Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


lunes, 9 de diciembre de 2024

La raíz de la lideratría


"Vos conocéis mi pusilanimidad, que cuando no tiene en quien apoyarse y descansar, me deja tan desesperado que la vida se convierte en una carga para mí"

(Erasmo de Róterdam)


Esta confesión es de un jovencísimo Erasmo, hecha epistolarmente a un compañero de noviciado durante su breve estancia en el monasterio agustino de Steyn. La pusilanimidad de la que escribe, aun refiriéndose a sí mismo, no me parece que sea solo un rasgo de carácter individual, más o menos pronunciado, dependiendo de la idiosincrasia psicológica de cada uno, sino también, más que nada, una nota de identidad de la especie entera.

Se trata de un apocamiento que deviene de la programación genética del hombre, claramente insuficiente para llevar, igual que los demás animales, una vida que se hace sola, meramente dirigida por el instinto, en interacción con el medio en el que se encuentra.

En el hombre, si distinguiéramos entre "contorno" y "dintorno" biológicos, podríamos decir que aquél sí está, como en las otras especies, perfectamente "cerrado", tanto que, también para él, constituye una barrera infranqueable. Igual que nadie puede escapar de su sombra, dice el refrán, nadie puede salirse de su "contorno" biológico.

Sin embargo, su "dintorno" no es invariable ni está fijado de antemano, como sí le ocurre al resto de los animales, sino que siempre está pendiente de una invención que corre de su cuenta. Por eso, ser hombre, más acá del "contorno", ¡puede consistir en tantas cosas tan distintas entre sí! Así, uno puede ser especialista de una unidad militar de élite del ejército israelí o monje cisterciense en Poblet; corredor de bolsa en Dow Jones o voluntario de Médicos Sin Fronteras, etc.

El hombre no se tiene que poner a respirar, simplemente respira, porque, para ello, su nativa dotación biológica es solvente; pero sí se tiene que poner a decidir qué hacer con la vida y, peor aún, luego se tiene que poner a hacerlo sin descanso, sin solución de continuidad, vez por vez, porque el automatismo biológico, que esmeradamente se ocupa de su "contorno" y de su interacción con el medio, se muestra bastante incapaz de ello.


Esta tarea de definir el "dintorno", que es en lo que específicamente consiste el vivir humano, además de apasionante, es ciertamente fatigosa. Aunque la vida -siempre conatu essendi- no es fácil para ningún animal, para el hombre quizás lo sea todavía menos, porque no puede relajar el peso de su "dintorno" en la sola biología, sino llevarlo en peso.

Y puede que, por eso, resulte que el hombre, buscando el solaz que espontáneamente la biología no le ofrece, haya terminado siendo un tusitala, un fabulador de "sustentos" en los que poderse apoyar para así mitigar la incertidumbre, la duda, la confusión, el anonadamiento, el desconcierto, el miedo, la inseguridad, el pasmo, el estupor, la sorpresa, la perplejidad... y la pusilanimidad, su incurable pusilanimidad, consecuencia principal de no tener la comodidad y la certeza de una identidad asegurada.

El hombre, sumido en este batiburrillo de sensaciones, del que, como de su "contorno", tampoco puede salirse, se halla en la disyuntiva de tener que elegir entre la póiesis y la mímesis; en el dilema de tener que optar entre la creación y la imitación, una u otra, como procedimiento para desambiguar su "dintorno", es decir, como vía para obtener una identidad precisa, ésa que la biología no le brinda.


Optar por la póiesis y ponerse a inventar una vida con la que llenar la vida es una tarea más que prometeica, algo así como atreverse a robar a la divinidad no ya el fuego, sino su exclusivo poder creador y convertirse en una suerte de causa sui, aunque de segundo orden, porque el hombre no es el creador de su vida pero sí el autor de su contenido, de su biografía.

Elegir la póiesis es tener que inventar algo que uno llegue a desear con toda el alma y así, en el intento de alcanzarlo, tener que erguirse, alzarse, sobre un sostén que, a la postre, no es más que uno mismo. El barón de la castaña se quería levantar tirándose de sus orejas y el hombre se quiere mantener en pie, para lograr su aspiración, siendo su propio suelo firme.

La tarea es ímproba, abrumadora, agotadora, propia no de un héroe, sino de un dios. Es una pasión, no inútil, pero sí imposible y, por eso, uno entiende con indecible ternura que el hombre sienta ese amilanamiento del que escribía Erasmo: nadie en quién apoyarse ni descansar.

Y también, que en vez de optar por la póeisis lo haga por la mímesis y prefiera la comodidad de ser masa y de vivir, descansada y borreguilmente, la vida de otros, que la insobornable satisfacción de ser individuo y de vivir una vida propia, aunque siempre con ansia y en fatigosa gestación.

Sin embargo, ingenuo de mí, hubo tiempo en que sí estuve convencido de que la educación podría hacer de cada hombre una especie de filósofo de sí mismo: conocedor del origen de su insanable pusilanimidad, sabedor de que al fin no le queda otra que vivir como el náufrago que realmente es, perdido sin remedio en alta mar, consciente de que la inmensidad del océano es su único hábitat posible y de que su sino es vivir a agarrado a las olas y al cabo ser engullido por ellas. 

Ingenuo de mí, hubo un tiempo en que pensé que la educación, en suma, desvelaría a cada hombre que la añorada orilla a la que arribar y por fin hollar, es decir, cualquier posible instancia de absoluto, solo es una fantasía necesaria y que no por vitalmente necesaria es real ni realizable.


Pero no ha sido así. No está siendo así. Al menos, eso entiendo yo. Inexplicablemente, el español mejor preparado de la historia, el más estudiado, con el mejor acceso a la información y con la mejor tecnología a su disposición, ¡oh, sorpresa!, no tiende a querer ser poiético, sino mayoritariamente mimético, y de hecho parece creer que el gregarismo social es la mejor, la más fácil, manera de hacerse la vida, de concretar el "dintorno", y ello hasta el extremo de la liderlatría, que es la forma más extrema y perniciosa de mímesis, de la que la Historia está repleta de miles de brillantes ejemplos, de muy diverso jaez, sea religioso, militar, político, intelectual, etc.


