Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


domingo, 10 de febrero de 2019

El "guante" de Kant: una ética de la excelencia para el "homo felix" de hoy.

"He perdido toda esperanza en cuanto al futuro de nuestro país si la juventud de hoy empuña mañana las riendas del poder, pues esta juventud es insoportable, impulsiva, simplemente horrible" (Hesiodo)

A los padres y educadores de ahora, parafraseando la célebre frase de Jean Cocteau, nadie debería advertirles de que su responsabilidad es imposible. Primero, porque no lo es, aunque sí muy ardua. Quién sabe si más o menos que en épocas pasadas. Eso poco importa.


Segundo, porque la divisa de James a menudo se cumple. Cree que algo es posible, compórtate como si lo fuera y así será más probable que lo llegue a ser. Esto, ante todo, no es un ardid psicológico, sino óntico. El hombre, con la firmeza de su voluntad y el resuello utópico de su anhelo, puede modificar la realidad, convirtiendo lo que de entrada era un arbitrario datum en un intencionado faciendum. Es entonces cuando el admirable Kant lanza su guante al homo felix y a sus padres y educadores.


El admirable Kant acierta en el qué. La excelencia. No basta conservarse en la perfección de la naturaleza. El individuo debe ir más allá.  Hacerse más perfecto de lo que naturalmente es. Acierta el admirable Kant en el qué. Pero no tanto en el porqué. La perfección a la que él alienta es la recia secuela de su Sapere aude!

El resultado es, ya se sabe, demasiado racional. O, mejor, casi solo racional. Poco apto para casi cualquier hombre de carne y hueso. Y nada tentador para el homo felix, que son nuestros hijos, nuestros alumnos, nuestra “gente” de hoy. La excelencia, vivir más y mejor, más que una prescripción de la razón es una pasión de la voluntad de vivir que tiene el individuo. La vida quiere vivir.

No se trata de una petición de principio. Ni de un postulado. Sino de una incontrovertible evidencia. La vida se quiere. Tiene hambre de sí misma. Es apetencia de persistencia a la par que de excelencia. Ante todo, vivir más y mejor no es una prescripción de la razón. No es principalmente un imperativo categórico. Sino una pasión de la voluntad. Principalmente, es un élan vital.

Pero el homo felix tiene su voluntad de vivir distraída en la mediocridad y el felicismo. Urge gritarle Perficere te ad finem aude! ¡Atrévete a hacerte excelente! Y el hacerte aquí es clave. Porque la excelencia es la culminación de aquella ética que, fundada en el trascendental de la vida, no hay otro, asume que cada individuo es un proyecto irrepetible, irreversible, intransferible e imperfectivo, que consiste en hacer eclosionar sus idiosincrasias personales no a pesar de los demás sino con ellos y para ellos.

***

En su Metafísica de las costumbres dice Kant que el principio del deber de los individuos es doble: primero, conservarse en la perfección de su naturaleza; segundo, hacerse más perfecto de lo que la sola naturaleza los ha creado.
  • La primera perfección se logra mediante deberes restrictivos, que prohíben al hombre obrar de manera contraria al fin de su naturaleza y que están referidos al impulso de conservación del individuo y de la especie y a su capacidad para disfrutar la vida pero -apostilla Kant- sólo de un modo animal.
  • La segunda perfección se alcanza mediante deberes extensivos, que ordenan al individuo marcarse como fin un determinado objetivo del juicio en cuya consecución logra esa segunda perfección que va más allá de su perfección natural.
A partir de esta fundamentación del deber, Kant establece que la virtud es el cumplimiento de la ley por la ley misma y no por lo que ésta pueda reportar de beneficioso al individuo que la acata. La virtud es el respeto a una ley que, quebrante o no el deseo, el ímpetu, la pulsión, la voluntad, del individuo, se define necesaria y universal. La virtud es interesarse en una conducta sin que sea importante que su obediencia contravenga el interés propio del individuo.


En tan virtuoso desinterés por el interés propio radica el comportamiento libre, en cuyo irrenunciable ejercicio el individuo se hace más perfecto de lo que la sola naturaleza lo ha creado. El comportamiento ético, explica Kant, consiste en la obligación que el individuo tiene de hacer coincidir -máximamente- su voluntad con los principios de la ética. Lo contrario es que el individuo se despoje de su dignidad y se convierta en un juego de sus inclinaciones y por tanto en una cosa. El individuo puede adquirir mediante el cultivo de sí mismo esta capacidad de la voluntad de conducirse libremente: con arreglo a unos principios y no a sus instintos. Es decir, es educable.

