Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


sábado, 1 de marzo de 2025

Homo vult vivere!

"La conciencia le decía a Bonis: 'Ya no volveré a estar alegre, sin cuidado; pero ya no seré jamás infeliz del todo... si me vive el hijo'. El mundo adquiría de repente a sus ojos un sentido sólido, positivo; se hacía él más de la tierra, menos de lo ideal; pero también la vida se hacía más seria; seria de una manera nueva"
(Clarín, Su único hijo)


Dawkins dice que somos los útiles de los que los genes se valen para ellos pervivir. El afán de los genes, de saltar de individuo en individuo, a cuantos más mejor, garantizándose así la pervivencia, es el arcano de nuestro instinto parental.

Lo que significaría, por ejemplo, que la redentora paternidad que Clarín otorgó a Bonifacio Reyes sería algo así como un fatal espejismo. Primero, porque el hijo no era carne de su carne, como Clarín al final dramáticamente desvela; algo de lo que Bonis se desentiende y no quiere asumir porque prefiere el dulce beneficio del engaño al amargor de la verdad.

Y segundo, porque la paternidad misma sería, según Dawkins, sólo una artimaña de la vida, un ardid tan insincero como eficaz, para salvarse ella a sí misma, para que su Voluntad, su Afán, su Empeño, su Deseo, su Hambre... de sí misma, de vida, no decaiga pese a la extrema dificultad en que la vida, a veces, tiene que vivir.

O es un hijo o Bonis, probablemente, seguiría llevando una vida que no es vida. La vida se provee de sus alicientes y de sus paliativos, según le convenga. Un hijo, dice Clarín, hace a uno más de la vida y a la vida más seria y más consistente.

Como en su día la teoría de la evolución, esta teoría del gen egoísta, en la que sólo somos sus serviles anfitriones, sus tontos útiles, puede resultar incómoda, hiriente, degradante, a quienes todavía queremos mantener una comprensión humanista, aunque no necesariamente judeocristiana, del hombre. 

Es decir, a quienes pensamos que, en efecto, los hombres somos monos pero no desnudos, como afirmaba Monod, sino vestidos y aderezados además con un pretendido toque de distinción y de exclusividad que nos da no ya la libertad, actualmente insostenible según era entendida y defendida por la clásica tradición humanista, sino la admirable indeterminación que nos causa esa enorme cantidad de neuronas que "ociosas" aguardan en nuestro cerebro una fortuita sinapsis, genéticamente no establecida, de la que surgirá algo que antes no era, y que nos hace monos abiertos y por eso monos vestidos.

Lo cierto es que la vida quiere vivir y nosotros, artefactos o no de nuestros genes, habitualmente somos partícipes de este furor biótico, al que Schopenhauer, si bien con maneras más metafísicas que biológicas, llamó Voluntad, refiriéndose así a ese principio fundamental del ser que está por encima del pensar y del sentir de los hombres.

Es decir, Schopenhauer retrajo la Voluntad al ámbito inasequible del noúmeno, de lo que al hombre siempre le queda más allá. Y en esto, entiendo yo, Don Arturo se equivocaba. Lleno de razón, pensaba que nadie puede salirse de sí mismo para identificarse directamente con las cosas distintas a él; todo aquello de que se tiene conocimiento cierto e inmediato se encuentra dentro de su conciencia.

Pero es el caso que los hombres, respecto de la Voluntad, sí tenemos conocimiento cierto e inmediato. Nuestra Ansia de vida no es una insignificante y pálida representación de la Voluntad sino, muy al contrario, su magnífica manifestación. Los hombres somos Hambre de vida y en cuanto tal, somos partícipes y expresión consciente de dicha Voluntad.

En primera instancia, el hombre no es el que quiere conocer: Sapere aude!; sino el que quiere vivir: Qui vult vivere! En el hombre cualquier otra cosa, incluso conocer, es consecuencia de su voluntad primordial, que es vivir. ¡Vivir, vivir, siempre vivir!, repetía Unamuno en Niebla.

El hombre es Voluntad de vivir en acto y, por tanto, dicha Voluntad es contenido inmediato de su consciencia. La vida quiere vivir y resulta que hay una minúscula región de vida, llamada hombre, que anómalamente es consciente de ello.

Del ímpetu de la vida, queriendo vivir, el hombre tiene conocimiento cierto e inmediato. Para él, la vida en acto de vivir es intuición pura. Sum, volo, vivo. Todo es igual. Dicho kantianamente, lo que es la vida en sí coincide con lo que es la vida para el hombre. Por eso, insisto, el hombre no tiene una representación de la Voluntad, sino que es su manifestación.

Pues, qué otra cosa hay que sea mejor expresión de la vida en su Empeño, en su Voluntad, de vivir, que el propio hombre en el Ejercicio de su vida, esto es, buscando, tanteando, inventando, fabricando, fabulando... de lo que llenar su vida. En este sentido, todos somos Bonifacio Reyes: vivientes con una vida por hacer, por enjaretar, por resolver... Para todos, la banalidad y el envilecimiento es una tentación. A un determinado momento, Clarín hace apetecer a Bonis una suerte de santidad laica, trasunto postcristiano de la heroicidad grecolatina. Vivir a la altura de la Voluntad que suscita e inspira a la vida misma.

Sin depresión, y aún con ella, el suicidio nos cuesta y casi siempre preferimos la vida a la muerte. Sólo el dolor sin remedio, el olvido de la propia identidad y la soledad sideral, pueden desequilibrar el balance hacia el lado de thanatos, la pulsión antagonista del furor biótico, de la excelsa Voluntad de vivir.

Y, aún así, es tanto, tanto, lo que solemos querer vivir que inadvertidamente estamos dispuestos a creer, como el personaje de Clarín, que existen, que no son meros espectros, los fantasmas del optimismo, de la esperanza y del sentido, que esa brumosa indeterminación que habita en nuestro cerebro, subrepticiamente, fabrica para nosotros, a modo de ancla que nos impida echarnos, como el poeta, a caminar sobre la mar.

jueves, 13 de febrero de 2025

Gudú, el rey que no podía amar

 "Corrió al Lago, se miró en él y en lugar de ver reflejado al Rey de Olar, contempló a un viejo andrajoso y torpe. Los pobres aficionados que fueron Ardid, el Trasgo y el Hechicero no habían previsto que el Rey no podría amar a nadie excepto a sí mismo... Con un débil grito, lloró por primera vez. Por él, por toda su vida, por su perdida juventud y, sobre todo, por la gran ignorancia de cuanto le rodeaba"
(Ana Mª Matute, Olvidado Rey Gudú)



Es lo último que Gudú escuchó antes de morir. "¡Viejo tonto y feo!". El que había sido poderoso guerrero se mostró frágil, quebradizo, viejo y mortal, tanto que, al pronto, murió. Quizás, desnudo de gloria, no soportó ver su verdad reflejada en el agua del Lago.

Gudú nació fruto del amor de su madre Ardid y del rey Volodosio. Pero su vida, luego, fue el fatal resultado del desamor y del resentimiento que ésta experimentó cuando la abandonó el apasionado favor del rey. Ardid proyectó el futuro de su hijo con primoroso amor de madre... y también con el rencor de una mujer con el corazón herido.

Tetis quiso proteger a su hijo Aquiles escondiéndolo en el gineceo y Ardid a Gudú protegiéndole el corazón con una mágica copa de cristal para que nunca pudiera amar a nadie, ni a su propia madre, a la que sí admiró sobremanera, por su sabiduría y su astucia, pero no amó.

Indebidamente, Ardid calculó por Gudú un balance de costos y beneficios que solo a él correspondía haber hecho, y concluyó que era mejor para su hijo, ¡mejor para que su hijo fuese mejor rey que su padre!, vivir privado de amor que vivir asumiendo el inevitable sufrimiento que éste conlleva.

Cabe la duda de qué quiso más Ardid, si a su hijo o a su tan meditado proyecto de vida para él ¡Ay! Esos padres que quieren más al hijo idealizado que al hijo de "carne y hueso", que se quieren ellos en sus hijos más que a sus mismos hijos ¡Ay! Esos padres que tratan de saldar en la vida de sus hijos las cuentas de sus propias vidas.

Es cierto que los hijos no se tienen; se son: uno es sus hijos; y, por tanto, tomar distancia de ellos, para dejarlos vivir, puede ser una dolorosa contorsión parental. Pero también es cierto que nadie puede, ¡debe!, vivir por nadie, por miedo a que malogre su vida. Los limites entre el bien y el mal, a veces, se difuminan igual que las lindes sobre la arena.

Además de esta meditación sobre la paternidad, en Olvidado Rey Gudú se advierte una doble tesis antropológica de muy hondo calado. Primero, vivir consiste en transcender, en dejarse llevar por el deseo, el desvelamiento, del más allá, de alcanzar lo que no se ve, lo que nadie sabe.

Segundo, vivir consiste en desvivirse, porque la realización del deseo y el conocimiento de lo que se cree imposible de desentrañar, destruye la propia vida. Cómo es posible, se pregunta Gudú, que lo que tanto se desea, al cabo, produzca tanta insatisfacción. La voluntad queriente siempre es mayor que el objeto querido, dice Blondel.

La vida necesita un propósito distinto de ella. La vida es transitiva. A la vida no le basta vivir por vivir, sino que necesita algo de lo que vivir, para lo que vivir y por lo que vivir. La vida necesita un sentido, hasta el punto de que el sinsentido le vale como sentido, por eso, como diría Camus, pocos ejecutan el gesto definitivo.

Que su hijo Gudú fuese rey de Olar fue el deseo que rigió, y también destruyó, la vida de Ardid. El dominio de la ignota estepa, desencantar el temido misterio de sus antepasados, fue el deseo que hizo grande, y también arruinó, la vida de Gudú.

El inconveniente de vivir, parece decir Ana María Matute, está en que, al vivir con una intención que le dé sentido a la vida, sin querer ésta se deshace. Vivir es hacerse y hacerse es deshacerse. Vivir es desvivirse en algo, por algo, para algo.

La clave está en darse cuenta, a tiempo, de que el algo de la vida no es algo sino alguien. El modo excelente de transcender, desentrañar el misterio, no es conocer, sino amar. Almíbar, el Trasgo, el Hechicero... transcendieron porque amaron a Ardid, igual que Ardid transcendió cuando amó a Tontina, a Dolinda, a Gudulina, a Gudulín, a Contrahecho, a Raigo, a Raiga... Y todos, eso sí, sufrieron.

Lo cual es la primera de las dos tesis epistemológicas que la autora desliza en su Olvidado Rey Gudú. Dicho con propiedad, la vida, para hallarle un sentido, no es objeto de la razón instrumental, la de Gudú, sino de la razón sentiente. Horkheimer lo vio; Zubiri lo entendió.

La ficción y la realidad se entretejen en el relato con absoluta normalidad, hasta el punto de que el Trasgo no parece al lector menos real que el Hechicero, y Tontina resulta una especie de híbrido que hábilmente cabalga entre la ficción y la realidad, hasta confundirse las dos en ella. Es la segunda tesis epistemológica de la novela:

En la vida, parece querer decir la autora, no hay diferencia entre la realidad y la ficción. Al menos, ella literariamente le otorga a las dos el mismo nivel ontológico. En la narración, a la vida, temporalmente, le sigue la ficción. Los personajes, cuando mueren, irrumpen en la ficción, de la cual solo entra y sale el Niño Once, que teje el tiempo del derecho y del revés, destreza que ni Penélope tuvo.

Quizás comúnmente llamemos realidad a aquella ficción de la que todavía no nos hemos dado cuenta que es ficticia. Quizás haya realidades que comúnmente hacemos pasar por ficticias, y ficciones que comúnmente hacemos pasar por reales. Lo cierto es que la "bruta realidad", desposeída de significado, no le es dada al hombre.

No hay facta sino noemata. No hay pragmata sino cogitata. Sí, es algo muy husserliano. El mundo fuera de nuestras cabezas es noúmeno. El mundo sin semántica es hipótesis, a lo más, postulado. Quizás la verdad sea que todo lo real es ficción y que toda ficción es real, una especie de trasunto fantástico a la hegeliana manera.

domingo, 19 de enero de 2025

Recuerdos del futuro

 


Presidiría con máxima solemnidad la sala más noble de cualquier museo europeo, y quizás un día acabe haciéndolo. Los griegos vieron a sus dioses en los panteones romanos. Los romanos no sé si pudieron calcular que sus divinidades, al cabo de los siglos, después de haber sido mutiladas por los cristianos, serían apreciado motivo de "devoción" artística.

Esperemos que entre su decadencia, otras ya lo están, aunque no del todo, y su museificación, no haya olvido, porque este portento no está esculpido en piedra, sino tallado en madera y el olvido sería su perdición. Igual que el aire y el agua no se pueden medir a puñados, la vitalidad de la religiosidad no se puede medir, exclusiva ni principalmente, por variables sociales, artísticas ni económicas. Por eso, a la hora de atisbar el futuro, hay que poner la atención no tanto en lo que la efervescencia muestra cuanto en lo que oculta.

domingo, 5 de enero de 2025

Erasmo de Rotterdam, admirablemente de su tiempo

"Sikrosio no era hombre cobarde y, además, amaba la lucha, sin embargo,
no sospechaba siquiera otra forma de vida,
aun viviendo, como vivía, en la defensa de apenas nada"

(Ana Mª Matute, Olvidado rey Gudú)


Lo normal habría sido que Erasmo hubiese acabado sus días como monje agustino en el monasterio de Steyn, en donde ingresó por accidente, junto a su hermano, ya al borde de la juventud; y que se hubiese dedicado, brillantemente, al estudio según éste era entendido en el monacato: más como conservación de la sabiduría que como su búsqueda y su progreso, porque la sabiduría, se pensaba, no era susceptible de ampliación ni de revolución algunas, sino solo de sublime recapitulación.

Pero Erasmo, al poco de recibir las sagradas órdenes, abandonó, para siempre, la vida monástica, de cuyas exigencias el favor del papa lo dispensó, treinta años más tarde, cuando su prestigio se extendía por toda Europa: Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Holanda, España...

A Erasmo no le pasó como a Sikrosio, quien en sus días no sospechó otra forma de vida alternativa a la apenas vida que la suerte le había asignado. De hecho, aunque no era amigo de soluciones extremas ni de posiciones irreconciliables, a la hora de emprender y de llevar otra vida, diametralmente opuesta a la apenas vida, de monje, que le había tocado, Erasmo no fue nada tibio y en absoluto estuvo falto de determinación para sustituir el scriptorium del copista por la rotativa de la imprenta, el saber que custodia por el saber que descubre y el recogimiento de un claustro por la internacionalidad de un continente.

La teología escolástica le parecía fría y alambicada, y responsable de una religiosidad y de una liturgia ritualistas, supersticiosas y carentes de espiritualidad, que denunció y ridiculizó antes que Lutero, aunque no con sus drásticas maneras. Por eso, se afanó en reemplazarlas por otras centradas en Jesús, en su Palabra, pero no, como hasta ahora, según la Vulgata, de su admirado San Jerónimo, sino según una versión latina, elegante y armoniosa, traducida por él directamente del griego, lo cual constituyó, durante décadas, la parte mollar de su ardua labor intelectual.

A Erasmo le pudieron reprochar, especialmente en Lovaina, reservorio teológico en tiempos convulsos, que el filólogo se anteponía al teólogo, que la corrección gramatical supeditaba la rectitud doctrinal... Pero esto no era así. Erasmo no fue, a secas, un humanista, solo un erudito en literatura clásica, como otros tantos que hubo, en el S. XVI, esparcidos por Europa. Las bonae litterae, para él, no se reducían a formas culturales paganas y terrenales; su contenido era cristiano.

Erasmo fue un hombre, un cristiano, de su tiempo. De haber accedido a su destino, fácilmente hubiese sido un hombre de un tiempo no pasado, sino antepasado, porque el tiempo del monacato estaba cumplido desde que los monasterios, ante el renacer de las ciudades y la consecuente pujanza de las catedrales y de las universidades y de las órdenes religiosas, habían dejado de ser, paulatinamente, los núcleos del gobierno espiritual y económico de un mundo, desde la caída del Imperio Romano, eminentemente rural.

El mundo de Erasmo no era el de Pedro Abelardo ni el de Tomás de Aquino ni el de Dante, sino el mundo de la Antigüedad, en espléndido renacimiento desde el S. XV, pero iluminado por la fe cristiana, como no había pasado en la decadente y oscura época fundacional de Constantino y de los primeros Padres de la Iglesia, quienes, seguramente obligados por las circunstancias, a menudo fueron incapaces de apreciar la "santidad" de Sócrates, de Virgilio, de Horacio... El valor ético de los Moralia de Plutarco... La digna visión de la vida de Cicerón en De senectute...

Como dice Huizinga, una cosa es llamar pío a lo profano y otra no advertir cuán rica es la Historia de la Antigüedad en ejemplos de verdadera virtud, que es lo que sí hizo Erasmo. Aunque mi mayor incógnita, a este respecto, es saber cómo se las apañó con Lucrecio, porque seguro que advirtió en De rerum natura la misma incompatibilidad entre materialismo y cristianismo que los apologetas, mil años antes. Puede que, dicho de paso, ésta sea una de las razones de que Erasmo no llegara a ser un lúcido visionario, un hombre adelantado a su tiempo.

Como hombre de su tiempo, Erasmo quiso aunar el más puro clasicismo, en el que tanto encanto ético y estético descubría, y el más puro cristianismo bíblico, al margen de los abstractos vericuetos de una filosofía y una teología escolásticas que él, de hecho, nunca llegó a entender del todo, de manera que el clasicismo fuese la nueva forma cultural del cristianismo, contrapuesta a las viejas formas medievales. Ésta fue su personal concepción de la renascentia.

