Prefieren creer a juzgar

Como todos prefieren creer a juzgar, nunca se juzga acerca de la vida, siempre se cree, y nos perturba y pierde el error que pasa de mano en mano. Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa (Séneca, Sobre la felicidad)


domingo, 17 de diciembre de 2017

Isaías, Bloch, Moltmann y Sharit, pasean por Sevilla la víspera de un 18 de diciembre

Según el calendario íntimo de esta achacosa Ciudad, mañana es el día de la Esperanza. Otros años, en la tarde de su víspera, en lo que dura mi ir por los extintos conventos de San Agustín, de Santa Justa y Rufina y de San Basilio, me había gustado fantasear con la compañía del profeta Isaías, del filósofo Bloch y del teólogo Moltmann. Qué dirían ellos, cuál sería su comentar, de este rancio lugar en el que todo lo que al hombre más falta le hace para vivir halló una hechura hermosamente barroca: Amor, Paz, Salud, Socorro, Perdón...


Cuál no ha sido mi sorpresa cuando este año Tali Sharit se ha unido a la cita. Qué caras las de Don Isaías, Don Ernesto y Don Jorge mientras oían a Doña Rocío explicar que la esperanza es una obstinación, mejor, una consecuencia de la obstinación de la Vida en Vivir. Su pertinacia es tanta que la Vida incluso es capaz de funcionar con desarreglo con tal de subsistir.

Qué caras las de Don Isaías, Don Ernesto y Don Jorge mientras oían a Doña Rocío explicar que el giro frontal inferior del hemisferio cerebral izquierdo se ha vuelto más perezoso que su gemelo derecho al efecto de la dopamina que los ganglios basales generan para que nos enteremos de que las cosas son peores de lo que suponíamos.

La Vida es como aquél tahúr que trampea consigo mismo jugando al solitario. ¿Por qué el giro frontal inferior derecho, a donde va la dopamina que los ganglios segregan cuando el mundo no defrauda, sino iguala o supera, nuestras expectativas, es más diligente y raramente remolonea?

El cerebro lleva mal las cuentas de lo que perjudica a la Vida y bien las de lo que la beneficia. El efecto de este desarreglo aritmético es la esperanza. Quizás gracias a este desajuste bioquímico sea posible esa locura con la que los dioses bendecían a los humanos a los que más amaban. Porque, si la Esperanza es el preludio de la Acción en que nos hacemos, su contrario, la desesperanza, es el preludio de la Inacción en que nos deshacemos.

domingo, 19 de noviembre de 2017

La vida, en una libretita y en un café.

Anda bien de piernas y de cabeza pero nadie le quita de los hombros el peso de los ochenta años largos que tiene.

De cuando en cuando, Ángel, que así se llama, se tienta el bolsillo derecho de su pelliza, es un hábito inconsciente, compulsivo, consumado decenas de veces en el rato que lo observo, entiendo que para asegurarse de que algo, que debe ser muy preciado, sigue allí.

Cuando se aburre de mirar a la gente que pasa y de hablar con los que le provocan la conversación, Ángel se saca aquello que resulta ser una libretita manida, gastada, encuadernada con gusanillo de alambre. Es su vida, que le coge allí entera. Su bolsillo, un sagrario.


La fecha de nacimiento. Los nombres de sus padres y de sus hermanos. El día de sus fallecimientos. Cuando empezó la guerra en su barrio de San Julián. Cuando su madre no tuvo otro remedio que meterlo -en bendita hora- interno en su Colegio.

Ángel, que no tuvo hijos, de lo que más habla es de su difunta esposa y de su Colegio. Diariamente, toma café en un bar cercano, frente por frente a la puerta de su Colegio, el mismo que frecuentan en el recreo los alumnos mayores. El manchado descafeinado de sobre con sacarina le da de sí para viajar cada media mañana hasta su niñez y regresar casi al mediodía, un rato antes de ir a almorzar, a su vejez.

A Ángel la vida le cabe en su sobada libretita. Cuándo y dónde hizo el servicio militar. Sus sucesivos empleos, en un taller de la calle Adriano, en la fábrica de San Jerónimo. Sus domicilios, en la calle Macasta y en la calle Aceituno. Sus maestros de taller, Don Francisco Javier y Don Geronés. Los que le enseñaron el oficio y le inculcaron unas devociones que todavía no se le han marchitado.

