Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


jueves, 15 de agosto de 2019

En el número 8 ocho de la antigua calle Arrebolera

En el zaguán de entrada de la casa que fue de mi infancia y de mi niñez, y antes también la casa en la que mi abuela Cristiana vivió de soltera con sus hermanos y luego de casada nacieron sus dos hijas y tres de sus cuatro nietos pasaron parte de sus vidas, había entre el artesonado y el arco de medio punto de la cancela que daba paso al patio interior un bellísimo retablo cerámico de la Virgen de los Reyes, pintado de colores delicadamente añiles y enmarcado en unas trabajadas molduras de escayola que trataban de asemejar, al menos la altura así lo favorecía, alguna noble madera.


Solo con el paso del tiempo, en concreto cuando aquella casa dejó de ser mi casa e iba de visita y ya mis entradas y salidas no eran cotidianas, y cruzar aquel umbral me empezó a causar la extrañeza propia de lo infrecuente, supe apreciar la espléndida hechura de ese azulejo que siempre había estado allí.

Seguramente, en la misma situación que yo, de verlo a diario y, no obstante, no reparar justamente en su valor, estuvieron las tres generaciones de las mismas diez familias que vivían en aquella casa, sita desde principios del siglo veinte, año 1919, en el número 8 de la calle Arrebolera.

Fue preciso que unos cacos, que sabían muy bien lo que se hacían, lo robaran una noche de verano en la que el portalón de la calle se quedó quizás abierto, para que, al ver vacía la hornacina, lo echaran lastimosamente de menos.

***

Digan lo que digan los astrofísicos, se puede viajar en el tiempo, y yo lo he hecho hoy, al pasar esta mañana, día de la Virgen de Agosto -en Sevilla, día de la Virgen de los Reyes- por delante de la fachada de aquella casa que, dije antes, fue de mi abuela y de sus hermanas, de sus hijas y de tres de sus nietos, y de la que, al menos aparentemente, pues no he podido husmear mucho, solo permanece más o menos igual -en el exterior- el aspecto de la fachada y -en el interior- el trazado del primitivo patio. El resto del edificio ha sido profusamente remodelado, hasta dejarlo convertido, hace ya unos años, en lujosas viviendas.

Al pasar por delante y timoratamente asomarme , he comprobado que el zaguán está desnudo de los espléndidos azulejos de Mensaque que lo ennoblecían y protegían de las humedades y los desconchones; y que el paramento entre el techo y la cancela, en el que otrora estuvo el hermoso retablo, ahora está gélidamente desnudo.

Y también he podido comprobar que, al otro lado de los herrajes de la cancela, quedan mis vívidos recuerdos. Eso que el oscuro Husserl hubiera llamado los noémata o contenidos de mi conciencia que, pese al paso de los años, siguen impetuosamente preñados de esa intencionalidad centrífuga que  hoy inesperadamente los ha impulsado a salir al exterior de los angostos pasadizos de mi desmemoria, para buscar la parte de verdad que dentro no encuentran y sin la cual amarillean y adoptan esas alzheméricas maneras que me sustraen el yo.

Hoy, de repente, mientras mis manos se agarraban a aquellos herrajes, que en ese momento eran no una infranqueable puerta en el espacio sino un practicable vado en el tiempo, un alud de pasado se precipitó sobre mi conciencia, haciéndome resucitar una vida que creía muerta en mi propio panteón de los olvidos.

Doña Loreto, María Jesús y Bernabé, Lola y Rafael, Pepe -el cojo de la ortopedia-, Emilia -la portera-, Julio -el ufologo-, Santo y su marido Pepe -el sastre-, Don Manuel y María -su gorda y desaliñada asistenta , Pepita y María Luisa -las hijas del militar-, la Señora Ana y Eugenio, Doña María y la tita Encarna... Sus caras, unas más imaginadas que efectivamente recordadas, se me hicieron inesperadamente presentes.

Aquella vecindad, pensaba yo, tenía mucho de familia hecha por el roce; no en vano, la mayoría de los inquilinos lo eran ya en tercera generación y mi madre y mi tía eran amigas íntimas de Lola y María Jesús, las hijas de la amiga íntima de mi abuela Cristina.

Aquella no era una casa de vecinos, de esas que antes tantas había en Sevilla. Cada familia tenía su propio piso, que era amplio, luminoso y aireado, y tenían más que una dignidad rayana en la pobreza de los difíciles años de la posguerra, un austero señorío en el que nada faltaba, aunque, es verdad, tampoco nada sobraba.

Todo era grande en aquellos diez pisos: la cocina, los cuatro dormitorios, la sala de estar, el cuarto de baño, el salón... Grandes eran los ventanales y las puertas; altos los techos y esplendida, más que ninguna otra cosa cosa, la luz, que, fuera por un patio o por el otro, siempre se asomaba al interior.

Sí, estando cada uno en su casa y Dios en la todos, recuerdo la vida allí como si de una gran familia se tratara, en la que había, cómo no, desavenencias, pero siempre sobre el fondo de una sana vida de comunidad que tejían y destejían las mujeres, que eran las que de veras lo gobernaban el edificio.

Porque aquello era una auténtico matriarcado. Quizás las mujeres que el azar allí había concitado fueran, en su sencillez académica, mujeres excepcionales. Mujeres unamunianas. Mujeres recias. Mujeres con arrestos para hacer frente a los reveses de la vida. Mujeres erigidas sobre los cimientos de convicciones inquebrantables. Mujeres forjadas en la fragua de una religión sinceramente piadosa. Mujeres hondamente auténticas. Mujeres que, todas ellas, a la postre estaban religadas en Dios.