En lo mentado hasta aquí queda claro que para Kant el propósito de la ética no es la felicidad del individuo, al modo de los clásicos griegos y de los utilitaristas modernos; sino el cumplimiento de unos preceptos morales en razón de su necesidad y de su universalidad. Son algunos enunciados del imperativo categórico:
Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal. Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza. 
Sin embargo, aunque descalifica la felicidad como “motor inmóvil” de la ética, cabe sospechar que Kant confía en que el hombre, comportándose libremente con pretensión de necesidad y de universalidad, va a hacerse más perfecto de lo que naturalmente es. En el fondo esto no deja de ser una forma subrepticia de eudemonismo, y para apreciarlo basta cambiar de registro semántico y donde los eudemonistas antiguos y modernos escriben “felicidad”, con Kant escribir “perfección”, a sabiendas de que es difícil de entender que la perfección y la felicidad de un individuo no sean términos estrechamente emparentados. Por tanto, cabe colegir, la idea de perfección implica que el telos no deje de ser para Kant la promesa vocacional de la ética, cuyo cometido es que el hombre llegue a ser el que debe ser.

No obstante, es cierto que su confianza en que el individuo, aunque renuncie -mejor, precisamente porque renuncia- a la inmediata satisfacción de su querencia, terminará siendo doblemente perfecto, tiene un punto importante de esa oscura moral del sacrificio -es necesario que el grano de trigo muera para que dé fruto- que en la tradición occidental tantas veces ha hecho palidecer el exultante afán de la vida por vivir, obligándola a postergar el disfrute de sí misma en aras de una perfección que le es impropia. Es la crítica de Nietzsche a la moral occidental de inspiración cristiana.

¿Por qué Kant es así? En su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres él parte de la patente necesidad de construir una filosofía moral “pura”, totalmente limpia de lo que pueda ser empírico y perteneciente a la antropología. Impresionado por la universalidad de las leyes de Newton, Kant piensa que la ética debe dar al hombre leyes a priori y así, carente de contenido empírico, ella misma ser universal como la física. Realmente, para la ética, Kant quiere lo mismo que, según explica en el Prólogo de su Crítica de la Razón Pura, quiere para la metafísica, que tome el camino seguro de la ciencia:

Estando todos de acuerdo en que quieren la felicidad, ninguno se pone de acuerdo en qué sea ésta. Es el lamento de Aristóteles. Es un ejemplo de lo que resuena en las palabras de Kant:
Cuando, igualmente, no es posible poner de acuerdo a los distintos colaboradores sobre la manera de realizar el objetivo común; cuando esto ocurre se puede estar convencido de que semejante estudio está todavía muy lejos de haber encontrado el camino seguro de una ciencia: no es más que un andar a tientas.
Esto explica que, una vez desaprobada la felicidad como “motor inmóvil” de la ética, la ética kantiana sea tan intensamente intelectual; que afirme que a cada hombre hay que tratarlo siempre como fin en sí mismo y nunca como simple medio y a la vez se desentienda de sus impulsos, intereses y necesidades concretas y reales; y que así más que “pura” su ética acabe pareciendo irreal y ficticia: así, lo que en Spinoza es un afecto y un ímpetu imposible de sobornar, en Kant es un deber y una obligación.

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Pese a su intelectualismo, que tan ajeno la hace a los usos hipersensuales del homo felix, la ética de Kant, al menos por dos motivos, hoy puede resultar de mucho interés en las sociedades occidentales y occidentalizadas.
  • Por un lado está lo que su “diferido eudemonismo”, llamémoslo así, puede enseñarle a este homo felix que tan tercamente confunde felicidad con felicismo. De la confianza de Kant en que un comportamiento que no persigue beneficios en términos de felicidad inmediata hace al hombre más perfecto, el homo felix puede aprender a vivir conforme a un proyecto de vida de medio y largo recorrido, en lugar de vivir -como ahora le sucede- deshecho en las urgencias de su hipersensibilidad e hiperemotividad.
El modelo de virtud de Kant -el desinterés por el inmediato interés propio hace al hombre libre y lo dignifica al ponerlo por encima de sus inclinaciones naturales- es el antídoto del modelo de virtud que el homo felix practica: el obsesivo interés por su inmediato interés propio quizás no le produzca libertad, pero sí la felicidad que el hipersensualismo, el felicismo y la mediocridad, les hace buscar.

Se trata de una lección de rigor kantiano que el homo felix -su débil voluntad acostumbraba a correr tras cualquier liebre del deseo y con pocas trazas de ser libre- necesitaría para escapar del superficial sensualismo y emotivismo en que se encuentra aprisionado, llevando una vida cuya voluntad entiende sólo de los plazos inmediatos de su deseo.
  • Y por el otro lado está el desafío a llevar una vida de excelencia, a tratar de hacerte más perfecto de lo que la naturaleza te creó, que es como Kant lo plantea. Es la lección de vigor que el homo felix necesita para zafarse de la mediocridad en que se encuentra instalado, viviendo una vida de la que es incapaz -tampoco está claro que él lo quiera- de salir de su mullida área de confort.
Pero recuérdese que Kant insta a la perfección como fundamentación del deber del individuo consigo mismo. Y considérese además que es harto difícil que el homo felix por obligación, por puro sentido del deber, esté dispuesto a asumir la exigencia de una ética de la excelencia. Para que el homo felix, en quien el sentimiento impera mucho más que la razón, se vea retado -o al menos tentado- por el guante de la excelencia de Kant, hace falta que la tarea de la perfección le sea antes un querer -al tipo de Blondel- y un afecto -al tipo de Spinoza- que un gélido y sobrio deber.

El asunto motivacional es decisivo, pues, téngase en cuenta que la excelencia es la imperfectiva perfección humana, es decir, un ad quem que nunca se alcanza, un “no parar” en el que el medio es el fin; en suma una tarea poco apta para hombres mediocres que, como el homo felix, no son proclives a diferir -con fe eudemonista- una satisfacción inmediata, ni a comprar virtud a precio de libertad, ni a ganar racionalidad a costa de hipersensibilidad.

Por eso, para que el homo felix se sintiera retado o tentado, habría que diseccionar a Kant y quedarse con la materia del asunto: la excelencia, la “segunda perfección” como fin para la voluntad; pero no con su forma: el deber y la obligación moral como su motivación. Al homo felix le moverá más a la perfección una apetencia que una prescripción. Pudiera ser que el hacerse más perfecto de lo que ya es naturalmente, de veras fuese un deber necesario y universal, racionalmente inatacable, es decir, un imperativo categórico en toda regla. Sin embargo, difícilmente este rigor intelectual insuflaría al homo felix el vigor y el rigor vital que le moviera a salir de su mediocridad ética. Desde luego, el homo felix no es ilustrado, no; sino postmoderno, y mucho.


Así pues, ¿cuáles podrían ser los rasgos, algunas de sus principales intuiciones, de una ética de la excelencia que fuese adecuada para remover al homo felix de la mediocridad y del felicismo en que malgasta su vida?

  • Primero, la educación como camino.
Kant establece la premisa, y ésta es sumamente alentadora. La capacidad de la voluntad del individuo para asumir fines distintos de aquellos tres que requiere la conservación de la sola perfección natural, se puede adquirir y desarrollar mediante el cultivo de sí mismo. La educación, al menos cierta educación, abre la puerta a una vida que, a impulso de autosuperación, puede hacerse excelente. En los términos de Kant, aunque éstos hoy resulten chocantes, la educación puede hacer al hombre irrumpir en la vida moral, ilimitadamente enriquecible, y sobrepasar el umbral natural de la vida animal.


Desde luego, dicha educación difícilmente podría ser aquella que participara, e incluso reforzara, de la vida sensualista y confortable que el alumno homo felix lleva fuera de las aulas. Por eso, yendo atrevidamente contracorriente de los imperativos de la sociedad en general, habría que procurar un posicionamiento educativo antagónico de éste que, por doquier, hoy campa a sus anchas en familias, escuelas, sindicatos de enseñanza, "ampas", consejos escolares y de alumnos, partidos políticos, gobiernos, medios de comunicación, redes sociales, lobbies ideológicos, etc.

