Estando al sol de diciembre, le entran ganas a uno de acurrucarse en la luz. El de diciembre es un sol de terciopelo, que amablemente se interpone entre nosotros y el frío y la desangelada oscuridad de la noche.
La luz es el principio de donde emana cualquier hogar. Cuando amanece y la atmósfera aparece preñada de una luz dorada que le da al cielo una impronta bizantina, el día se hace hogar en el que uno tiene la fe de que podrá vivificar su tiempo aprovisionando el alma de sensaciones dignas por su amable y bella textura de perdurar y de engrosar ese artificio de la memoria al que llamamos yo.
Qué gozosa verdad ! y, además, todo un síntoma de ser un ser vivo. El cálido y dorado sol de estos días producen el arropo del calor de la cuna y el confort de cariño que nos logró hacer vivir. Un síntoma: la pétrea sociedad y sus dirigentes que nos rodean sólo están afectados por la gravedad. Han sustituido la hondura de los sentimientos y la variabilidad de lo que a los vivos les sucede por la gravedad de las piedras y las actitudes
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