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Echando la vista atrás -esto se aprecia mejor en el pasado que el presente-, es claro que hay dos clases de hombres, según como cada uno afronte su tiempo: los que sí fueron hombres de su tiempo, como Erasmo, que lo fue al máximo, y los que no, quienes a su vez se pueden subdividir en tres:

1) Los que se quedaron en un tiempo anterior: quizás porque nacieran en las postrimerías del suyo y no supieran, o no quisieran, hacer la transición hacia la alborada a la que socialmente eran empujados. Éste hubiese sido el caso de Erasmo de haberse conformado con la vida monacal que le había tocado.

2) Los que encontraron en un tiempo anterior la inspiración y la ilusionante novedad que en el suyo no hallaban y con las que se volvieron a su tiempo, a vivir; por ejemplo, Santo Tomás con Aristóteles, quien dio un giro decisivo a la teología con respecto al que había sido su desarrollo desde la Baja Edad Media.

3) Y finalmente los que abandonaron su tiempo y se hicieron de otro todavía por venir, que ellos supieron anticipar. Para mí, es el caso más admirable de todos porque, ante la insatisfacción del propio tiempo -bien por el agotamiento de su otrora riqueza; bien por su endémica vaciedad: hay tiempos que nacieron hueros-, caer en la cuenta del espíritu, olvidado, antes vigoroso, de un tiempo pasado y fecundar el presente con él, aún siendo una tarea difícil o, al menos, no tan fácil como la de resignarse a la apenas vida impuesta por el presente, en absoluto es tan difícil como mirar al frente, al mismo horizonte al que miran los coterráneos y distinguir en él un paisaje diferente al que éstos acostumbran a ver, y ello a sabiendas de que esa expeditiva visión no es un fraude ni un delirio, sino un gesto de extrema lucidez, propio de quien antela, inaugura, lo que todavía es nada para casi todos.

El hombre adelantado a su tiempo empuja hacia el pasado el presente, que él ya sabe agotado, a la vez que trastoca el futuro en presente, precipitando su llegada. De este tipo, mi hombre favorito es Giordano Bruno, quien, por poco, nació cuando Erasmo ya había fallecido, aunque, de haber sido contemporáneos, casi hubiera dado igual, porque, al mirar al mismo horizonte, no hubieran visto el mismo paisaje.


Catapultado por Lucrecio y por Copérnico, a los que Erasmo conoció pero no parece que tuviera muy en cuenta, Giordano Bruno se salió de su tiempo, del Renacimiento, cuando éste iba ya camino del Barroco, y anticipó un universo infinito, sin centro, regentado no por una providencia divina, sino por un orden natural, ínsito en él, del cual el hombre, lejos de ser su medida, solo es una ínfima e insignificante parte. Galileo se salvó de la Inquisición; Giordano, obviamente, no.

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El "monofisita" es intelectualmente unidimensional. O tuvo que elegir entre dos "naturalezas", dos creencias, porque no las supo armonizar en una síntesis superadora, y así se vio forzado a tener que escoger uno de los cuernos de la disyunción en que vivía; o, peor aún, siempre tuvo una sola creencia y en ella pasó la vida, parmenideanamente, sin atisbo de duda. De ahí, al fanatismo, de cualquier género, solo hay un pasito.

Pero Erasmo no fue "monofisita", ni del primer ni del segundo tipo. Él supo articular cristianismo y clasicismo, logrando una versión no pagana, sino hondamente cristiana, del Renacimiento. Su vida tuvo dos "naturalezas". Él fue un hombre con dos "almas". Y así, nadando entre dos aguas, logró una forma de vida alternativa a la apenas vida que le llegó impuesta. Felizmente, Erasmo supo no quedarse anacrónico, rezagado, en el pasado.

Sin embargo, aunque necesitó luchar contra lo "viejo", contra la "rebaba" final, religiosa y teológica, de la Edad Media, Erasmo no pudo aceptar lo "nuevo" hasta el grado extremo de acabar siendo no ya un excepcional hombre de su tiempo, sino un adelantado, como el gran Giordano Bruno, que se abrió de capa, heroicamente, ante la novedad que Lucrecio y Copérnico le inspiraron.

En cualquier caso, los dos, Erasmo y Bruno, tuvieron, primero, la inteligencia para sospechar una vida diferente de la apenas vida que previsiblemente, a la fuerza, iban a tener que vivir y, segundo, la determinación, la gallardía, para vivirla, para hacerla: Erasmo, a tope en su tiempo y Bruno, saliéndose de él, por el postigo del futuro; los dos sobreponiéndose al empuje adverso de las fuerzas inerciales, siempre tozudamente dispuestas a impedir que la biografía de uno sea la que uno, libremente, elija y no la apenas vida que, azarosamente, le toca.