Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


domingo, 25 de febrero de 2024

¿Anochece o amanece?

"Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy el país se gobierna desde las ciudades"

(U. Eco, El nombre de la rosa)


Aymaro de Alessandria, personaje de ficción de Umberto Eco, era un monje benedictino nacido o demasiado tarde o demasiado temprano, según se quiera ver. La claridad de su tiempo no era la del refulgente mediodía, sino ambiguamente crepuscular. Para unos, era luz de prima y para otros, en cambio, de vísperas.

En el siglo XIV había quien asistía al nacimiento de un tiempo nuevo y también quien, asomado al mismo horizonte, asistía al ocaso de otro ya mortecino. La línea del tiempo no es una, la misma, para todos; cada uno tiene la suya; por eso, ser coetáneos no implica la necesidad de ser contemporáneos. En los momentos de crisis, esto se hace bien patente.

Aymaro sabía que el tiempo afuera de la abadía era de amanecida y dentro de anochecida. El de afuera era un tiempo por estrenar; y el de dentro, un tiempo que empezaba a caducar. Durante siglos, el monasterio había sido una institución de incuestionada importancia económica, intelectual y religiosa. Pero en la alta Edad Media, con el resurgir de las ciudades, el monacato comenzó a perder el cuasi monopolio de la religión y de la cultura, que tan largamente había ostentado.

Por el lado religioso, la edificación de las catedrales góticas y la fundación de las órdenes mendicantes, y por el cultural, la creación de las universidades y después el afán de los humanistas, fueron hitos decisivos de su decadencia. Los monasterios, al quedarse a las afueras de las ciudades, se quedaron a las afueras de la Historia, que pausadamente iría dejando de pasar por ellos.

Aymaro parecía haberse dado cuenta de esto. Nada hay para siempre. Ni siquiera una institución tan petreamente sólida como el monacato, uno de cuyos máximos empeños, paradójicamente, era superar el desgaste del tiempo, luchar contra la fatiga material deterioraba los libros, hasta hacerlos desaparecer.

Porque... ¿Qué monje del S. XIII, de cualquier abadía europea, podría pensar que aquel régimen de vida, avalado por los siglos, no era indefectible? ¿Qué monje, por ejemplo benedictino, consagrado a copiar libros y acopiar sabiduría, podría imaginar que un día una portentosa máquina haría obsoleto no ya su oficio de escribano, sino incluso a su milenaria institución? ¿Qué monje, de paso cuatro veces al día por el cementerio de su cenobio, de camino al coro para el rezo de las horas, podría llegar a pensar que ninguno de los millares de anónimos monjes que le precedieron en su misma abadía despertaría a la Vida Eterna porque incluso su Dios un día también habría de morir?

Eco concede a Aymaro esa lucidez suficiente para darse cuenta, desde la atalaya de su scriptorium, de cuál es, más allá de los impenetrables muros del monasterio, la agitación de su época y, por eso, le espeta a fray Guillermo aquello de: "Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy el país se gobierna desde las ciudades...".

Aymaro sabe que el tiempo del monacato y, por tanto, el suyo propio, se está cumpliendo. El día que, imaginariamente, Aymaro, llevado de un impulso terrenal, cruzara el umbral de la abadía, y saliera al siglo, se sentiría camusianamente extranjero, como proveniente no ya de otro sitio, sino de otro tiempo. 

Pese a ser personaje de discreta importancia, Aymaro me despierta simpatía. Será porque, como él, salvadas las distancias, asisto a la licuefacción de cuanto hasta hace poco, y desde hacía mucho, parecía indudablemente sólido, y porque, en este sentido, aunque no coetáneos, entre nosotros median casi siete siglos, los dos somos aproximadamente contemporáneos por vivir un tiempo de crisis y estar, vital e intelectualmente, heridos de incertidumbre. 

Nacer demasiado tarde o demasiado temprano obliga a vivir entre dos tiempos, el que se va y el que llega, con el riesgo añadido de no ser, en el fondo, de ninguno. Ser Aymaro y ver en el crepúsculo una estampa de anochecida o ser fray Guillermo y ver una estampa de amanecida, no sé de qué depende, desconozco si es cuestión más psicológica o más intelectual.

Aymaro me produce ternura y fray Guillermo admiración. Pero lo cierto es que en el S. V d. C., ante la perspectiva de un crucial cambio de época, Aymaro hubiera acertado con su pesimismo y fray Guillermo errado con su optimismo. Por eso, hoy quisiera saber, no tanto por exigencia propia, sino por apremio de mi oficio de padre y de educador, si lo que viene tras este crepúsculo es el tiempo oscuro de San Agustín y San Isidoro o el luminoso de Dante, Petrarca, Bocaccio, Alberti, Moro, Erasmo, Montaigne... Es decir, si a este crepúsculo le seguirá la noche o el día.

Pero no lo desconozco. No estoy nada seguro de que esta portentosa revolución científico-técnica, más pujante y admirable que nunca, por sí sola, desprovista de una narrativa de sentido, en la que la eficiencia no sea el primordial criterio de demarcación de la vida, traiga la mañana y no la noche a mi hija y a mis alumnos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario