(Erasmo de Róterdam)
En el hombre, si distinguiéramos entre "contorno" y "dintorno" biológicos, podríamos decir que aquél sí está, como en las otras especies, perfectamente "cerrado", tanto que, también para él, constituye una barrera infranqueable. Igual que nadie puede escapar de su sombra, dice el refrán, nadie puede salirse de su "contorno" biológico.
Sin embargo, su "dintorno" no es invariable ni está fijado de antemano, como sí le ocurre al resto de los animales, sino que siempre está pendiente de una invención que corre de su cuenta. Por eso, ser hombre, más acá del "contorno", ¡puede consistir en tantas cosas tan distintas entre sí! Así, uno puede ser especialista de una unidad militar de élite del ejército israelí o monje cisterciense en Poblet; corredor de bolsa en Dow Jones o voluntario de Médicos Sin Fronteras, etc.
El hombre no se tiene que poner a respirar, simplemente respira, porque, para ello, su nativa dotación biológica es solvente; pero sí se tiene que poner a decidir qué hacer con la vida y, peor aún, luego se tiene que poner a hacerlo sin descanso, sin solución de continuidad, vez por vez, porque el automatismo biológico, que esmeradamente se ocupa de su "contorno" y de su interacción con el medio, se muestra bastante incapaz de ello.
Y puede que, por eso, resulte que el hombre, buscando el solaz que espontáneamente la biología no le ofrece, haya terminado siendo un tusitala, un fabulador de "sustentos" en los que poderse apoyar para así mitigar la incertidumbre, la duda, la confusión, el anonadamiento, el desconcierto, el miedo, la inseguridad, el pasmo, el estupor, la sorpresa, la perplejidad... y la pusilanimidad, su incurable pusilanimidad, consecuencia principal de no tener la comodidad y la certeza de una identidad asegurada.
El hombre, sumido en este batiburrillo de sensaciones, del que, como de su "contorno", tampoco puede salirse, se halla en la disyuntiva de tener que elegir entre la póiesis y la mímesis; en el dilema de tener que optar entre la creación y la imitación, una u otra, como procedimiento para desambiguar su "dintorno", es decir, como vía para obtener una identidad precisa, ésa que la biología no le brinda.
Elegir la póiesis es tener que inventar algo que uno llegue a desear con toda el alma y así, en el intento de alcanzarlo, tener que erguirse, alzarse, sobre un sostén que, a la postre, no es más que uno mismo. El barón de la castaña se quería levantar tirándose de sus orejas y el hombre se quiere mantener en pie, para lograr su aspiración, siendo su propio suelo firme.
La tarea es ímproba, abrumadora, agotadora, propia no de un héroe, sino de un dios. Es una pasión, no inútil, pero sí imposible y, por eso, uno entiende con indecible ternura que el hombre sienta ese amilanamiento del que escribía Erasmo: nadie en quién apoyarse ni descansar.
Y también, que en vez de optar por la póeisis lo haga por la mímesis y prefiera la comodidad de ser masa y de vivir, descansada y borreguilmente, la vida de otros, que la insobornable satisfacción de ser individuo y de vivir una vida propia, aunque siempre con ansia y en fatigosa gestación.
Sin embargo, ingenuo de mí, hubo tiempo en que sí estuve convencido de que la educación podría hacer de cada hombre una especie de filósofo de sí mismo: conocedor del origen de su insanable pusilanimidad, sabedor de que al fin no le queda otra que vivir como el náufrago que realmente es, perdido sin remedio en alta mar, consciente de que la inmensidad del océano es su único hábitat posible y de que su sino es vivir a agarrado a las olas y al cabo ser engullido por ellas.
Ingenuo de mí, hubo un tiempo en que pensé que la educación, en suma, desvelaría a cada hombre que la añorada orilla a la que arribar y por fin hollar, es decir, cualquier posible instancia de absoluto, solo es una fantasía necesaria y que no por vitalmente necesaria es real ni realizable.