En lo fundamental, se trataría de contravenir la creencia de que el mérito en la escuela es gratis en términos de esfuerzo y de trabajo; de que la legítima inclusión de los últimos hay realizarla a costa de laminar a los primeros; y de que ya nada hay que aprender porque todo está en Internet. Como poco, este irreverente posicionamiento educativo que aquí se reivindica, tendría tres requisitos: 
Primero, la puesta en valor del esfuerzo: en “la sociedad de la superabundancia” de casi toda clase de bienes y productos, también de información y de formación, se ha instalado una lamentable “mediocrecracia”: hoy en día casi nada incita al alumno a tenerse que esforzar en su pupitre.
Segundo, la puesta en valor del individuo: en “la sociedad del hombre masa” las identidades personales, como ocurría en las sociedades cerradas, se replican hasta formar nuevos yoes colectivos, todos increíblemente cortados con el mismo patrón.
Tercero, la puesta en valor de una educación que se entienda a sí misma como la agalma que excita el deseo y la voluntad de aprender del alumno: en “la sociedad de la hipertecnología”, aun admitiendo la tecnología como el novus locus discendi docendique, lo estratégicamente prioritario es la formación de unos profesores que lo más valioso que tienen que enseñar a los alumnos no es lo que ya conocen (educador erómenos), sino su inagotable afán de aprender lo que desconocen (educador erastés).
  • Segundo, el individuo como fin.
En lo que al significado de la individualidad se refiere, el homo felix vive una contradictoria situación sociocultural. Arriba, al hablar de la educación, ya se hizo el apunte. De un lado, su escenario es el de una sociedad abierta en la que impera la pluralidad de los usos y las costumbres, muchos de los cuales aparecen y desaparecen con la misma cadencia que la moda prêt-à-porter. Y del otro, su escenario es el de una sociedad cerrada en la que impera una inesperada e impropia homogeneidad de las creencias, de aquellas tan primordiales que, de puro obvio, resultan indubitada y fervorosamente profesadas por la mayoría de los individuos, que así es como se hacen “masa”.

Esto provoca que en la sociedad del homo felix se reproduzca el mismo fenómeno que se producía en estas sociedades cuando, no hace mucho, eran todavía sociedades cerradas. Se trata del debilitamiento de la identidad individual y de la consecuente construcción de identidades colectivas a las que el homo felix masivamente adscribe su yo individual. En este sentido, el homo felix continúa teniendo mucho del “hombre alienado” de Marx, del “hombre inauténtico” de Heidegger, del “hombre masa” de Ortega. Pero, eso sí, con un talante mucho más light y soft. No en vano, todo lo que en aquellas identidades colectivas era sólido, hoy se ha vuelto líquido.

Por eso, ahora que se aprecia una desconsideración muy extendida del valor y del sentido del individuo, el cual tiende a ser ideológica y económicamente casi tan cosificado como en épocas anteriores de la historia, es importante, estratégicamente importante, que prime el hombre de carne y hueso y que cada uno sea un fin en sí mismo y nunca un medio al servicio de ningún otro proyecto que no sea el cultivo de su idiosincrasia personal. Y además que se estimule la interiorización de proyectos personales de excelencia -proyectos que cada uno es irrepetible, irreversible, intransferible e imperfectivo-, más que de modelos y de normas sociales.

No obstante, aunque en esta sociedad de la hiperinformación los modelos colectivos se extienden e interiorizan más rápido y mejor que en ninguna otra sociedad anterior, era esperable que el interés particular estuviera adultamente más desligado del interés común que cuando era una sociedad cerrada, ya que las sociedades cuanto más evolucionadas menos homogéneas son y  más fácil es que el interés propio del individuo no esté directa y evidentemente tan ligado al colectivo. 


Por eso, la reaparición en estas sociedades de nuevos colectivismos a los que el homo felix acríticamente les entrega su identidad individual, representa un fracaso difícil de entender en una sociedad moderna que presume de estar tan comprometida con la ampliación y la consolidación de los derechos sociales de los individuos. Al contrario, lo esperable hubiera sido que la voluntad individual, que es la capacidad activa del individuo de incidir en su vida, fuera experimentada por el homo felix como una aventura personal y no como la participación en un “fondo común”.

Así, lo que más impresiona no es que dos adolescentes del Sur de Europa, que han crecido juntos y pertenecen al mismo estrato social y asisten a la misma escuela, sean clónicamente semejantes; sino que otro adolescente del Sur de Irlanda, a cientos de kilómetros, comparta el mismo aire de familia que ellos, y que en los tres se reconozca la misma espontánea propensión a la mediocrecracia y al felicismo, sin que los condicionantes familiares y locales sean suficientes para evitarla. El Fortnite, pueden jugar incluso online y que así la distancia no sea impedimento, es más bastante más que una lúdica manera de echar el rato.