A Ángel la niñez y parte de su precipitada juventud le coge en su matutino café. Ese rato es el momento cenital de su día. Luego, todo comienza a palidecerle, aunque el día, ajeno a las agujas horarias de su alma, todavía tenga tiempo para espejar claridades.


Ángel vive apegado a la Vida porque todavía puede acudir a la cita cotidiana que tiene con su niñez en el recuerdo de su Colegio. Cuando sus piernas o su cabeza le impidan asistir, seguramente Ángel empezará desistir.

¡Qué enorme es la gratitud que Ángel, después de más de setenta años, siente hacia su Colegio! Cuando sus compañeros hablan quejosos de dolores y de ausencias, él habla de sus recreos, del oficio que le enseñaron, de sus devociones, de cómo entró siendo niño y salió siendo hombre.

La educación, como la Vida, tiene sus insondables Misterios. Quizás un día, no lejano, los algoritmos nos los descifren. Entre tanto, son poesía que nos enerva la sensibilidad y nos colorea los grises. Entre tanto, es de sabios ir aprendiendo a que la Vida de uno le vaya cabiendo en una libretita, en un café.

sábado, 4 de noviembre de 2017

¿Simplemente porque lo sienten así? Después de un día como el de hoy en España (y 3)

El problema no es tanto que, bajo la apariencia de ser libres y plurales, las sociedades "abiertas" de ahora en el fondo sean tan uniformes como cuando eran las sociedades "cerradas" de antes, sino que aquello que ahora las uniforma sea tan estúpido y tan banal. ¿Por qué estúpido y banal? Principio pragmático de estimación: por sus frutos se conocerán.

Las sociedades necesitan "grandes relatos", como los llamó Vattimo, y "pegamentos míticos", como lo llama Harari. La historia de la humanidad, más que ninguna otra cosa, es la sucesión de esos "relatos" y "pegamentos" que han aglutinado y enfrentado sociedades.

sábado, 28 de octubre de 2017

¿Nuestro hijos, una nueva generación perdida?: Después de un día como el de hoy en España (y 2)

De las cinco grandes economía de la zona Euro, la única que, según esta previsión, en 2030 no estará entre las diez más grandes economías del mundo es la española.



jueves, 26 de octubre de 2017

miércoles, 11 de octubre de 2017

El Mago Lut y La Bruja de las Margaritas: Educar a los niños en creencias que apunten verdad.


"Los gnomos fueron muy preocupados a visitar al Mago
Lut. El otoño extrañamente no había llegado
al bosque. Era culpa de La Bruja de las Margaritas
a la que nada le gustaba más que tomar el sol en verano.
Los gnomos confiaban en la magia de Lut
para que las setas volvieran al bosque"
(Los duendes del otoño

El otro día -hacía un calor impropio de esta época- le dije a mi hija que el otoño no había llegado todavía. A lo cual ella me respondió:



"Papá, yo me creía que era culpa de La Bruja de las Margaritas. Pero en catequesis me han dicho que Dios es todopoderoso, así que la culpa debe ser suya, no de La Bruja".

domingo, 1 de octubre de 2017

Sin un Tú no hay un Yo

Vuelvo una vez más a releer "Yo y tú", el libro de Martin Buber. El mismo año (1923) que Freud publicó "El Yo y el Ello", Buber escribió su "Yo y tú".

viernes, 29 de septiembre de 2017

miércoles, 12 de abril de 2017

Luz se volvió Oscuridad

La otra tarde, con el cielo vestido ya de azul primavera, Luz y Oscuridad libraron cruenta batalla. Fue bestial. Yo estuve allí. Únicamente los hijos más ciegos de Luz no pudieron reconocer victoria tan gloriosa y dolorosa de Oscuridad.


Virgen de La Alegría en la Iglesia de San Bartolomé en Sevilla

Se trató de una cosmogonía, de principio a fin, en toda regla. Yo estuve allí. Lo de Marduk y Tiamat debió ser algo así. Pero esta vez el mito había perdido su admirable textura poética y se ha había vuelto agriamente trágico.

