Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


domingo, 24 de mayo de 2020

Y en la hora del naufragio se mi nereida

"Y en la hora de la muerte
se mi consuelo"

(Rendidos a tus plantas:
plegaria popular a Mª Auxiliadora)

Séneca se refería a la vejez como ese final caduco y arrugado que antecede a la muerte. Ser viejo es tratar a diario con la inminencia de la muerte. En la vejez el heideggeriano vivir en serio, que le surge al hombre que ha tomado conciencia de que es un ser para la muerte, se hace seriesísimo. Día vivido, día ganado. Con razón se me podrá replicar que así es siempre, a cualquier edad. Cierto. Pero esta radical condición humana se enfatiza en la senectud a más no poder.


No obstante, lo más temido por el anciano quizás no sea la muerte misma, sino el declive de la vida. No tanto su aniquilación como su detrimento. Es el crítico momento en el que la aurea aetas de la venerable vejez -el tener la vida hecha y el tener nada que hacer más que la complaciente recreación en lo(s) ya hecho(s)- se trastoca en decadencia.

Amissa pristina dignitas: perdida su deslumbrante dignidad, al "animal humano" solo cabe o echar manos de las nereidas, de esas mitológicas criaturas que emergían de la profundidad del mar para ayudar a los náufragos, o echar manos abajo y dejarse tragar por el mar a la machadiana manera:  ya estamos solos mi corazón y el mar...


Hoy, 24 de mayo de 2020, he acompañado a mi anciana madre a la Basílica de María Auxiliadora. Por ahora, no quiere la soledad con el mar que cantaba el poeta. Tiene a su Nereida. Ésta le da consuelo y arrestos, paz y coraje. A su avanzada edad, si llego, yo no tendré más "nereida" que los arqueológicos restos de la cultura en que nací y me hice y me hicieron. Y tampoco creo que tenga la determinación precisa para agitar los brazos, como hacen los náufragos, para mantenerme a flote un poco más y no dejarme tragar por el abismo. ¡Qué bien usó el maestro Ortega esta metáfora absoluta del naufragio!
"La vida es en sí misma y siempre naufragio. Naufragar no es ahogarse*. El pobre humano, sintiendo que se sumerge en el abismo, agita los brazos para mantenerse a flote. Esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura -un movimiento natatorio**. Cuando la cultura no es más que eso, cumple su sentido y el humano asciende sobre su propio abismo. Pero diez siglos de continuidad cultural traen consigo, entre no pocas ventajas, el gran inconveniente de que el hombre se cree seguro, pierde la emoción del naufragio y su cultura se va cargando de obra parasitaria y linfática. Por eso tiene que sobrevenir alguna discontinuidad que renueve en el hombre la sensación de perdimiento, sustancia de su vida. Es preciso que fallen en torno de él todos los instrumentos flotadores, que no encuentre nada a que agarrarse. Entonces sus brazos volverán a agitarse salvadoramente"
(Pidiendo un Goethe desde dentro

* A veces sí, naufragar es ahogarse.  A veces sí, sufrir el hundimiento del barco en que se viaja conlleva el ahogamiento. O lo quiere el propio náufrago, que se resiste a bracear (sus razones tendrá); o lo "quiere" el proceloso mar, que no le permite el braceo.

** La cultura es un "movimiento natatorio". Y dentro de la cultura, la nereida de la religión, durante miles de años. El problema es que lo "ahora" nos ha sobrevenido no es una "discontinuidad" de la cultura, sino una quiebra de la misma, y a la vez el surgimiento de otra, tan deslumbrante y fascinante como todavía incipiente, por eso que sus nereidas (la muerte indefinidamente diferida por la medicina regenerativa y la superación cibernética de la "sola" biología) sean algo así como una primitiva saga patriarcal. Lo que media (no en tiempo sino en creación cultural) entre los míticos Abrahám y Odiseo y el papa Inocencio III y Fleming es lo que quizás separe a este incierto presente (sin más nereidas propias que las de bisutería) de su futuro.

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