la casa. Es el fuego que Prometeo hurtó atrevidamente a los dioses. El que Estía convirtió en doméstico y familiar. El que Hefestos transformó en industrioso. También el que Yahvé hizo inextinguible y sagrado en la cima del Horeb.

El hogar es la técnica, el artefacto, el invento, que el hombre ha sabido interponer entre él y el Mundo para que Éste -provisoriamente domeñada su hostil propensión contra la humana ansia de Vivir: de Vivir más y mejor- llegue a serle domicilio confortable: material y afectivamente confortable.

Lugar cálido y compañía Incondicional. Eso es hogar. Un robusto techo que protege del relente de la noche que desencaja los cuerpos. Y un inquebrantable afecto que resguarda de la gélida soledad que desanima los corazones. Hogar para el rey Lear fue el techo donde se guareció y la fidelidad de Kent.

Sin otros -y no vale cualquier otro: tiene que ser un otro Incondicional- el hogar resulta, pese al calor del brasero, existencialmente frío. Y, por tanto, no es hogar. A lo sumo es refugio, casa, vivienda... La soledad, antes que cuestión “topográfica”, es asunto “afectográfico”.

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En eso que quiera que sea el humano Vivir -más acá del Misterio que, si se desea (el deseo como criterio de verdad), cabe vislumbrar al otro lado de su incontestable contingencia- hay un par de fuerzas claramente reconocibles: una “centrípeta” y otra “centrífuga”. Por eso, en su versión mínima, Vivir es resistir, aguantar, refugiarse... Y en su versión máxima, es expandirse, proyectarse, aventurarse...

Pero, sin lo primero, lo segundo -dada la resistencia que lo Otro de la Vida pertinazmente ofrece al hombre cuando éste aspira “centrífugamente” a la versión máxima de Vivir- es muy difícil sin descomponerse en su mero intento. Cuando el hombre trata de hacer crecer su Vida, el mundo -en general- no se lo pone fácil. Las cosas le plantan cara, le ofrecen resistencia, a su pascaliana intención de Vivir, precipitando la inutilidad de su “inútil pasión” por Vivir. Pasión. Pero no por cualquier Vivir, sino uno que sea lo más humano posible.

Mas el hombre se crece -no siempre: entonces, mal síntoma- ante la impertinente e impenitente resistencia de lo Otro de la Vida, y combate este descortés hostigamiento haciéndose más resistente. O tratándolo, al menos. Resistir es cuestión de consistir. Esto es, de permanecer estable y coherente, de no romperse ante la adversidad y, en consecuencia, de no desaparecer ante el contratiempo… Esta humana resistencia a esa mundana resistencia es el grito rebelado, y revelador, de Augusto Pérez, como Don Miguel llamó al “hombre cualquiera” que no quiere dejar ni de ser ni de ser él.

Quizás esté en el hogar la raíz de esta sisífica resistencia: una raíz al menos. Seguramente, esa consistencia que le permite al individuo sobrevivir ante la resistencia del Mundo, sea algo polirradical.

Bien mirado, el hogar -lugar y compañía- es un hábitat protésico. Ya se dijo arriba. Es una “técnica” que el hombre se ha inventado para compensar este dramático desajuste: el hombre, de por sí, no parece que tenga un hábitat natural que trate amablemente su ansia de Vivir, en especial una vez que ha enarbolado las lanzas del “espíritu” hacia el inédito y formidable horizonte de la Cultura, que no estaba, sino que él también ha creado. La punta de acero de la pica del “espíritu” es la punta de grafito del lápiz de la Cultura.

La encina, en la dehesa y el naranjo, en la huerta. No así el hombre, que no tiene dónde cómodamente reclinar su cabeza. Desde que fuera expulsado de Edén, cuenta el Mito, el hombre no ha encontrado otro hábitat acorde con él que el hogar que él se ha construido. Etológicamente, el hombre es un bicho fascinante. De la necesidad biológica ha hecho virtud “espiritual”. Su evolución es el inacabable tránsito de la penía biológica a la ponía “espiritual” o cultural. En este sentido, el hombre nunca dejará de ser itinerante. Homo viator. Nunca del todo sedente.

La maldición de Epimeteo se ha vuelto inesperada y fortuita, portentosa y extraordinaria, oportunidad para este hombre crónicamente enfermo de penía, si bien al elevadísimo precio de ser esclavo de su libertad, de habérsele dictado condena -perpetua y no revisable- a trabajos forzados. La “piedra” que el hombre ha de “picar” es el tiempo, el Vivir; el resultado, su autobiografía (Por cierto, ¿llegaría Sartre a tener noticias de Libet? Igual la libertad del hombre no es más que una fatua ilusión que no tiene más científica duración que 30 décimas de segundo).

Siendo el de los hombres un género tan débil y tan mal dotado para vivir en el Mundo, lo evolutivamente previsible hubiera sido -dentro de la gran y ruidosa familia de los grandes simios- su extinción. Y punto. Sin lágrimas siderales. Pero algunas especies de este género “optaron” más por expandirse que por resistir, más por proyectarse que por aguantar, más por aventurarse que por buscar refugio. Y así, una en concreto, la especie de los sapiens, acabó inexplicablemente inventándose otros “mundos” que, nativamente incrustados en el Mundo, le permitieron inaugurar un Vivir de otro jaez. Emulando a Leibniz y a Heidegger, ¿por qué más bien el Neocórtex y no sólo el Paleocerebro?

