"Los gnomos fueron muy preocupados a visitar al Mago
Lut. El otoño extrañamente no había llegado
al bosque. Era culpa de La Bruja de las Margaritas
a la que nada le gustaba más que tomar el sol en verano.
Los gnomos confiaban en la magia de Lut
para que las setas volvieran al bosque"
(Los duendes del otoño)
El otro día -hacía un calor impropio de esta época- le dije a mi hija que el otoño no había llegado todavía. A lo cual ella me respondió:
"Papá, yo me creía que era culpa de La Bruja de las Margaritas. Pero en catequesis me han dicho que Dios es todopoderoso, así que la culpa debe ser suya, no de La Bruja".
El hombre tiende a la seguridad, probablemente porque se intuye, se siente, se sabe, vulnerable teniéndose que hacer la vida en un entorno que no siempre es amable con él, más aún, en un entorno que al fin le es absolutamente descortés, tanto que termina haciéndole imposible la vida.
En el catálogo de los motivos de la inseguridad humana quizás uno de los más azorantes sea sospechar y saber que lo que cree que son las cosas, las personas, el Mundo, la Vida, incluso uno mismo, no es lo que de veras son...
Ufff... Lo que de veras son las cosas, la Vida... Claro, el origen de tal sospecha y certidumbre no se debe al retranqueo de los límites kantianos, sino al indicio pragmático de que el "funcionamiento" de la Vida y de sus cosas no casa, o casa poco, con las creencias que el hombre se ha elaborado.
Cuando se produce este "desencaje", las creencias pierden su oriunda utilidad y dejan de ser como aquellas estrellas fijas en el firmamento aristotélico que, con su presunta quietud, remediaban la falta de orientación en un universo en el que el continuo movimiento de todo a todo le hace relativa su posición.
Como consecuencia de tan astronómico relativismo, no es de extrañar que al hombre -cuando se da cuenta de que va a tientas por los derroteros de sus días porque no tiene suficientes certezas para acabar de encontrarse en casa y que el fuego más que ser el hogar que alumbraron los griegos es el arma con la que defenderse de la circundante amenaza- le sobrevenga una sensación de vértigo, de desorientación, de intemperie, de indefensión, de desasosiego, de inquietud, de angustia... El campo semántico al respecto es... ¡un latifundio!
Como consecuencia de tan astronómico relativismo, no es de extrañar que al hombre -cuando se da cuenta de que va a tientas por los derroteros de sus días porque no tiene suficientes certezas para acabar de encontrarse en casa y que el fuego más que ser el hogar que alumbraron los griegos es el arma con la que defenderse de la circundante amenaza- le sobrevenga una sensación de vértigo, de desorientación, de intemperie, de indefensión, de desasosiego, de inquietud, de angustia... El campo semántico al respecto es... ¡un latifundio!
Al hombre creer que lo que sabe de la Vida es verdad le resulta sumamente conveniente. No es una cuestión de hondura metafísica, sino de imperiosa operatividad. Por eso, hasta llega a creerse que la increencia en la verdad de cuanto sabe es la verdad. Pragmáticamente dicho, que la increencia es la mejor manera de "encajar" en la Vida. Y también por eso hasta la voluntad de la definitiva "ausencia" es producto de una creencia considerada verdad. Pragmáticamente dicho, que el mejor "encaje" en la Vida es sencillamente dejar de estar.
Nadie puede escapar de creer en la verdad, como tampoco nadie puede escapar de su propia sombra. Ni el hombre puede dejar de creer (en las moléculas de su ADN reside encriptado el algoritmo de su irrebasable credulidad) ni el verbo creer admite otro complemento de régimen cuyo núcleo nominal no sea verdad.
El ser y el conocer tienen su gramática y en ella el verbo creer es capital. Y esto hasta el extremo de que el perdurar o no del hombre en el conatu essendi que le es la Vida, depende de sus íntimas creencias en Ella. En este caso, también pragmáticamente dicho, que la verdad es el balance de costos y beneficios que el hombre se cree.
Si alguien, llegado el caso, cree en la mentira lo hace porque considera que la mentira es verdad. El escéptico no es hombre menos creyente que el dogmático -sea cual sea su dogma- en tanto entiende que el escepticismo es la verdad de la Vida. El mejor "encaje" posible en Ella.
La creencia demanda verdad, tanto que, cuando carece de ella, se produce el quebranto de un estrato -no menor- de la complejísima homeostasis en que consiste el humano milagro de la Vida. No es ideología, sino biología. La creencia demanda verdad igual que el electrón demanda protón. La verdad es el punto crítico de la homeostasis de las creencias. Y verdad -siempre con minúsculas- es la de Ockham, la de Vico, la de Dewey, la de James, la de Vaihinger... En tiempos de urgencias como éste -Platón ha naufragado- el pragmatismo salva al hombre inane de hoy del mal "funcionamiento" de la fundamental creencia occidental en la "intrínseca sustancia racional" de todo.
