Es tanta la sordidez que Ruíz Zafón retrata en las más de quinientas páginas que abarca su novela, que el retazo de belleza y de bondad con el que la termina es escueto, demasiado escueto, y por ello puede que insuficiente para que el lector, que de su mano ha bajado y paseado por el hades de la vida, pueda dejar de creer que la vida no es más que la putada que él mismo ha descrito.
La sombra del viento no es un libro de intriga y de suspense, sino de metafísica y de ética. Ruíz Zafón podría haber contado la fealdad y la maldad de la vida retrospectivamente, en diferido, sin obviarlas, pero viajando al pasado desde las vidas ya resueltas de Daniel y de Bea, y de Fermín y de Bernarda, y de Federico y de Merceditas, y de Anacleto y de Tomás...
Pero ha decidido no hacerlo así y, por contra, ha preferido que la felicidad de sus personajes se reduzca a un sucinto apunte final, a un enunciado conclusivo, a un desenlace imprevisto, de unas pocas páginas, en las que el venturoso porvenir se da a entender pero no se cuenta. Ruíz Zafón no elude la felicidad; pero solo alude a ella, no más.
Salvadas las distancias, que son muchas y en muchas direcciones, leer La sombra del viento, dejando al margen el comienzo, la primera y más vibrante visita de Daniel al Cementerio de los libros olvidados, me ha hecho rememorar Misericordia de Galdós:
Nuria primero con Miquel y luego con Julián y por último con Isaac, y Fermín antes con Daniel y después con Bernarda, y Jacinta con Penélope y con el cura Fernando, y Fumero con el recuerdo indeleble de su madre, y Clara con su ceguera y Daniel con su materna orfandad, y su padre con su viudedad... insistentemente me han traído, no sé bien por qué, el recuerdo de Benina y Almudena. Si éstos, decía Galdós, vivían mancomunados en su hambre, de los personajes de Ruíz Zafón bien podría decirse que viven mancomunados en la fealdad, más moral que material, de la vida, en los bajos fondos de ésta.
La literatura rebasa la linde de los libros e inunda la vida real de los lectores. Es una de las dos tesis mayores de Ruíz Zafón en esta novela. Las biografías de Julián y Penélope se realizan en las de Daniel y Bea. En el libro se trasluce una intensa pasión por los libros, que son espejos en los que el lector se reconoce... o no, como yo esta vez, que poco me reconozco en esta historia porque no comparto la otra tesis mayor del autor:
Aunque la historia acabe bien, y en esto la vida aprende de la literatura y ésta se convierte en su posible tabla de salvación, pareciera que el bien, en esta vida, para tener lugar, necesita de mucho, mucho mal. El bien y la belleza no es, al menos para mí, el destilado que se obtiene solo después de haber pasado la vida, con su ingente cantidad de fealdad y de maldad, por ese mareante y desesperante alambique de sufrimiento que la purifica, no siempre ni del todo, de su sordidez. Hay bondad y belleza por sí mismas, previas a la maldad y la fealdad, al margen de ellas.
¿Cuánta cantidad de vida, fea y mala, necesita Ruíz Zafón en su novela para conseguir al final una dosis razonable, suficiente, de bondad y belleza, bataneadas de la zafiedad de la vida? Me parece que mucha. Demasiada. En cualquier caso, no es cuestión, principalmente, de cantidad sino de memoria.
El cerebro tiende sabiamente a olvidar lo malo que nos ocurre y a retener el recuerdo de lo bueno, seguramente porque no haya, a partir de cierto límite de gravedad, otra manera de vivir, de querer mantenerse en la vida y de no perpetrar el camusiano gesto definitivo, más que alterar el balance de lo bueno y malo de la vida misma. Y en esto el autor, a tenor de lo que ha escrito, aunque procura que la vida de los buenos no acabe mal, no parece dispuesto a la sanadora práctica de la desmemoria.
Por último, Fumero... el personaje conduce al lector al callejón sin salida de la libertad, que se vuelve especialmente angosto cuando se trata del mal. ¿Uno es lo quiere o uno es aquello que únicamente puede ser? ¿Acaso Fumero podría haber sido otro? El sombrerero, Fortuny, padre de Carax, sí pudo torcer el pulso a su destino y liberarse de la cárcel de su carácter y sentir el consuelo de sus creencias y resanar sus relaciones primordiales. Incluso Julián, que parece extraído de una esdrújula tragedia griega, enmienda su destino.
Entonces, ¿por qué Fumero no se escapó de la sombra de su madre, de la envidia a Julián, de la frustación de su amor imposible a Penélope, del resentimiento de haber sido el hazmerreír de sus compañeros? Cada cual hace aquello para lo que sirve, sentencia Ruíz Zafón por boca de Miquel. Me cuesta, como educador, aceptar esta predestinación.
La clave de este embrollo metafísico y ético, que plantea Ruíz Zafón, la da el discreto padre de Daniel. El Cándido de Voltaire era su libro favorito. Lo releía dos veces por año. En él Voltaire se rebela contra el optimismo racionalista de Leibniz. Su expectativa de bondad es más modesta. Al final, como la vida, en general, no se puede mejorar, lo único que cabe es que cada uno cuide de su propio jardín.
No se trata de que los males de cada uno repercutan anónimamente en favor del bien general, sino de que el bien particular que cada uno alcance en su vida, pueda contribuir a destiznar la vida de su incrustada negrura. No sé si ésta era la propuesta metafísica de Ruíz Zafón, lo que sí sé es que en su historia se recrea más en la maldad y fealdad de la vida que en su bondad y belleza, a las que solo alude antes de terminar.
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No me gusta la pintura tenebrista. Sus lienzos tienen un solo punto de luz, muy intenso, pero conseguido a costa de una ingente cantidad de oscuridad en su derredor. Tampoco me gusta entender que el amor sea una enfermedad que acabe matando.
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