La fortaleza de un líder es directamente proporcional no tanto al vigor de su carácter cuanto a la pusilanimidad de los crédulos que le confían, le entregan, la dirección de sus vidas. Vista la robustez de los liderazgos que aparecen por acá y por allá, no en vano se habla de la deriva autocrática de ciertas democracias, la pusilanimidad de la sociedad debe ser grande.

De modo que la póiesis sigue siendo patrimonio exclusivo de los heterodoxos, de los ciudadanos que se atreven a pensar, ¡a ser!, por sí mismos, sin tutelas. Ahora, como antes, la póiesis es un atrevimiento, una provocación. Los ídolos cambian, hoy están secularizados y la política trata de llenar el vacío dejado por la mortecina religión propalando doctrinas correctas; pero no así la actitud crédula, idólatra, del español de la calle, que sigue enérgica, incólume, pese ¿a la educación recibida?

viernes, 29 de noviembre de 2024

El retén post mortem de Santa Clara


La belleza sin hálito de vida es una artificial compostura y la religión sin mística, una taxidermia de Lo Sagrado. Hace treinta años las monjas se marcharon de Santa Clara, después de siete siglos. Eran pocas y ancianas. Es de suponer que ya les resultaría difícil mantener en pie, y con vida, los ruinosos muros del convento. Ninguna zarza ardiente es inextinguible.


Recientemente, esta portentosa iglesia ha sido restaurada y luce bellísima tras varios lustros de forzado abandono. Pero la diócesis no quiere que sea un mero "contenedor cultural", como se dice ahora, y la ha resacralizado y devuelto al culto.

Cuando el retén de Santa Clara -el primigenio; no el de ahora- perdió el flanco y hubo de batirse en retirada al convento hermano de Santa María de Jesús, la "gran guerra" de Lo Sagrado estaba perdida, hacía tiempo.

De ahí que no me extrañe que, este templo, ahora, pese a la determinación pastoral de quien lo ha remozado y reabierto, tenga más de taxidermia que de mística.


La imagen de las dos ancianas es del domingo pasado por la mañana. Renqueantes, por el ruinoso compás, iban, camino arriba, a celebrar la eucaristía en la iglesia de Santa Clara. Dentro no había más de cuatro o cinco personas, ninguna joven ni de mediana edad. Todas eran, como la religión, del Tiempo ya Sido.


La "mandorla", aunque ha recuperado el esplendor y está preciosa, no tiene la sobrecogedora mística de antaño. Su belleza no tiene el hálito de vida de antes y está preñada de nostalgia y de una decadencia que no es plástica sino hondamente vital.

La Ciudad aún conserva reductos de incalculable valor en los que Lo Sagrado, como máximo exponente del Tiempo ya Sido, todavía se resiste, vacilante, a la disecante taxidermia a la que ha sido sometido, a día de hoy ya casi por completo, en las sociedades occidentales.

Pero la "gran guerra" de Lo Sagrado está terminada... y perdida. Por eso, esta vez no se trata de un transitorio decaimiento de la religión, ni de su intrépida mutación inculturadora, sino de su defunción, de lo cual es prueba la apabullante irrelevancia de lo religioso en el Tiempo ya Siendo, en su orden vital, social, intelectual, moral, político, artístico, literario...

No es que Dios, nietzscheanamente, haya muerto, sino que, más radical aún, Lo Sagrado, como fecunda inventiva humana de sentido, se ha evanescido.

martes, 5 de noviembre de 2024

El retén de San Bartolomé

"Puesto que la realidad terrena es tan desesperadamente lamentable y la negación del mundo tan difícil, damos a la vida un bello colorido ilusorio, perdiéndonos en el país de los ensueños y de las fantasías, que velan la realidad con el éxtasis del ideal"

(J. Huizinga, El otoño de la Edad Media)

En el corazón de la antigua judería de Sevilla hay un lugar en el que, sin quererlo, con facilidad uno se traslada a un tiempo ya sido que, de muy extraña manera, se mantiene en la forma máximamente actual del gerundio siendo.

Es un lugar en el que el cristianismo, por encima de todo, es una religión, lisa y llanamente una religión, como lo era para mi abuela, mi madre y mi tía, sin adherencias que, pese a estar inspiradas en él, lo podrían desdibujar y, peor aún, desnaturalizar.

Allí el cristianismo conserva aún jugoso su pulpejo devocional. Un admirable puñado de personas, encorvadas ya por el peso de los años, libran su última batalla atrincherados en la laberíntica collación de San Bartolomé, ajenos a que con ellos seguramente se perderá no sólo una batalla, sino una guerra entera, y a que después este "sinaí urbano" dejará de ser el extemporáneo reducto de lo santo que, precisamente gracias a ellos, todavía es.

El retén de San Bartolomé es, por así decirlo, un estrecho segmento de la última línea de defensa de un cristianismo que está insidiosa, mortalmente asediado por una arreligiosidad en imparable expansión.

Por supuesto que uno no asiste todos los días a la defunción de una religión y menos aún a las honras fúnebres de lo mismamente sagrado, lo cual es, en términos culturales, uno de los dos fenómenos más fascinantes y tremendos que suceden hoy en el Mundo Occidental. Me refiero a su desacralización, a su sagrado "desencantamiento"; no a su tecnologista "reencantamiento", que es el otro.

De ahí el sobrecogimiento que me causa no sólo vivir entre dos Tiempos, sino más aún, poder entrar en el Tiempo ya Sido, pero no en su museístico sarcófago, culturalmente tan valioso, sino en Él como Tiempo todavía Siendo gracias a la santidad, que es la forma religiosa de la heroicidad, de los últimos de San Bartolomé.

Aunque allí lo que se produjera no fuera, como aquí, una radical desacralización de la realidad, sino el reemplazo traumático de una religión por otra, no desisto de hacer una atrevida comparación, a más de quince siglos, entre los últimos de San Bartolomé y los últimos del Sarapeum.

