¿En pleno Siglo de Oro, en la católica España, acaso era posible que un hombre común, no uno escogido, dígase un Descartes, un Hobbes, un Spinoza, se pudiera desenvolver, como Alatriste, con una moral religiosamente fría, solo laica, incluso pragmática? Es la pregunta que traigo del post anterior.
Alatriste no pudo salirse de su tiempo, era un hombre cualquiera de su época, pero sí distanciarse lo suficiente para no quedar impersonalmente atrapado en él. Veía desde cierta distancia a Dios y a su Iglesia y a la Patria y a su Rey, lo cual no significa que pudiera concebir el Mundo fuera de este eje de coordenadas.
Llegar a salirse de su tiempo es deshacerse de las creencias en las que se nace y ello es muy difícil, una proeza imposible para casi todos, no solo por el esfuerzo de clarividencia intelectual que se requiere para sospechar que lo que parece necesaria realidad, en realidad, solo es arbitraria fabulación, sino también, y puede que principalmente, porque una vez fuera hay que atenerse a una de estas dos alternativas:
O vivir en ninguna parte, es decir, en la nada, y el nihilismo, a la vista está hoy en día, es el mayor antagonista de la vida: o vivir en el futuro, en un tiempo todavía in fieri, inexistente para la mayoría y, por tanto, estar dispuesto a pagar a los coetáneos el precio de la excomunión, que es el peor de los castigos, porque nadie es a solas, ni siquiera el novelesco Alatriste, que era el que era gracias a Íñigo, a la Lebrijana, a Quevedo, a Copons y a Guadalmedina, a quienes les unía una lealtad inusual, pero suficiente.
Y es precisamente esta lealtad la que hace de Alatriste alguien afortunado. El novelista le ha otorgado la suerte y el acierto, las dos cosas, de encontrar en la vida, dura y gris, un manojo de personas que no le impiden ser él, que no le dificultan, en su rareza, ser fiel a sí mismo; al contrario, con su respeto lo alientan.
Una juntura así, que no implica la renuncia a la idiosincrasia ni el mercadeo con la íntima propensión, que no obliga a uno a abdicar de sí mismo para conseguir la aceptación y el cariño de los otros, en la dosis mínima necesaria para que la vida sea vivible, es una formidable fortuna, un tesoro de valor incalculable.
De hecho, solo este género de juntura es la condición de posibilidad de que la fermentación del "yo" en "nosotros" sea duradera y tan sólidamente consistente que pueda llegar a convertirse en la principal creencia en la que se está y de la que se vive, por supuesto, más acá y más allá de cuáles sean las azarosas y provisionales creencias que tocaron en suerte.
Este "nosotros", en el que cada uno puede ser el que aspira a ser, es la única creencia merecedora de la mayor lealtad que un ser humano puede brindar, y lo más próximo a la incondicionalidad de los filósofos y de los teólogos. Este "nosotros", esta creencia, se llama pareja, familia, amistad... No es, desde luego, un credo de muchos nombres.
Este ansia mío por descreer de hoy, si va seguido por el ansia de creer en mañana, no me hace menos crédulo que los aborregados de mi alrededor, porque todos los Mundos sido y todos los que serán no son sino una arbitraria fabulación con prestancia de necesaria realidad.
Por tanto, no se trata de levantar las faldas a este Mundo y verle sus vergüenzas fabulísticas para postular otro Mundo, por venir, más moderno, en la ingenuidad de ése que no es una fantasía y en la desgracia de que estarás solo, excomulgado.
Así que lo único que queda es ser escéptico de oficio con cualquier Mundo, presente o futuro, no hace falta salirse de él, basta tomar distancia interior, y tener la fortuna de poder creer en un "nosotros", haciéndose la ilusión de que su credo, éste sí, sí es imperecedero. No sé si Alatriste lo firmaría, pero es lo que al final queda: "Desconfiar de todo y confiar solo en Íñigo, en Quevedo, en La Lebrijana".
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