Ante "el rapto de prosperidad" técnica al que asistimos, quizás algunos nos podamos sentir como Husserl ante "el rapto de prosperidad" científica al que él asistió. A Husserl el positivismo le parecía reduccionista; del eficientismo algorítmico algunos opinamos igual.
El problema no fue la ciencia hace un siglo, para Husserl, ni la técnica hoy, para nosotros, sino el absolutismo epistemológico que, so pretexto de la una y de la otra, se perpetró entonces y ahora: la realidad exclusivamente entendida desde el naturalismo positivista y desde el eficientismo tecnologicista como alternativa al entendimiento teológico, también exclusivo.
Al hombre le cuesta vivir desprovisto de sentido que justifique su existencia, que vuelva la oscura intemperie en luminoso cielo estrellado y el inhóspito mundo en acogedor hogar. Al hombre le cuesta que el ser y el pensar, como establecieron los padres griegos, no sean correlativos, que el conocimiento y la realidad no encajen a la perfección y que a la verdad, siempre más pequeña, le sobre realidad porque nunca alcanza a acotar su difuso límite.
Por eso, el hombre incurre, impenitentemente, en "pecar de mito", que consiste en añadir a las verdades que descubre el sufijo "-ismo", para agrandarlas y procurarles así la anchura ontológica, la correspondencia con el ser, que de por sí no tienen.
Escribió Pérez Galdós, en Lucha por la vida: Aurora roja, que en todo lo que se cree, sea en la anarquía o en la Virgen del Pilar, se cree igual. El hombre de hoy cree que la salvación le vendrá de la técnica.
Esa salvación, que el hombre aguarda desde siempre, es una vida sin contingencia: el reingreso en Edén. Pero, desde que Nietzsche matara a Dios, su salvación ya no es posible ni más tarde ni más allá, sino solo ahora y aquí: en la inmanencia.
Al logro de este soteriológico cometido está consagrada la técnica, cuyo propósito, llevado al extremo, es el de una humanidad desacoplada de la inercia de la vida, que es desgaste y degradación:
Una humanidad liberada de su condición de animal laborans, que diría H. Arendt, esto es, exonerada del conjunto de penosas actividades surgidas de la necesidad de hacer frente a los "ciclos perpetuos de la naturaleza", que siempre amenazan con corromper nuestro mundo; una humanidad, al fin, que vive confortablemente por encima de la grávida vida.
Desde luego, el hombre nunca había estado tan cerca como ahora de alcanzar lo inalcanzable. La técnica le promete no ya paliar su desgaste físico, sino su limitación cognitiva y temporal, solo que, eso sí, al precio de hibridar su naturaleza.
Lo que tiendo a pensar que no es más que un valioso ideal regulativo, una fuente de incesante progreso, el hombre de hoy, obnubilado por este admirable "rapto de prosperidad", tiende a creer que será una conquista más pronto que tarde:
El hombre, gracias a la nanotecnología que formará protésicamente parte de él, no tendrá que aprender para saber, ni que vivenciar para experimentar. La muerte dejará de ser su ineluctable fato: será su elección. Y además le cabrá una vida metabiológica en el Reino de los Algoritmos: una vida incluso consciente. Nadie, salvo Dios, había prometido tanto.
Lo cierto es que en aras de su salvación el hombre ya ha renunciado a su naturaleza, primero por inspiración platónica y después cristiana. Pero en esta ocasión su salvación no pasa por el sacrificio -contra natura- de su naturaleza, pretendidamente sólo racional para Platón y sólo espiritual para el cristianismo; sino por su técnica artificialización, lo cual está por ver que no acabe siendo efectivamente posible. El transhumanismo así lo predica.
Hasta ahora el hombre ha vivido en una "naturaleza artificial", que es la cultura; en adelante, el hombre aspirará a artificializar su propia naturaleza. Con la técnica el hombre hasta ahora había transformado la realidad, haciéndola cultura, para mitigar su "fatiga de vivir": éste había sido su alarde evolutivo; en lo sucesivo el hombre se quiere transformar a sí mismo: será su nuevo alarde evolutivo.
El hombre no tenía control de su destino pero sí aprendió a tener cada vez más control de su entorno. Según parece, está al llegar el día en el que además tenga el control de sí mismo, en el que su evolución deje de ser ciega y adquiera una teleología que nunca tuvo: la que él mismo le quiera adjudicar.
Tal es la expectativa de salvación que la técnica le genera, que no es de extrañar que el hombre de hoy, tan crédulo como el de ayer, le haya endosado el sufijo de marras y haya hecho de ella el motivo de su creencia:
El hombre de hoy no fantasea con la idea de un cielo divino pero sí con la de una tierra divina en la que vivir, mediante la máxima tecnología posible, liberado de las trabas del propio proceso de vivir: sin su penalidad.
Pero, entre tanto llega, o no, dicha salvación, el hombre, cautivo de su fe en la técnica, la fe siempre es ciega, no percibe las nocivas consecuencias que el eficientismo algorítmico le está, ciertamente, causando en su día a día, haciendo de él, cuando hasta las cosas se han vuelto smart, un esperpéntico cretino.
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