El homo sapiens, que parece que es el único animal que no tiene un natural hábitat natural donde vivir ajustadamente, ha terminado haciéndose ubicuo: primero, planetariamente ubicuo: de la sabana emigró hasta convertirse si no en “el rey de la creación” al menos sí en el de todo Eurasia. Y próximamente, casi interestelarmente ubico. Y esto, gracias a su capacidad para crear ingeniosas prótesis que enmienden el jodido mundo al que “ha sido arrojado”.

No obstante, en su condición de Dasein, el hombre es constitutivamente infeliz. De ahí le nace -de la frágil homeostasis de su organismo consigo mismo y de éste con el Mundo al que ha sido arrojado- el imperativo primero instintivo y después ético de domiciliarse en un mundo que no le es originariamente hogar.

Y de ahí también el arranque de la fuerza centrífuga -expandirse, proyectarse, aventurarse- en que Vivir consiste para él. Y de ahí además el arranque de que la vida lograda, perfecta, feliz, sea para el hombre un pragmata, un asunto, un quehacer, y no un datum ni un factum, sino un incansable, interminable, faciendum.

En este sentido, el hombre nunca ha tenido la felicidad detrás de sí, sino siempre delante. Edén jamás estuvo entre el Tigris y el Éufrates, ni Arcadia en el Peloponeso. Nunca en el eje del espacio, sino siempre en el del tiempo, y más en el tramo del futuro que del presente. Aristóteles decía que la felicidad no es un don de los dioses. Tampoco del destino. Es obra del hombre mismo. Ya. Pero nunca conseguida del todo. La felicidad es su utopía. Su ideal regulativo.

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Quizás el empiece de la felicidad esté en el hogar. Ésta es la idea. Y ésta, la pregunta. ¿Y si el hogar es el primum analogatum conforme al cual el hombre ha de esforzarse para que el Mundo adonde ha sido arrojado, se le vuelva más habitable? Quizás el hogar sea el empiece de la felicidad. Mas seguro que no es su término. Y esto no sólo porque la felicidad -cosa utópica- carezca de término. Sino también porque el hombre, para avanzar hacia ella, para conseguir que ésta crezca cuanto le sea posible, ha de estar advertido de que el hogar no es refugio permanente, y de que tomarlo como tal es un error.

La tarea de Vivir no consiste -por miedo- en aislarse del Mundo a perpetuidad. Es cierto, Vivir es resistir, aguantar, refugiarse. Pero no sólo eso. Resistir es estrategia, como el paso atrás de Kierkegaard. Vivir es un “juego de ohmios”, un equilibrio de resistencias. La resistencia de un Mundo que no parece haber sido amablemente diseñado a la justa medida del hombre. Y la resistencia de éste, que le planta cara a los ohmios de ese incómodo y desabrido Mundo, para tratar de convertirlo en hogar.

El empiece de tan eléctrico forcejeo es el hogar de casa, que para el niño es la primordial escuela y para el “guerrero” el lar de su merecido descanso. Militia est vita hominis super terram. El hogar de casa no es el torreón en donde el hombre deba practicar un Vivir siempre de mínimo, constreñido a resistir, a aguantar, a refugiarse. Sino la condición de posibilidad para que Vivir también sea expandirse, proyectarse, aventurarse.

Lo segundo, sin lo primero, es imposible. La Vida hay que “centrifugarla”, pero no hasta el extremo de consentir su desintegración. En el hogar, de niño, el hombre adquiere la resistencia mínima necesaria para emprender una Vida “a lo grande”. Lo escribió Borges: el hombre es la larga sombra que el niño proyectará en el tiempo... Y, de adulto, repara su resistencia dañada. De nuevo Job: Militia est vita hominis...

En el hogar siempre hay fuego y compañía. Pero no cualquier fuego. Es el fuego inextinguible, como el de la zarza de Yahvé; el fabrilmente útil, como el de la fragua de Hefestos; el doméstico, como el del brasero de Estía; el liberador, como el de Prometeo. Y tampoco cualquier compañía. Es la compañía de aquellos que no desertan, que no fallan, que no faltan, que no traicionan. La de aquellos que, al llamar a uno por el nombre que le identifica, apuntan siempre a lo más individuo que uno es. A su Yo. El hogar es el sagrado templo de la Incondicionalidad. De las lealtades absolutas.


Esta vez, sin “quizás”. El hogar es el empiece de la felicidad y también la última línea de defensa ante el Nihilismo. Éste siempre lo hubo. Pero nunca había llegado a hacerse mainstream: “cultura de masas”. El hogar es el último bastión ante la postmoderna “democratización” del absurdo, que tan aristócratamente intelectual había solido ser, y ante todas sus letales consecuencias. No deja de ser paradójico que lo light llegue a tener efectos tan heavy. En su aspecto, el Nihilismo se ha vuelto soft, mas no así en sus consecuencias, que continúan tan hard como siempre. No es que todo lo que era sólido se haya vuelto líquido; peor aún, es que todo lo que era líquido se ha evaporado, y la sociedad se ha quedado vacía, es decir, sin Nada.

Sin embargo, en la vida se podrán caer seguridades de muchos tipos, mas apenas sucederá “nada” digno de interés, mientras continúe salva, lozana, vigorosa, rotunda, inquebrantable, la Incondicionalidad en cuyo molde se encofró aquello de uno que es realmente individuo, ciertamente indisoluble, verazmente resistente, en suma, auténticamente Yo. Ningún vacío es irreversible mientras queden arqueros que con la flecha de su palabra certeramente atinen en lo más individuo que es uno, en el Yo.

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