Unos y otros, alejandrinos y sevillanos, coinciden en el fortuito ascenso de la inapreciable, casi siempre despreciable, intrahistoria de unos insignificantes hombres cualquieras, a la marmórea, broncínea, imborrable memorabilidad del hito histórico.

En el Sarapeum la controversia fue en qué dios creer, si en los bien avenidos dioses egipcios y romanos o si en el novel dios cristiano, y en San Bartolomé la controversia, esta vez definitiva, es si asumir del todo la futilidad ontológica de lo mismamente sagrado o si persistir en la ontologización del mito.

Por eso, lo que ahora se libra en esa antigua sinagoga, luego cristianizada, no es una batalla, otra, entre religiones, sino una guerra, final, entre lo sagrado y lo profano, lo absoluto y lo contingente.

Al hombre, sentencia Huizinga, no le queda otra que perderse en el país de los ensueños y de las fantasías... Cualquier intento de sentido, más allá de la ciencia, que apenas sabe nada de los paraqués de la vida, es un ensueño y una fantasía, tanto más reales cuanto más transidos está del hambre, del suspiro, del anhelo... de una vida mejor, de un mundo más bello.

No estaba Marx falto de razón cuando, muy ilustrado él, decía que la religión es el opio del pueblo. No obstante, lo sagrado, esa mágica concepción de un mundo "encantado" en el que es posible la "religación" entre lo divino y lo humano y, por tanto, una salvación, me parece una creación de sentido insuperable hasta ahora, pese a su pernicioso carácter ilusorio.

Con ninguna otra de las inventariables creaciones de sentido el hombre ha conseguido ser tan dichoso y alejar de sí tan eficazmente la maldición de la soledad y del absurdo como con la invención de lo sagrado, máximamente cuando urdió que éste era amor y misericordia.

En el Tiempo Siendo, ya irreparablemente desacralizado, en el que de la religión lo que queda es la cáscara desaviada de pulpa, harán falta nuevos aedos, aedos formidables, que tiñan de color humanidad una realidad que, en sí, es inhumanamente acromatopsíaca, es decir, carente del color con el que el sentido entinta el mundo, indiferente, y lo vuelve hogar, acogedor; y así insten a sus arreligiosos contemporáneos a soñar hacia delante, a hacer historia más acá y más allá de lo santo, hacia otro horizonte, aún sin trazar.

Aedos que sepan metamorfosear el anhelo radical, un hambre casi biótica, en ensueño y fantasía, y éstos en mito y éste en drama, es decir, en una obra colectiva en cuya interpretación, mejor, en cuya improvisada repentización, a cada hombre se le vaya la vida entera con la provechosa sensación de haber participado de un sentido que certifique que sus días, también los infelices, merecieron la pena.

No me entristece que con el retén de San Bartolomé muera una religión, ni siquiera lo mismamente santo, sino una afortunada inventiva de sentido que tanto consuelo ha dado a los que nacieron en el Tiempo ya Sido y además tuvieron la fortuna de no recibir de los dioses el don envenenado de la lucidez.

sábado, 17 de agosto de 2024

La ilusión de los perros de paja

"Cuando se vio claro que la designación de homo sapiens no convenía tanto a nuestra especie como se había creído en un principio porque, a fin de cuentas, no somos tan razonables como gustaba creer el siglo XVIII en su ingenuo optimismo, se le adjuntó la de homo faber. Pero este nombre es todavía menos adecuado, porque podría aplicarse también a muchos animales el calificativo de faber, Ahora bien, lo que ocurre con el fabricar sucede con el jugar: muchos animales juegan. Sin embargo, me parece que el nombre de homo ludens, el hombre que juega, expresa una función tan esencial como la de fabricar, y merece, por lo tanto, ocupar su lugar junto al de homo faber"

(J. Huizinga, Homo ludens)

Kant hubo de postular la libertad para poder justificar la moral. Es lo mismo que Huizinga tendría que haber hecho con el "espíritu": postular su existencia para justificar así su sobresaliente concepto de juego, el cual requiere, como petición de principio, de cierta excepcionalidad respecto del determinismo físico con que se rige la naturaleza, porque el juego es, según su descripción, un comportamiento libre, eximido de las obligaciones de la "vida corriente", ejecutado al margen de los apremios a los que ésta compromete al hombre para subsistir.

En el juego, dice Huizinga, se revela el "espíritu". Cabe dar explicaciones fisiológicas y psicológicas; él las menciona; pero ninguna aclara satisfactoriamente un comportamiento que, aunque también observable en los animales, él juzga inderivable, igual que K. Kerengy estima la celebración y R. Otto, lo santo.

A Huizinga no le vale hablar de "instinto lúdico" para justificar el juego, porque esto implica claudicar ante la "tiranía causalista" que busca una utilitaria finalidad a todas las adquisiciones culturales, lo cual supone que éstas, y el juego también porque es la matriz y la forma primigenia de ellas, queden subsumidas en el determinismo, con el cual el juego entra en abierta contradicción al ser entendido como una acción libre que a nada está obligada con la vida.

En la actualidad, casi un siglo después, un Huizinga redivivo constataría que el dogma cientifista, incipientemente imperante cuando publicó Homo ludens, para el que su concepto de juego era harto improbable, no solo no ha pasado de moda, sino que, cargado de más atinadas razones, se cree facultado para afirmar que no parece que en el hombre haya ninguna instancia de absoluto, algo ciertamente incondicional, llámese, si se quiere, "espíritu", como hacía Huizinga, sino que la única categoría irreductible de la que por ahora hay cierta evidencia científica es la bioquímica, de la cual, según se ve, deriva lo humano.

Llegados a este punto, me planteo que la libertad quizás no sea el postulado para justificar la existencia de la moral, que es lo que hizo Kant, deslumbrado por la ciencia newtoniana, para salvar al hombre del mecanicismo de la naturaleza; ni del juego, que es lo que no hace Huizinga, dando por hecho que en el hombre hay algo así como un "espíritu"; sino el postulado para justificar una "ilusión de sentido" sin la cual el hombre, masivamente, no parece capaz de vivir.

