Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


martes, 18 de diciembre de 2018

La épica de la Esperanza

Escribe Spinoza en su Ética que el alma del hombre se esfuerza en perseverar en su ser con duración indefinida. El judío errante es fuente de inspiración de Don Miguel cuando enfrenta a su Augusto Pérez al mismísimo Autor de esa Nibola de la que, en realidad, no es protagonista, sino sólo su más destacado guiñol. Y la rebelión de su Augusto Pérez, ¡recuerda tanto el insistente grito de Prometeo -¡Vivir, vivir, vivir, quiero vivir!- desde lo alto del prisco cuando los dioses le hacían pagar cara su osadía! Conatus essendi en acto puro.


La vida quiere vivir. Quiere vivir ese laurel que hay en casa y que lleva semanas desdibujando la verticalidad de su tallo buscando una claridad que ahora es más escasa. Y quiere vivir ese desparejado gorrión al que no le importa que la abuela lo domestique desde el alféizar de la ventana con sus migas de pan.

La vida quiere vivir. Quiere vivir el hombre, esa anómala forma de vida que, al menos en parte, parece haberse “descarrilado” de la férrea norma de la naturaleza. Y es a cuenta de este “descarrilamiento” que el hombre -ciertamente- no pueda inventarse del todo mas tampoco pueda dejar del todo de inventarse cada día. 

La vida del hombre es -a la par- instinto y proyecto, instinto y voluntad. Esta es su gloria y su cruz. Su gloria la captó, quizás como nadie, Pico della Mirandola en su Oratio de hominis dignitate: “Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves”.

Y su cruz, quizás también como nadie, la captó Martin Heidegger en su Ser y tiempo: “Nadie puede tomarle al otro su morir […]. El morir debe asumirlo cada Dasein por sí mismo”. Esta cruz se esdrujuliza en el punto y hora en que el hombre vive sabiéndose Sein zum Tode y que no hay vida auténtica para él si no es contando con la muerte.

De la conciencia de su condición mortal, dice Heidegger, le nace al hombre la preocupación, la inquietud, el desvelo, el cuidado (Sorgen) por sí mismo y por los demás. Es la conciencia de la provisionalidad de su vida lo que hace al hombre tan mimoso con ella.

Pero no es fácil sobrellevar la angustia, el miedo, el pavor, (Angst) que al hombre le causa vivir fuera de sí y tener una existencia desprovista de una esencia en la que fundamentarse y encontrar reposo. Es el efecto del “descarrilamiento” que el hombre sea gerundio, más del verbo hacer que del verbo ser; sea algo que inacabadamente va a llegando a ser a partir de lo que es, algo que hay que proponerse ser.

Su falta de definición óntica -el que haya un sinfín de neuronas sin determinación genética- hace al hombre autopoiético. La identidad del hombre no es parmenidesiana sino hegeliana, no es simple y cerrada sino compleja y proyectiva, dialécticamente conmocionada por la tensión hacia lo que aún no ha logrado ser. El hombre, decía Hegel, no es lo que es y es lo que no es.

Por eso, lo peor de la muerte no es la angustia de su diaria premonición y de su definitiva consumación. No, no eso. Lo peor de la muerte es la depresión de estar “muerto en vida” y de cesar en la irrepetible tarea de ser el “novelista de sí mismo”. Porque si nadie puede tomarle a nadie su morir, tampoco nadie puede tomarle a nadie su vivir. O vive uno desde dentro, protagonizándose, o no es radicalmente humano.

Pero al hombre la voluntad de vivir se le puede quebrar. Es la depresión de quedar “muerto en vida”. Es el problema del (sin)sentido en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. En esto Atenas y Roma necesitan de Jerusalén.

La alternativa al Sinsentido no es el Sentido, sino la Esperanza, que se presenta, entre el absurdo del Sinsentido y la ilusión del Sentido, como una épica reservada solo a los mejores hombres. Es la épica de quienes osan timbrar -por el modo mimoso de tratarlo- lo nimio con el sello de lo infinito, y lo que por naturaleza es simple medio para otra cosa con el timbre de lo absoluto.

Dice Nietzsche que el filósofo es un hombre que, encaramado en lo alto de la montaña, se dedica a cazar ideas. Mejor se podría decir que el filósofo, más que a cazar ideas, a lo que se tiene que dedicar es a atrapar -aún más, a crear- motivos de Esperanza que mimosamente ofrecer a los demás.

La muerte es la gran simplificadora de la vida. Que la muerte es segura se puede convertir, cuando falta el Sentido, en coartada que el hombre cobarde emplea para no verse en el compromiso de vivir cada día, en el reto de practicar la autopóiesis que hace cierto que el hombre es más lo que no es que lo que sí es.

En cambio, la Esperanza es -en contraposición a la muerte- la gran amplificadora del ansia de vivir que tiene la propia vida, la gran artífice de su ancestral voluntad de inmortalidad, que no consiste ni en la boba negación de la muerte ni en la ilusa creencia en otra vida, sino en la voluntad de ensanchar la vida misma, de percutir en su fondo para hacerla más honda, más profunda.

Morir solo se muere una vez; en cambio, vivir se vive muchas veces. Negarse a vivir cada día porque habrá uno que se muera, es absurdo y fácil. Vivir esperanzado, en el brete de tener que autoinventarse, es inteligente y épico.

Sevilla, 18 de diciembre -Día de la Esperanza- de 2018.-

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