En su tarea de hacerse “más perfecto”, el individuo se suele reforzar positivamente por la necesidad de reconocimiento de los demás (sin tú no hay yo, que decía Buber), por el deseo de emular a los excelentes (la épica de la ejemplaridad, que decía Gracián) y por la sensación de autosatisfacción (la aquiessentia sibi, que decía Spinoza).

Pero, de estos tres, habida cuenta de cómo es el homo felix y de cuál su medio sociocultural, sin duda, el que estratégicamente más le conviene intensificar es el deseo de emulación de los mejores; y los que menos, el reconocimiento de los demás y la autosatisfacción. Ésta última porque fácilmente la puede confundir con el felicismo que tan ciegamente profesa. No es lo mismo “estar siéndose bien” que “estar sintiéndose bien”. La diferencia es clara; pero al homo felix le cuesta advertirla, y las consecuencias ya las conocemos, son el hipersensualismo y la mediocrecracia.

En cuanto al reconocimiento de los demás, es lógico que, puesto que éste instituye la humanidad del individuo, también sea su mejor sostén en el afán de crecer, de madurar, en suma, de llegar a ser más perfecto de lo que naturalmente ya es. Pero se da la fatal circunstancia de que la sociedad del homo felix padece una nefasta sobreabundancia de mediocridad.

El hombre nace en sociedad. Ya se ha apuntado antes, sin un tú no hay un yo. Es impensable la abstracción social de un individuo humano cualquiera. Ni siquiera cuando éste es diferente y mejor que la mayoría. Por eso, nunca se trata de plantear antinomias del género “individuo versus sociedad”: ni siquiera cuando el entorno es de pasmosa mediocridad, como le pasa al homo felix; sino dialécticas inclusivas del tipo  “uno no es excelente contra los otros, sino con los otros y para los otros”. Bien visto, ése es el cometido del aristós: del héroe homérico, del filósofo platónico, incluso del santo cristiano. Solo la sociedad les puede otorgar la fama, que es, decían los griegos, el mejor sucedáneo de la inmortalidad.


Por eso, una es la denunciable disolución del yo individual en algún “yo colectivo” y otra la eclosión del yo individual a costa, en contra y a pesar, de la sociedad. Nietzsche sostiene que primero fueron los individuos destacados por su voluntad individual los que enseñaron en el grupo la excelencia imposible; y que, una vez establecida ésta en el imaginario de la sociedad, estos hombres destacados se convirtieron en estorbo para nivelar el grupo al ras de la excelencia posible. Por eso fueron deportados.

Obviamente, Nietzsche se equivoca. No son imaginables individuos cuya fuerza creadora sea anterior a la determinación social en donde ellos fueron instaurados. Y tampoco es imaginable una colectividad que nada deba a la voluntad de ciertos individuos excepcionales. Ni prima el individuo ni prima el grupo. Ni es la tesis de Nietzsche ni es la de Marx. El individuo se hace “predador social” cuando la socialidad es una forma obligatoria de enajenación. Dado que el hombre es social, su excelencia individual no puede ser asocial ni antisocial. Lo contrario sería absurdo.

No obstante, es cierto que, habida cuenta de cómo es el homo felix y de cuál su medio social, ahora es momento de impulsar el tránsito de la fusión inicial del individuo con el grupo a su libre distinción de éste; de los códigos indistintamente colectivos a los distintamente personalizados; del acatamiento del tabú al reconocimiento del origen social de la verdad; de la exterioridad coactiva de la ley a la interiorización del deber; de la lógica de pertenencia a una sociedad a la dinámica de la participación relativa en la misma; en suma, momento de impulsar -atendiendo a la idiosincrasia de cada uno- el incontrovertible hecho de que el individuo es un proyecto irrepetible, irreversible, intransferible e imperfectivo.

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Seguramente, uno no se lo sabe bien esto de la individualidad hasta que no es padre y le es evidente que su hijo es distinto de todos; hasta que, por las noches, al arroparlo, no le sobreviene la escalofriante responsabilidad de que Aquel, que tan plácidamente duerme, es un Absoluto en Potencia, y que desde que él existe ya nada hay más importante que la eclosión de su individualidad en la medida de su excelencia, de su imperfectiva perfección; más aún, que nada hay más importante que tal eclosión llegue a ser una de las apetencias fundamentales de su propia voluntad de ser; es decir, un “deber ser” que llegar a ser libremente querido por él.