El primer desengaño fue aceptar que su sentido no deviene de ningún plan cósmico: el único plan de sentido posible para el hombre es el que él mismo es capaz de diseñar y de realizar. El segundo, más drástico aún, es aceptar que no cabe plan de sentido alguno porque la prometeica sensación de libertad del hombre contemporáneo, emancipado de la divinidad, tiene exactamente el mismo fundamento real que antes su sensación religiosa, ninguno.

Al final, quizás lo más cabal que se pueda decir del hombre no es que sea sapiens ni faber ni ludens... sino simple perro de paja, como hace J. Gray, aludiendo a una antiquísima tradición taoísta en la cual los perros de paja eran objetos litúrgicos desechables. Queriendo evitar la humana autocompasión, escribió Su Zhe al filo del primer milenio:

"El Cielo y la Tierra no carecen de corazón al tratar a las criaturas como perros de paja. El Cielo y la Tierra no son parciales. No matan a los elementos vivos por crueldad ni les otorgan la vida por humanidad. Nosotros procedemos igual cuando hacemos perros de paja para los sacrificios. Les vestimos y les llevamos al altar, y una vez terminada la ceremonia nos deshacemos de ellos, pero no porque les odiemos, sino porque cumplieron su misión".

Los hombres no somos el motivo principal del culto, no somos magnificentes dioses; ni sacerdotes oficiantes, que privilegiadamente habitan entre las sombras de lo sagrado; ni siquiera humildes devotos que aspiran al favor divino; tampoco somos objetos del ajuar litúrgico que merecen perdurar de ceremonia en ceremonia, sea por su riqueza material, sea por su primor artesanal; sino solo perros de paja, exvotos de usar y tirar: discretas víctimas vicarias cuya insignificante razón de ser, terminado el rito, está cumplida.

Sin embargo, una vez conscientes de nuestra sideral insignificancia, nos damos cuenta también de que la vida, que quiere vivir, que se afana en vivir, nos impele a darle un sentido, porque así nos resulta más apetecible, y entonces convertimos el silencio en palabra y la palabra, en mito y el mito, en liturgia y, al fin, nuestro conatu essendi, en una suerte de playing up the role, que es el sentido.


sábado, 3 de agosto de 2024

El otoño moral de la Edad Actual

"La imitación del héroe y del sabio no están al alcance de todo el mundo; decorar la vida con colores heroicos o idílicos es un gusto costoso y que por lo regular solo se satisface de un modo muy deficiente. La aspiración a realizar el ideal en el centro mismo de la sociedad tiene como vitium originis un carácter aristocrático"

(J. Huizinga, El otoño de la Edad Media)

El hombre ilustrado del S. XVIII elevó a dogma principal de su credo la perfectibilidad del hombre y de la sociedad mediante la razón y la educación, que es la manera de que la luz de la razón se encienda en cada hombre.

Sin embargo, cada vez estoy más convencido de que la actual sociedad, en tanto heredera del proyecto ilustrado, es una sociedad fallida porque ni la educación ni la ciencia han hecho del hombre común de la calle un individuo especialmente inteligente y crítico y, por tanto, especialmente libre; al contrario, todo apunta a que éste de hoy es tan borreguil como el de cualquier otra etapa anterior de la Historia en la que ni la educación ni la ciencia tuvieron tanta proyección popular como ahora.

El progreso de la ciencia es aditivo, a la vista está; pero su progreso no tiene porqué traducirse, también a la vista está, en un correlativo progreso ético que avance a su misma velocidad.

Este frustrado progreso de la ética no hay que entenderlo en un sentido moral, sino como ese autoquehacerse cada uno su vida que viene derivado de un vivir en serio, y en cuyo ejercicio nadie consiente ninguna injerencia, porque es comúnmente sabido y asumido que este autoquehacerse es responsabilidad intransferible de cada cual.

Si en algún momento creí que gracias a la educación las sociedades occidentales y occidentalizadas acabarían estando mayoritariamente integradas por individuos más inteligentes, críticos y libres que estólidamente crédulos, hace tiempo me adherí al aristocrático escepticismo de J. Huizinga.

Unas veces falla la educación, que está mal concebida y ejecutada; pero otras muchas falla el propio individuo que "inexplicablemente" rehúsa del ideal del héroe o del sabio, del riesgo de su posible libertad, del hiriente realismo de un mundo desencantado, y su principal opción de vida es comprar confort al precio de su autenticidad.

Como dice J. Gray, hoy es muy razonable preguntarse si las sociedades occidentales están no ya volitivamente dispuestas sino realmente capacitadas para hacer el esfuerzo moral necesario para dejar de lado los actuales sustitutos laicos de aquellos mitos cristianos que refundaron Occidente hace poco más de dos mil años, en los cuales estas sociedades, a pesar del portentoso pertrecho educativo y tecnológico que pródigamente disfrutan, creen con el mismo fervor e impremeditación con el que el hombre europeo del S. XIV creía más en la vida del más allá que en la del más acá.

PD. En estos días un ciudadano llamado Pedro Sánchez Castejón ha decidido, imbuido de su transitoria potestad gubernamental, que 48 millones de ciudadanos españoles, a los que no les ha consultado, de facto pasen de un Estado autonómico a otro federal, sin otra aparente motivación que la de afianzar su poder. Según lo previsto, a sabiendas de que somos una sociedad "inexplicablemente" fallida, las vacaciones de verano siguen su curso con absoluta normalidad.

domingo, 28 de julio de 2024

El ciclo de la esperanza

Escribió Hobbes que el absurdo es un privilegio del hombre; de lo que se sigue que el sentido también lo es.

Para Camus el absurdo era la sensación de extrañeza que el hombre experimenta cuando se sorprende extranjero en el mundo y le parece que está de más en la vida.

Entonces, realizar o no el "gesto definitivo" depende de que el hombre llegue a la conclusión o de que la vida es vivible y merece la pena pese a esa sensación de absurdo, o de que, mejor aún, acabará encontrándole un sentido a la misma.

Pero, contemporáneamente, Dawkins ha explicado que no es el hombre quien vive en sí sino sus genes, que lo usan al servicio de su insaciable afán de pervivencia.