Quizás por esto, por la raigambre cristiana que ellas tenían, el pacto social que regía entre aquellas familias, fuera, a la hora de la verdad, tan sincero y familiar. 

Mi madre, por ejemplo, sabía que podía contar con su amiga Lola, cuyas madres eran amigas hacía décadas, y ello pese al desgaste que inevitablemente el día a día ocasionaba la convivencia.

Y por eso Doña María, aunque todos supieran que su marido, durante años, había flirteado con la asistenta de la casa, era respetada y nunca fue sanguinariamente criticada en el corrillo de la azotea.

Y por eso con María la gorda, aunque todos sospecharan de sus escarceos con la soltería de Don Manuel, siempre fue tratada con el decoro y el respeto que ella parecía que no gastaba.

Y por eso con Santo y Pepe, aunque fueran tan suyos, sobre todo ella, y tan ridículamente tacaños, eran aceptados con un comprensivo "ya se sabe que son así".

Y con la señora Ana, que fue la última en llegar a aquella familia y no tenía el mismo "pedigrí" que el resto, de haber nacido en la casa ni de ser residente de segunda o tercera generación, también fue tratada como una más, como una de toda la vida, pese a las tundas que le daba a su marido y la lengua afilada que empleaba, a conveniencia, con unas y con otras. 

***

Se puede viajar en el tiempo, y a la velocidad del rayo. En esos segundos que estuve agarrado a los barrotes de la cancela, me di cuenta de que mis recuerdos más vivos de aquella casa eran los de los veranos. Los niños, que éramos al menos cinco o seis, de mañana jugábamos en el patio de la entrada.

Era una patio, recuerdo, era muy luminoso y alegre, como la casa entera, y protegido en lo más alto por una montera de cristales. Luego, en las siestas el silencio de los niños era sagrado, sobre todo cuando Rafael tenía turno de noche. Las tardes, cada uno en su casa, eran de juegos, de libros, de televisión y, más tarde, de paseo cuando el sol inclemente  empezaba a declinar.

Pero lo mejor, sin duda, de los veranos eran las noches. Después de la cena, las familias nos reuníamos en la azotea. Se subían sillas y banquetas y se tenían entretenidas tertulias hasta bien entrada la madrugaba. Todavía la catedral y el sinfín de campanarios del entorno eran visibles: San Román, San Gil, San Clemente, Santa Paula, San Pedro, Santa Marina... Se jugaba a identificar las torres de las iglesias, todavía sin iluminación que las pusiera en valor, a reconocer las estrella, a las cartas y al dominó, al escondite entre los lavaderos y, lo mejor, a partir de la media noche, se escuchaba en la radio un programa de fenómenos paranormales que en la oscuridad de la noche hacía las delicias de los niños y de los adultos.

***

Todo esto, más una retahíla de anécdotas imposibles de escribir ahora, y que creía enterrada en las criptas de la desmemoria, esta mañana inesperadamente resucitó. Y, principalmente, creo yo, porque una de las noches más hermosas de aquellos veranos era la de la víspera de la Virgen de los Reyes.

Restrospectivamente, recordando cómo se vivía aquella noche y la mañana siguiente, pareciera que aquel bienavenido vecindario viviera bajo el patronazgo de la Virgen que, desde su retablo cerámico, era testigo de cada una de nuestras entradas y salidas de la casa. 

Recuerdo que muchos años, antes de que aquella familia se fuera descomponiendo, la mañana del Quince de Agosto casi todos íbamos muy temprano a ver salir y entrar la Virgen de los Reyes, y luego a desayunar churros. (Como también el Martes Santo íbamos a ver La Candelaria por los Jardines, y Miércoles a ver la entrada de San Pedro, la Madrugada a ver El Gran Poder, y el tercer jueves más reluciente del año a ver el Corpus).

Es sorprendente cómo la vida cabe en unos pocos segundos, y pasa ante nuestros ojos con una lozanía impropia de recuerdos que son tan de ayer y tan de anteayer... Al final de la calle Mateos Mago, orillando ya la plaza de la Virgen, buscando el frontal de la puerta de Palos, evitando que la fuente de Lafita estorbase la perspectiva, había allí unos pocos adoquines que año tras año aguardaban nuestra llegada.

Recuerdo la determinación con la que la abuela Cristina, María Jesús que era la hija de Lola y de Maruja, y mi tía y mi madre acudían a ver a la Virgen. Y con ellas los niños. Y digo determinación más que devoción, porque estar allí cada Quince de Agosto implicaba haber ganado, un año más, el pulso a la vida, a una vida que no les era fácil a aquellas heroicas mujeres

La vida era la viudez prematura. Era la enfermedad inesperada. Era el aprieto material. Era...

A estas unamunianas mujeres no les valía una devoción dulce ni melosa. Ellas necesitaban una advocación esculpida en madera de una encina casi milenaria. Una advocación que no resultara ñoña a quienes la vida trataba con más aspereza que suavidad. Y esa no era, por ejemplo, la populosa Macarena, sino la hierática Virgen de los Reyes y el dolorido Señor de la Madrugada. Devociones en las que los gozos pascuales son mínimos, prácticamente inexistentes. En concreto, la de Agosto era una devoción que por tener disimulada en su cara una desdibujada sonrisa, era idónea para mujeres dolientes como ellas. Mujeres a las que la vida, sobre todo a mi abuela y a sus dos hijas, las hizo evolucionar de tal manera que parecían nacidas para el dolor, para la preocupación, para el problema, para el sinvivir... Y esto hasta el extremo, finalmente enfermizo y fatal, de que sin tener un "azote" que les macerase el alma en dolor, ni se sentían vivas ni sabían vivir... ni dejaban vivir.

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