Cuando al hombre le asalta la duda acerca de la verdad de sus creencias, la Vida se le pone patas arribas. La inseguridad es, al tiempo, efecto y causa del quebranto de ese "bienser" que resulta del armónico equilibrio de los estratos que componen el organismo humano, desde los más "desnudamente" bioquímicos hasta los "espiritualmente" más embozados.
Todo en el organismo del hombre, desde sus respuestas autoinmunes hasta su no menos fabuloso sistema de creencias, va dirigido, de una u otra forma, directa o indirectamente, a regular el proceso vital y a promover su supervivencia. De ahí que con las creencias el hombre sea naturalmente conservador y esté tan indispuesto a descomponer su equilibrio como lo está a desbaratar el del resto de los sistemas de su organismo.
El ser y el conocer tienen su gramática y en ella el verbo creer es capital. Y esto hasta el extremo de que el perdurar o no del hombre en el conatu essendi que le es la Vida, depende de sus íntimas creencias en Ella. En este caso, también pragmáticamente dicho, que la verdad es el balance de costos y beneficios que el hombre se cree.
Si alguien, llegado el caso, cree en la mentira lo hace porque considera que la mentira es verdad. El escéptico no es hombre menos creyente que el dogmático -sea cual sea su dogma- en tanto entiende que el escepticismo es la verdad de la Vida. El mejor "encaje" posible en Ella.
La creencia demanda verdad, tanto que, cuando carece de ella, se produce el quebranto de un estrato -no menor- de la complejísima homeostasis en que consiste el humano milagro de la Vida. No es ideología, sino biología. La creencia demanda verdad igual que el electrón demanda protón. La verdad es el punto crítico de la homeostasis de las creencias. Y verdad -siempre con minúsculas- es la de Ockham, la de Vico, la de Dewey, la de James, la de Vaihinger... En tiempos de urgencias como éste -Platón ha naufragado- el pragmatismo salva al hombre inane de hoy del mal "funcionamiento" de la fundamental creencia occidental en la "intrínseca sustancia racional" de todo.
Cuando al hombre le asalta la duda acerca de la verdad de sus creencias, la Vida se le pone patas arribas. La inseguridad es, al tiempo, efecto y causa del quebranto de ese "bienser" que resulta del armónico equilibrio de los estratos que componen el organismo humano, desde los más "desnudamente" bioquímicos hasta los "espiritualmente" más embozados.
La urdimbre cognitiva -que es el sistema de las "creencias anclaje" emocionalmente embutido en el "tracto cognitivo"- es producto del aprendizaje social. Por regla general, los niños comienzan creyendo -sin apenas mediación intelectual ni volitiva algunas- lo que creen los adultos que más impacto afectivo causan en ellos. Y, por regla general, el establecimiento en el niño de éstas es un "contagio" principalmente emocional, afectivo y comportamental.
No obstante, hay ocasiones en las que la instauración de las "creencias anclaje" lleva aparejada el ejercicio de una suerte de "programa escolar" diseñado con la explícita intención de aportar un germen de teoría, un principio de articulación racional, que haga que el story-telling de sus "creencias anclaje" se torne intelectualmente más consistente y sofisticado y aparentemente más verdadero.
Y entiendo que ser intelectualmente muy concienzudo, honesto y responsable, significa establecer en los niños sólo "creencias anclaje" que, aunque todavía inevitablemente en bruto, ab initio "apunten verdad" y, por tanto, no se valgan de "paralajes intelectuales" con los que ficticia y provisoriamente apuntalar las "creencias anclaje" en el firmamento existencial de los niños con la pretensión de que sean sus imposibles "estrellas fijas".
Así será más probable que el crecimiento del niño no sea un proceso que sucede tanto a costa de "arruinar" el sistema de sus "creencias anclaje" -en el que Dios Todopoderoso y La Bruja de las Margaritas tienen la misma talla óntica- como de "superar": para Hegel y Adorno, el Aufhebung tiene un componente más positivo de integración que negativo de aniquilación, porque la "tesis" y la "antítesis", de la que resulta la "síntesis", no son bipolarmente verdaderas o falsas, sino sólo limitadamente verdaderas. Limitación a la que el propio ansia de progreso de la dialéctica tratará de poner remedio: en Hegel, remedio definitivo; en Adorno, remedio provisorio.
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