Explica Levinas que al comienzo de la historia del hombre era la culpa lo que lo individualizaba respecto del macizo colectivo al que pertenecía; lo que le hacía tomar conciencia de sí mismo como un “no los otros”. Actualmente, el fenómeno se ha revertido muy extrañamente en sociedades presuntamente abiertas y garantistas de los derechos individuales. Ya no es la culpa lo que individualiza, sino el afán de individualizarse. Esto es el caso del homo felix, que desde adolescente adscribe su famélica identidad individual a estos nuevos colectivismos de magnitud global en el que una misma creencia acerca de lo que es la vida y de lo que en ella hay que hacerse está “sacramentalmente” presente en la cabeza cientos de millones de personas que no son sino “yoes clonados”: “identidades replicadas”.


Los sujetos de la vida no son las sociedades, sino los individuos. El grupo no es el protagonista de vida alguna, sino cada individuo de su irrepetible, irreversible, intransferible e imperfectiva tarea vital. Poner estos acentos en un tiempo en el que los yoes individuales no saben, no se atreven y no quieren, tener intereses propios, distinguibles del interés replicado del resto, ni considerar la vida como una aventura propia, es harto conveniente. Recordar a Heidegger afirmando que nadie puede tomarle el morir a nadie, siempre hace recordar que tampoco nadie puede tomarle el vivir a nadie y, sin embargo, se hace, vaya que sí.
¿Por qué? El hombre es gregario hasta el extremo de abdicar de su individualidad o de ser individuo solo a medias. ¿Y por qué? ¿por qué su condición social le lleva tan a menudo a olvidarse de que su vida es un proyecto irrepetible, irreversible e intransferible?
Muy convincentemente, explica Becker que la comunidad le sirve al individuo para negar, para combatir, para paliar, en definitiva, para matar simbólicamente su muerte. Solo esto, el miedo a la muerte, el sentirse insuficientemente arraigado en la vida, podría explicar que, mil años después, el homo felix siga transfiriendo su identidad personal y renunciando al cultivo de su idiosincrasia, poco más o menos igual que un campesino o un monje o un caballero del Año Mil. No obstante, entre aquella sociedad, que estaba más atenta a los signos y a los prodigios milenaristas que a los hechos mismos, y ésta otra, que está al borde de traspasarse cibernética y genéticamente, media tal abismo que hubiera sido deseable menos alienación colectiva.

Cuesta trabajo no imaginar la historia como una tristísima sepultura, una tristísima fosa común, de yoes replicados, que apenas si pudieron dar riendas suelta a la potencial originalidad de ser el que cada uno podía ser. Cuesta trabajo no imaginar la historia como un tristísimo camposanto de Absolutos fracasados. El individuo es gregario hasta el extremo de, más o menos libremente, más o menos cobardemente, aceptar ser individuo con una identidad postiza y replicada. El riesgo de malograr la vida, de fracasar en ella, es real y no pequeño. Anda el homo felix tan desorientado de lo que es realmente importante, tan engolfado en mezquindades que le llenan el tiempo, pero no la vida… Le preguntaron François Mauriac recién entregado el nobel, qué querría ser sin naciera de nuevo, y con su flamante premio debajo del brazo respondió: Yo mismo, pero con éxito. Lo escribió Benjamin: En este tiempo, anda el hombre tan perdido de sí mismo y tan pendiente de los demás...


  • Tercero, la vida como fundamento.
Responder estas preguntas es de las grandes tareas de la ética: ¿En qué se funda el valor? El hombre tiene capacidad de apreciación; es decir, capacidad para estimar unos comportamientos más que otros. Pero, ¿en qué se basa su preferencia? ¿Por qué unas conductas le son más dilectas que otras y terminan formando parte del deber ser?


Cabe echarse al monte y recurrir a una fundamentación de índole trascendente. La ética se funda en una revelación sobrenatural en la que al decírsele al hombre cuál es su origen y su destino también se le está dando un código de conducta. Pero, si no se echa mano de la religión, dicha fundamentación queda sin más aval que el que el hombre puede crediciarse a sí mismo. Y, a partir de ahí, lo que estaba claro y meridiano se vuelve tentativo y confuso. Sin el “Motor Inmóvil” que por antonomasia es Dios, la ética ha menester de otro “motor inmóvil” que haga sus veces. Pero entonces nada gozará de la seguridad de antaño y el panorama ético se fragmentará en ruinosos cascotes.