El cuerpo descarnizado no era el de una malísima divinidad domiciliada en un tiempo primordial, sino el de un hombre mal empadronado en la estrechez de un hoy que huye hacia la desmemoria de un ayer que se escapa de la vida o al que la vida se le escapa.

Sino el de un hombre, además, con la paternidad apenas estrenada, sólo dos añitos. Sin duda, razón absolutamente necesaria y suficiente para que el gen de Dios (o de dios) no hubiera dormitado en su oficio de centinela.

Como siempre, del lado de Luz, Bien, Vida y Alegría; y del de Oscuridad, Mal, Muerte y Tristeza. Yo estuve allí. Fue estremecedor. La contienda tuvo lugar en casa de Alegría:

En un olvidado templo del antiguo barrio de la judería en donde todavía resuena el desmayado eco de la raída piel de ese viejo tambor que otrora tronara divinamente inmarcesible y glorioso, y que desde hace algún tiempo no es de este tiempo más que en la forma de pintoresco recuerdo o de anacrónica nostalgia.

Era tan negro lo que allí se ventilaba que Luz se tornó, no pudo ser de otra manera, sobrecogedora Oscuridad y su inasible Claridad se redujo a recuerdo para los asistentes. O no. Y quizás confundieran el recuerdo de Claridad con la realidad misma. Porque no todos los asistentes parecían acostumbrados ni dispuestos al discernimiento entre realidad y ficción, realidad y creencia, realidad y deseo, realidad y necesidad... En suma, entre realidad y realidad.

Lo mejor, lo más sanador y honesto, hubiera sido guardar Silencio, el único taumaturgo hábil para esos dolores que carecen de reparo. Pero quien tenía la palabra hizo uso de ella. Y su ceremonioso decir se volvió cháchara de chamán de tribu.

Yo estuve allí. Lo oí. Su lengua cortó la etimológica semántica de la palabra y le amputó cuanto de razón contiene y la dejó, castrada de sentido, en hueca palabrería.

Lo peor que le puede pasar a un hechicero es que crea en su superstición. Si ciegos todos, la bruma nunca levanta. La unamuniana duda del bueno de San Manuel redime con engaños de caridad, pero no con quimeras con repintes de verdad.

Viuda quedó la esposa. Huérfana, la hija. Muerta, la madre. Aturdido, el padre. Oscura, Luz. Reoscura, Oscuridad. Y triste, mortalmente triste, Alegría. Yo estuve allí. Lo vi. Todo terminó en Viernes Santo. Acaso como siempre. Porque Esperanza es ungüento de preliminares, no de subliminales.



domingo, 26 de marzo de 2017

En el sexagésimo aniversario del Tratado de Roma.

"El nacimiento fue su muerte"
(Th. Beckett)


La sentencia de Beckett es tan válida para los individuos como para las civilizaciones.

No queda el recuerdo de las cosas pasadas,
ni quedará el recuerdo de las futuras en aquellos que vendrán después
(Qohéleth 1,11)
Igual que la inmensa mayoría de las personas es capaz de apartar del centro de su habitual percepción, de su cotidiana atención y de su asidua conciencia cuál es su destino personal -la muerte: Sein zum Tode- y así vivir saludablemente enajenado de lo importante -qué otra manera de vivir cabe...

Igual, digo, pueden -suelen- vivir las sociedades respecto de su destino colectivo. Aunque hayan enfilado el camino sin retorno hacia su inminente calamidad, éstas harán "como si" no se dieran cuenta, al modo del atrevido Hans Vaihinger.


Más aún, probablemente, harán lo imposible para eludir ese temible acto de lucidez que les desvele su doloroso e inevitable final. 

Quizás la extinción de las civilizaciones sea una tremebunda calamidad. Al menos eso me parece a mí, que tanta tristeza me causa asistir al desmoronamiento de Occidente. No al derrumbe de una "versión" de Occidente, como tantas veces le ha ocurrido en su trimilenaria historia, sino de Occidente mismo.

Esta vez no es una crisis coyuntural o de crecimiento, sino estructural y de fallecimiento. Ya les pasó a las inmensas civilizaciones nacidas a orillas de los grandes ríos de nuestra Antigüedad: Tigris, Éufrates, Nilo...

