El “decir” de los hombres no es como el que los hagiógrafos del Antiguo Testamento atribuían a Yahveh. Según éstos, la palabra de Yahveh (“dabar”) se transformaba en inmediato “hacer” y “crear” (“bará”):
Y dijo Yahvéh, sepárense las aguas de la tierra firme, y así fue. Enciéndanse lumbreras en el firmamento, y eso ocurrió. Resultando además que todo lo “creado” -“dicho”- era bueno.
Pero nuestro “decir” no es tan máximamente performativo. Por eso, el padre le dice al hijo levántate del sofá y pon la mesa para la cena, y el profesor, al alumno aprovecha el tiempo y siéntate a estudiar, y no es seguro que uno y otro hagan lo que se les ha “dicho”. La “palabra” del padre y del profesor es limitadamente hacendosa.
Igual sucede con esa multitud de felicitaciones que nos dedicamos en Navidad. Serán o no. Quién lo sabe. De otra forma, si nuestro “decir” fuera como el de Yahvéh, en estas fechas los hombres nos convertiríamos en una suerte de rey Midas de la felicidad. A quien tocara nuestra “palabra”, sería inmediatamente feliz.
En Navidad un embrujo de emociones nos impele a desear compulsivamente “felicidad” a todos: ¡al mundo entero!, insta Coca Cola. Pero nos falta “autoridad” para que tan buenos deseos no se reduzcan a un mero “bla, bla, bla…”.
"Autoridad” viene de “autor” y “autor” de auctor. Es el verbo latino augere, que significa mejorar, promover, hacer progresar, magnificar, hacer crecer… El “decir” de los hombres, cuando pronuncia la palabra “felicidad”, padece de inflación, de severa devaluación. De tanto decirla, la palabra tiene escaso valor.
Es consecuencia de nuestra falta de (divina) “autoridad”. La raíz del mal es que no somos como los hagiógrafos del Antiguo Testamento retrataron a Yahvéh. Nuestro “decir” no es inmediato “hacer”. Por eso, para compensarlo, la palabra “felicidad”, además de impregnada de esa sana emoción que desata la "magia" de la Navidad, ha de estar internamente enervada del compromiso de quien la pronuncia con aquél a quien se la dirige.
El “decir” de los hombres no tiene la majestad creadora de Yahvéh, sino el esforzado y modesto compromiso de aquel samaritano que se detuvo al pie del camino.
El 8 de enero, cuando hayan pasado las "fiestas", los desencuentros personales y profesionales que hubiera, estarán en donde en estos días los hayamos aparcado. No es cuestión de buenismo ni de sentimentalismo, productos típicamente navideños, como el turrón y el mantecado. Sino de samaritano compromiso.
Lo más parecido a la “autoridad” de Yahvéh que los hombres tenemos, es el darse la "palabra" en la recíproca confianza de que la tratemos de hacer realidad. En una semana volveré, dijo el samaritano al posadero. Y, en efecto, volvió. Desear la felicidad a otro es admitir un compromiso con él.