Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


martes, 9 de julio de 2019

Los parabalanos en San Lorenzo

"Tan importante es para el vulgo la necesidad
de creer, que la caída de cualquier sistema de mitología
será seguida probablemente por la introducción
de algún otro modo de superstición"
(E. Gibbon, Decadencia y caída del Imperio Romano)

"El hombre pensó que esas cosas
(ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden,
como las que se ven en los sueños) sería con el tiempo,
si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares"
(JL Borges, La espera)


Ayer de mañana visité San Lorenzo. Me gusta hacerlo de cuando en cuando. El templo tenía bastante concurrencia. Era viernes. Y allí todos los viernes del año son santos. También los de estío.


Para quienes regularmente acuden a San Lorenzo, este lugar -y sobre todo Quien lo preside- pertenece al orden, cada vez más exiguo en la vida del hombre de hoy, de lo invariable, necesario y familiar.

Andares vacilantes y cuerpos encorvados. La vida de muchos de los que ayer rezaban al Señor -la mirada clavada en su Rostro, como si Éste fuera el Aleph que encerrara, día por día y noche por noche, la vida pasada, presente y futura de ellos y de cada uno de los que amaron, aman y amarán- era ya bastante longeva.

No obstante, las más de las veces una biografía no es tiempo suficiente para intuir -y si para intuir, si; para aceptar, no- que lo que ahora es necesario tuvo una vez un origen arbitrario.  Nadie se suele deshacer de su modo de superstición sin antes tener recambio. Es más fácil vivir con creencias mortecinas, incluso amortajadas, que sin ningunas.

Mientras respetuosamente observaba a esos devotos del Señor, recordé aquellos pasajes de La edad de la penumbra en que su autora dolorosamente se lamenta de la vandálica profanación de las estatuas de Serapis y de Palas Ateneas en Alejandría y en Atenas, allá en los siglos cuarto y quinto después de Cristo.

Según cuenta Catherine Nixey, quien de dos puntos de vista posibles solo se atiene parcialmente a uno, tales sacrilegios fueron perpetrados por grupos de parabalanos. Gente ruda, analfabeta y religiosamente fanatizada que obraba como brazo armado de esos obispos de la primera Iglesia que -persuadidos de que su verdad era la Verdad y de que la tenían que imponer a los errados paganos porque era mejor castigar en vida que permanecer después de muertos castigados para siempre- libraban la primera cruzada de la historia, contra el politeísmo grecolatino.

Al tenor del decir que ella atribuye a Damascio (el último de los filósofos de la Academia y el primero -de que se tenga constancia- en ser perseguido por el cristianismo), quienes perpetraron dichas atrocidades fueron unos insensatos que movieron lo que nunca debía haberse movido.

La brutalidad, más que la fe, acabó de un plumazo con siglos de preciadísima cultura. Los cristianos creían haber visto el Dios sin cara que hay detrás de los dioses; pero, a juicio de sus actos, cabe la duda. Intransigentemente, convirtieron el Dios sin cara en único ídolo, sustituto de todos los demás.

Si damos crédito a Edward Gibbon, cuando el cristianismo comenzó a extenderse por el Imperio, el politeísmo grecorromano ya estaba carcomido por el escepticismo de los filósofos, el cual se había extendido como una moda por amplios sectores de la sociedad en forma de desazonadora incredulidad.

Su tesis es que el cristianismo no destruyó la religión pagana, porque ya estaba gravemente lesionada; pero sí aprovechó exitosamente el agotamiento de aquella para su propia difusión, especialmente entre los más desamparados del Imperio.

Explica Gibbon que a una minoría la filosofía le había limpiado la mente del prejuicio de sus creencias, lo que no era óbice, sin embargo, para que mantuviera el aprecio a las tradiciones religiosas de sus antepasados y además participara en ellas con cívica normalidad. Eso sí, más con cívica normalidad que con piadosa religiosidad.

Y que, en cambio, a la mayoría el escepticismo la había dejado deseosa de nuevas devociones para llenar el vacío de sus corazones. El cristianismo no nació como una religión culta; al contrario, de la ignorancia hacía virtud evangélica. Y los más ignorantes fueron los que más temprano y más fervientemente se abrazaron a él.