Pero lo cierto es que un mundo en el que todo continuase -de forma reconocible para los que vivimos ahora- hasta el final de la existencia de la especie humana, resulta tan inimaginable como la fantasía de la inmortalidad personal.

miércoles, 18 de enero de 2017

La cuna del Yo. El empiece de la felicidad.

¿Cuál es, pues, ese incalculable sentimiento que priva al espíritu del sueño necesario para su vida? Un mundo que podemos explicar, aunque sea con malas razones, es un mundo familiar. Pero, en cambio, en un mundo privado de pronto de ilusiones y de luces, el hombre se siente extranjero. Es un destierro sin remedio, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Ese divorcio entre el hombre y su vida, el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo
(A. Camus)

Sin embargo, cabe pensar que el Mundo no es familiar porque se pueda explicar, aunque sea con malas razones, que decía Camus; al contrario, el Mundo es explicable porque es familiar. El hogar es ese “lugar” en donde no hay divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su decorado. El absurdo, que está más emparentado con el sentimiento que con la ideación, no se nutre tanto de la inconveniencia lógica como de la falta de "hogar", el cual es la cuna del Yo y el empiece de la felicidad.

***

En una habitación amplia y luminosa de casa siempre hubo una mesa de camilla con enaguas rojas. Encima, un tapete beige de crochet, mil veces tejido y destejido por mi madre en las interminables tardes de verano. Y debajo, el brasero. Toda la vivienda era casa; pero hogar, principalmente aquella mesa y los sillones que la circundaban; y poco más, puede que también la cocina, para el doméstico trajín de la mañana.


Ésta es la idea. Quizás el empiece de la felicidad esté en el hogar, es decir, en un “lugar” en donde guarecerse, no sólo de las inclemencias meteorológicas, sino también, y más que nada, de la “intemperie metafísica” en que la Vida -a menudo- discurre. Para protegerse de los rigores del clima, una vivienda, una casa, es bastante. En cambio, para protegerse de las desavenencias de la Vida, de su “desamparo metafísico”, además se requiere un hogar.

Para quien no tiene hogar, la Vida suele de ser noche. Pero no como esa noche estrellada -seguramente, de verano- que Kant tanto admirase, sino la noche fría y húmeda, inhóspita y desapacible, del invierno más profundo. Entrad, mi señor. La tiranía de la noche al raso es demasiado dura para que el cuerpo la soporte, le dijo el fiel Kent al rey Lear.

Hogar es el “brasero” de la mesa de camilla que hay en una habitación de la casa. Es el fuego que Prometeo hurtó atrevidamente a los dioses. El que Estía convirtió en doméstico y familiar. El que Hefestos transformó en industrioso. También el que Yahvé hizo inextinguible y sagrado en la cima del Horeb.

El hogar es la técnica, el artefacto, el invento, que el hombre ha sabido interponer entre él y el Mundo para que Éste -provisoriamente domeñada su hostil propensión contra la humana ansia de Vivir: de Vivir más y mejor- llegue a serle domicilio confortable: material y afectivamente confortable.

Lugar cálido y compañía Incondicional. Eso es hogar. Un robusto techo que protege del relente de la noche que desencaja los cuerpos. Y un inquebrantable afecto que resguarda de la gélida soledad que desanima los corazones. Hogar para el rey Lear fue el techo donde se guareció y la fidelidad de Kent.

Sin otros -y no vale cualquier otro: tiene que ser un otro Incondicional- el hogar resulta, pese al calor del brasero, existencialmente frío. Y, por tanto, no es hogar. A lo sumo es refugio, casa, vivienda... La soledad, antes que cuestión “topográfica”, es asunto “afectográfico”.

***

En eso que quiera que sea el humano Vivir -más acá del Misterio que, si se desea (el deseo como criterio de verdad), cabe vislumbrar al otro lado de su incontestable contingencia- hay un par de fuerzas claramente reconocibles: una “centrípeta” y otra “centrífuga”. Por eso, en su versión mínima, Vivir es resistir, aguantar, refugiarse... Y en su versión máxima, es expandirse, proyectarse, aventurarse...