Así, no perpetrar el "gesto definitivo" no sería un acto de libertad, el más humano de todos, sino el comportamiento mecánico de una de las dos variedades mayoritarias hacia las que el hombre ha terminado evolucionando:

La que es capaz de vivir sin sentido porque la vida sin éste no le sabe tan mal, y la que es capaz de encontrarlo.

Y sí perpetrarlo, el comportamiento, igualmente mecánico, de una tercera variedad, bastante minoritaria, que es la que se suicida, porque considera que la vida sin sentido no merece la pena y porque además descarta que se lo vaya a poder encontrar. Es la variedad peor dotada de las tres y por eso, como le pasa a cualquier otra especie demasiado débil para sobrevivir, se extingue.

Si no se acepta que el hombre haya emergido, en parte, de la naturaleza, ser fundadamente esperanzado ante la vida es algo que depende de la genética y de la bioquímica de cada uno, como ser diabético o esquizofrénico. 

Si no se acepta que el hombre sea un animal materialmente abierto, la esperanza, como la euforia o la pena, con el que uno afronta su vida se podrá cifrar en una fórmula bioquímica, y no es una cuestión de inteligencia, porque ésta no crea el sentido, a expensas de su mayor o menor capacidad de inventiva, sino que solo articula -narrativa, discursiva, lógicamente- una nativa emoción, una oriunda sensación, un genuino sentimiento, que son infranqueables e insobornables para la inteligencia misma, aún después de haber perdido su impensada condición.

La esperanza descansa en una petición de principio y ésta, en una impremeditada disposición de vida y ésta, en un inaccesible metabolismo del placer y del dolor, que hace distinta a cada persona, de ahí que haya niños, como mi padre, que gracias a la dificultad se hacen fuertes y otros, como mi madre, que por culpa de la dificultad se hacen débiles.

Si Dawkins lleva razón, el mismo determinismo bioquímico que hay en el ciclo de Krebs es que hay en el ciclo de la esperanza aunque todavía no lo sepamos o no lo queramos saber para no autoinfligirnos otra herida más en el flanco de nuestra ancestral excepcionalidad natural.

domingo, 25 de febrero de 2024

¿Anochece o amanece?

"Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy el país se gobierna desde las ciudades"

(U. Eco, El nombre de la rosa)


Aymaro de Alessandria, personaje de ficción de Umberto Eco, era un monje benedictino nacido o demasiado tarde o demasiado temprano, según se quiera ver. La claridad de su tiempo no era la del refulgente mediodía, sino ambiguamente crepuscular. Para unos, era luz de prima y para otros, en cambio, de vísperas.

En el siglo XIV había quien asistía al nacimiento de un tiempo nuevo y también quien, asomado al mismo horizonte, asistía al ocaso de otro ya mortecino. La línea del tiempo no es una, la misma, para todos; cada uno tiene la suya; por eso, ser coetáneos no implica la necesidad de ser contemporáneos. En los momentos de crisis, esto se hace bien patente.

Aymaro sabía que el tiempo afuera de la abadía era de amanecida y dentro de anochecida. El de afuera era un tiempo por estrenar; y el de dentro, un tiempo que empezaba a caducar. Durante siglos, el monasterio había sido una institución de incuestionada importancia económica, intelectual y religiosa. Pero en la alta Edad Media, con el resurgir de las ciudades, el monacato comenzó a perder el cuasi monopolio de la religión y de la cultura, que tan largamente había ostentado.

Por el lado religioso, la edificación de las catedrales góticas y la fundación de las órdenes mendicantes, y por el cultural, la creación de las universidades y después el afán de los humanistas, fueron hitos decisivos de su decadencia. Los monasterios, al quedarse a las afueras de las ciudades, se quedaron a las afueras de la Historia, que pausadamente iría dejando de pasar por ellos.

Aymaro parecía haberse dado cuenta de esto. Nada hay para siempre. Ni siquiera una institución tan petreamente sólida como el monacato, uno de cuyos máximos empeños, paradójicamente, era superar el desgaste del tiempo, luchar contra la fatiga material deterioraba los libros, hasta hacerlos desaparecer.

Porque... ¿Qué monje del S. XIII, de cualquier abadía europea, podría pensar que aquel régimen de vida, avalado por los siglos, no era indefectible? ¿Qué monje, por ejemplo benedictino, consagrado a copiar libros y acopiar sabiduría, podría imaginar que un día una portentosa máquina haría obsoleto no ya su oficio de escribano, sino incluso a su milenaria institución? ¿Qué monje, de paso cuatro veces al día por el cementerio de su cenobio, de camino al coro para el rezo de las horas, podría llegar a pensar que ninguno de los millares de anónimos monjes que le precedieron en su misma abadía despertaría a la Vida Eterna porque incluso su Dios un día también habría de morir?

Eco concede a Aymaro esa lucidez suficiente para darse cuenta, desde la atalaya de su scriptorium, de cuál es, más allá de los impenetrables muros del monasterio, la agitación de su época y, por eso, le espeta a fray Guillermo aquello de: "Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy el país se gobierna desde las ciudades...".

Aymaro sabe que el tiempo del monacato y, por tanto, el suyo propio, se está cumpliendo. El día que, imaginariamente, Aymaro, llevado de un impulso terrenal, cruzara el umbral de la abadía, y saliera al siglo, se sentiría camusianamente extranjero, como proveniente no ya de otro sitio, sino de otro tiempo. 

Pese a ser personaje de discreta importancia, Aymaro me despierta simpatía. Será porque, como él, salvadas las distancias, asisto a la licuefacción de cuanto hasta hace poco, y desde hacía mucho, parecía indudablemente sólido, y porque, en este sentido, aunque no coetáneos, entre nosotros median casi siete siglos, los dos somos aproximadamente contemporáneos por vivir un tiempo de crisis y estar, vital e intelectualmente, heridos de incertidumbre. 

Nacer demasiado tarde o demasiado temprano obliga a vivir entre dos tiempos, el que se va y el que llega, con el riesgo añadido de no ser, en el fondo, de ninguno. Ser Aymaro y ver en el crepúsculo una estampa de anochecida o ser fray Guillermo y ver una estampa de amanecida, no sé de qué depende, desconozco si es cuestión más psicológica o más intelectual.