A este respeto, la ética de Kant es muy meritoria, porque, cuando todavía no tocaba prescindir de Dios para articular un discurso ético, él ya hizo “como si” prescindiera y su existencia pasó de ser tesis a ser postulado: consecuentemente, a la existencia del alma y a la libertad les ocurrió lo mismo. Sin Dios, sabía Kant, la felicidad no tiene por qué coronar la virtud; sin alma inmortal no hay otra vida en la que, a diferencia de ésta, la justicia y la vida sean simultáneamente posibles; y sin libertad la vida es mecánica, como en la física de Newton y en la aritmética de las Matemáticas, y por tanto no hay ética: no cabe la posibilidad de desobedecer. No obstante, para Kant, ni Dios ni alma inmortal ni libertad fueron hechos evidentes (contra facta nulla argumenta) ni tesis firmemente probadas, sino exigencias -indemostrables- de la razón.

Pese a su nuevo y modesto estatus intelectual, como explica Kant en su Prólogo a la Crítica de la Pura, la metafísica tiene que coger el rumbo de la ciencia. Lleva tiempo empantanada en opiniones que no la conducen a nada. Igual pasa con la ética. Ésta es consecuencia de aquélla.
De un lado, la ética tiene que abandonar el camino de la felicidad, que se había mostrado claramente aporético. Parafraseando a Aristóteles, todos están de acuerdo en que el fin de los hombres es la felicidad pero entre ellos no hay acuerdo en qué sea ésta.
Y del otro tiene que abandonar el camino de los sentidos y de los hechos, que se había mostrado claramente confuso, pues ni los unos ni los otros son de fiar para conocer el ser y fundamentar el deber ser.
Así Kant, con una razón que solo tiene postulados, protagoniza la proeza de querer fundamentar el criterio según el cual el hombre aprecia, estima, prefiere y elige, en la propia razón; pero no en la razón que busca la felicidad, como hicieron los eudemonistas, sino en la razón que solo se busca a sí misma. En este sentido, Kant es el colmo de la Ilustración. El deber radica en el interés desinteresado por acatar una norma que hay que obedecer simplemente porque es universal; no porque sea buena, sino porque es racional. El resultado es una moral casi exclusiva para héroes anhedónicos, que ni sienten ni padecen; pero no para hombres de carne y hueso; mucho menos para el homo felix, tan desmedidamente sensualista. Esta monumental ética de Kant es doblemente atacable.
Primero, por su “pureza”, que la acaba haciendo “irreal”. Una cosa es que la ética quede a la merced de las inclinaciones naturales del hombre (aunque hoy este posicionamiento no es fácilmente descartable; todo depende del juicio de valor previo que se tenga de tales inclinaciones y de que se vea o no a la razón entreverado en ellas); y otra que la ética desconecte de los impulsos, los afectos, las pasiones, del hombre. No deja de ser una ingenuidad socrática que la verdad, sin pasar por la taquilla de la voluntad, pueda convertirse en deber. 
Segundo, por su racionalidad. O ésta es una instancia absoluta, sobrevenida, dependiente de algo así como un alma inmortal, y para ello hay que echar mano de nuevo de lo trascendente; o es un producto, como el hombre entero, de su evolución, y entonces se vuelve, como todo él, en algo contingente, tentativo, falible… Es cierto que Kant, desde su idealismo trascendental, dio un baño de humildad a la razón, poniéndole el infranqueable límite del noúmeno; pero también que hizo varias peticiones de principio para obtener una razón que fuera capaz de ciencia (en el ámbito de la metafísica y de la ética). 
Por supuesto, casi nada de estos planteamientos, con total seguridad, resulta atractivo al homo felix, que se conduce en la vida con más sensualidad que racionalidad. En principio, su mediocridad y felicismo parecen más constructivamente removibles desde una ética fundada en la vida, en la apetencia de vida que la vida misma tiene; que no en otra fundada en una “desencarnada” razón, que tiene que hacer trilerías con Dios y el alma para tenerse tambaleantemente en pie.
Ni remotamente el homo felix estaría dispuesto a enfrascarse en una ética que amputara, o siquiera desconsiderase, sus inclinaciones, sus sensualidades, sus emociones.
Kant fundamenta el valor de una norma en su presunta necesidad y universalidad. Su prescripción, diríase, es ésta: considérese valor aquello que, queriéndolo para uno, puede ser querido para el resto de los hombres. La virtud, según Kant, no es la aceptación de algo por el efecto benefactor que le causa al sujeto, sino porque es racional. Para Kant, el “motor inmóvil” de la ética no es la felicidad, sino la ley misma preñada de ese imperativo categórico que hay que obedecer inmotivadamente, simplemente porque sí. De nuevo, nada de esto es mínimamente empático con el homo felix.