Pero, sin lo primero, lo segundo -dada la resistencia que lo Otro de la Vida pertinazmente ofrece al hombre cuando éste aspira “centrífugamente” a la versión máxima de Vivir- es muy difícil sin descomponerse en su mero intento. Cuando el hombre trata de hacer crecer su Vida, el mundo -en general- no se lo pone fácil. Las cosas le plantan cara, le ofrecen resistencia, a su pascaliana intención de Vivir, precipitando la inutilidad de su “inútil pasión” por Vivir. Pasión. Pero no por cualquier Vivir, sino uno que sea lo más humano posible.

Mas el hombre se crece -no siempre: entonces, mal síntoma- ante la impertinente e impenitente resistencia de lo Otro de la Vida, y combate este descortés hostigamiento haciéndose más resistente. O tratándolo, al menos. Resistir es cuestión de consistir. Esto es, de permanecer estable y coherente, de no romperse ante la adversidad y, en consecuencia, de no desaparecer ante el contratiempo… Esta humana resistencia a esa mundana resistencia es el grito rebelado, y revelador, de Augusto Pérez, como Don Miguel llamó al “hombre cualquiera” que no quiere dejar ni de ser ni de ser él.

Quizás esté en el hogar la raíz de esta sisífica resistencia: una raíz al menos. Seguramente, esa consistencia que le permite al individuo sobrevivir ante la resistencia del Mundo, sea algo polirradical.

Bien mirado, el hogar -lugar y compañía- es un hábitat protésico. Ya se dijo arriba. Es una “técnica” que el hombre se ha inventado para compensar este dramático desajuste: el hombre, de por sí, no parece que tenga un hábitat natural que trate amablemente su ansia de Vivir, en especial una vez que ha enarbolado las lanzas del “espíritu” hacia el inédito y formidable horizonte de la Cultura, que no estaba, sino que él también ha creado. La punta de acero de la pica del “espíritu” es la punta de grafito del lápiz de la Cultura.

La encina, en la dehesa y el naranjo, en la huerta. No así el hombre, que no tiene dónde cómodamente reclinar su cabeza. Desde que fuera expulsado de Edén, cuenta el Mito, el hombre no ha encontrado otro hábitat acorde con él que el hogar que él se ha construido. Etológicamente, el hombre es un bicho fascinante. De la necesidad biológica ha hecho virtud “espiritual”. Su evolución es el inacabable tránsito de la penía biológica a la ponía “espiritual” o cultural. En este sentido, el hombre nunca dejará de ser itinerante. Homo viator. Nunca del todo sedente.

La maldición de Epimeteo se ha vuelto inesperada y fortuita, portentosa y extraordinaria, oportunidad para este hombre crónicamente enfermo de penía, si bien al elevadísimo precio de ser esclavo de su libertad, de habérsele dictado condena -perpetua y no revisable- a trabajos forzados. La “piedra” que el hombre ha de “picar” es el tiempo, el Vivir; el resultado, su autobiografía (Por cierto, ¿llegaría Sartre a tener noticias de Libet? Igual la libertad del hombre no es más que una fatua ilusión que no tiene más científica duración que 30 décimas de segundo).

Siendo el de los hombres un género tan débil y tan mal dotado para vivir en el Mundo, lo evolutivamente previsible hubiera sido -dentro de la gran y ruidosa familia de los grandes simios- su extinción. Y punto. Sin lágrimas siderales. Pero algunas especies de este género “optaron” más por expandirse que por resistir, más por proyectarse que por aguantar, más por aventurarse que por buscar refugio. Y así, una en concreto, la especie de los sapiens, acabó inexplicablemente inventándose otros “mundos” que, nativamente incrustados en el Mundo, le permitieron inaugurar un Vivir de otro jaez. Emulando a Leibniz y a Heidegger, ¿por qué más bien el Neocórtex y no sólo el Paleocerebro?

El homo sapiens, que parece que es el único animal que no tiene un natural hábitat natural donde vivir ajustadamente, ha terminado haciéndose ubicuo: primero, planetariamente ubicuo: de la sabana emigró hasta convertirse si no en “el rey de la creación” al menos sí en el de todo Eurasia. Y próximamente, casi interestelarmente ubico. Y esto, gracias a su capacidad para crear ingeniosas prótesis que enmienden el jodido mundo al que “ha sido arrojado”.

No obstante, en su condición de Dasein, el hombre es constitutivamente infeliz. De ahí le nace -de la frágil homeostasis de su organismo consigo mismo y de éste con el Mundo al que ha sido arrojado- el imperativo primero instintivo y después ético de domiciliarse en un mundo que no le es originariamente hogar.