Aymaro me produce ternura y fray Guillermo admiración. Pero lo cierto es que en el S. V d. C., ante la perspectiva de un crucial cambio de época, Aymaro hubiera acertado con su pesimismo y fray Guillermo errado con su optimismo. Por eso, hoy quisiera saber, no tanto por exigencia propia, sino por apremio de mi oficio de padre y de educador, si lo que viene tras este crepúsculo es el tiempo oscuro de San Agustín y San Isidoro o el luminoso de Dante, Petrarca, Bocaccio, Alberti, Moro, Erasmo, Montaigne... Es decir, si a este crepúsculo le seguirá la noche o el día.

Pero no lo desconozco. No estoy nada seguro de que esta portentosa revolución científico-técnica, más pujante y admirable que nunca, por sí sola, desprovista de una narrativa de sentido, en la que la eficiencia no sea el primordial criterio de demarcación de la vida, traiga la mañana y no la noche a mi hija y a mis alumnos.

lunes, 1 de enero de 2024

Lactancio y el principio autobiográfico de no contradicción

"Aunque el viento sople en contra,
la poderosa obra continúa"
(Walt Whitman)

En principio, eran dos las posibles vías de penetración y de encaje del cristianismo en el mundo grecorromano. Por un lado, estaban los propios dioses, pero éstos, de entrada, presentaban dos severos inconvenientes. Primero, eran tremendamente pasionales y las trifulcas entre ellos y con los hombres eran continuas y no precisamente ejemplares. Y segundo, difícilmente el dios cristiano podría integrarse en este panteón cuando los primeros romanos cultos que se convirtieron al evangelio ya eran unos descreídos de sus propios dioses y les parecían inverosímiles y apenas sentían piadosa inclinación hacia ellos.


El concilio de los dioses (Rafael)

Por otro, estaba el Ser, que había urdido más el genio ateniense que el romano. La ventaja era doble. Una, que no participaba de aquel trepidante vaivén de sentimientos y en esto se distanciaba de los dioses; otra, que estaba ya en el ámbito del Logos, es decir, más allá del fantasioso ámbito de los mitos, con los que el cristianismo en absoluto se quería confundir. Ídolos de madera y de barro, había sentenciado el profeta para marcar la diferencia entre Yahvé y los dioses de los vecinos.


La escuela de Atenas (Rafael)

Así, pues, entre una y otra vía de acceso, los romanos cultos, recién convertidos, debieron pensar que en el Ser, mejor que en el panteón, encontrarían una oportunidad para que su dios adquiriese la carta de naturaleza intelectual que tanto ansiaban, y de este modo prestigiar y romanizar el cristianismo.

Estaban dispuestos a apostatar de sus dioses -en los que ya, de hecho, muchos no creían: la religión tenía para ellos más de tradición identitaria que de experiencia numinosa-, pero no a apostatar de su cultura, primero porque se sentían muy orgullosos de ella,  muy satisfechos de ser romanos, y segundo porque "fuera" no tenían ningún otro "lugar" culturalmente homologable al que ir.

Para ellos era inviable una mudanza del mundo grecorromano al judío -de donde era oriunda la nueva fe, que nació siendo una secta dentro de su monoteísta religión- porque este mundo, rocosamente cimentado en su singular religión vetotestamentaria, no tenía mucho más preciosismo cultural, que no fuera estrictamente religioso, que las escasas, y para ellos casi vergonzantes, adherencias producidas en sus contactos, siempre conflictivos, con los egipcios, los babilonios, los griegos y, por último, los romanos. Israel era un pueblo muy refractario a la influencia ajena, un pueblo muy suyo y nada dado al mestizaje religioso.


Moisés y la zarza ardiente (Dirk Bouts)

Por tanto, estos romanos neoconversos ni querían -por apego a su cultura- ni tampoco podían -por refracción de los judíos- cambiar de emplazamiento cultural. El reto, el propósito, era, ni más ni menos, llegar a ser cristianos sin dejar de ser romanos, sin que hubiera ninguna suerte de contradicción autobiográfica en querer ser ambas cosas a la vez. Para ello, las dificultades intelectuales, y políticas, tenían que ser inteligente y hábilmente superadas.

Se trataba de acometer una delicada cirugía. Había que vaciar la cultura grecorromana, sin dañarla, de su genuina religión porque la intención era reutilizarla, trasplantando en ella una religión distinta, absolutamente exógena, y conseguir, ése era el mérito, que no hubiera rechazo, sino, al contrario,  perfecta simbiosis.

Pero el asunto no era solo romanizar el cristianismo, sino también cristianizar Roma. Era preciso que el impasible Ser, para ganarse ese pedigrí intelectual -especialmente cuando el cristianismo, para la oficialidad romana, todavía no era más que una exótica religión de provincias-, fuese capaz de emocionarse con el hombre, si bien no como lo hacían, demasiado truculentamente, los dioses, sino a la manera misericordiosa y justa de los profetas del AT.

Es decir, la adquisición del prestigio intelectual que el cristianismo necesitaba para que Roma -esa ilustrada y descreída minoría social que, entre Cicerón y Marco Aurelio, había aprendido a vivir sin dioses- no lo confundiera con una superstición más, no podía ser al inasumible precio de despojar a su dios de su característica providencia, de su tierno interés por el hombre, de su generoso compromiso con él en la Historia y más allá de Ella, en un Luego en el que las injusticias no resueltas "ahora" quedaran, sí, definitivamente resueltas.

Pero tampoco dicho prestigio se podía adquirir al no menos inasumible precio de consentir que se confundieran los sentimientos del dios que moraba en el monte Sinaí con los de los dioses que moraban en el monte Olimpo. Un dios como el cristiano, que en su última etapa se había abajado de su condición celestial para enaltecer al hombre, no se podía tornar en otro vengativo, mezquino, punitivo y caprichoso. La gloria de dios no era un hombre castigado, sino, al contrario, un hombre glorioso. Ni Abbá ni su precursor Yahvé era comparable a Júpiter ni su antecesor Zeus.