Ya nadie cree en las viejas leyendas que narran el nacimiento de Perseo, de Anfión, de Eaco, de Minos... escribe el descreído Celso. En sus acotaciones al discurso de Celso el profesor Bodelón comenta que algunos emperadores del siglo segundo llegaron a poner en marcha el proceso de sustitución de los dioses oficiales del Imperio por hombres extraordinarios del pasado. Así de gravemente dañada se debía encontrar la religión grecorromana.

En esa misma época decía Marco Aurelio, el más filósofo de todos los emperadores, que Roma tenía dos clases de enemigos: los externos, que asolaban sus fronteras, y los internos, que carcomían sus instituciones y minaban el orden establecido.

Es intrigante lo que de puertas a dentro le sucedió al Imperio en lo que va del nacimiento del cristianismo al 4 de septiembre del 476. Seguramente, las fronteras del Imperio fueron haciéndose más y más vulnerables no tanto por el incremento de la fortaleza militar de los invasores, que también, cuanto por su propio debilitamiento interior.

¿Cómo se produjo el socavamiento de las instituciones? ¿y de las creencias tradicionales? Supongo que debió ser un proceso tan quedo, y a la vez tan irreversible, como el que a Europa le viene sucediendo desde hace tres siglos o más.

Las creencias religiosas, asegura Gibbon, estaban profusamente entreveradas en los usos y costumbres sociales y culturales de Roma y eran, incluso para un descreído como Celso, ciertamente inextirpables de la idiosincrasia del Imperio.

La religiones crean culturas. Quizás el Imperio ya no fuera mojigatamente piadoso. Pero la religión permeaba la vida entera. Se les tuviera o no devoción, no era posible participar de las tradiciones griegas y romanas sin toparse con ellas.

Por eso, Celso defendía la religión tradicional frente a la religión de esa raza nueva de hombres nacidos ayer. Lo que para los cristianos era una guerra de religión para él era un atentado contra su "mundo"... Las religiones crean culturas; pero también las destruyen.

Está claro que alguien como Celso, que la emprendía con tanta agudeza y sarcasmo contra el cristianismo, poniendo del revés los argumentos filosóficos esgrimidos por los primeros apologetas, no podía creer en los dioses de sus ancestros, aunque sí los necesitara como sostén de su "mundo", que era Roma.

El romano culto no debía sentir la necesidad de un dios creador como el que profesaban los cristianos, porque era atomista y su estoicismo le ayudaba a instalarse en la finitud. Y tampoco debía sentir la necesidad de una vida futura de felicidad obtenible al precio de la infelicidad de la presente, porque era epicúreamente feliz y creía que, cuanto en esta vida fuera disfrutable, había de ser disfrutado. El famoso carpe diem de Ovidio era una de sus más preciadas divisas éticas.

***

Desde dentro del templo se oye el rumor. Vienen. Son ellos. Los parabalanos. Esta vez no son cristianos, pero sí gente igualmente ruda y fanatizada. Y también brazo social de quienes silentemente han orquestado una "cruzada" no tanto contra la religión cristiana cuanto contra el "mundo" en que ésta se hizo culturalmente espléndida y en que -por último- murió.

Hace tiempo que quieren mover lo que nunca debería moverse. Se trata de un inestable castillo de naipes. Cuando muevan San Lorenzo, el "mundo" de Celso se vendrá otra vez abajo. Como cuando quince siglos atrás profanaron los templos de Serapis y de Ateneas.

Y entonces sólo cabrá esperar que la "nueva religión", que a los escépticos de hoy parece tan burda como el cristianismo a los escépticos de ayer, sea capaz de inspirar un "mundo" en el que también haya algo así como un capitel románico, un rosetón gótico y una cúpula renacentista; una música como la de Bach y una razón como la de Galileo y la de Kant; una utopía como la de Pico della Mirandola y una lucidez como la de Nietzsche.

Y esperar además que nuestros hijos no se ganen el favor de los dioses y que en ese "mundo" sean ellos quienes levanten las faldas a las creencias que lo sustentan para descubrir sus "vergüenzas".

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