Y de ahí también el arranque de la fuerza centrífuga -expandirse, proyectarse, aventurarse- en que Vivir consiste para él. Y de ahí además el arranque de que la vida lograda, perfecta, feliz, sea para el hombre un pragmata, un asunto, un quehacer, y no un datum ni un factum, sino un incansable, interminable, faciendum.

En este sentido, el hombre nunca ha tenido la felicidad detrás de sí, sino siempre delante. Edén jamás estuvo entre el Tigris y el Éufrates, ni Arcadia en el Peloponeso. Nunca en el eje del espacio, sino siempre en el del tiempo, y más en el tramo del futuro que del presente. Aristóteles decía que la felicidad no es un don de los dioses. Tampoco del destino. Es obra del hombre mismo. Ya. Pero nunca conseguida del todo. La felicidad es su utopía. Su ideal regulativo.

***

Quizás el empiece de la felicidad esté en el hogar. Ésta es la idea. Y ésta, la pregunta. ¿Y si el hogar es el primum analogatum conforme al cual el hombre ha de esforzarse para que el Mundo adonde ha sido arrojado, se le vuelva más habitable? Quizás el hogar sea el empiece de la felicidad. Mas seguro que no es su término. Y esto no sólo porque la felicidad -cosa utópica- carezca de término. Sino también porque el hombre, para avanzar hacia ella, para conseguir que ésta crezca cuanto le sea posible, ha de estar advertido de que el hogar no es refugio permanente, y de que tomarlo como tal es un error.

La tarea de Vivir no consiste -por miedo- en aislarse del Mundo a perpetuidad. Es cierto, Vivir es resistir, aguantar, refugiarse. Pero no sólo eso. Resistir es estrategia, como el paso atrás de Kierkegaard. Vivir es un “juego de ohmios”, un equilibrio de resistencias. La resistencia de un Mundo que no parece haber sido amablemente diseñado a la justa medida del hombre. Y la resistencia de éste, que le planta cara a los ohmios de ese incómodo y desabrido Mundo, para tratar de convertirlo en hogar.

El empiece de tan eléctrico forcejeo es el hogar de casa, que para el niño es la primordial escuela y para el “guerrero” el lar de su merecido descanso. Militia est vita hominis super terram. El hogar de casa no es el torreón en donde el hombre deba practicar un Vivir siempre de mínimo, constreñido a resistir, a aguantar, a refugiarse. Sino la condición de posibilidad para que Vivir también sea expandirse, proyectarse, aventurarse.

Lo segundo, sin lo primero, es imposible. La Vida hay que “centrifugarla”, pero no hasta el extremo de consentir su desintegración. En el hogar, de niño, el hombre adquiere la resistencia mínima necesaria para emprender una Vida “a lo grande”. Lo escribió Borges: el hombre es la larga sombra que el niño proyectará en el tiempo... Y, de adulto, repara su resistencia dañada. De nuevo Job: Militia est vita hominis...

En el hogar siempre hay fuego y compañía. Pero no cualquier fuego. Es el fuego inextinguible, como el de la zarza de Yahvé; el fabrilmente útil, como el de la fragua de Hefestos; el doméstico, como el del brasero de Estía; el liberador, como el de Prometeo. Y tampoco cualquier compañía. Es la compañía de aquellos que no desertan, que no fallan, que no faltan, que no traicionan. La de aquellos que, al llamar a uno por el nombre que le identifica, apuntan siempre a lo más individuo que uno es. A su Yo. El hogar es el sagrado templo de la Incondicionalidad. De las lealtades absolutas.


Esta vez, sin “quizás”. El hogar es el empiece de la felicidad y también la última línea de defensa ante el Nihilismo. Éste siempre lo hubo. Pero nunca había llegado a hacerse mainstream: “cultura de masas”. El hogar es el último bastión ante la postmoderna “democratización” del absurdo, que tan aristócratamente intelectual había solido ser, y ante todas sus letales consecuencias. No deja de ser paradójico que lo light llegue a tener efectos tan heavy. En su aspecto, el Nihilismo se ha vuelto soft, mas no así en sus consecuencias, que continúan tan hard como siempre. No es que todo lo que era sólido se haya vuelto líquido; peor aún, es que todo lo que era líquido se ha evaporado, y la sociedad se ha quedado vacía, es decir, sin Nada.