Lucio Cecilio Firmiano Lactancio (245-325 d. C.)

La maniobra era complicada. Ver a estos hombres, romanos cultos, convertidos al evangelio, como, por ejemplo, a Lactancio, enfrentados a una situación de vida tan compleja me causa una enorme admiración más de mil seiscientos años después. Sus vidas, escindidas en dos, de una parte su religión y de otra su cultura, no debían ser fáciles de vivir. Lo que ellos tenían no era un quebradero de cabeza, sino una vida quebrantada.

Quizás la raíz de mi admiración sea que los hombres de hoy también vivimos escindidos, pero no entre religión y cultura, ése ya no es nuestro problema, sino entre el presente, cada vez más rápidamente caduco, y el futuro, cada vez más agresivamente disruptivo.

Sin clara conciencia de la trascendencia de aquello que se traían entre manos, estos hombres fueron los pioneros, los urdidores, de un canon de vida inédito, que muchos, muchísimos, tras ellos, durante siglos, casi dos milenios, encontraron ya diseñado, listo para hacerlo suyo y vivir con arreglo a él, sin tener así la sensación de vacío, de vértigo y de absurdo que suele causar la frustrante incapacidad para transformar el tiempo en vida y la vida en autobiografía.

Ni pensaron, ni escribieron, ni enseñaron, por ocio ni por gusto ni por dinero, como sí hicieran muchos de los más egregios filósofos griegos y romanos, incluso quizás algunos de ellos mismos antes de su conversión cristiana, sino por rigurosa exigencia autobiográfica.

Sus sesudos escritos, que tan escaso significado vital tienen para nosotros, sin embargo, eran cuestiones punzantes para ellos, tanto como hoy pueda ser para nosotros el formidable desafío de la Inteligencia Artificial, el reto de la hibridación ciberbiológica, el impacto de la neurociencia en las fundantes nociones de yo y de libertad y en las subsiguientes nociones morales de bien y de mal. 


Quedó dicho arriba. El dios cristiano, aun pudiéndose asimilar al Ser grecorromano, no podía someterse a ninguna devastadora reducción intelectualista. Hubiera sido su perdición. Además, algo así ya había sido ensayado por Epicuro con sus propios dioses, a los que alejó y despreocupó de los hombres. Por esta vía la religión se hacía inútil. ¿Para qué una religión, se había preguntado Epicuro, si el hombre no obtiene ningún beneficio de su culto a los dioses? Éste es el mismo grave interrogante que, casi medio milenio después, el admirable Lactancio se plantea en su escrito De ira Dei.

El razonamiento -en vivaz litigio contra Epicuro: a Lactancio se le nota mucho su precristiana afición estoicista y su consecuente animadversión epicureísta, así como su impremeditado maniqueísmo- discurre así:

Primero, si dios es impasible, si está lejos, si anda en sus cosas, al hombre de nada le sirve la religión, tampoco la cristiana; segundo, sin religión, sin miedo a un castigo postrero, el hombre no siente la inclinación, o la obligación, de ser justo, de respetar la ley; y tercero, la sociedad, sin esta inclinación u obligación a la justicia, es inviable, imposible.

Aunque antagonistas entre sí, Epicuro y Lactancio en esto estaban de acuerdo y además, en lo cierto, pese a los seis siglos que los separaban. Una moral nacida de un miedo religioso, que juegue con la posibilidad de una aciaga vida eterna, puede ejercer un implacable control social.

Hay que entender que a Lactancio quizás no le preocupara solo avanzar en la futura construcción del Reino de Dios, sino también detener la destrucción, tan avanzada entonces, del Imperio de Roma. Es comprensible que Lactancio quisiera que el cristianismo, su nueva religión, le sirviera igual para lo uno que para lo otro, y que, de la misma forma que "instrumentalizó" la filosofía grecorromana para dar al cristianismo fuste y lustre intelectual, también "instrumentalizara" el cristianismo para salvar Roma, su escombroso mundo, haciendo funcionar su nueva religión no tanto como elemento moral de cohesión, que sería lo esperable del cristianismo, cuanto de coacción.

Ahora bien, ¿por qué Lactancio no hizo devenir la proyección social de la moral cristiana a partir de la singularidad misericordiosa de su dios, sino del castigo post mortem que éste puede imponer? ¿Por qué no trató de estimular el deseo de ser justo, movido por el amor de dios, sino el miedo de no serlo, movido por el temor a su ira? ¿Es que acaso Lactancio necesitaba de dios más su ira que su clemencia?


El purgatorio (Limbourg Brothers)

Lactancio no figura entre los Santos Padres de la Iglesia. En su tira y afloja con la filosofía y con el cristianismo, hubo un punto en el que, al admitir que dios no solo puede ser clemente, sino también irascible, quedó atrapado. El que es susceptible de conmoción, entiende Lactancio, lo es, al menos en potencia, de cualquier emoción. No obstante, hay una serie de emociones y de sentimientos, indecorosos para el dios cristiano, cuyo paso de la potencia al acto Lactancio demuestra imposible, cosa que, sin embargo, no sabe, no quiere, hacer con la ira divina. 

Ni la ira de dios ni el mal que la justifica, parecen un serio problema para Lactancio; al contrario. El mal es un accidente necesario y la ira divina la inevitable consecuencia de éste. Como el hombre puede incurrir en el mal, dios puede airarse contra él. La aceptación del mal parece que es el precio que Lactancio paga por haber eximido a dios de la impasibilidad del Ser. Si dios puede conmoverse, puede airarse y el mal es la plausible justificación de una ira que, además, al romano Lactancio debió serle imprescindible, estratégica, para detener la descomposición social de su mundo. 

Sin embargo, para la mejor teología cristiana, inspirada siempre en la cruz del primer Viernes Santo de la historia, la teodicea es imposible. Dios nunca sale vivo de su confrontación con el mal. Aunque el mal nunca es explicable ni tampoco aceptable, Lactancio no solo consiguió el encaje del dios cristiano en el mundo grecorromano, sino que además logró el encaje del mal en este encaje. Seguramente, su estoicismo precristiano le ayudó a encontrar un punto de razón al mal.

