Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


jueves, 5 de enero de 2017

La indecible ternura de la venerable calva del Rey Melchor.

Quiero que mi hija sea feliz.

No quiero que el pájaro -como Baroja llamaba a la felicidad- alce el vuelo de la Sagrada Tierra de mi hija en donde ahora está ciertisimamente anidado. Ni que se ponga -el muy caprichoso- a trazar piruetas de azar en el cielo de sus expectativas.

Explicaba Aristóteles -hoy es Aristóteles- que de los niños sólo se puede decir que son felices porque se espera de ellos que lo sean en el futuro.

Pero el asunto de la felicidad -por atiborrarse tan pronto de tan intensas emociones- quizás sea -de los más importantes de la vida- el de más difícil meditación. Las desavenencias en el opinar acerca de ella -más allá de una casi absoluta unanimidad inicial-  a menudo llegan a ser irreconciliables.

Casi todo el mundo está de acuerdo -esta es la casi absoluta unanimidad inicial- en que la meta principal y el bien supremo que el hombre puede realizar en la vida es la felicidad.

Pero a partir de ahí es difícil convenir en qué sea la felicidad y en cuál sea el bien al que ésta se refiere. Para unos la felicidad es la riqueza o los honores; para otros, la salud o la sabiduría… Incluso para uno solo hombre la felicidad puede ser primero esto y luego aquello, según la etapa de su vida en que se encuentre.


La ternura de
una venerable calva
Seguramente, en qué consista la felicidad, apuntó también Aristóteles, tenga mucho que ver aquello de lo que uno carece y acaba erigiéndosele en incansable “liebre” para el desgarbado galgo de sus ansias.

A mi entender, es indudable que los niños que son felices son sincera y macizamente felices. Y no sólo en prendas de una felicidad futura, como pensaba el macedón. Ésa que lograrán cuando -de adultos- hayan aprendido a practicar la precisa virtud cuyo ejercicio les reporta la felicidad a los hombres.

La de los niños no es sólo una felicidad en potencia. Es la expresión rigurosamente en acto de una bondad -más óntica que moral: Y vio Yahvé que todo estaba bien y era bueno- que la Vida espontáneamente “transpira” -creo que de modo especial en la vida de los niños- cuando éstos ni sienten ni presienten la angustia (del absurdo).

Puede parecer paradójico. Pero los niños -esos filósofos entre pañales- son excelentes catadores (de la angustia) del absurdo en su más prístina condición, que no es de guisa gélidamente lógica sino cálidamente afectiva, y que se enuncia -poco más o menos- en algo así:

No soy querido: incondicionalmente querido…
Mi vida no resulta de una voluntad que intencionadamente me extrajo de la oscura nada del no ser…
En conclusión, soy afectiva (existencialmente) innecesario.
En conclusión, el cosmos en nada se resentirá de mi ausencia.
Ex contradictione quodlibet

El niño querido -¡y es tan apetecible quererlo!- es feliz. El absurdo -lo narraba excelentemente Camus- es una sensación, un estado de vida, igual que lo es su antagonista -la felicidad.

Es cuestión de un juego de miradas cómplices: la de la Madre, amorosa; la del Padre: honda. Y de una calva, la del abuelo Melchor: venerable y capaz de inspirar una indecible ternura. La familia.

"Agranda la puerta, Padre,/ porque no puedo pasar./ La hiciste para los niños,/ yo he crecido, a mi pesar./ Si no me agrandas la puerta,/ achícame, por piedad;/ vuélveme a la edad aquella/ en que vivir es soñar". (Unamuno).

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