Pero, si se acepta, como Ortega enseña, que la vida es el único trascendental y la única verdadera condición de posibilidad, porque en ella está todo lo que hay, cabe concretar que la razón ocurre dentro de la vida y que no es nada en sí ni para sí, sino todo en y para la vida. Por eso, también cabe una fundamentación de la ética en la vida misma, que sí es, más que la razón, instancia última e irrebasable. Fuera de ella, nada. Y la vida, ya se ha apuntado antes, es hambre de sí misma. Voluntad de permanecer, como dice Spinoza, indefinidamente en ella misma. Con total seguridad este ensayo sería más acorde al sentir y al pensar del homo felix.
Hay que intentar, de eso se trata, que el homo felix se sienta retado por la magnánima incitación de Kant a la excelencia; que efectivamente se encuentre tentado por su imperativo. Y para ello es mejor, más motivante, decirle al homo felix "Perficere te ad finem aude!", que solo aquello otro de "Sapere aude!" Es pedir mucho, innecesariamente demasiado, que el homo felix practique la virtud de la excelencia con el mismo desinteresado interés racionalista que Kant predica en su ética.
Explicándole al homo felix que la excelencia es su primer “deber ser”, es  decir, su primer compromiso con él mismo, mejor es no fundamentárselo en una sobria prescripción racional, sino en una apetencia básica, y ninguna es más básica y radical que esa que, con palabras de Don Miguel, exclama ¡Vivir, vivir, ser yo! La excelencia, antes que un “hecho de razón”, es un “hecho de pasión”.

No obstante, la excelencia, que se le ha de hacer entender al homo felix que es el máximo refinamiento ético de ese primordial anhelo de vivir, es obvio que necesita de la razón, y así hay que hacérselo entender. Quizás Kant tuviese razón y la excelencia, el intento de ser más perfecto de lo que naturalmente ya se es, sea un imperativo categórico. Pero, para el caso del homo felix, esto es igual. Primero, porque él en la vida tan intelectualmente no se mueve. Segundo, porque la excelencia ante todo es -ha de ser así y a los individuos los hay que educar para que así sea- un ansia siempre insatisfecha, pero a la vez siempre humanizante en su carencia.


Hay un dato en absoluto despreciable. En el diseño humano, los 100.000 genes no dan de sí para programar acabadamente el funcionamiento de las 100.000.000.000 neuronas del cerebro. Esto hace que nuestro ser sea hacer(se). La neuroplasticidad posibilita que cada individuo sea un proyecto imperfectivamente perfecto, que su identidad no sea parmenidesiana sino hegeliana, que su identidad sea más lo que todavía no es que lo que ya es, que su identidad no pueda hacerse del todo pero tampoco pueda del todo dejarse de hacer. Ser un creador de sí mismo en segunda potencia es demasiado “divino” para que sea algo que solo se pueda legislar y prescribir, y no anhelar y desear. Y quiso Dios, es retahíla del hagiógrafo.

El homo felix tiene apetencias, claro, de lo contrario estaría muerto, porque vivir es querer. Por eso, al homo felix le es tan importante la educación, aunque él no lo sepa o no lo aprecie:


La ética de la excelencia que hay que proponerle habría de empezar con el cuidado de su querencia, curándola, orientándola. Al homo felix le sucede que, tiendo sus ansias tan exacerbadas, no en vano es un consumado consumista, éstas divagan, va a la deriva, ajenas a lo que de veras es la vida y son sus intereses. Por eso, anda engolfado en la mediocridad y el felicismo a que su hipersensualidad le ha conducido.
Por su bien, a este homo felix hay que precipitarlo a ese desnivel ontológico en el que de la zozobra de querer como Prometeo y, en cambio, poder solo como Sísifo, nace un individuo más grande, más heroico, más excelente.
La voluntad es la capacidad del hombre de intervenir en su individualidad y en su entorno, de ahí que haya que hacerla crecer lo más posible a la medida del ansiar, el cual tiene, de suyo, la medida utópica de su instintiva hambre.
Si arriba se habló de una educación que se tenía que entender a sí misma como agalma que excita el deseo y la voluntad de aprender del alumno, ahora hay que hablar de una ética, que, fundada en la vida, se entienda a sí misma como agalma que excita el deseo y la voluntad de recoger el guante de Kant y entrar al trapo de su provocación: "Perficere te ad finem aude!

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