Al filo del siglo IV el Imperio estaba en avanzado estado de desintegración. Para entender a Lactancio hay que entender que a éste no le fue posible entender el cristianismo al margen de esta "dichosa" circunstancia suya. Lactancio no pudo escapar de su propia circunstancia -casi nadie lo consigue-, pese a que su atrevida conversión quizás haga sugerir lo contrario.



El emperador Constantino entregando la ciudad de Roma al papa Silvester I

Al empezar a ser cristiano, Lactancio dejó de ser romano ortodoxo, pero no romano. Su aspiración, su íntima exigencia autobiográfica, era la doble ortodoxia, la romana y la cristiana, y que las dos resultaran compatibles entre sí. Ni el dios cristiano ni el advenimiento de su futuro reino debían abolir su cultura, su mundo, su imperio presentes... Todo debía ser compatible y prosperar.

El espíritu de su tiempo tuvo que consistir precisamente en el logro de esta armonización. De hecho, Lactancio fue instructor del hijo del mismísimo emperador que, en un gesto no menos político que religioso, decretó la legalidad del cristianismo, intentando así superar divisiones internas y aunar fuerzas para revertir el creciente estado de languidez que el Imperio padecía.

Y solo unos sesenta años después, Teodosio decretaría que el cristianismo era la religión oficial del Imperio. Sería entonces cuando el proceso de encaje, la articulación de la doble ortodoxia, la cirugía del trasplante religioso, se habrían consumado exitosamente, y romanos cultos y honestos, como Lactancio, que no querían abrazar la fe cristiana a costa de renunciar a su mundo cultural, podrían al fin vivir en paz.


Lot huyendo de Sodoma (H. Schedel).

No obstante, las ortodoxias, en último término, se pueden decretar; pero no así las creencias. Las ortodoxias se pueden desnaturalizar y convertir en un asunto político y jurídico; pero las creencias, no porque son jirones de vida que solo en segunda instancia, y sin obligatoriedad, pueden intelectualizarde. No todo hombre requiere, necesita, la racionalización de sus creencias para poder vivir con arreglo a ellas.

Es fácil que los romanos cultos contemporáneos a Lactancio todavía vieran el cristianismo como una religión tan inverosímil como hacía tiempo que veían a la suya propia, y que a final del S. III y principio del S. IV todavía circularan las chanzas del mordaz Celso sobre Cristo, ridiculizándolo ácidamente.

De ahí el enorme mérito de los romanos que oficiaron de apologetas del cristianismo, en particular me fijo en Lactancio, que no era obispo ni presbítero ni diácono, es decir, que no tenía ninguna responsabilidad eclesial ni pastoral. La contradicción filosófica y teológica, también social y política, que hubiera entre la religión cristiana y el mundo de Roma tenía que poderse superar, disolver, en la autobiografía de cada uno de ellos, para no llevar una vida partida en dos.

Y eso es lo que trató de hacer mi admirable Lactancio. Sus posibles errores teológicos son consecuencia del impetuoso y valeroso braceo de un náufrago que, nadando, porque no quería vivir ahogado, llegó a una playa nunca hollada.  Algunos hombres de hoy, no dispuestos a dejarse arrastrar por la corriente de su tiempo, también sienten esa misma íntima necesidad de no vivir escindidos, de arribar a otra playa, de trazar un horizonte nuevo que reconfigure el paisaje.

"Pero a menudo los tesoros de la ciencia deben defenderse, no de los simples, sino de los sabios. En la actualidad se fabrican máquinas prodigiosas, de las cuales algún día te hablare, mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el curso de la naturaleza.  Pero ¡ay! si cayesen en manos de hombres que las usaran para extender su poder terrenal y saciar su ansia de posesión"
(Umberto Eco, El nombre de la rosa)

Hoy el reto no es aunar religión y cultura, sino humanizar el progreso y desvincular el valor de la vida y de la cultura del eficientismo económico y tecnológico; restaurar la noción de gratuidad, de innecesariedad; desinstalar la inmediata utilidad material como criterio máximamente axiológico.

Hoy hay que recuperar y re difundir la noción cristiana de "gracia". Lo que es a cambio de nada, simplemente, porque sí y sin más razón que la libre determinación de una voluntad sin atadura a la necesidad.

Salvadas las enormes distancias, temporales  y culturales, hoy hacen falta hombres que, como Lactancio, urgidos por el mismo principio autobiográfico de no contradicción, disuelvan la escisión que, llevada a su extremo, existe entre la razón crítica y postmítica y la razón instrumental. Se trata de una fractura que se manifiesta, variadamente, en:

La exagerada volatilidad que hoy padece el presente, que nace caduco, con la fecha vencida, y lo agresivamente disruptivo que se muestra el futuro, tan invasivo y apresurado; 

La inconsistencia de aquello que, hasta hace poco, durante siglos y siglos, parecía determinar qué es el hombre y cuáles son los motivos de su dignidad, y los deslumbrantes hitos de la tecnociencia actual, que actúan como ácido disolvente de todo cuanto era sólido y como embajadores no ya de un giro de la historia, sino de un giro de su propia evolución como especie. 

Hoy parece que no hay impulso creador fuera de la admirable carrera científico tecnológica en curso. El palpitante problema no es solo que la tecnología diseñe las sociedades, sus individuos, sus mentalidades, sus usos y sus costumbres... a la medida exacta de sí misma, según el modelo de mundo de la "tecnología total", sin otro filtro que el de la eficiencia económica y tecnológica; sino también la endémica debilidad de la razón crítica y postmítica, la cual, después de su "fermentación" empírico matemática, ha ido perdiendo, desde el S. XVI a hoy, su capacidad para crear objetivos, proponer metas, sugerir utopías, despertar ambiciones, generar creencias, narrar relatos, provocar pasiones... en cuya consecución, logro, cultivo, crecimiento, desarrollo... las sociedades mancomunadamente se afanen y se así hagan más y más humanas.