Sin embargo, en la vida se podrán caer seguridades de muchos tipos, mas apenas sucederá “nada” digno de interés, mientras continúe salva, lozana, vigorosa, rotunda, inquebrantable, la Incondicionalidad en cuyo molde se encofró aquello de uno que es realmente individuo, ciertamente indisoluble, verazmente resistente, en suma, auténticamente Yo. Ningún vacío es irreversible mientras queden arqueros que con la flecha de su palabra certeramente atinen en lo más individuo que es uno, en el Yo.

jueves, 5 de enero de 2017

La indecible ternura de la venerable calva del Rey Melchor.

Quiero que mi hija sea feliz.

No quiero que el pájaro -como Baroja llamaba a la felicidad- alce el vuelo de la Sagrada Tierra de mi hija en donde ahora está ciertisimamente anidado. Ni que se ponga -el muy caprichoso- a trazar piruetas de azar en el cielo de sus expectativas.

Explicaba Aristóteles -hoy es Aristóteles- que de los niños sólo se puede decir que son felices porque se espera de ellos que lo sean en el futuro.

Pero el asunto de la felicidad -por atiborrarse tan pronto de tan intensas emociones- quizás sea -de los más importantes de la vida- el de más difícil meditación. Las desavenencias en el opinar acerca de ella -más allá de una casi absoluta unanimidad inicial-  a menudo llegan a ser irreconciliables.

Casi todo el mundo está de acuerdo -esta es la casi absoluta unanimidad inicial- en que la meta principal y el bien supremo que el hombre puede realizar en la vida es la felicidad.

Pero a partir de ahí es difícil convenir en qué sea la felicidad y en cuál sea el bien al que ésta se refiere. Para unos la felicidad es la riqueza o los honores; para otros, la salud o la sabiduría… Incluso para uno solo hombre la felicidad puede ser primero esto y luego aquello, según la etapa de su vida en que se encuentre.


La ternura de
una venerable calva
Seguramente, en qué consista la felicidad, apuntó también Aristóteles, tenga mucho que ver aquello de lo que uno carece y acaba erigiéndosele en incansable “liebre” para el desgarbado galgo de sus ansias.

A mi entender, es indudable que los niños que son felices son sincera y macizamente felices. Y no sólo en prendas de una felicidad futura, como pensaba el macedón. Ésa que lograrán cuando -de adultos- hayan aprendido a practicar la precisa virtud cuyo ejercicio les reporta la felicidad a los hombres.

La de los niños no es sólo una felicidad en potencia. Es la expresión rigurosamente en acto de una bondad -más óntica que moral: Y vio Yahvé que todo estaba bien y era bueno- que la Vida espontáneamente “transpira” -creo que de modo especial en la vida de los niños- cuando éstos ni sienten ni presienten la angustia (del absurdo).

Puede parecer paradójico. Pero los niños -esos filósofos entre pañales- son excelentes catadores (de la angustia) del absurdo en su más prístina condición, que no es de guisa gélidamente lógica sino cálidamente afectiva, y que se enuncia -poco más o menos- en algo así:

No soy querido: incondicionalmente querido…
Mi vida no resulta de una voluntad que intencionadamente me extrajo de la oscura nada del no ser…
En conclusión, soy afectiva (existencialmente) innecesario.
En conclusión, el cosmos en nada se resentirá de mi ausencia.
Ex contradictione quodlibet

El niño querido -¡y es tan apetecible quererlo!- es feliz. El absurdo -lo narraba excelentemente Camus- es una sensación, un estado de vida, igual que lo es su antagonista -la felicidad.

Es cuestión de un juego de miradas cómplices: la de la Madre, amorosa; la del Padre: honda. Y de una calva, la del abuelo Melchor: venerable y capaz de inspirar una indecible ternura. La familia.

"Agranda la puerta, Padre,/ porque no puedo pasar./ La hiciste para los niños,/ yo he crecido, a mi pesar./ Si no me agrandas la puerta,/ achícame, por piedad;/ vuélveme a la edad aquella/ en que vivir es soñar". (Unamuno).